A las seis, tal como estaba convenido, el chófer del hotel se acercó desde el aparcamiento al mostrador de la agencia en el hall, y se rio cuando Hock le dijo que quería apearse en Nsanje. El chófer llevaba una gorra azul y gafas de sol, y tenía desabrochados los botones de arriba de la camisa, dejando bien a la vista un collar de oro; los zapatos eran estrechos y a la moda, de suelas finas. Era un hombre de ciudad, que nunca habría oído hablar de una aldea como Malabo.
—Muli bwanji, bambo? —preguntó Hock—. Dzina lanu ndani?
—Mi nombre es Chuma —respondió el hombre en inglés.
Las gafas le cubrían parte de la cara, de mandíbula prominente, dándole el perfil de un grillo. Sonrió con cierta avaricia al ver el reloj de Hock. Éste sabía que una mirada sostenida más de lo necesario equivalía a una petición, pero Chuma ya tenía su propio reloj.
—Podemos salir a las siete.
—Mejor las ocho. Hora africana. No se preocupe, sea feliz.
—A las siete —reiteró Hock, serio, y el chófer se volvió más deferente, respetuoso; una sutil vibración en su rostro expresaba miedo.
Todo esto había ocurrido muy rápido. Hock dedujo que conducir a extranjeros le había dado a Chuma un exceso de seguridad en sí mismo. Sus ropas, su soltura, su sonrisa, su perspicacia…, todo en él tenía algo de ostentoso; pero la reconvención le había bajado los humos, pasando de la familiaridad a la subordinación. Un episodio similar se repitió ya en la carretera. Al salir de la ciudad, Chuma dijo: «Éste es el mejor camino», para de inmediato cambiar a «Lo que usted diga» una vez que Hock le puntualizó que quería pasar por Chikwawa. Él recordaba bien ese sitio, y quería ver cómo había sido tratado por el tiempo.
Chuma encendió un cigarrillo.
—No fumes —le dijo Hock.
Chuma inspiró hondo, tras estrujar la punta encendida con los dedos, ostensiblemente molesto.
La carretera al sur de Blantyre estaba pavimentada, pero tenía tantos baches y los pozos eran tan numerosos que no parecía una construcción moderna, sino más bien un circuito de vetustos obstáculos; los boquetes, lo bastante profundos como para que quedase atrapada una rueda, obligaban a Chuma a desviarse constantemente hacia el borde de la vía, por entre la hierba y el barro.
A medida que se alejaban de la ciudad, las casas ofrecían un aspecto cada vez más precario y provisional: de las consistentes hileras de tiendas, con desagües para las lluvias en el frente, se pasaba a los bungalós con tejados de tejas y a las cabañas de techumbres de chapa, hasta llegar a las chozas coronadas por paja, con los esqueléticos palos de su estructura asomando a través de la masilla de barro aplastado. En ese punto, la carretera empeoraba, y había tramos en los que sólo era una cinta de pavimento roto, una incrustación entre las lomas. En las cuestas de los laterales se veían los tocones de los árboles talados; la devastación de los bosques a manos de las personas que iban en busca de combustible.
Más adelante, rumbo a las estribaciones, las encaladas casas de Chikwawa llenaban el valle en filas ordenadas como terrones de azúcar. Pero vistas más de cerca, esas casas se transformaron en unas chozas mugrientas, hechas con madera pintada y remendadas con planchas de plástico.
—No pares —ordenó Hock.
—Esto estará muy cambiado. ¿Cuántos años?
—Za kale —respondió Hock, porque «mucho tiempo» no daba una idea adecuada del lapso transcurrido.
Los paisajes contemplados desde el coche no eran lo que se dice de postal: se trataba del África de las personas, no de los animales. Y, paradójicamente, parecía mordisqueada, masticada, quemada, deforestada y removida. Una manada de elefantes podía comer media hectárea de árboles al día, dejando a su paso un montón de ramas astilladas y pisoteadas, pero el terreno permanecería verde y volvería a retoñar. Por el contrario, ese asentamiento humano estaba mancillado, con la vegetación cortada sin contemplaciones y quemada, o arrancada hasta que sólo quedaban tierra y piedras, en una variante de la calamidad, en una desfiguración permanente.
Al final de la carretera mal pavimentada, el coche bandeó, resbaló en unas piedras sueltas y dio unos botes en los hondos surcos. En los márgenes, las tupidas hojas de pasto elefante bloqueaban la visión. Cada vez que llegaban a un puente sobre un arroyo, a una aldea brotada junto a la carretera o a un racimo de tiendas, Chuma decía:
—Cuántos cambios.
—Sí —le respondía Hock, porque el hombre era joven y orgulloso. Pero la respuesta real era no, y eso lo alegraba.
El campo seguía en un estado de semirruina: un paisaje cada vez más agreste que afilaba sus perfiles. A Hock le habría hecho más feliz ver que nada había cambiado, porque él había amado ese sitio por ser como era, a pesar de los cooperantes y de la caridad de los misioneros. Ahora habían sobrepasado Chiromo, en la provincia sureña, y se acercaban a Lower River. Hock reconoció al instante el paisaje aplanado, una especie de desorden que afectaba incluso a los árboles y las altas hierbas y el olor a polvo y humo. No había encontrado nada igual en toda su vida, algo no específicamente hermoso, demasiado chato y sin vistas que fotografiar, pero sin duda poderoso, su primer contacto con el mundo, antiguo allí en toda su simplicidad.
—Le gusta —dijo el chófer al ver que Hock había comenzado a sonreír.
Todo volvió a él como una ola. Había alcanzado la dicha trabajando como profesor voluntario en una región de pequeñas chozas, gente medio desnuda y caminos sin asfaltar —un mundo hecho de barro—. Lower River se convirtió en la medida de su felicidad; y esa alegría provenía en gran parte del hecho de estar apartado. Ningún teléfono, sólo un reparto semanal de correo, y de vez en cuando un periódico antiguo, ya amarillento, lleno de noticias irrelevantes que eran sustituidas por otras trivialidades más novedosas y mejores. No había nada que temer. Nadie tenía dinero. Se había ido en contra de su voluntad; había anhelado la vuelta. Y ahora, por fin, estaba allí de nuevo…, era increíble.
—Reserva natural Mwabvi —anunció Chuma—. ¿Quiere parar?
Hock vio la entrada, el desvío: sólo una barrera, con una tubería de hierro descansando sobre un par de bidones de acero, y un cobertizo algo más adelante.
—Njobvu. Chipembere.
—Ninguno de esos, nada. Sólo monos —dijo Chuma.
—Te digo que no pares —ordenó Hock.
El coche empezó a aminorar la marcha y dio la impresión de deslizarse de costado por la grava acumulada en la cuneta. Chuma tiraba del volante como para intentar evitar un patinazo. Hock se echó hacia delante, extendió las manos para protegerse del presumible impacto contra el salpicadero, y cuando hizo esto, el coche se detuvo en la cuneta en pendiente.
—Pinchazo —informó Chuma.
—Arréglalo. Tienes una rueda de repuesto, ¿no? —dijo Hock desde su asiento inclinado.
Chuma no respondió. Empujó malhumorado la puerta, se dirigió a la parte trasera del coche y abrió el maletero. Hock vio cómo apartaba su abultado talego y levantaba la moqueta para sacar la rueda de repuesto.
—Tsoka —dijo Chuma.
—¿Qué quieres decir con «mala suerte»? Tienes una rueda de recambio.
—Palibe ujeni.
—¿Qué ujeni? —la palabra significaba «chisme».
—Gato. Yo no tengo.
—Pararemos un coche. Y pediremos uno prestado.
Chuma examinó la cara de Hock con una nota de velado desafío.
—¿Ve algún coche?
Estaban sofocados de pie bajo el sol, con las cabezas martilleadas por el calor, conscientes de su impotencia. El quejido de las cigarras contribuía a agravar las cosas, y les recordaba que estaban solos. La frente de Chuma estaba perlada de sudor. Se despojó de las gafas. Sin esa máscara, su rostro era débil y húmedo. Se sacó los faldones de la camisa y se levantó todo el frontal para enjugarse el sudor de la frente. Hock anduvo unos pocos pasos, y cuando volvió la cabeza, Chuma ya había empezado a soltar los pernos de la rueda. Luego apoyó la rueda con cuidado contra el coche, se quedó mirándola y, en un arrebato de furia, le propinó un puntapié.
La única sombra visible era un espino bajo, junto a la carretera. Hock buscó su cobijo, pero, al ir a sentarse, descubrió un homogéneo termitero apelmazado contra la base del tronco. Se quedó allí de pie un momento y luego caminó de vuelta al coche, donde Chuma fulminaba con la mirada el neumático.
El rugido de un motor llenó el aire, y Hock alzó la vista: una furgoneta blanca nueva, con un logotipo dorado en el lateral, aceleraba en su dirección desde el centro de la carretera, igual que una locomotora por las vías. Hock agitó los brazos, pero sin resultado: el vehículo no paró la embestida, y sus ruedas siguieron mascando la tierra del camino, arrojando piedras y recubriéndolos de polvo.
—La Agencia. Ellos están dando a la gente aquí —y poniendo una voz burlona—: ¡Ellos son mzungus de su país!
—¡No han parado! —Hock lanzó una maldición y se sacudió el polvo—. Ahora ¿qué hacemos?
Las grandes gafas de sol de Chuma sólo permitían ver la parte inferior de su cara, al parecer impasible.
Hock se mantuvo a distancia del chófer, dejando que el polvo se asentara. Pasó una hora. A cada rato Hock seguía consultando el reloj, con la amenaza creciente de verse atrapados allí por la noche. Al apartar una vez los ojos de la muñeca, descubrió a un muchacho que se aproximaba sobre una vieja bicicleta. Avanzaba inestable y Chuma le habló con mucha brusquedad, no como alguien que estuviese en apuros, sino en un tono claramente autoritario, y el chico arrugó el rostro.
—¿Qué le estás diciendo?
—Tiene que traer algunos hombres y chicos de la aldea. Tiene que ayudarnos.
El chico parecía acongojado y confuso. Hock le mostró algo de dinero.
—Ndikufuna thandiza. Necesitamos ayuda. ¿Entiendes?
—Sah —dijo el chico con una voz ronca. Se montó en su bicicleta y se marchó pedaleando.
—Él no volverá —sentenció Chuma.
Y durante una hora y media, bajo el solitario árbol, Hock creyó que Chuma estaba en lo cierto. Pero el chico sí que reapareció finalmente, acompañado de cuatro hombres carcajeantes, que aumentaron el volumen de sus risotadas cuando vieron el coche, cruzado en la gravilla de esa cuneta empinada. Uno de ellos llevaba una palanca, y la empuñaba más como un arma que como una herramienta.
Hablaron con Chuma. Hock oyó las palabras «palanca» y «palibe» —«ninguna»—, y volvieron a estallar en risas. Todo resolución, los hombres se metieron en la maleza y retornaron abrazando unas piedras grandes, una por cabeza, que apilaron cerca de la rueda pinchada. Repitieron la acción sacando peñas de entre los arbustos que añadieron al resto de las piedras, del tamaño de pelotas de fútbol. Cuando reunieron suficientes, pusieron algunas debajo del eje y otras contra las ruedas, para impedir que el coche se fuera hacia atrás.
Usando la palanca y la peña más grande como punto de apoyo, consiguieron elevar el coche; tres hombres levantaban el parachoques, mientras el chico añadía piedras más pequeñas bajo el eje. Esta acción se prolongó durante casi media hora, con los hombres haciendo altos entre las acometidas con la palanca para examinar la altura de la rueda pinchada. Pidieron una llave inglesa —utilizaron ese término— y aflojaron las tuercas. Por fin el neumático estaba separado del suelo, con espacio libre para girar. Quitaron las tuercas y, cuando la rueda estuvo desmontada, Hock vio que el eje descansaba sobre una pila de peñas y rocas del tamaño preciso, en un remedio tan antiguo como indestructible, que casi guardaba la simetría de un altar de piedra.
Un hombre puso a botar la rueda de repuesto, que seguía donde la había lanzado Chuma con su puntapié, y la trajo rodando. La ajustaron bien y apretaron las tuercas. Una vez concluida la operación, retiraron las piedras de delante de las ruedas y empujaron el coche lejos del montón de rocas.
Hock les dio dinero, un fajo de kwachas para cada uno. Se llevaron los billetes a la frente, rieron un poco más y le desearon un buen viaje a Hock.
—Usted dio demasiado dinero —dijo Chuma ya en el coche.
—Nos han salvado la vida —repuso Hock, bruscamente enfadado, porque durante ese percance Chuma apenas había hecho otra cosa que hablar con los hombres. Hock sentía una suerte de ansiedad reprimida tras presenciar todo ese primitivo despliegue, el laborioso trabajo de apalancar y de cargar las piedras del montón.
—Ellos sólo son campesinos —siguió Chuma.
—Saben más cosas que tú.
Chuma se calló esa vez, pero Hock notó que lo había herido.
Hock calculaba que les quedaban cuatro horas de luz. Luego pasaron por el cruce de caminos en Bengula, y siguieron el curso del río, por la orilla oeste, levantando polvo blancuzco en dirección al sol, rumbo a Lower River. A media tarde alcanzaron Nsanje.
—Sigue —dijo Hock.
—Usted dijo Nsanje. Aquí está el boma.
La casa del comisionado del distrito era una ruina; Bhagat’s General Store se encontraba tapiada y la estación de tren había sido abandonada; no obstante, el río, de tintes verdinegros, se rebalsaba junto al malecón, y a esa hora del día los pelícanos aún se posaban sobre los postes en el atracadero. Hock alzó los ojos buscando los murciélagos, y sintió una punzada en el corazón cuando vio una nube de ellos en el cielo, revoloteando y lanzándose en picado desde los árboles de las orillas.
—La aldea que quiero está más lejos.
—Eso es dinero extra.
—Está a treinta kilómetros.
—Más dinero —dijo Chuma, y en sus palabras había algo amenazante.
—Detén el coche —ordenó Hock. El chófer estaba tan confundido que siguió la marcha—. Detén el coche. Iré andando.
—Está lejos, señor —dijo Chuma, otra vez con la vibración del miedo impresa en la cara.
—No está lejos. Sé dónde estamos —el chófer lo recorrió con la mirada—. Nada de dinero extra.
Unos tres kilómetros más adelante, en Marka, Hock le indicó a Chuma que detuviera el coche.
—Iwe —dijo el chófer, una fórmula familiar para decir «¡Usted!». Pero se trataba de una súplica ansiosa, como un grito de auxilio. Luego vio a los hombres que se sentaban bajo un árbol, y dijo—: Ellos le están esperando.
—Sí —dijo Hock, aunque sabía que no era cierto. Ya en su época, los hombres de Marka solían sentarse allí, en un tronco a la sombra de un mango. Esos troncos nunca se movían, y los mangos jamás se cortaban para leña. Los hombres murmuraron al reparar en Hock, y lo saludaron a voces.
Chuma salió del coche pero se mantuvo a distancia, mientras fumaba un cigarrillo y contemplaba con un fascinado rechazo a esos paletos, que arrancaban la fibra de los tallos de caña de azúcar con los dientes, en el límite de una aldea desvencijada. Chuma parecía incómodo, deseoso de partir.
—¿Cuándo la vuelta, bwana?
El aire estaba tan quieto que el humo del cigarrillo no se despegaba de su cara. Se apartó a manotadas el humo, pero siguió dando caladas.
—Puedes irte —dijo Hock.
Chuma se relajó. Estaba aliviado. El sol le daba en la cara de forma oblicua. La fronda se abalanzaba sobre la carretera, y había algunas ramas desplomadas sobre las huellas de neumático. El río no era visible, pero su olor estaba en el aire: el estancamiento, las iridiscencias del barro, la podredumbre agridulce de los jacintos machacados, y —punzante, parte de la misma densidad del ambiente, como una piel de animal húmeda— un olor humano.
—No vuelvo hoy —dijo Hock.
Al reemprender el coche su trompicada marcha por las rodadas de la estrecha carretera, levantó una nube grande y ligera de polvo blanco que se cerró sobre el vehículo, que parecía tener mucha prisa para llegar al boma del norte, mientras hacía sonar la bocina por algo invisible. Hock vio en la partida del chófer una extraña ruptura del protocolo. El hombre debería haberse quedado un poco, comido algo, aceptado unos plátanos o una taza de té, o repartido unos cuantos cigarrillos.
—Bienvenido, padre —dijo uno de los hombres levantándose del tronco.
El hombre le informó de que su nombre era Maso, y presentó al que tenía a su lado como Nyachikadza. Hock dijo que conocía a los padres de ambos, de mucho tiempo atrás.
Saludó a los hombres formalmente, sujetándose el codo mientras estrechaba las manos.
—Voy a Malabo —le dijo a Maso—. Viví un tiempo allí. ¿Puede mandar un mensaje? Busco al jefe.
—Festus Manyenga —respondió Maso. Llamó a un chico que se sentaba apoyado en una bicicleta y sujetaba el talego de Hock, y le ordenó que fuera a Malabo—. Dile a Manyenga que el americano está aquí.
Conocían al mzungu de Malabo, dijeron. Habían oído historias sobre él.
—Tal vez era otro —dijo Hock.
—¡Sólo había un mzungu en Malabo! —dijo el llamado Nyachikadza.
Y pasó a explicarse: Hock era famoso, había adquirido el aura de una figura casi mítica. Había erigido la escuela, que también servía de clínica durante las visitas mensuales del médico. Había intervenido como mediador para el «Padre blanco» y el diputado, tiempo atrás. Se había presentado ante ellos, durante la independencia, a bordo de una canoa, llamada bwato, que podía albergar a ocho remeros.
—Por aquí —dijo Nyachikadza, y condujo a Hock a través de una extensión de árboles achaparrados, y luego por la tierra apelmazada de un patio, que una mujer estaba barriendo. Eso era la aldea de Marka, prácticamente idéntica al recuerdo que guardaba Hock, una localidad importante por su proximidad con el embarcadero que comunicaba con el canal de la enorme ciénaga.
Se sentaron delante de una choza y bebieron té, con Hock ocupando el lugar de honor en un taburete bajo, cerca de una estera tejida. Hock preguntó por la cosecha, el tiempo y la pesca. Para todas las preguntas obtuvo la misma respuesta: ninguna palabra, sólo los ruidos compungidos de los hombres, que chasqueaban las lenguas para expresar «Nada bueno», demasiado supersticiosos como para pronunciar las palabras que referían su mal fario.
Mientras hablaban de otros temas —las lluvias, el nivel del río, sus hijos—, Hock paseó la mirada en torno y se maravilló ante lo que veía: una población compacta, los árboles que daban abrigo, la sombra refrescante, el modo en que la luz del sol espejeaba en el suelo, y los niños que jugaban dando patadas a una bola de trapos anudados. Los hombres se sentaban en unos bancos toscos y una mujer les llenaba las tazas con una tetera carbonizada.
El bienestar que invadió entonces a Hock era el de una vuelta a casa cordial, con la gratitud de los viejos y la dignidad de una bienvenida ritual. Se sintió importante, incluso poderoso, porque sabían quién era él, y eso había quedado patente desde el primer momento. Hock deseó que alguno de sus conocidos en Estados Unidos —Deena o Roy— pudiera contemplarlo allí: esa estampa con él sentado calmadamente entre los ancianos de una aldea remota en Lower River. Al principio había pensado que tal vez se había precipitado al despedir al chófer. Ahora veía que había hecho lo correcto.
Se tendió en la estera y se quedó dormido. Oía voces, y vio a tres hombres que entraban en el claro desde la carretera. El sol estaba más bajo, el aire había refrescado.
—¿Manyenga?
—No Manyenga.
Los hombres cargaban con un madero y lo sostenían en horizontal. Debajo pendía un cocodrilo; no un ejemplar grande, como mucho mediría un metro desde el morro a la punta de la cola. El animal se combaba desde sus ligaduras, obviamente muerto e inflado por la descomposición, con las patas columpiándose sin vida y la mandíbula colgando abierta. Parecía el juguete de un niño, aunque uno viejo, recuperado de un desván.
—Nyama —dijo Hock: «carne». En Lower River se consumía la cola de cocodrilo.
Pero los hombres no contestaron. Maso les estaba dando instrucciones que a todas luces contrariaban sus propósitos iniciales, y los reconvenía empleando un tono de «Yo sé más».
—Lo encontraron muerto en la ciénaga —dijo Nyachikadza—. Aquí al lado. Demasiado cerca.
Todos los hombres adoptaron un rictus serio entonces, y clavaron las miradas en el cocodrilo muerto como si no fuera sólo un intruso, sino una amenaza que se había colado dentro de la aldea.
—Ellos quieren enterrarlo —dijo Maso riéndose burlón. A los jóvenes les dijo en sena—: No lo enterréis.
—Es mejor quemar —comentó Nyachikadza en inglés.
—Si entierras —continuó Maso—, cualquiera puede desenterrarlo y cortarle el hígado para envenenarnos.
—Pero lo malo es —intervino otro de los hombres mayores, y terminó la frase en sena, que Hock interpretó como: «El cocodrilo tiene que ser destrozado completamente».
Cuando empleaban el inglés, las voces de esos hombres sonaban sagaces. Hock los alabó por su fluidez. Maso dijo que la gente mayor hablaba inglés porque había tenido profesores educados en Estados Unidos, pero que los jóvenes no iban a la escuela.
—Parafina —dijo Maso a Hock.
Tenía sentido: riega al cocodrilo con parafina y redúcelo a cenizas.
Mascullaron otras cosas ante los oídos atentos de Hock, que notó que los hombres ponían un semblante serio y hablaban de dinero. Lo necesitaban para comprar algo de parafina en la tienda local, donde había un barril. Siguieron discutiendo aquel problema entre murmullos. Hock se arrimó al círculo donde mantenían esa conversación, en la que no dejaba de repetirse la palabra «ndalama», «dinero».
—¿Cuánto necesitan?
Maso levantó la mirada y no tardó en decir:
—Quinientos kwachas.
—Muy bien —dijo Hock. Al cambio eran unos tres dólares.
—O mil —dijo otro hombre—. El cocodrilo tiene que estar bien quemado.
Hock pidió que le trajeran el talego. Se hizo a un lado y descorrió la cremallera de modo que nadie pudiera ver su contenido: los sobres abultados con dinero. Extrajo dos billetes de quinientos kwachas y volvió a cerrar la bolsa. Maso tomó el dinero con las dos manos, haciendo una reverencia.
—Mastah —susurró pronunciando con su particular acento master, el viejo «señor» del inglés colonial.