Al tercer día, Hock recordó que en África el tiempo pasaba sin que ningún acontecimiento marcara su paso; era un mero escurrirse de las jornadas vacío de contenido. De nuevo, se despertó con la luz cruda del inicio de la mañana, y pensó: Debo irme. Pero se preguntó si tenía alguna prisa de verdad. Después del desayuno, dijo su nombre al que atendía el mostrador de la agencia en el hall, y pidió un coche y un conductor.
—¿Quiere la reserva para ahora, señor Ellis?
—Me gustaría saber cuánta antelación necesita.
—Tenemos coches. Tenemos chóferes. Estamos listos para servirle, señor.
—Bien. Sólo tengo que hacer un recado antes.
—Lo estaré esperando aquí, señor Ellis.
Hock bajó a buen ritmo la colina, en dirección al supermercado Kandodo, y cuando ya se acercaba, vio abierto el pequeño café, con un letrero de pie en la acera donde se leía «Café, pasteles, dulces».
En el interior, dos viejos se enfrentaban ante un tablero de ajedrez. Uno de ellos era grueso, tenía unas cejas espesas, los hombros anchos y apoyaba los codos en la mesa, cerniéndose sobre el tablero, quizá sopesando un movimiento. El otro hombre era delgado, canoso, tenía las mejillas chupadas y se sentaba de lado, cruzando las piernas, con las manos sobre el regazo. Cuando el hombre delgado esbozó una sonrisa ante la consternación de su oponente, Hock vio que sólo le quedaba un incisivo. Tenía que tratarse de Norman Fogwill. Los pantalones estrechos que llevaba no hacían más que subrayar la delgadez de sus piernas.
Hock entró en el café.
—Tienes un cliente, compañero —dijo el supuesto Norman Fogwill a su contendiente. Y luego a Hock—: Lo he desbaratado. No tiene adónde ir.
—Tengo una réplica —dijo el hombre grueso, con un acento como si hablara con un trozo de comida sin masticar en la boca. Pero se abstuvo de mover ninguna pieza—. ¿Quiere café?
—No hay prisa.
El hombre gruñó y se incorporó, empujando la silla hacia atrás con el pie, y dio unos pisotones en el suelo.
—¿Ve? —dijo Fogwill, y se rio, mostrando su único diente. Se pasó la lengua por ese islote y tosió; luego agitó el paquete de tabaco, sacó un cigarrillo y se lo encendió.
—Antes fumaba de ésos —dijo Hock—. Springboks. Estoy seguro de que no me recuerda, pero estuve aquí en los sesenta. ¿Es usted Norman Fogwill?
—Lo que queda de él. Tome asiento. Que sean dos cafés, Mario.
El otro hombre se había metido tras la barra, y fijaba un mango de cromo en la parte de abajo de la máquina de café.
—Me llamo Ellis Hock. Estuve en Lower River.
—Sé quién es —dijo Fogwill, en un tono como si algo despertara dentro de él. Pareció complacido, pero la tirantez de su sonrisa aún lo volvía más esquelético—. Tenía serpientes. Unas grandes metidas en cestas. Yo cargaba con sus cuadernos y bolígrafos desde la oficina. Y también con la tinta de su Gestetner. Señor, menuda reliquia. ¡Una duplicadora!
—¿Se acuerda?
—¿Cómo iba a olvidarlo? Me costaba dos días llegar hasta allí en ese carro, un Willys Jeep, por esa carretera del demonio. Bache tras bache y hoyo tras hoyo —le dio una calada al cigarrillo, formó un cuadrado con la boca y exhaló el humo azul—. Tenía que pasar la noche y marcharme al día siguiente. ¡Me sobraba con una noche! ¿Cómo aguantó dos años allí?
—Casi cuatro años —le corrigió Hock.
—Virgen santa. ¿Cuál era el nombre de esa aldea perdida?
—Malabo.
—Eso. En mitad del campo. Tenían profesores y sanitarios en Nsanje, pero nadie tomó su puesto en Malabo. Estoy seguro.
—Porque me retiré poco a poco. Y les enseñé a coger las riendas.
—Y la que liaron con ellas, me parece a mí.
—Era la mejor escuela de la zona.
—Oh, de acuerdo, lo siento. Un Eton College en miniatura tenían montado allí —dijo Fogwill, todavía burlándose y al parecer sin notar la indignación de Hock.
—¿Qué ha estado haciendo en los últimos cuarenta años?
—Esto —dijo enderezándose, e hizo una mueca, como si acabara de ejecutar con éxito un truco. Se dirigió al hombre de la máquina de café—. ¿No es así, Mario? —entonces se puso serio—. ¿Se acuerda de mi última duquesa? Una belleza local de Fort Johnson, de la tribu yao. Tuvimos tres niños. Se hartó de política y se marchó con todo el tinglado hasta el Reino Unido. Sigue allí, en un bonito piso de protección oficial en Bristol. Mis hijos están casados. Soy abuelo, ¿se lo puede imaginar? —miró a Hock con ánimo retador—. Usted nunca venía a la ciudad. Teníamos que cargar todo el katundu para llevárselo al campo.
—Cogí el tren para ver a Haile Selassie. Diez horas en tercera clase.
—Ese tren ya no existe —contraatacó Fogwill.
—Fui feliz en Lower River.
—Las cosas son diferentes hoy.
—¿En qué sentido?
—Antes yo dejaba la puerta de mi casa sin cerrar.
—Y ¿ahora la cierra?
—No porque sirva de algo. Se me han metido tantas veces ya que no queda nada por robar.
—Es lo que tienen las ciudades muy grandes.
—Vivo en el bundu —repuso Fogwill—. No como nuestro amigo aquí.
El tal Mario había servido las tazas de café y escuchaba sentado a Fogwill.
—El campo me gusta poco —dijo.
—Está a treinta minutos en coche —siguió Fogwill—. Me viene bien. Además, no puedo permitirme otra cosa. El terreno pertenece al hermano de mi mujer. Se murió de sida. Le doy clases a su hijo pequeño —y como si hubiera reparado en Hock por primera vez—: Así que ¿qué le trae por aquí? —dijo sonriendo.
—Ir a Lower River.
—Nadie va ya por allí. Yo hace una eternidad que no me acerco.
Le dio un sorbo a su taza, sosteniéndola delicadamente con unos dedos trémulos.
—Las cosas siguen aquí más o menos igual. Salvo que no tenemos al viejo, y que matan a los albinos para hacer medicinas con ellos, y que buscan a vírgenes para desflorarlas, porque eso cura el sida y la viruela y Dios sabe cuántas cosas más, la temible peste, presumo, aunque uno necesita un buen golpe de fortuna para encontrar una virgen de aquí a Karonga.
—Voy al sur —dijo Hock. El único modo de combatir las socarronas ironías de ingleses como Fogwill era camuflándose en el estereotipo comúnmente admitido del estadounidense simplón.
—¿Lleva bienes para comerciar y abalorios brillantes? Da lo mismo, lo único que quieren es dinero. O un teléfono móvil.
—No tengo teléfono móvil.
—Asombroso —Fogwill terminó su café, se relamió e hizo el gesto de pedir otro—. Parece inteligente. En el pasado tuve un traje de safari como el suyo. Zapatos recios. Sombrero de explorador. Luce bien para el papel.
—Sólo van a ser unas vacaciones cortas.
—Yo vine a pasar unas vacaciones cortas hace cuarenta años y aún sigo aquí —miró por el ventanal del café hacia la calle—. Ni puta idea de por qué.
Su cara de gárgola era la de un náufrago, y también sus ropas: una camisa descolorida y parcheada y unos zapatos reventados, con un zurcido de grandes puntadas en un dedo y el cuero con suturas de bramante encerado; una especialidad del zapatero remendón del mercado.
Como para distraer a los demás de su aspecto, Fogwill comenzó a relatar una anécdota que le había sucedido una noche hacía poco: había conducido borracho de vuelta a casa y se quedó dormido dentro del coche en la entrada.
—El coche estaba lleno de botellas verdes de cerveza, botellas inexplicablemente vacías, y mis malos actos me habían recompensado con un moratón en la cabeza. Una especie de relincho me despertó…, mi sirviente, un granuja de cuidado, gritaba: «Bwana, bwana! ¡La hora del té!». Por supuesto, estaba completamente beodo…
Su criado, viéndolo dormido en el coche, tiró de él y lo llevó a rastras hasta el dormitorio, donde le quitó la ropa y lo metió en la cama.
Ésa era la historia resumida. Pero Norman la contó como si fuera una larga y afectada farsa, con digresiones y chanzas en las que se burlaba de sí mismo. Era una buena historia, y en el tiempo que le llevó contarla, Mario le sirvió una segunda taza de café e hizo por fin ese movimiento de ajedrez tan largamente meditado.
Ellis pensaba: Una historia es un modo de hacer la vida soportable. Era un rasgo muy común en los ingleses, algo que él había percibido entre los expatriados. Tomaban un pequeño incidente desgraciado, lo despojaban de su contexto, el gran marco verde de África, y lo convertían en un cuento, eligiendo unos cuantos elementos y añadiendo expresiones graciosas como «inexplicablemente» o «mis malos actos», hasta fabricarse un contrapeso para las rachas de monotonía o, como en el caso de Norman, para cuarenta años de irrelevancia bajo el techo de una choza, abandonado por su familia africana. Quería probar que no se sentía humillado, ignorado, falso, amargado…, sólo estaba matando el tiempo en una ciudad de mala muerte con fragancias dudosas. Era un personaje en su propia comedia. Si carecías de historia, entonces no habías vivido. Los harapos no importaban. Lo relevante era que Norman había conseguido recobrar una pizca de dignidad al relatar ese cuento, al describirse como un borracho tonto y perdonable, que había sido socorrido por un Jeeves[1] de la jungla.
El modo de contar también importaba: Fogwill había usado un acento engolado, acentuado tras vivir tanto tiempo en el campo africano. Hock conocía el valor de esas historias. Incluso podía traducirlas. «Casa» no significaba casa, sino choza con goteras. «Coche» significaba cacharro, «sirviente», un chico flacucho, y «hora del té» no se refería a una comida propiamente dicha, sino a un mendrugo de pan o a una galleta Kandodo rancia.
Hock recordó por qué había partido feliz hasta Lower River, por qué había permanecido allí, por qué regresaba ahora.
—¿Sabe qué debería hacer? —dijo Fogwill—. Diríjase al lago. Allí han abierto un par de hoteles majos, no para mochileros, sino para hospedar turistas. Puede nadar, contratar a un guía de pesca, o puede tumbarse en la hamaca todo el día y ponerse fino. Tiene dinero de sobra.
—Pero mi destino es Lower River.
—Entonces abandone toda esperanza —Fogwill volvió a sonreír e hizo un gesto como diciendo: «¡Qué vamos a hacer con este tío!». Pero con un único diente, las mejillas hundidas y la fragilidad que despedía sólo conseguía parecer patético—. O podría quedarse a degustar las delicias de Blantyre.
—Ya lo hice anoche. ¿Cómo se llama? ¿El Starlight?
—También está el Izo Izo en Mbayani —intervino Mario.
—Oh, ¡venga! Tú no estás ya para esos trotes, ni yo tampoco —dijo Fogwill, con unos ojos que llameaban de ira.
—Lo que me resultó interesante —dijo Hock, porque las palabras de Fogwill lo habían incomodado—, lo que no pude evitar notar es que las chicas iban muy bien vestidas. Y que llevaban zapatos.
—La primera vez que fui al Flamingo…, ¿recuerda ese bar, en Chileka Road? Yo iba con mi mujer, entonces mi novia. El gerente me dijo: «Ella no pasa. No zapatos». Lo puse de vuelta y media, pero no cedió. ¡Nadie tenía zapatos!
—En Eritrea era igual —dijo Mario—. Idéntico.
—Él también es un refugiado, vía Nairobi.
—¿Cómo está la carretera hasta Lower River? —preguntó Hock.
—Asfalto hasta Chikwawa y luego ya uno se las apaña como puede. Baches, baches y hoyos. Debería ir al lago. Tómese unas vacaciones.
—No he venido de vacaciones —cortó Hock.
La brusquedad de su respuesta pareció despertar algo en la memoria de Fogwill, porque volvió a sonreír y se removió en el asiento antes de abrir la boca.
—La independencia… El día más grande que haya contemplado este país. En la casa del cónsul organizamos una fiesta como no ha habido otra, todos sus colegas profesores estaban invitados. Allí no cabía ni un alfiler. Había unas ganas tremendas de juerga. Le dije a uno de sus compañeros: «Bueno, al menos existe una manera de haceros sacar vuestro culo del campo». Y va él y me dice, nunca lo olvidaré: «Falta uno». «Probablemente esté haciendo los honores en otro lado», le dije yo. Y él, y puedo verle todavía la cara, pelirrojo, pecoso, con esas estúpidas bermudas, me dijo: «Está en Lower River» —Fogwill asintió, sonrió y mostró su diente—. Era usted.
—Organizamos una celebración allí.
—¿Estaba aquí en la época de Batley? El jugador de rugby. ¿Se acuerda de Ray Castle? Le llamábamos Castle Lager, por la cerveza.
Mario tamborileó en el tablero.
—Tú mueves —dijo.
—Y ¿qué me dice de Worley-Dodd? Tenía el concesionario de Land Rover. Estaba casado con una tipa ismaelita. Y ¿Bill Fiddes? ¿De la Nyasaland Trading Company? «Ropa interior británica», decía, bien abrigado con un jersey los días de frío, cuando los chiperoni bajaban como aguanieve. Y Major Moxon en el Gymkhana Club. Fred Horridge y su horrible restaurante. No tenía olfato, una pequeña desventaja si eres chef, ¿no?
—Norman —dijo Mario mostrando impaciencia a la manera italiana, ahuecando las manos.
—Por todos los clavos de Cristo, éste quiere que lo machaque de nuevo —dijo Fogwill, y dirigiéndose a Hock—: Vaya al lago. Es muy bonito, está igual que siempre.
Fogwill le habló con la cabeza gacha en tanto estudiaba el tablero, y ya no levantó la mirada; se limitó a lanzar un gruñido cuando Hock dijo adiós y salió.
Al principio, Hock lamentó mucho haber pasado la mañana con ese hombre. Partir ese mismo día quedaba descartado, y tendría que esperar a la mañana siguiente. Pero luego se tranquilizó. Era bueno que Fogwill supiera que salía para Lower River: una persona más de la que despedirse, una persona más que lo tendría en mente, al igual que Gilroy en el consulado.
Y esa noche, mientras oía la música del Starlight, con los golpes de batería aporreando las paredes de la habitación, Hock pensó que, mucho tiempo atrás, había contemplado cortejar a Gala en Malabo, usando las artes de la seducción para arrebatársela a su prometido. Era una chica encantadora. Habrían tenido hijos. Habrían vivido en Lower River y Hock habría seguido enseñando y dirigiendo la escuela para entregar promociones de alumnos brillantes. Pero no, y sonrió ante la evidencia: con el paso del tiempo, Gala habría terminado abandonándolo, también los niños, y ahora, flaco y desdentado, pasaría las horas en un café entre recuerdos. Fogwill era el hombre en que se habría convertido de haber permanecido allí.