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Lower River permanecía en su cabeza como la noción de hogar en las mentes de otras personas. Cuando no quede ninguna esperanza y todo sea un desbarajuste, pensaba, tranquilizándose, siempre puedo volver allí. Y en cuanto a Gala, como la había amado y ella no había consentido en tener sexo con él, nunca había abandonado sus pensamientos; quizá su deseo había persistido como un anhelo durante todos esos años por la frustración que había experimentado entonces.

¿Qué entrañaba el hecho de haber vivido en África para que Hock viera el continente con tal certeza como un refugio? África proyectaba un rayo verde en su memoria, y entonces él creía que allí podría ser feliz. Había sido mucho más que un mero visitante o residente. Había trabajado allí, se había involucrado, había sentido con orgullo que algo de África le pertenecía; le concedía tanto valor a eso que nunca se lo había revelado a nadie. Se sentía oscuramente ofendido cuando leía noticias sobre un famoso que había inaugurado una escuela en África; sobre un multimillonario que había sufragado una intervención médica; sobre una actriz que había adoptado a un niño africano; o sobre un actor que se había implicado en las negociaciones de paz entre dos tribus enfrentadas. Ése era el efecto que causaba África, la simpleza del lugar, con sus gentes y sus amplios espacios. Tal vez los forasteros creían que en ese continente verde y preindustrial podrían evitarse los horrores que habían azotado Europa —guerra, máquinas, materialismo, comida congelada— para construir una sociedad más feliz. Él a menudo sentía eso, y también un grado de responsabilidad muy elevado, casi el celo del propietario. Mientras el continente siguiera inacabado, aún habría una esperanza. Pero el nombre de África, grandioso y sin significado, en su caso sólo era un código para Lower River.

Volvía a estar solo al cabo de casi treinta y cinco años.

Había triunfado pronto en los negocios; había sido un padre y un marido feliz. Pero las importaciones y la competencia de productos más baratos habían hundido la tienda, y su familia estaba hecha trizas. No debía percibir eso como fracasos. Había que adaptarse y seguir viviendo. Tenía suficiente dinero como para hacerse viejo sin pasar estrecheces, y no obstante quería más: la felicidad que había conocido en su juventud africana. Nada de lo que había logrado superaba la satisfacción que había conocido entonces. Era algo que ya se había dicho allí: Tengo todo lo que quiero.

Al recapitular, veía los años precedentes como una especie de digresión: tienda, matrimonio, niños. Ahora, a los sesenta y dos años, poseía dinero, y también todo el tiempo del mundo. Aparte de leer —sobre viajes, algo de historia natural, serpientes—, no tenía otras diversiones. La familia se había fracturado y las partes estaban dispersas. Nadie lo necesitaba.

Había pensado durante años en marcharse a otro sitio, aunque nunca había llevado eso a efecto. Las vacaciones suponían una carga, la ociosidad también, y no podía descuidar la tienda. Pero cuando encontró un comprador —la cadena de electrónica, especialista en tecnología para móviles, que había visto potencial en la ubicación—, se vio sin excusas para nuevos aplazamientos.

Ahora tenía un plan. Un destino: Malabo. Y hasta una fecha de partida…, y sin embargo, se sentía inquieto sólo ante la idea de marcharse. Quedaba por hacer algo importante, pero ¿qué? No llegaba a imaginar lo que era, pero tenía relevancia, formaba parte del escuadrón de preocupaciones que lo asediaba al despertarse en el viejo apartamento de Medford High, que ya había empezado a detestar. ¿Se trataba de una deuda sin saldar, de una antigua promesa, de una amenaza en el sueño que había interrumpido al despertarse?

Nunca había dejado de pensar en África, pero había evitado que el tema lo preocupara hasta el punto de poseerlo, pues pensaba que cualquier plan sería abortado y regresaría para atormentarlo. Y, sin embargo, la serpiente de esa mujer había traído todo de vuelta, y sus ensoñaciones recuperaron un aroma distintivo: el olor a tierra y paja, la rica fragancia vegetal de la carne de serpiente, el zumbido crepitante de la piel vieja durante la muda, una blanca y fantasmal carcasa de sierpe que caía al suelo.

La experiencia con la serpiente había dirigido sus pasos, y sin buscar asistencia ni consejo se conectó a Internet y encontró un vuelo a Malaui a buen precio, un vuelo interno hasta Blantyre y un hotel en la ciudad. Completó toda la operación sin hablar una palabra con nadie. Al usar el ordenador y pagar con la tarjeta de crédito, se sintió deliberadamente hermético, como si estuviera planeando algo ilícito, escabulléndose o escapando a África.

Pero quería compartir su entusiasmo al menos con una persona. De lo contrario, pensaría que estaba encubriendo algo, lo cual lo agobiaba y lo volvía supersticioso. Deseaba que Teya hubiera sabido escuchar para conocerlo mejor, y así él la sorprendería ahora diciéndole de repente: «Por cierto, me voy. Parto hacia África».

Me largo, era lo que quería decir, incluso si, como él bien sabía, sólo era para unas semanas.

Quería que alguien estuviera al tanto de que se iba. Como no tenía móvil, comenzó a redactar un correo para Deena en su ordenador. Se había preparado qué iba a decirle.

Sus dedos pulsaban las teclas, y no llevaba escritas ni un par de líneas del mensaje cuando imaginó la respuesta de Deena. Después de un matrimonio tan largo, sabía lo que le diría exactamente. No le contestaría con un correo electrónico. Encontraría el modo de llamarle —tenía una línea fija en el apartamento—, y le diría: «Qué propio de ti, anunciar que te marchas sin dejar espacio para ningún comentario, tan sólo una declaración neutra, y yo lo que quiero saber, déjame acabar, es que, te he dicho que me dejes acabar…, ¿qué diablos pinto yo en todo esto?».

Así que finalmente no mandó ese mensaje. Lo borró, y luego sopesó enviarle uno a Chicky. Entonces oyó una voz en su cabeza: «Genial, a pegarte unas buenas vacaciones mientras Dougie y yo nos quedamos aquí. ¿No se te ha ocurrido que también nos podría venir bien un poco de aire fresco? Y mamá y yo nos teníamos que ir solas a Cape Cod, un año sí y al otro también. ¿No se te ha ocurrido…?».

Ni siquiera comenzó a escribir el mensaje para Chicky.

Quería que alguien mostrara interés. Por encima de todo, que alguien supiese adónde se iba y que siguiera allí cuando él retornase, alguien a quien contarle las anécdotas y enseñarle las fotos. No podía irse sin más. Marcharse sin despedirse era demasiado deprimente, demasiado pavoroso; como un fantasma que se disuelve y se funde en la nada. Pero ¿quién?

Royal Junkins —Roy— y él se conocían desde la escuela elemental. No es que fuera un amigo íntimo —tampoco conocía esa clase de amistad—, pero sí un buen compañero, un chico brillante en la escuela primaria que había sobresalido como corredor en el colegio, para convertirse en una estrella del atletismo durante el instituto. Además, tenía coche (en un tiempo en el que a Hock su padre le había dejado claro que no podía permitirse regalarle uno). Roy Junkins siempre lo había invitado a subirse cuando lo veía esperando en la parada del bus. La casa de los Hock en Lawrence Estates no distaba de la de Roy en Jerome Street, pero pasaron años antes de que visitaran sus respectivos hogares. Cualquier persona de Medford habría entendido esto de inmediato. Jerome Street era negra, Lawrence Estates, blanca. No era algo impensable, pero resultaba extraño ver a una persona blanca paseándose por Jerome, de la misma manera que costaba imaginar una cara negra en Lawrence Estates. Pese a todo, en el terreno neutral de la escuela eran amigos, y acudieron juntos al baile de graduación en el coche de Roy.

Roy había ido a la universidad en Rhode Island con una beca de atletismo, y después de eso su pista se desvaneció hasta reemerger en los años setenta, como el protagonista de rumores que hablaban sobre California, viajes al extranjero y fortunas amasadas y perdidas vinculadas con las drogas. En la escuela, Roy siempre tenía una buena historia que contar, y eso no cambió cuando fue a ver a Hock a la tienda. Él también había estado en África, dijo, cediendo a un impulso, en uno de sus años de vino y rosas. Roy había sido uno de los elegidos por Hock para confesar lo feliz que se había sentido en Lower River.

Después de vagar durante años por el mundo, viajando, casándose, siendo padre, Roy había regresado a Jerome Street, y vivía con su hermana. Trabajaba como maestro, orientaba a los chicos sobre las drogas y también asesoraba a organizaciones que trataban con jóvenes en riesgo —la forma en que Roy se refería a los gamberros—. Empezó a dejarse caer por la tienda, y aunque de vez en cuando compraba una camisa o un jersey, iba sobre todo para matar el rato con Hock hablando del instituto, de los países en los que había estado o de cualquier cosa que se le pasara por la cabeza. Roy veía que la tienda se iba a pique, y Hock creyó que tal vez sentía compasión por él. Su amigo sabía de fracasos, y adivinaría que Hock encaraba una recta final. Pero Roy era cortés, cordial e indulgente, con una perpetua sonrisa en la cara, y nunca había ocultado su admiración hacia Hock por trabajar como profesor en África, algo que él hubiera deseado hacer.

En las semanas de liquidación de la tienda, Roy Junkins fue uno de sus visitantes más asiduos, aunque a lo largo de ese periodo de tiempo, que coincidió con el episodio de Teya y la serpiente, Hock nunca le dijo una palabra sobre la pitón. La serpiente era su deleite secreto. Sin embargo, tras hacer un repaso mental de la gente de Medford que podría estar interesada en su viaje a África, Hock concluyó que Roy era la persona idónea. Escucharía sus planes y mostraría interés; hasta lo extrañaría un poco, o al menos le daría la bienvenida a la vuelta. Hock divisaba ya esa noche en el futuro: la cena tras el viaje a África, con Roy escuchando sus anécdotas con una sonrisa.

Hock y Roy no tenían amigos comunes, así que en sus reuniones se dedicaban una atención exclusiva. Si alguna vez Hock se encontraba con Jerry Frezza, éste no salía de su monotema Teya, y no cesaba de hacer especulaciones sobre la salvaje vida de la mujer: el campamento de brujas, el ritual del barro, los masajes… Hock no tenía valor para decirle que Teya era una persona sobre todo triste y solitaria, con una hija arisca, que tenía que hacer malabarismos para llegar a fin de mes.

—Royal está viendo el partido de fútbol en el salón —dijo la mujer que respondió, su hermana Mae, supuso Hock—. Le llevaré el teléfono.

Hock oyó entonces una especie de susurro, y más tarde a Roy.

—¿Qué pasa?

Hock lo saludó.

—Eh, tío, ¿qué tal te va? —hablaba muy lentamente y cada palabra se cargaba con un suspiro de entusiasmo.

Hock se emocionó ante esa respuesta. Era una voz amiga, que se alegraba de oír la suya.

—Tengo algo que decirte —nada más hablar, Hock lamentó su tono urgente.

—Suéltalo, colega. Te escucho.

—Prefiero en persona.

—Fenomenal —Roy lo dijo sin darle la menor importancia, como si estuviera acostumbrado a las súplicas desesperadas. Su pasado con las drogas, la subsiguiente rehabilitación y los estudios posteriores lo habían cualificado para orientar sobre las drogodependencias. Y Hock tuvo la impresión de que Roy, con su fino radar, lo había identificado de inmediato como una persona con un problema.

—Roy, quiero compartir una buena noticia contigo.

—Hombre, eso es fantástico.

Acordaron encontrarse al día siguiente en el restaurante chino de West Medford. Sustituía al zapatero que había estado en esa esquina desde que Hock y Roy iban a la escuela. Cuando se encontraron, Roy rememoró una ocasión en la que había llevado allí sus zapatos para que les cambiaran las suelas.

—Unos zapatos de ante, muy chulos —dijo Roy.

—De puntera alzada —completó Hock.

—Esos mismos —dijo Roy, tan agradable como siempre.

—Gracias por quedar conmigo con tan poca antelación —Hock empezó a hablar después de que hubieran pedido: fideos para Hock, arroz frito para Roy, y unos rollitos de primavera para compartir.

—Ellis, me tienes en ascuas. A ver esas buenas noticias.

Roy sonreía, la mueca cansada de quien ha pasado por tiempos duros y está decidido a no dejarse abatir por nada; una sonrisa resuelta que parecía decir: «No me importa lo que digas, no me vas a tumbar». Era también una sonrisa de ánimo y gratitud, y a resultas de todo eso la cara de Roy estaba iluminada con algo similar al amor… o a la amistad al menos, un sentimiento en apariencia más puro por ser más pasivo.

—Vuelvo a África.

Roy giró la mano y dio unos golpecitos en la mesa con los nudillos.

—Eso es fantástico, Ellis.

—Quería que lo supieras.

—Yo estuve allí. Me gustó mucho.

—Por eso sabía que estarías interesado en saberlo.

—Interesado es quedarse muy corto. ¡Aplaudo la idea! —y Roy volvió a sonreír—. Ghana. Tenía algunos contactos allí. Fui porque me dio el pronto…, bueno, ya sabes. Te lo conté todo. Era en los setenta. Y yo… —Roy se enderezó y echó la cabeza hacia atrás, exagerando la pose de alguien confiado—. Andaba con orgullo. Con la cabeza alta. Miraba a la gente a los ojos. Era fenomenal. Aquí eso es imposible.

—Yo siempre le digo a la gente: «África fue mi edén». Allí fui feliz de verdad: era muy joven, en un país que acababa de conseguir la independencia. Dirigía la escuela. Unos estudiantes realmente buenos. Tenía una novia.

Roy rompió en carcajadas.

—Ahora sí que te escucho. Esas mujeres son una maravilla.

Les sirvieron la comida y los dos amigos prosiguieron con sus recuerdos, Hock sobre Malaui, Roy sobre Ghana; aunque, como puntualizó Roy, él sólo había estado allí tres semanas. Sin embargo, en su mente esas tres semanas descollaban como un periodo particularmente luminoso y feliz, más memorable y significativo que ninguno de los años que hubiese pasado en cualquier otro sitio, estériles de recuerdos.

—Sé de lo que me hablas, Ellis, colega.

Y Hock suspiró aliviado, porque la sonrisa de Roy lo liberaba de entrar en más detalles. Era el hombre indicado para compartir su secreto, alguien que le entendía.

—Tienes suerte —dijo Roy, y siguió comiendo, pero con la cabeza ligeramente ladeada, en un gesto que indicaba que tenía algo más que decir—. Ojalá pudiera hacerlo, pero debo… —entonces sonrió como el que tiene una cantidad de problemas de tal envergadura que sólo puede reírse de ellos.

—Seguro que vuelves un día —le animó Hock.

—Seguro que sí. Y será un día fenomenal —dijo Roy con convencimiento—. Pero tú eres el que se marcha ahora. ¡Eh! Dame tu número de móvil. Así charlamos.

—Ya no tengo móvil. Y tampoco me voy a llevar uno.

—Perfecto —y tal vez porque sospechaba que había un motivo oculto que Ellis no quería contarle, Roy no escatimó alabanzas para su amigo—: Has cumplido con tu trabajo. Has llevado la tienda… ¿cuánto? Años, tío. Has entregado tu tiempo cuando los demás hacíamos el tarambana. ¿Crees que no me daba cuenta? Sí que me daba cuenta. Te lo mereces, Ellis. Todos los días pringado en la tienda, y ahora no tienes que ir más por allí. Puedes simplemente…

Y Roy levantó la mano y la agitó, en un gesto espontáneo que quería asemejarse al aleteo de un pájaro.

—Te voy a decir algo de todas formas —comenzó Roy inclinándose hacia delante en el reservado—. Te voy a echar de menos, tío.

Era exactamente lo que Hock quería oír, lo que había esperado, lo que necesitaba: alguien que lo echara de menos. Y cuando Roy dijo eso, Hock se sintió liberado y listo para partir.

—Esto es para ti —dijo Hock, ya fuera del restaurante. Se quitó la bufanda de cachemira, la lanzó por encima de la cabeza de Roy y tiró de ella—. Donde voy no la voy a necesitar.

Los dos hombres se dieron un abrazo; Roy con ganas, Hock al borde de las lágrimas.