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Durante esos días en el zoo, presa de sus ensoñaciones, Hock se acordaba de Lower River, la parte más al sur de esa región meridional, la zona más pobre de un país paupérrimo, hogar de los sena. Esa tribu olvidada, despreciada por quienes no los conocían, estaba asociada con la miseria, la crueldad y la ineptitud. Y su aldea, Malabo, no era más que un lunar, un racimo de chozas, una pequeña capilla y la escuela de primaria que él había ayudado a levantar, así que en las raras ocasiones en las que compraba víveres en Zomba o Blantyre, decía: «Vivo en Port Herald», porque nadie conocía la aldea. Durante su estancia allí, Port Herald fue rebautizada como Nsanje, pero Malabo siguió siendo Malabo, desconocida para cualquiera que no viviese en la zona.

Desde Blantyre hasta Chikwawa, bajo las escarpaduras, la carretera hacia el sur era una superficie deslizante con rocas sueltas y arenas profundas por la que había que transitar lentamente durante todas las estaciones y que quedaba impracticable si llovía. Al superar Malabo, el camino se estrechaba hasta no tener salida, en la estrangulada frontera con Mozambique, entonces conocido como África Oriental Portuguesa. Al otro lado de la frontera, se desplegaba el Zambeze, en un tramo recto, ancho y poco profundo, de penumbras muy oscuras: no había puentes, apenas aldeas, tan sólo canoas repletas de contrabando que avanzaban a tirones por las orillas de arena. El río Shire, en Port Herald, era un afluente del Zambeze, y en sus aguas abundaban los hipopótamos de ojos desorbitados y los hocicos de los cocodrilos; más arriba el río sólo era navegable en canoa, a causa de Elephant Marsh. Esa ciénaga había podido con David Livingstone, de quien se sabe que tuvo que desmontar su vapor en la orilla y enviarlo hacia el norte por piezas sobre las cabezas de sus porteadores.

Durante la estación húmeda, las inundaciones dejaban aisladas las aldeas de Lower River; la estación cálida traía temperaturas que superaban los cuarenta grados a la sombra. Los registros eran tan funestos que no valía la pena archivarlos. Los colonos del boma llamaban a octubre el «mes de los suicidios», por el calor, pero noviembre podía llegar a ser incluso más tórrido. La tierra era baja y palúdica, y los sena eran objeto de escarnio por mantener tradiciones como el matrimonio infantil, la poligamia y la brujería. El boma de Port Herald tenía un generador, y la casa del comisionado del distrito estaba iluminada; pero apenas doscientos metros más allá la luz desfallecía frente a un muro de oscuridad. Una escuela daba servicio a la zona, aunque los precios de la matrícula excluían a la mayoría de los estudiantes, y además los niños hacían falta en los campos. El algodón era uno de los cultivos principales, junto con el arroz, y el maíz y las verduras se criaban en los dimbas bajos, siempre plagados de serpientes. Las chicas se encargaban de cuidar a sus hermanos menores, y los chicos salían con sus padres a pescar en las canoas.

Las chozas de barro con techumbres de paja; el polvo caliente de los angostos caminos donde quedaban selladas las pisadas; y el silencio del campo, solemne y con la tostadura del sol, sólo roto por los silbidos lobunos de algunos pájaros y el chirrido de los insectos, similar al aullido de la cuerda de un violín desafinado bajo el arrastre del arco. Por la mañana lo despertaban las notas diáfanas del canto de los pájaros.

Una de las primeras estampas que había contemplado como profesor fue la de un par de niños desnudos; el más pequeño inclinaba la cabeza mientras la niña lo despiojaba repasándole todo el cuero cabelludo, en una elemental escena de intimidad.

El calor hacía que los sena llevaran poca ropa: los hombres se enrollaban los maltrechos pantalones hasta las rodillas, y vestían una camisa astrosa más simbólica que útil. Las mujeres, con los pechos desnudos, se cubrían con una tela llamada nsalu o chitenje. Se consideraba que enseñar las piernas era un acto de inmodestia; hasta los hombres tenían que desenrollarse los pantalones cuando no estaban cerca del río. Aunque durante la danza Nyau, que podía celebrarse mensualmente, y que se prolongaba toda la noche, tan sólo llevaban jirones; los mganga se ocultaban tras una grotesca máscara, y la tamborrada se hacía más frenética a medida que se aproximaba el amanecer. La ceremonia servía para mitigar embrujos. Las iniciaciones eran otra cosa. Los hombres sena iniciaban a las chicas jóvenes, y culminaban el elaborado desfloramiento sobre una piel de hiena. Cuando un hombre moría, sus bienes terrenos se esparcían —los vecinos los sacaban de la choza—, y, al cabo de un par de días, la viuda se acostaba con su cuñado junto al cadáver del marido y así se convertía en la segunda esposa de aquél. Las mujeres tenían prohibido silbar, beber cerveza, comer huevos o poseer una canoa. Lower River estaba densamente poblado, pero con la excepción del boma, ningún edificio superaba allí el metro ochenta de altura, por lo que el campo daba la impresión de estar deshabitado, sólo barro y más barro; muchos termiteros ganaban en altura y simetría a las chozas. Los zapatos eran una curiosidad; incluso la palabra para zapato, nsopato, venía del portugués, al igual que nsalu derivaba de sari.

Los sena eran pequeños, finos y delgados, y sólo se mostraban violentos ante una provocación. No parecían fuertes, pero podían pasarse todo un día a los remos, contra la corriente del río, especialmente si se habían robustecido con unas bocanadas de chamba, la marihuana de la región.

Las comidas apenas variaban: gachas de nsima, harina blanca de maíz cocida al vapor, o arroz; estofado de verduras viscoso; y a veces un pequeño pescado de río o un pedazo de anguila asada. El pollo aparecía en la mesa los días de banquete, pero éstos no eran muy frecuentes.

Los sena vivían dentro de una red de creencias. Lower River estaba poblado por unos espíritus, los mfiti, en su mayoría espectros de muertos con cuentas pendientes, infatigables en su malevolencia. Había una razón para todo lo que pasaba. Si un árbol se caía, eso obedecía a los deseos de alguien; si un tejado de paja ardía, alguien había pedido algo así en sus oraciones. La enfermedad, las desfiguraciones, una mala cosecha, un hueso roto, un aborto…, todo tenía detrás la mano del hombre: la del brujo de la choza vecina o del pueblo más cercano, o la del mfiti que representaba a un alma vengativa. De vez en cuando llegaba de visita un cura belga, un padre blanco, desde la misión de Thyolo, y celebraba misa en toda su almidonada magnificencia. Sabía algo de medicina y llevaba frascos con pastillas que distribuía como si fueran la comunión. «L’Afrique profonde», le confió un día a Hock antes de marcharse en su moto.

El año giraba alrededor de dos actividades paralelas: para los hombres, la crecida del río y las oportunidades que tenían entonces de pescar; para las mujeres, la secuencia de cultivar arroz, maíz y algodón en los huertos dimbas: en octubre había que preparar la tierra, sembrar antes de las lluvias y arrancar las malas hierbas durante meses, hasta la cosecha en junio. Aún faltaba moler el maíz en un molino a golpe de manivela, y por último arrasar y quemar los campos, creando un escenario dramático en esa zona del interior, con las laderas bajas en llamas y las serpientes de fuego que devastaban las lomas.

En su primer año, Hock había considerado la vida rural como una batalla contra el medio. Pero todo ese esfuerzo tenía un sentido; en ciertos periodos, a veces de un mes, especialmente tras la cosecha, los hombres no tenían otra cosa que hacer más que beber la cerveza local, con mucha levadura, llamada mowa, o si no la nipa, la ginebra que destilaban a partir de los brotes de maíz o las pieles de plátano. En esos meses más tranquilos, las mujeres llevaban el maíz al molino para convertirlo en harina y juntaban leña. Los niños se cuidaban entre ellos, y las niñas mayores cargaban a los bebés.

En el boma, la Bhagat’s General Store abastecía las inmediaciones con jabón Sunlight, salsa de tomate Koo, aceite de cocina, botellas de Lion Lager, cigarrillos que se vendían sueltos, tabaco para liar y té. Pero pocas personas tenían más de unos cuantos tickeys, unas monedas finas y grises de tres peniques con las que podían comprarse dos cigarrillos. En los puestos del mercado vendían verduras y arroz, pescado al vapor y yuca. No había mucho de nada, pero a lo largo de su estancia allí, Hock fue dándose cuenta de que no se requerían muchas más cosas para vivir.

A primera vista, Lower River parecía despoblado, porque la gente huía del sol. Se arrastraban por las sombras, en los patios cubiertos de sus chozas, bajo los árboles, o en el pasto elefante de la ribera.

Después de un año allí, Hock entendió los cambios en el tiempo. El sitio no respondía a su reputación de asfixiante y miserable; era denso y sutil. Y él se sentía vigorizado por el calor. Olía a humo de leña y a estancamiento, y a la fragancia de los jacintos de agua en el río, dulce con la descomposición. El polvo recalentado por el sol parecía talco.

Escondida entre las hierbas altas estaba Malabo, tierra de interior ribereña en el distrito de Ndamera, junto a la carretera hacia Lutwe. Al sur, se divisaban en la lejanía las altas copas de los bosques de mopanis de Mozambique. Por tradición, a la gente de Malabo se le permitía dejar sus botes —uno de ellos, un enorme madero vaciado, tenía cabida para seis remeros— en el embarcadero cercano a Marka. Había que remar un día por la ciénaga Dinde para llegar al cauce principal del Shire, y tres para alcanzar el Zambeze.

Gracias a su trabajo en la escuela de primaria que había ayudado a levantar, Hock se convirtió en una figura popular en Malabo, y cuando el representante local en el Parlamento se acercó a visitar Nsanje, pidió conocer a Hock en persona a fin de verificar las demandas de los lugareños: pedían una clínica, la reparación de la carretera y un tejado nuevo para el mercado. El diputado tenía una segunda familia en Zomba, así que apenas pisaba la región.

Hock hacía a veces de consejero, les escribía cartas a los aldeanos, enviaba mensajes y también les leía la correspondencia a los analfabetos, susurrando las palabras para no vulnerar su intimidad. Todos los lenguajes de la región se transcribían fonéticamente, así que él podía hacerles llegar el sentido incluso sin tener ni idea de lo que ponía en esa hoja arrancada de un cuaderno.

En su primer año, Hock efectuó mejoras en el edificio de la escuela existente, compró láminas onduladas de fibra de vidrio para el tejado y erigió una nueva letrina de ladrillos, que allí se llamaba chimbudzi. En su segundo año, organizó un equipo para hacer ladrillos de adobe y construyó un segundo bloque de aulas, con una amplia veranda que le servía de tarima cuando pasaba lista por las mañanas.

Los aldeanos habían arrimado el hombro. Sin embargo, el profesor estadounidense que lo acompañaba odiaba Lower River, y Malabo muy en particular —cosa que Hock no entendía—, y al final pidió el traslado. Hock se quedó solo, casi ilocalizable; apenas salía de los límites del distrito, y el teléfono del boma no era muy fiable. A la luz de una lámpara Tilley, Hock corregía cuadernos y a veces leía. El libro La muerte de Ivan Ilich se le había quedado grabado en la memoria, en especial la escena de la muerte, gracias al chisporroteo y el parpadeo de la lámpara. Hock aprendió la lengua sena, y era uno de esos profesores voluntarios que sus compatriotas estadounidenses mencionaban con un respeto teñido de sátira, porque nunca lo veían, y nadie quería ir a Lower River.

Para los sena él fue el mzungu, luego el americano y por último el Hombre Serpiente. Se enamoró de una mujer sena que estudiaba para ser profesora en Port Herald. Se llamaba Gala. Tenía unos ojos oscuros y rasgados, casi asiáticos, que delataban unos antepasados zulúes, y una cara fina, con el ceño perpetuamente fruncido para evitar reírse. Solía llevar un tocado en la cabeza de un color que contrastaba con sus largos vestidos. Hock la invitó a un té y le abrió las puertas de su casa, pidiéndole que se sentara en su cama, y él se colocó a su lado. Pero cuando la abrazó, ella se revolvió con tanto celo que él se dio cuenta de que no jugaba a hacerse la estrecha, sino que estaba defendiendo su virtud, y entonces se sintió muy avergonzado. Ella le explicó que estaba prometida a un hombre de su pueblo, cercano al boma, y que si se sabía que se había acostado con Hock, el hombre la repudiaría y no entregaría la dote de tres vacas que su padre había exigido. Su prometido pertenecía al partido oficial, y ella insinuó que tenía buenos contactos.

Pese a todo, Hock había contemplado cortejarla; podría convencer a su padre de que era un hombre digno; tal vez acabaría casándose con ella, y entonces se establecería en el país, echaría raíces, formaría una familia y pasaría el resto de su vida allí.

El contrato duraba dos años. Hock permaneció casi cuatro; lo que más tarde se juzgó un récord para cualquier extranjero, en el pantanoso, infestado de insectos, caliente y mísero Lower River, entre la casi total desnudez de los sena y su sempiterna holganza.

Los años más felices de su vida.