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En la Villa Ludovisi el aire olía a resina y a tierra húmeda, pero Corrado Archibugi notó un toque dulzón: el olor de los cementerios y de las flores en descomposición. El sol, que nada más salir había quedado oculto tras las nubes, daba un tono plomizo a los adoquines y a los edificios.

El humor de Corrado empeoró. Soltó un suspiro, bajó de la carroza y comprobó que la dirección que llevaba escrita en una nota fuera exacta: porque indicaba una casita de una planta, con el yeso ajado por el tiempo, pero en conjunto bien conservado, con un jardincito delante, cercado por setos de laurel. No era un edificio típico en Roma, pero en conjunto se adaptaba al carácter del propietario: ordenado, metódico, solitario, casi altanero.

Llamó al timbre y se giró para mirar la ciudad. Justo en la calle de al lado estaba la pollería de los Petrocchi; más abajo, la vivienda estudio de Tremolaterra (la referencia era el retorcido campanario borrominiano); y algo más allá, a la izquierda, más allá de los tejados de color apagado que veía desde la colina, la leñera donde habían hallado el cadáver del periodista.

Era probable que Mezzasalma hubiera llegado en carroza hasta allí, para la cita fatal con Tremolaterra. O casi mejor a algún lugar cercano, para evitar que hubiera testigos. Tremolaterra había subido a bordo y la carroza había iniciado el descenso hacia la ciudad, con los dos hombres en su interior, el periodista y el emisario de la Morte Desolata, protegidos bajo la capota. Archibugi siguió mentalmente a la carroza fantasma hasta la esquina, intentando imaginarse la negociación entre los dos hombres. Y después…

—Por fin ha llegado.

Se giró de golpe y vio el rostro pálido, la melena, la mirada severa que casi le regañaba por el retraso. Se quitó el sombrero.

—Señora Ortolani, ¿puedo entrar?

La Ortolani se situó frente a la puerta que daba al jardín.

—Señora Ortolani, traigo una orden.

—No lo ha entendido. No quiero que entre en mi casa, pero yo iré con usted, si espera un momento. Porque ha venido a detenerme, ¿no?

—¿Lo sabía?

¿Y cómo no iba a saberlo? Había afirmado que Tremolaterra había ido a verla después de salir de casa de la Gualtieri. Era la última persona conocida que había visto al periodista con vida antes de Mezzasalma. ¡Y desde luego no había sido el director del Eco di Roma quien lo había envenenado en la carroza! Corrado volvió a pensar en la mirada de Adele Ortolani mientras la Gualtieri explicaba que había escondido al periodista; si hubiera insistido, si hubiera sido más decidido, quizá la Ortolani habría confesado enseguida. Pero él seguía a la Morte Desolata, imaginaba «manos invisibles»; no contemplaba la posibilidad de un delito mucho más simple.

—Sí. Pero esperaba que no fuera usted. Después, cuando el médico ha confirmado la muerte por envenenamiento…

—Espere, que me pondré un chal.

Pocos minutos después, uno junto a la otra, bajaban en silencio hacia la Via della Mercede, mientras las calles empezaban a poblarse de familias con la ropa de los domingos recién cepillada y de vagabundos que se lavaban en las fuentes.

—Aún recuerdo los movimientos que hice aquella noche —dijo de pronto la mujer. Archibugi se giró hacia ella: miraba hacia delante, con las manos en el regazo—. Pero son movimientos que no me pertenecen, que no reconozco como míos. Nunca he creído en las posesiones, pero en aquel momento mi cuerpo estaba poseído por otra persona. No puede ser de otro modo. —Se giró hacia Corrado—. Entiéndame, no digo que no fuera yo. No busco piedad.

Corrado hizo un gesto como diciendo: «No se me había pasado por la mente». Al contrario: Adele Ortolani no estaba en absoluto arrepentida y, si hablaba tanto, era porque esperaba que él le diera la razón.

—El señor Tremolaterra se presentó en mi casa, como le dije, hacia las siete y media. Estaba contentísima de verlo, porque realmente estaba preocupada. Le hice entrar. En mi casa, ¿comprende? Ningún hombre ha entrado nunca en mi casa. Preparé un café de cebada. Me ofrecí a ayudarle con mis ahorros… —Estoy bastante bien situada; mis padres me dejaron la casita y terrenos fuera de Roma—, porque pensaba que de verdad tenía problemas económicos. Era derrochador, de gusto refinado para la ropa y los muebles… En fin, que insistí en ayudarle. —Dibujó una sonrisa apagada—. ¡No paraba de hablar!

—¿Qué quería de usted?

—No crea lo que dicen esas secretarias descaradas, inspector. Yo era la única mujer de la que se fiaba Tremolaterra, la única confidente que tenía, su puntal, su primera lectora… Por eso había venido a mí. En busca de consuelo, para recuperar la confianza —declaró, henchida de orgullo. Pero luego hizo una mueca de disgusto—. Claro que en «aquéllas» puede haber buscado consuelo de otro tipo: no el espíritu al que yo podía darle. Al fin y al cabo, era un hombre.

—Pero no soportaba que lo buscara en una secretaria que dependía de usted, ¿no es eso?

—¡Maria Gualtieri! —exclamó—. ¿Oyó cómo hablaba, aquella mañana? Qué cara dura, qué pelandusca. Y él… ¡En la buhardilla de al lado a la de ella! Cuando yo tenía una casa entera que… Nunca le habría dado alojamiento, por supuesto, nunca. Pero al menos podría pedírmelo, y si tanto lo necesitaba, quizá…

Aquel torbellino de frases a Corrado le pareció lastimoso. Volvió a pensar en Quadraccia, que disfrutaba yendo a arrestar a una persona. Y él, en cambio… Le pareció oír el comentario de Pasquina: «¡Y para esto ha venido desde Turín!».

—Así es como me veo desde fuera, inspector. Colgada del techo como un murciélago, miro hacia abajo y me veo a mí misma estremeciéndome. Con la cabeza que me daba vueltas, una rabia que me invadía el estómago. ¡Terrible! Es como si un furor incontrolable me hubiera sacado de mi cuerpo y me hubiera lanzado hasta allí arriba, al techo. Veo la cuchara que entra en la caja del matarratas, el veneno que cae en el café, el azúcar para disimular el sabor…

Se interrumpió. Extrajo un pañuelo de la manga y se pasó la punta bajo los ojos. Suspiró y miró afuera.

—Sin embargo, había ido a verla a usted, señora —dijo entonces Archibugi, con delicadeza—. Al final, había venido a verla a usted. Antes de una cita importante, un encuentro difícil, quizá mortal. A su modo, quizá Tremolaterra…

Adele Ortolani se giró de golpe, con los ojos ligeramente enrojecidos.

—Gracias —le interrumpió—. Pero no quiero saber lo que piensa, inspector. Disculpe que me haya desahogado. No volverá a suceder.

Y no dijo nada más. Una hora más tarde había firmado sin objeciones una confesión completa y era trasladada a la cárcel de mujeres de Le Mantellate. Mientras salía del despacho de Archibugi, dijo únicamente, como si hablara para sí misma:

—¿Y ahora? ¿Quién escribirá las historias de Bellacuccia?