—Sí, eso ya lo sé. Siga adelante.
Durante la explicación, Archibugi salió varias veces con una frase por el estilo, interrumpiendo a Tinebra, que lucía aquella sonrisa indefinible.
Por ejemplo, cuando Tinebra había empezado a explicar el asunto Sonzogno. Al fin y al cabo, no sólo el cavaliere había pasado por el tribunal a informarse.
Sonzogno buscaba vengarse de Luciani, y éste sabía que Sonzogno era muy peligroso. Tenía informadores, espías, conocidos y un periódico en el que poner al descubierto los asuntos de su ex socio.
Sin embargo, lo que Corrado no había podido averiguar en el tribunal es que, cuando Luciani había decidido matar a Sonzogno, estaba al corriente de que el director había detectado una pista muy comprometedora —lo que no sabía que estaba mucho más cerca de caer sobre él de lo que se imaginaba—. Raffaele Sonzogno había descubierto que Luciani tenía pensado hacerse con dinero fácil y seguro, que nunca figuraría en ningún balance o registro bancario, con el que podría gestionar sus negocios, financiar sus batallas políticas personales y sus tramas de corrupción varias.
Con la ayuda de algunos personajes con poder en la Banca Romana, Luciani, ricachón, banquero y diputado (depuesto), había ideado un nuevo sistema que, por otra parte, era viejísimo: imprimir más billetes.
—¿Conoce a esos «personajes con poder»? —preguntó enseguida Archibugi.
—El objetivo de mi participación en este asunto, inspector, es precisamente ése. Quiero conocer a esos personajes, los detalles de su método, y pretendo encontrar las pruebas. Como le he dicho, es una cuestión delicadísima. Pero déjeme continuar…
Hacía un tiempo que la Banca Romana era objeto de un interés discreto por parte del cavaliere Tinebra, desde que, precisamente un año antes, Su Majestad Víctor Manuel II había comprado algunas fincas de la periferia a precio de favor a Bernardo Tanlongo, conocido en Roma como «el Bernà». Hacía tiempo que Tanlongo formaba parte de la dirección de la Banca dello Stato Pontificio, que luego sería la Banca Romana.
¿Quién era Tanlongo? ¿Qué hacía? ¿Por qué había cedido sus terrenos y asumido aquella pérdida?
Tinebra se había aprestado a abrir un expediente privado. No había tardado mucho en llamar su atención. El Bernà era el típico liante del sotobosque empresarial romano. Estaba en excelentes relaciones con todo el mundo, con políticos de la izquierda y de la derecha, con la masonería y con el Vaticano. Había sido espía de los franceses durante la República romana y aun así, Cavour se había dirigido a él para informarse sobre la posibilidad de «comprar» Roma en vez de conquistarla. A través de la Banca Romana, prestaba dinero a quien le parecía, y como le parecía.
La Banca Romana tenía una influencia especial sobre el mundo de los negocios romano; era una banca particular, que había ido evolucionando para adaptarse a las exigencias de una élite financiera determinada, la de los mercaderes de campo, ni industriales ni comerciales, sino puros especuladores. Un banco en el que las letras de cambio a nombre de personajes ilustres evolucionaban de forma curiosa: en particular, se renovaban sin límite o, en algunos casos, ni siquiera tenían fecha de vencimiento.
Un circuito de dinero y de favores en cuyo centro estaba el Bernà, el mismo que vendía terrenos al Rey registrando pérdidas.
—¿Me sigue, inspector?
Porque, mientras Tinebra hablaba, Corrado, por un momento, se había visto desde fuera; veía a dos personas hablando de dinero en circulación, de delitos y de chantajes con toda tranquilidad y compostura, como dos médicos pueden debatir sobre una enfermedad, o dos empleados de pompas fúnebres pueden contarse cómo han pasado el domingo, mientras tapan con algodón los orificios de un cadáver.
Aquella imagen le había provocado una sensación de repulsa. Por una fracción de segundo sintió una aguda nostalgia de Lucrezia y del salón de casa de los Scialoja, con sus encajes y sus daguerrotipos en las paredes; vio a Cleofe, que quizá vivía más en el pasado que en el presente, explicándole a su madre la genealogía de la familia, durante su visita a Roma para el compromiso.
Aun así, Corrado no se había perdido ni una palabra de lo que decía Tinebra.
—Le sigo, no se preocupe.
Tinebra no tenía ninguna prueba de que uno de aquellos personajes de relieve de la Banca Romana que habían conspirado con Luciani fuera precisamente Bernardo Tanlongo, pero podía suponerlo. La operación de duplicar papel moneda (porque en realidad no se trataba de falsificaciones) requería unos vínculos de complicidad importantes, y él tenía intención de descubrirlos. Tinebra consideraba que habrían hecho un experimento, cuando los chanchullos de Luciani aún no habían salido a la luz, y quizás hubieran cobrado precisamente con aquel dinero. Los dos billetes que tenía en el bolsillo Corrado procedían de aquel experimento.
—¿Un experimento para comprobar que fuera factible realizar duplicaciones en masa? —preguntó Archibugi.
—Exacto. Duplicaciones en masa, precisamente. Dinero fácil, auténtico y falso al mismo tiempo, un maravilloso juego de prestigio que podría convertir a la Banca Romana en un centro de poder de considerable importancia en un futuro inmediato. Además de crear graves problemas de inflación y de intoxicar el mercado financiero, se entiende.
—O sea, el germen de una enfermedad mortal. ¡La bancarrota del mismísimo Estado italiano!
¡Ahí estaba el secreto que Tremolaterra le había arrancado a Sonzogno y que había dejado en custodia a un notario!
Corrado no hizo la ingenua objeción de los controles por parte de los inspectores de Agricultura y Comercio, que habrían tenido que poder evitar delitos como aquéllos; si los cómplices en el seno de la Banca Romana eran realmente tan prestigiosos, habrían podido engañar o corromper a los inspectores sin problemas.
—Una enfermedad mortal, ha dicho bien. Crédito fácil para los especuladores urbanísticos que presionan para construir la Tercera Roma, acciones en ascenso, la buena vida, riqueza para todos…, hasta la primera contracción seria del mercado. Hasta el despertar tras la borrachera. ¿Se imagina la catástrofe?
Archibugi no podía imaginársela, más que a grandes rasgos. Sin embargo, la viviría.
Efectivamente, en 1893 estalló el escándalo de la Banca Romana, tras una primera investigación que acabó encallada unos años antes y varios episodios incómodos en las cámaras parlamentarias. El cajero jefe del banco se suicidaría, el presidente del Congreso, Giovanni Giolitti, presentaría la dimisión, varios diputados serían acusados de haberse embolsado «caramelos» y las ventanillas del banco ya en bancarrota se verían tomadas al asalto por los ahorradores. Y Bernardo Tanlongo, convertido mientras tanto en gobernador y dueño absoluto de la Banca Romana, además de senador del Reino de Italia, sería arrestado, procesado… y absuelto.
En el cementerio del Verano, sobre su tumba, dice su epitafio: «Fue un caballero».
—¿Has visto? —le diría entonces Corrado a su esposa, sentado en su sillón, con el periódico en la mano—. Cuarenta millones en billetes emitidos por duplicado. Cuarenta millones. ¡Y yo vi las primeras cien liras de esa montaña de papel mojado!
Lucrezia levantaría la vista de la calceta:
—¿De verdad? ¿Cuándo?
—¿Cuándo? Pero ¿no te acuerdas, en el 75, cuando tenía aquel asunto entre manos y no venía a verte, cuando tanto te enfadaste? ¿Te acuerdas cuando te dije que había encontrado una puerta que daba directamente a las tinieblas? Pues aquí tienes las tinieblas.
Las tinieblas. Las de los clientes que se aglomeraban frente a las ventanillas para liquidar sus cuentas antes de la bancarrota; las de los políticos obligados a dimitir; las de los empresarios en la miseria; e incluso las de los jueces, que en aquellos tiempos oscuros afirmaron que se les habían sustraído importantes documentos en los que figuraban personalidades destacadas. Las absoluciones fueron el alba para algunos; para muchos siguieron las tinieblas.
Todo aquello lo vería Archibugi. Y recordaría a un hombre que se parecía a César Borgia, que en aquel momento se echaba atrás un mechón de largos cabellos rubios con un gesto femenino, en una salita de paredes acolchadas, en el corazón del ministerio.
* * *
—Habrá leído mi tesis, en el informe al juez Primicerio: Tremolaterra robó a Sonzogno la pitillera y los billetes. Pero ¿cómo lo hizo? —preguntó Corrado.
—Sonzogno se enteró del experimento y consiguió una muestra, los dos billetes con el mismo número de serie: la prueba perfecta. Cómo lo hizo, aún no lo sabemos. Los guardaba en la pitillera en cuestión, y ni él mismo sabía qué hacer con ellos. El asunto era demasiado gordo. ¿Cómo sacarle partido? ¿Hasta qué punto?
La niebla cubría aquel episodio, y Tinebra podía disiparla sólo en parte. Tremolaterra, que trabajaba para La Capitale cuando aún alimentaba sus sueños de gloria literaria, era íntimo de Luciani y Sonzogno. Quizá fuera informado del secreto del director: en ese caso, se guardó mucho de revelárselo a Luciani. Del mismo modo que, al frecuentar el ambiente de los garibaldinos junto a Frezza, se enteró del complot: pero también se guardó de advertir a Sonzogno.
—Lo que está claro —prosiguió Tinebra— es que Guido Tremolaterra, desesperado, le confió a Pio Frezza, que ya había asumido la misión de quitar de en medio a un ser abyecto como Sonzogno, que el director le hacía la vida imposible con ciertas letras de cambio que guardaba en la pitillera que llevaba siempre consigo…
—¿Y usted cómo sabe esas cosas?
—Frezza lleva meses en la cárcel. Una frase hoy, otra mañana… Al final ha salido este detalle, que no confesó en el momento de la detención, por su insensato sentido del honor. Frezza tranquiliza a Tremolaterra: «Tú pásate bajo la ventana del periódico el sábado y espera: tendrás tu pitillera». Tremolaterra le pide a Frezza que no la abra, y el leñador se lleva la mano al pecho, casi ofendido: «¿Cómo puedes pensar una cosa así? Yo soy un hombre de honor».
—¿Cuándo habló Frezza?
—Hace casi un mes.
—Así que hace un mes, usted, cavaliere Tinebra, se enteró de que Tremolaterra se había hecho con una pitillera que Sonzogno custodiaba celosamente, lo que por cierto le hace culpable de robo y de complicidad en un caso de asesinato. Pero ¿cómo podía saber qué contenía? ¿Cómo podía saber que Sonzogno no se había limitado a indagar sobre la procedencia del dinero de Luciani, sino que tenía en su poder los dos billetes?
—Lo sé desde hace un tiempo.
—¿Alguien en la Banca Romana ha encontrado el rastro de los dos billetes? ¿Quizás alguien que hacía negocios con Luciani?
Tinebra se quedó un momento en silencio. Archibugi le aguantó la mirada. Al final el cavaliere dijo:
—Una explicación sincera no es una explicación completa, inspector. Lo sabía. Y cuando supe lo que había hecho Tremolaterra, comprendí la situación en su totalidad.
—Y se planteó cómo podía recuperar los billetes de Guido Tremolaterra —replicó Corrado, mientras reflexionaba hasta qué punto podía fiarse de Tinebra, la tiniebla, el trattino o guión intermedio, el hombre omnipresente, el que se había hecho construir una salita insonorizada y que hablaba en voz baja, que ya estaba en el equipo de Menabrea en tiempos del escándalo de la Regia Tabacchi y del atentado al diputado Lobbia.
—He tenido que construir un engaño: tenía que empujar a Tremolaterra a que me entregara los billetes, de los que se había apoderado, pero que no había usado hasta aquel momento, quizá por miedo; él se dedicaba a su Bellacuccia. Al mismo tiempo, tenía que hacerle entender que nadie le haría daño, ni antes ni, sobre todo, después.
—Robo y complicidad en homicidio, ni hablar —comentó Archibugi, viendo de nuevo la escena desde fuera, con una ligera sensación de náusea.
El rostro de Tinebra se endureció. Sus rasgos, finos y delicados, adquirieron un aspecto cortante, afilados y peligrosos como una hoja de Toledo.
—Inspector, yo mismo he tenido que cometer pequeñas… irregularidades, digámoslo claramente. Por eso he intentado hacer comprender a su superintendente que éste es un asunto delicado. Por eso el juez Primicerio ha sustituido a Tosetti. Hace falta discernimiento, visión en perspectiva. Usted ha hablado del germen de una enfermedad mortal: yo tenía que aislar ese germen. Como dicen los jesuítas, si el fin es lícito, también los medios lo son. ¿Entiende?
—Las velas se están consumiendo: prosiga.
En el intercambio de miradas que siguió, Corrado estuvo a punto de sucumbir: se le había atravesado el humo del puro, y a duras penas consiguió evitar ponerse a toser. Resistió, y Tinebra continuó; gracias a Dios, la tenue luz de las velas no bastaba para que se le vieran los ojos lagrimosos.
—En el ejercicio de mis funciones puede acceder a los archivos de la Dirección General de Seguridad Pública, y cuando puedo, en muchos casos en domingo, tengo costumbre de leer los informes de la Policía. La primera vez que di con usted, inspector, fue el 25 de mayo pasado. Un domingo. —Con una sonrisa, se explicó—: Llevo un diario detallado.
—Leyó mi informe sobre Barrington y el misterioso Doble W, resucitado en el cementerio de los Ingleses.
Mientras tanto, le volvía a la mente Fouché. En su lugar, Panicacci habría tenido que colgar en su despacho el retrato de Tinebra. Él también se ocupaba primero de lo que le correspondía, y luego de todo lo que no le correspondía. Desde luego el apodo «Ubiquique Suum» le venía al pelo. Lo leía todo, lo oía todo, lo sabía todo: Tinebra y Bernardo Talongo eran dos caras de la misma moneda, dos arañas en el centro de una tela que se extendía por toda Roma. Un Bellacuccia sin gorila.
—Una historia interesantísima. La recordé en el momento justo…
—… Cuando la Confraternidad de la Morte Desolata encontró a un niño asesinado por un bruto que abusaba de él.
Tinebra agachó la cabeza en señal de asentimiento.
—Hábleme de la Confraternidad —propuso Archibugi.
—Ya sabe todo lo que hay que saber, o incluso más: su informe para Primicerio es clarísimo. Usted pide incluso acceso al registro de sus miembros. Pero ¿realmente cree que es posible?
—Desde las remotas propiedades de un senador siciliano llega una estatua de la Virgen a una pequeña iglesia perdida en el campo de Roma. Todo es posible. Usted, por ejemplo, ¿forma parte?
—Pero, inspector, ¿usted me ve a mí yendo por ahí con una túnica negra y una calavera con lágrimas en el pecho?
Corrado habría querido responder que, si pudiera sacarle partido, Tinebra iría en peregrinaje a La Meca disfrazado de camello.
—Pero conoce a alguien que se la pone, dado que la Morte Desolata forma parte de su «engaño», tal como usted lo define. ¿Cuál es la altruista misión a la que se dedica realmente la Confraternidad? ¿Cuál es su objetivo?
—No existe ninguna misión real. ¿Cuál es el objetivo de la masonería? Vivimos en una época complicada, inspector, en la que parece que los masones se hayan introducido por todas partes. Hay quien dice que el parlamento está lleno, que manipulan las decisiones del reino, que son los responsables ocultos de la toma de Roma, del ataque a la Iglesia… ¡Qué idiotez! Las cosas son mucho más complicadas, inspector.
»¿Conoce a Adam Smith, el economista? ¿La metáfora de la mano invisible? En el liberalismo económico perfecto, el individuo, en su búsqueda egoísta de ganancias, persigue al mismo tiempo un fin, que es el bienestar de la sociedad, sin quererlo directamente. El egoísmo privado se transforma en bien público, gracias a la manipulación de la Mano Invisible.
»Del mismo modo, en nuestro querido Reino de Italia, una serie de intereses particulares se sostienen mutuamente, o simplemente evitan pisarse unos a otros, de modo que parece que tras ellos exista un gigantesco complot, una mano invisible que aferra el país. Masones, cofrades, empresarios, políticos, periodistas… Pero no es más que una metáfora, no hay ninguna mano invisible; en todo caso, muchas manos que a veces se sujetan unas a otras, que a veces chocan…, pero que siempre agarran.
—Ya le he dicho que no se me da bien la filosofía. Hablemos de Luciani: ¿él formaba parte de la Confraternidad de la Morte Desolata? ¿Sí o no?
La impecable hoja de Toledo volvió a mostrar por un instante su cara más cortante, un velo en la mirada, los dedos de una mano que parecían agarrar el aire; luego la hoja volvió a su vaina.
—Quizá. Tras su arresto, la confraternidad nombró a un nuevo oficial. La coincidencia no parece casual.
—¿Y alguien de la Banca Romana? ¿Quizá su aliado secreto? ¿Es él a quien recurrieron para el asunto de la Doble W?
Tinebra suspiró.
—Déjeme hablar. Le estoy diciendo todo lo que puedo decirle.
Tras el entierro del niño, Tinebra recordó enseguida la declaración de Barrington. Como seguía los movimientos de Tremolaterra, le sorprendió leer el capítulo del misterioso asesino de niños, Doble W, y el cadáver del niño le dio una idea sencillísima para recuperar los billetes.
Sobre todo había que poner en entredicho al periodista, hacer creer que era un jactancioso, un bocazas, un hombre dispuesto a todo por interés: era parte esencial del proyecto.
Así, convencieron a un pobre idiota —Fabio Petrocchi— de que ascendería en la jerarquía si ayudaba a la Confraternidad a hacer justicia —con respecto a qué era algo que no le importaba; al fin y al cabo, no era más que un mandatario—. Tenía que decir que había visto en el cuerpo del niño una doble W, tal como había leído en el episodio de Bellacuccia; unos días después del entierro, así sería más difícil descubrir si mentía o no. La Policía le creería enseguida: ya tenían la declaración de Barrington, ¿no? No podían liquidarlo todo como la alucinación de un pobre pollero, como habían hecho con el inglés. La mentira saltaría después, en el momento oportuno. Petrocchi sabía que entonces tendría que modificar la declaración: atribuiría la idea a Tremolaterra, que habría buscado con ello publicidad.
—Vamos, que han usado a Fabio Petrocchi como a Pio Frezza —comentó Archibugi entre dientes.
—No tiene ni idea de lo sensible que es la gente sencilla a los ideales, a las ideas platónicas, inspector. Petrocchi sólo se sentía a gusto en el cálido seno de la Confraternidad, y habría hecho de todo por su prosperidad: no digo cualquier cosa, pero sí muchas…
El mismo día en que Petrocchi se disponía a prestar declaración, una nota anónima (aún no se podía ser explícito, ya que Tremolaterra tenía la sartén por el mango y no se sabía cómo podía reaccionar) le advertía del hallazgo en la Morte Desolata.
Él sabía que la Morte Desolata era una confraternidad «excelente». Tuvo que entender algo enseguida: tal como pensaban Tinebra y sus cómplices, puso tierra de por medio para reflexionar y ponerse a salvo. Fue incluso a comprobarlo por sus propios ojos. Lo dejaron que se cociera en su propio jugo durante un día, y después…
—Después le mandaron un mensaje. Esta vez inequívoco, para alguien que estaba al corriente, aunque indescifrable para los demás. Éste.
Corrado extrajo del bolsillo un artículo de periódico y leyó:
—Escribe el Eco di Roma, que fue el primero en anunciar la noticia reservadísima, a propósito de los cofrades: «… se visten con ridículas túnicas y capuchas negras como si estuvieran en el sábado de carnaval…».
—Una buena pista para usted, ¿eh, inspector?
—Sí, no entendía la referencia al sábado. Uno diría «en carnaval», o «el martes de carnaval», «el jueves de carnaval»… Pero ¿por qué el sábado? A menos que hiciera referencia…
—… al día del asesinato de Raffaele Sonzogno. Exacto.
Tremolaterra leyó el artículo y, naturalmente, comprendió enseguida la referencia. Ahora todo estaba claro: la Morte Desolata le lanzaba un mensaje, y le decía de qué lado debía ponerse…
—Del de Enrico Mezzasalma, director del Eco di Roma y autor del artículo.
En juego estaban los dos billetes que Tremolaterra había sustraído. ¿Por qué —debía preguntarse— aquella puesta en escena con el niño de la Doble W? Porque muy pronto la puesta en escena quedaría al descubierto, y, una vez hecha pública la retractación de Petrocchi, Tremolaterra quedaría en evidencia como mentiroso descarado y sin escrúpulos, capaz de todo para darse publicidad: y Mezzasalma potenciaría el efecto, confesando en el momento preciso que había sido el propio Tremolaterra quien le había pasado el material para el artículo.
El periodista se convertiría en la persona con menos credibilidad de Roma: sin embargo, aquél era precisamente el salvavidas que Mezzasalma y sus acólitos le lanzaban. Tremolaterra podía mostrarse escéptico a privarse de los dos billetes de banco, al pensar que su vida no valdría gran cosa sin ellos; pero la Morte Desolata le mandaba el mensaje: «Tu credibilidad está por los suelos: sin pruebas, nadie te creerá. Por eso no tienes nada que temer de nosotros, ni nosotros de ti, en cuanto nos entregues los billetes».
—Sí, bien estructurado —comentó Archibugi—. Y usted, detrás de todo eso, moviendo las fichas…
—Lo admito —contestó Tinebra, sacudiéndose algo incómodo con un gesto de la mano—. Pero ¿qué es lo que tiene de reprobable, teniendo en cuenta lo que había en juego? La exhumación de un niño, cuyo verdadero asesino han capturado, por cierto, y me alegro, gente de esa calaña…
—No hablemos de la gente de esa calaña.
Tinebra no se dio por aludido y siguió con la enumeración:
—Después, una falsa declaración por parte de Petrocchi…
—A propósito, he mandado que lo arresten de nuevo, hace unas horas.
—Lo sé. No nos preocupa. Sabe poco o nada, y en cualquier caso no cambiará su declaración, especialmente ahora que Tremolaterra no puede desmentirlo. Es un hombre de principios.
—¿Y Mezzasalma? ¿Él qué gana? ¡No le habrán prometido que será preboste del coro de la Confraternidad!
—El Eco di Roma es un periódico faccioso. Nacen como setas, con la humedad, a la sombra de la política y de los negocios, y se pudren con la misma facilidad. No tiene idea de los favores y de la financiación con que cuenta: cosas de la que antes o después hay que pasar factura. Y en el fondo, ¿qué es lo que ha hecho? Un artículo de periódico, que le desafío a que convierta en una prueba…
Corrado se vio por última vez desde fuera, y esta vez la náusea se volvió insoportable. No aguantaba más a aquel hombre que hablaba de actos despreciables como si fueran movimientos de una partida de ajedrez. No conseguía atravesar la máscara de Tinebra, llegar hasta él, descubrir si realmente le impulsaba la voluntad de librar una guerra a la Banca Romana, o si en realidad no era más que un interlocutor de las secretas jerarquías de la Confraternidad de la Morte Desolata. Ya le daba igual.
Se levantó de golpe y derribó la silla. Las llamas de las velas temblaron enloquecidas. Tinebra entrecerró ligeramente los ojos. Archibugi dio unos pasos hacia la puerta.
—Inspector. Olvida nuestro pacto.
Archibugi se giró.
—Usted olvida que soy policía, no filósofo. Me ha dado una explicación, no sé hasta qué punto sincera, pero que coincide con lo que yo ya sabía. No me basta.
Entonces Tinebra se levantó, lentamente, y su sombra se alargó, extendiéndose por el acolchado de color sangre de las paredes.
—Inspector, esos dos billetes…, tiene que dármelos. Le he explicado el motivo. ¿Qué cree que puede hacer usted?
—Le daré los dos billetes…, a cambio de Mezzasalma.
Parecía que el cuerpo del director del Eco di Roma hubiera caído en medio de la sala desde el techo, y que los dos lo velaran en silencio.
—Mezzasalma… ¿Y por qué? ¿De qué va a acusarle? No creerá que… —dijo por fin Tinebra, con la voz quebrada pese a su autocontrol.
—Mezzasalma es el intermediario de esta… transacción. De algún modo, él y Tremolaterra establecen una cita. El encuentro se fija para la noche del jueves: presumo que Mezzasalma acudiría en carroza y que haría subir al periodista, que lleva consigo la pitillera, símbolo de su poder contractual y que por ello la tenía sobre su escritorio, como trofeo, aunque no así los billetes, a buen recaudo en la notaría.
»Tremolaterra fue hallado cadáver en una leñera abandonada. La pitillera desapareció. Quien lo registrara sabía qué buscar: primero cogió la pitillera «auténtica», se dio cuenta de que no era lo que buscaba y la tiró, de modo que acabó medio escondida tras unas ramas.
»Tremolaterra recibió porrazos en la cara. No obstante, la autopsia ha revelado que ya estaba muerto, y no por los porrazos. Yo creo que los tres vagabundos que se repartieron sus ropas le golpearon para asegurarse de que estaba muerto. Por eso van soltando la verdad con cuenta gotas: realmente creen que lo han matado ellos.
»Yo quiero que Mezzasalma me cuente qué sucedió en esa carroza. Debe presentarse y…
—¡Pero él no ha matado a nadie!
—Debe presentarse. Tendrá que explicarme la patraña de la doble W. ¿No quiere o no puede decirme el verdadero motivo? Invéntese uno. Mi objetivo es que Mezzasalma y Petrocchi paguen lo que tienen que pagar. Si consigue mantenerse fuera de esta historia, cavaliere Tinebra, mejor para usted. —Y añadió, con una mueca de desprecio—: Así podrá dedicarse a frustrar otros experimentos.
—Usted sabe que Mezzasalma no mató a Tremolaterra. Lo sabe perfectamente. Ya le digo yo lo que pasó. Ese pobre infeliz se encontró mal… Mezzasalma se dejó llevar por el pánico. Su cochero lo descargó en la leñera, lo registró, encontró primero una pitillera y la tiró, después la de Sonzogno, pero vacía…, y, mientras tanto, Tremolaterra había muerto. Es todo.
—Fue envenenado.
—Lo sé, he leído el informe. Y por tanto Mezzasalma no puede ser el asesino, a menos que usted crea… ¡Ah! Ahora lo entiendo. —Tinebra echó atrás los hombros, mirando satisfecho a Corrado, como si hubiera resuelto una complicada adivinanza. Con voz tranquila, concluyó—: Usted quiere llegar a la Morte Desolata a través de Mezzasalma. Eso es lo que quiere.
Corrado aguantó la mirada de Tinebra, que siguió hablando:
—Usted espera que hable, que abra una grieta, que le dé un punto de apoyo para ampliar la investigación. No le interesa en absoluto el asesino de Tremolaterra, usted apunta más alto. ¡Usted quiere la Morte Desolata! Si el fin es lícito, los medios son lícitos, como dicen los jesuítas. ¡Muy bien, inspector!
Corrado se encogió de hombros y agarró el pomo de la puerta.
—Una declaración de Enrico Mezzasalma, y usted tendrá los billetes —repitió.
—No puedo obligar…
—Buenas noches.
—¡Inspector! Usted trabaja para el Ministerio del Interior, no puede desobedecer. ¡Es como si le hablara Su Excelencia el ministro en persona! Yo le ordeno…
—Buenas noches. Ah, una cosa. Cuando tenga los billetes…, porque usted tendrá los billetes, como yo tendré la declaración de Mezzasalma…, recuerde que un inventario del sobre, efectuado en el despacho de un notario, certifica que yo he entrado en posesión de una serie de billetes…, dos de ellos idénticos. Y, en el momento del intercambio, usted será tan amable de extenderme dos líneas a modo de recibo. —Sonrió—. No querría que, el día de mañana, alguien se inventara una historia fantasiosa para desacreditarme.