El pasillo estaba desierto. En el suelo, bajo los apliques de las paredes, había cálidas gotas de luz dorada. La mesa del agente de guardia estaba desierta: a aquella hora de un sábado, sólo quedaban los guardias de la entrada y los de la segunda planta, en el ala de la presidencia; y gente en la primera planta, en el ala de las oficinas.
Archibugi había subido las escaleras a la carrera y tuvo que apoyarse en la baranda, jadeante y con la pierna dolorida. Le pareció oír un ruido, unos pasos que subían lentamente las escaleras. Alguien se le había adelantado unos minutos. Pensaba que lo alcanzaría, pero no lo consiguió.
¿Dónde estaría ahora? Se oía el suave crepitar del aceite de las lámparas, casi como un susurro.
Se dirigió hacia el despacho. No lo había cerrado con llave: lo único que había de interesante era el contenido de la pitillera falsa que le pesaba en el bolsillo de la chaqueta, y algunas otras cositas que había en el cajón, bajo llave. Se sintió satisfecho de no haber cerrado el despacho con llave: si no, él habría podido pensar que Corrado se había ido a casa.
En cualquier caso, había cerrado la puerta. Y ahora estaba sólo entrecerrada.
Tras un momento de incertidumbre en el que percibió claramente que el corazón se le paraba por un segundo, la abrió del todo.
—Buenas noches —dijo.
¿Había conseguido eliminar del todo el tono de sorpresa de su voz? No quería dar a entender que esperaba una visita. Tenía que parecer que había mandado el informe a Primicerio de buena fe, sin sospechar que el juez se mostraría particularmente receptivo a los susurros del hombre que ahora estaba allí, de pie, contra la ventana, elegantemente vestido con su traje negro, expresión tranquila (un punto a su favor), el cabello bien peinado y el perfil delicado. Corrado le encontró un parecido al retrato de César Borgia pintado por Altobello Melone.
El hombre asintió levemente con la cabeza.
Archibugi se dirigió al escritorio y se sentó, evitando darle la mano a su invitado.
—Buenas noches —dijo Tinebra con su tono de voz bajo. Se sentó frente al inspector—. Me parece que ya sabe quién soy.
No lo había dicho con soberbia, sino sólo para informar a Corrado de que él sabía que el informe no lo había escrito para el juez.
—Sí. Cavaliere Francesco Saverio Tinebra. —Corrado se encendió un puro. La presentación de Tinebra dejaba el terreno libre de hipocresías, así que añadió—: Me he enterado de que ha presentado alguna queja.
—A decir verdad, hablar de quejas me parece excesivo. Digamos que he reconocido el olor de su puro donde no tendría que haber estado.
—Fue un error. No volverá a suceder.
Un gesto de asentimiento recíproco con la cabeza selló el pacto. Le siguió un breve silencio, en el que los dos hombres se estudiaron sin pudor alguno.
—Me he estado preguntando un buen rato —prosiguió por fin Tinebra— si debía venir a verle, cuándo, y cómo comportarme. ¡Al final me he decidido un poco tarde!
—Es la mejor hora: toda la planta está desierta, no está ni siquiera el agente del pasillo. De haberlo pensado mejor, habría podido salir después de comer y volver directamente a esta hora.
Los finos labios de Tinebra se curvaron trazando una sonrisa.
—Admito que estar aquí es, automáticamente, el reconocimiento de cierta liaison…
—Sí, de cierto vínculo o trattino —dijo Corrado, que no resistió la tentación de hacer referencia a uno de los sobrenombres del cavaliere.
—… con alguien en los tribunales —concluyó Tinebra, con un suspiro. Alzó sólo levemente la voz—. Por otra parte, a menudo las cosas no son como parecen. A decir verdad, estoy convencido de que usted se ha hecho una idea imprecisa de toda esta historia. Muy imprecisa.
Corrado aguantó la mirada al cavaliere sin mostrar la sensación que le habían causado aquellas palabras, la de que Tinebra pudiera tener razón, o que por lo menos confiaba en poder llegar a convencerlo.
—Le propongo un pacto —dijo Tinebra.
—Que sería…
—Una explicación sincera. A cambio de algo que usted posee.
Archibugi se sacó del bolsillo la pitillera y la dejó sobre la mesa, y la cubrió con la mano. Los ojos de Tinebra se posaron levemente sobre el objeto y volvieron a fijarse en los de Corrado.
—¿Están ahí dentro? —preguntó.
Archibugi asintió.
—Siempre han estado en la pitillera de Sonzogno. Usted lo sabe bien.
Tinebra dijo algo que Corrado no consiguió entender. Después se echó adelante y añadió:
—Tenemos que hablar, inspector.
—Aquí me tiene.
—Permítame al menos que escoja el terreno. Debo estar seguro de que lo que diremos será confidencial y, por experiencia, sé que las paredes del ministerio son muy finas.
—¿Podré fumar?
Tinebra sonrió y se puso en pie.
* * *
Corrado había cogido por sorpresa a Tinebra, saludándolo sin ninguna emoción, haciéndole comprender que le esperaba y que su juego estaba a la vista.
Ahora, un candelabro encendido sobre la salita de paredes acolchadas constituyó la pequeña revancha del cavaliere. Y las velas eran nuevas, apenas estaban manchadas por las primeras lágrimas de cera: Tinebra debía de haberlas encendido poco antes de subir, convencido de que acabarían allí.
El cavaliere cerró la puerta con llave. Corrado se sentó y siguió fumando su puro, pensando en el interrogatorio de Petrocchi con Quadraccia en aquella misma sala. A la luz de las velas, el aislante de la pared junto a la mesa había adquirido un color de brasa encendida; en el resto de la estancia reinaba una oscuridad violácea. Tinebra se sentó frente a él.
«Aquí estamos, en lo más profundo del ministerio, pero aislados de todo», pensó Corrado.
—Bueno, querido inspector… Confieso que me he llevado una sorpresa leyendo su informe.
—Que era reservado y personal.
—Será mejor eliminar enseguida esa duda. El juez instructor Rolando Primicerio es del todo ajeno al asunto. Es un hombre integérrimo, créame.
—También el juez Tosetti.
—Por supuesto, por supuesto. Pero yo conozco personalmente a Primicerio, y a menudo me habla de asuntos reservados. Ése es el único motivo del asunto que, imagino, le habrá dado qué pensar. No podía actuar en primera persona, de forma directa, aunque tendría derecho a hacerlo, dada mi posición con relación a Su Excelencia el señor ministro. Habría sido aún más evidente.
—Pero sí ha presentado sus protestas a mi superior.
—Tenía que moverme en varios frentes. Esperaba dejar claro, sin necesidad de ser demasiado explícito, que el asunto Tremolaterra tenía consecuencias muy delicadas, que no permitían una gestión rutinaria por parte de las fuerzas de Seguridad Pública. El riesgo de que trascendiera alguna información reservada… —la mirada de Tinebra se posó en la pitillera que Archibugi había vuelto a poner sobre la mesa— era elevado.
—Habría tenido que ser más explícito.
—Sí, me he dado cuenta de ello al hablar con el superintendente. Pero al final ha funcionado. Aquí estamos, ¿no? Estoy contento de que haya sido usted quien se ocupara del caso: ha tenido mucha vista, realmente.
—No podía hacer otra cosa: conozco una parte de la historia; necesito saber el resto.
Tinebra abrió los brazos con las palmas de las manos hacia abajo, como los prestidigitadores tras un truco bien elaborado.
—Una explicación sincera, a cambio de lo que usted posee —repitió.
—Una explicación sincera no me basta. Soy policía, ¿comprende?, no filósofo.
Tinebra entrecerró los ojos. La vieja silla crujió, como si hubiera detectado, con su sensibilidad secular, el espasmo nervioso de un músculo del cavaliere. Después se relajó. Archibugi observó que, en la sala insonorizada, Tinebra hablaba con un tono ligeramente más alto.
—Inspector Archibugi, permítame una cita: hasta ahora usted ha sido un león, atacando a su presa y sacándola de su madriguera. Pero debería ser un poco más zorro…
—El príncipe, de Maquiavelo. El príncipe sagaz debe ser tanto león como zorro, porque el león no sabe reconocer las trampas, los «lazos», mientras que el zorro no sabe defenderse de los lobos. ¿Es una amenaza?
—Amenazar es de tontos. Las cosas, o se hacen o no se hacen: desde luego, no se avisan. A decir verdad, es un consejo.
—Gracias. Pensaba que prefería el cardenal Mazzarino a Maquiavelo: «Simula y disimula».
—¿Me cree un simulador?
—¿Por qué no acabamos con los juegos de palabras y empieza con la explicación sincera? Así saldremos de dudas —propuso Corrado.
Después se preguntó si el pequeño espasmo nervioso habría sido provocado o no.
—Sí. Pero ¿puedo ver primero el contenido de la pitillera? A decir verdad, no querría estar perdiendo el tiempo. Quién sabe, a fin de cuentas podría ser también un poco zorro, y ahí dentro podría no estar lo que creo.
Por toda respuesta, Corrado cogió la pitillera de la mesa, la sopesó por un momento entre las manos, presionó la lengüeta y un sonido metálico indicó su apertura.
Archibugi miró entonces a Tinebra, y llegó a tiempo de ver la ansiedad en sus ojos, antes de que el cavaliere consiguiera ocultarla de nuevo tras su máscara de impasibilidad.
—¿Sabe qué es lo que me parece raro? —dijo entonces, sin abrir más la pitillera.
—¿Qué?
—Que no me haya preguntado siquiera si esta pitillera era de Raffaele Sonzogno.
Tinebra no replicó; se limitó a hacer un leve gesto con la cabeza, para solicitar que acabara de abrirla.
Corrado extrajo de la pitillera dos billetes, plegados en cuatro: los desplegó lentamente, cogió uno en la mano derecha y otro en la izquierda y se los mostró a Tinebra de lejos.
Dos simples billetes. Usados, apenas marcados por dos líneas de pliegue, ambos de cien liras, emitidos por la Banca Romana en 1874: abajo, en el centro, el dibujo de la loba amamantando a Rómulo y Remo. A izquierda y derecha del dibujo, la cabeza de la Italia coronada y el escudo de los Saboya. Arriba a la izquierda, el sello rojo.
A finales de 1870, seis bancos tenían autorización para imprimir papel moneda: la Banca Nazionale del Regno d’Italia, la Banca Nazionale Toscana, la Banca Toscana di Credito, el Banco di Napoli, el Banco di Sicilia y la Banca Romana, que antes de la unificación era conocida como Banca dello Stato Pontificio. Posteriormente, una ley de 1874 constituyo el Consorcio Obligatorio de los Centros de Emisión, con lo que se uniformaron los billetes y se determinó el importe máximo de billetes que podía emitirse y la superproducción máxima aceptable con respecto a las reservas en metal o valores. Además, se autorizaba al Ministerio de Industria y de Comercio a controlar e inspeccionar periódicamente las seis entidades.
Y Corrado Archibugi, en aquel momento, tenía en la mano dos billetes de uno de los seis bancos, emitidos con todos sus detalles. Tinebra pasaba la mirada de uno al otro, verificando los detalles, aunque la distancia le impedía efectuar un control meticuloso.
Dos sencillos billetes, alrededor de los cuales se articulaba el lío que había quitado el sueño a Archibugi, y, en ciertos momentos, también a Tinebra.
—No consigo ver los números de serie —dijo por fin el cavaliere.
—Los he visto yo. Y he hecho que los verificaran en dos oficinas bancarias.
Tinebra se puso en pie de un salto, perdiendo el control:
—¿Cómo? ¿Ha mostrado los billetes en dos sucursales cualesquiera? ¿Y qué…?
Aquel avance le dio aún más tranquilidad a Corrado, que replicó:
—Siéntese, cavaliere Tinebra. En cada sucursal he mostrado un único billete. Por eso he ido a dos diferentes.
Tinebra volvió a sentarse.
—Naturalmente. Tendría que haberío pensado —reconoció.
—Dos billetes de banco idénticos, y cuando digo idénticos quiero decir con el mismo número de serie. Lo primero que me he dicho es que uno de los dos debía de ser falso. Y sin embargo, aunque yo no entiendo de falsificaciones, no me lo parecían. Por eso he preferido que los verificaran. Y he tenido la confirmación inmediata: los dos billetes tienen el mismo número de serie; sin embargo, ambos son auténticos. Al principio no me lo creía. ¡Ambos auténticos! No era posible. Después me he dado cuenta de que podía ser perfectamente: si admitía la posibilidad de una trama de corrupción a un nivel muy alto, en la Banca Romana.
Archibugi volvió a doblar ambos billetes, volvió a meterlos en la pitillera, el cierre metálico resonó en el silencio de la sala, y la cajita volvió al bolsillo del inspector. Se oyó el rascar de una cerilla y Corrado volvió a encender el puro, al que dio un par de caladas. Se apoyó contra el respaldo y se quedó mirando a Tinebra, que había seguido aquellos movimientos casi hipnotizado.
Al final, el cavaliere sonrió.
—Me alegro de que comprenda el significado que tienen esos dos billetes.
—Desde luego. Guido Tremolaterra los dejó en custodia a un notario; sin embargo, no se fiaba ni siquiera de él: señal de que quien iba tras los billetes era alguien muy poderoso. Así que mezcló estos dos billetes con muchos otros, una buena cantidad, y se los dejó al notario en un sobre cerrado, con instrucciones de entregar el sobre a quien dirigiera la investigación en caso de fallecer de muerte violenta. Si alguien hubiera abierto el sobre, por curiosidad o por accidente, habría encontrado un mensaje, dirigido genéricamente al señor oficial de la Seguridad Pública, en el que se rogaba que usara aquella suma para pagar a eventuales informadores que pudieran aportar pistas sobre los culpables. Muy genérico: no se fiaba, Tremolaterra, y no quería explicar en detalle lo que sabía.
—Yo siempre valoro a la gente que no se fía. Y así, a pesar de todo, Tremolaterra consigue hacernos llegar los dos billetes.
Archibugi fingió no haber oído el «nos».
—Tuvo el acierto incluso de imaginar que se haría un inventario con aquellos billetes y que, sin duda, alguien detectaría los dos billetes idénticos, que, por cierto, eran los dos únicos que presentaban marcas de doblez: otra pista. Por último, también la fecha de entrega del sobre me hizo pensar: 10 de febrero de 1875, inmediatamente después del asesinato de Raffaele Sonzogno. Bueno, ya le he demostrado que no había preparado ninguna trampa y que realmente tengo lo que usted buscaba: ahora, espero su explicación sincera.
—A cambio de los dos billetes.
¡Los dos billetes! Todo aquello por dos billetes algo desgastados que la Banca Romana había emitido con el mismo número de serie. ¿Cuántos otros había en circulación? ¿Para qué servían? ¿En qué bolsillos habían acabado?
Archibugi hizo un anillo de humo. Sentía la presión del estómago en su interior, pero esperaba que no se notara desde fuera. Él era un empleado del Ministerio del Interior, y por ende también del cavaliere. Estaba caminando sobre una placa de hielo. ¿Qué consecuencias tendría no darle los billetes a Tinebra? ¿El traslado a un pueblecito de Cerdeña? ¿El fin de su carrera? ¿O quizás alguna reacción más sutil? ¿Acaso no habían hecho que un diputado pasara de ser víctima de un atentado a simulador? ¿Y qué sucedería si se los daba? ¿No sufriría igualmente las consecuencias de ser conocedor de un secreto incómodo, aunque no tuviera pruebas de ello?
—¿A cambio de los dos billetes? —repitió Tinebra, ladeando ligeramente la cabeza, como cuando alguien intenta hacer hablar a un loro.
—Dependerá del contenido de la explicación.
—Está bien. Pero ¿cómo ha descubierto la relación de este asunto con el caso Sonzogno? ¿Sólo por la fecha en el sobre? Imposible.
—No la he descubierto en absoluto; la he intuido. Tremolaterra trabajaba en La Capitale; Tremolaterra tenía sobre la mesa una pitillera de plata, y la pitillera de plata que Sonzogno llevaba siempre consigo no había aparecido; Tremolaterra se lleva consigo la pitillera, cosa que no había hecho nunca, porque usaba otra; y usted, cavaliere Tinebra, se interesa en primera persona en el caso Tremolaterra, y también lo hizo con el caso Sonzogno. ¡Por supuesto, en el ámbito de sus competencias!
»¡Ah, se me olvidaba! Raffaele Sonzogno fue asesinado el 6 de febrero de 1875, sábado de carnaval. Me ha costado un poco entenderlo. Por otra parte, me habría sido imposible, sin haber aclarado primero el trattino, la relación Sonzogno-Tremolaterra.
—Admitirá que también ha tenido suerte: si ese inspector colega suyo…
—Terenzio Sabbatini. Sí, el testimonio sobre la pitillera fue fundamental, difícilmente me habrían hablado de ese detalle sus secretarias. Y ahora, ¿qué le parece si completa el cuadro?
—De acuerdo. Además, tengo interés en explicarle mi papel en toda esta historia. Y aclararlo, si es posible.
Francesco Saverio Tinebra se relajó. Se apoyó contra el alto respaldo, unió la punta de los dedos de las manos y empezó su relato, con aquel rostro de César Borgia apenas iluminado por las velas, que ya se habían quedado en dos tercios de su tamaño original.