El pequeño fotógrafo llevaba las solapas abiertas como las alas de una mariposa y la corbata torcida; tenía el rostro sudado, una mejilla violácea y no paraba de tragar saliva. Ya no estaba al nivel de la tienda: porque la tienda era elegante. Un silloncito, un pequeño sofá, una mesita de fumador, papel de empapelar de color vainilla con un estampado de inspiración pompeyana, diplomas y nombramientos en las paredes.
Desde luego, Quadraccia nunca habría pensado en buscar allí el rastro de la mendiga: aquel lugar era demasiado refinado. Y sin embargo, por lo que le había dicho la dependienta de Ars Photographica, allí conocían a la mujer. Una mendiga como Lorenza que entraba en una tienda así… era un misterio aún más oscuro que el de su muerte. ¡Y aquel enano retrasado jugaba a las adivinanzas, hablaba de reserva, de lo refinado de su clientela y de tonterías por el estilo!
La dependienta, amiga de la de Ars Photographica, se había hecho a un lado, y quizás hubiera adivinado la fuente de información del policía violento y tosco que había entrado en la tienda como una bala de cañón, porque seguía el interrogatorio con los ojos como platos, como si se temiera que su nombre apareciera en cualquier momento (en cuyo caso estaba claro que quedaría despedida).
Por otra parte, Onorato Quadraccia no había dicho nada que hiciera suponer que ya supiera algo. Sólo había hecho unas cuantas preguntas directas al dueño, y éste había respondido con las consabidas respuestas que ya se sabía de memoria. Entonces, en un decidido cambio de estrategia, le había propinado un bofetón que había mandado al hombrecillo contra la pared que tenía detrás. Dos o tres retratos habían caído al suelo y se habían roto en pedazos.
Al sonar el golpetazo contra la pared, una cabeza había asomado desde el interior del estudio, también en este caso situado tras una cortina —mucho más elegante y fina que la otra, por la que habían aparecido los recién casados—; e inmediatamente había vuelto a desaparecer.
—Repito la pregunta.
Quadraccia rodeó el mostrador tras el que se había atrincherado el hombrecillo, triturando con las suelas de los zapatos los fragmentos de vidrio de los marcos rotos, lo cogió por el chaleco y lo levantó a pulso, mientras él farfullaba alguna queja y ponía las manos por delante a modo de defensa.
—Te lo repito una vez más, luego te arranco los bigotes pelo a pelo, ¿me has entendido?
El fotógrafo asintió y se llevó una mano temblorosa al espeso bigote.
—Esa vieja, ¿venía o no a revelar fotografías cada miércoles?
—No, señor inspector —lloriqueó el hombrecillo. Luego vio la mirada pétrea de Quadraccia y se apresuró a añadir—: No, es decir, sí. Quiero decir…
—¿Sí o no, imbécil?
—¡Sí, venía, pero no cada miércoles! Dios Santo, si me deja hablar…
—Pues habla, ¿quién te lo impide?
—Pues venía los miércoles, sí, a buscar las fotografías, pero no todos los miércoles. ¿Entiende? Las retiraba el miércoles, y venía a encargármelas un par de días antes.
—Pero se las llevaba siempre en miércoles.
—Sí. Perdone… ¿Qué…, qué desea?
Había entrado un cliente. El inspector, que tenía los ojos clavados en los del huidizo fotógrafo, no había oído siquiera la campanilla. En cuanto se giró con una mirada rabiosa hacia la puerta, el hombre masculló una excusa, se tocó el ala del sombrero con la mano, dio marcha atrás y desapareció a paso ligero, mientras la puerta se cerraba de nuevo, lenta como un bostezo.
Quadraccia le ordenó a la dependienta que cerrara con llave y volvió a ocuparse del dueño. Tenía la expresión de quien ya ha perdido la paciencia y no tiene ningún interés en recuperarla.
—Decíamos que la vieja retiraba siempre las fotografías los miércoles —prosiguió, pensando ya en aquello de que las encargara dos días antes.
El Pulga no había hablado de otros días, salvo del miércoles. Podía ser que no se hubiera dado cuenta, sí, pero le daba la impresión de que algo no cuadraba: ¿Lorenza se iba hasta allí dos veces por semana?
—Sí, los miércoles.
—¿Y encargaba las fotos un par de días antes?
El fotógrafo asintió.
—¿Y te traía los negativos?
Silencio.
Quadraccia se lanzó hacia el fotógrafo y le hizo sentar en un silloncito de un empujón. Después se acercó a paso de carga al dueño, que estaba hecho un ovillo.
—¿Te traía los negativos? —repitió, apuntándole con el dedo.
—Eh, no. No, señor inspector. Los negativos los guardaba yo. Por favor, no me haga daño. ¡Se lo ruego!
—¿Qué miedo tiene? Yo soy de la Policía —sentenció.
A la dependienta, que estaba escondida tras una pequeña columna que sostenía un tiesto con un frondoso helecho, le dio la impresión de que aquel loco con la cara marcada, a su modo, creía en las cosas absurdas que decía.
—Entonces esos negativos los sigues teniendo tú, imagino.
El hombre negó con la cabeza, pero titubeó y dio la impresión de que balbucía algo. Quadraccia lo levantó de un tirón.
—No me haga daño, por favor. ¡Yo no he hecho nada!
—Quiero los negativos.
—No… No puedo. Se los daría, pero me es imposible. Créame, señor inspec… ¡Ay!
Quadraccia había agarrado la punta de un bigote del pobre desdichado y tiraba de él hacia arriba, hasta el punto de que el fotógrafo tuvo que ponerse de puntillas para evitar que el inspector se quedara con los pelos en la mano.
—¿Y por qué no puedes?
—¡Déjeme…, por favor, déjeme!
Quadraccia lo dejó, pero seguía pegado a él, hablándole entre dientes.
—¿Entonces?
—¡Inspector, por lo que más quiera, intente entender! —lloriqueó el hombre—. Ésta es una tienda seria, con la mejor clientela de Roma. Ese señor que ha ahuyentado hace un momento, por ejemplo, es…
—Te he pedido los negativos, no te he preguntado por el señor.
—Quiero decir que no podemos darle los negativos de un cliente a nadie sin más, ¿entiende? ¡No podemos, por Dios! Es una cuestión de respeto hacia nuestros clientes… Si trajera una orden formal…
—Si ése es el problema, te lo resuelvo enseguida. En primer lugar, la petición formal te la está haciendo un inspector de la Dirección General de Seguridad Pública. Calla, déjame acabar. En segundo lugar, la vieja ya no precisa de tu respeto, porque alguien la ha tirado al Tíber hace varios días, y yo estoy intentando descubrir por qué…
—¿La han tirado al Tíber? ¡Oh, Dios mío!
—Pero no… ¡No es posible! —gritó la dependienta.
La cabeza volvió a asomar por entre las cortinas. Seis ojos miraban fijamente a la muchacha, que estaba semiescondida tras las hojas del helecho y a la que se le había escapado la frase contra su voluntad. Intentó mimetizarse lo más posible, pero Quadraccia ya había localizado a su nueva presa y, tras superar el asombro inicial, se acercó a ella como un gato a una lagartija.
—Sal de ahí, no te voy a hacer nada. Parece que eres más despierta que este idiota. Dime por qué no es posible, venga. Explícate.
La joven salió de su escondrijo, sus ojos abiertos como platos entraron en contacto con la mirada penetrante de Quadraccia y, finalmente, con voz temblorosa, dijo:
—Pues porque… yo vi a esa mujer, señor inspector. Ayer por la tarde. Incluso me saludó… Era ella, sin duda, la señora de esas fotografías.