Capítulo 7

Eran las cuatro de la tarde y volvía a llover, una lluvia ligera que más bien parecía agua pulverizada; y en la callejuela ya estaba oscuro. No había luces, salvo por algún farol sobre las puertas abiertas en las que las mujeres, con el chal sobre la cabeza para protegerse, pasaban el rato charlando a la espera de que fuera la hora de preparar la cena.

En la oscuridad de aquella habitación que daba directamente a la callejuela despuntaba la llama de una vela, temblorosa ante los embates del siroco. Onorato Quadraccia, resguardado tras su habitual expresión pétrea, miraba a su alrededor.

Tras una sábana tendida en una cuerda que hacía de separador, oía el borboteo del pipí del viejo: el Pulga, como todos le llamaban.

De orina parecía impregnado el aire de la estancia, un olor que se pegaba a la garganta. Había dos camas separadas: una alborotada, con las sábanas sucias; la otra hecha. Unas cajitas de fruta servían como contenedor de objetos varios, recogidos por la calle. En la pared había un crucifijo: los clavitos de las manos del Cristo se habían despegado y la estatuilla estaba colgando por los pies, cabeza abajo. El techo era una única mancha negra inmunda que ninguna luz podía disimular.

—¿Así que el padron Grigorio ha ido a contarlo, eh? —dijo la voz del viejo desde el otro lado de la sábana. Soltó una risita—. Siempre ha tenido ese vicio de comer con el culo y cagar con la boca. Sin ánimo de ofender, excelencia.

Quadracia refunfuñó. Tenía razón el Pulga: el tal padron Grigorio se metía en todo desde tiempos del Papa Rey. Padron Grigorio tenía un horno en el otro extremo del callejón, y también era dueño de la habitación en la que vivía el pobre Pulga, ahora ya solo. Grigorio había intentado echarlo varias veces para quedarse con la habitación y hacer un almacén, pero la última vez se había producido casi una sublevación popular, y Grigorio había salido corriendo mientras desde los pisos de arriba vaciaban los orinales por las ventanas. Así, ahora que la vieja que vivía con el Pulga posiblemente hubiera muerto asesinada, Grigorio había pensado en informar a la Policía de que ella vivía allí, con él, aunque no se hubieran hablado nunca ni supiera cómo se llamaba. A lo mejor incluso se ocuparían los propios polis de librarle del pesado del viejo.

Quadraccia curioseó en las cajitas de fruta dándoles unas pataditas y escarbando con la punta del pie. Encontró otro cabo de vela y lo encendió, lo levantó y lo movió a los lados para iluminar a derecha e izquierda.

—Ya está.

El inspector echó un vistazo rápido al viejo baboso, pequeño y sucio, que acababa de aparecer tras la sábana, aún abrochándose la cuerda que le sujetaba los pantalones. Cuanto menos lo miraba, mejor se sentía. No podía entender qué hacía en el mundo gente como aquel tipo. Grigorio era una basura, pero también el Pulga…

—¿Era ésta la cama de Lorenza? —preguntó, indicando con el pie la cama hecha.

—Sí, excelencia. Dormía ahí, la pobre Lorenzuccia. ¡Pero camas separadas, no se vaya a creer!

—No he pensado ni por un momento que ese pellejo te sirviera para nada que no sea mear.

El viejo parecía resentido. Volvió a ocultarse tras el separador y salió con el orinal.

—¿Me permite?

Quadraccia se encogió de hombros.

—Es que está prohibido —explicó el hombrecillo, vaciando el orinal en un charco de la calle.

Quadraccia seguía mirando alrededor; de vez en cuando se fijaba en algo, una medallita, una cuerda, un trozo de papel, una pinza…

—¿Cómo es que hace días y días que Lorenza no viene por su casa y tú no te has presentado en comisaría? Padron Grigorio será un metomentodo, pero si no fuera por él, ni siquiera hubiéramos podido poner un nombre sobre la lápida de la vieja.

—Excelencia, yo me meto en mis asuntos. Pensé: «Ya verás, se habrá encontrado mal, o quizás esté muerta. Esas cosas pasan. Estará en el hospital o bajo algún ciprés», pensé. Estaba mal, la pobre. Después he oído que los vendedores de periódicos hablaban de esa vieja que ha aparecido en el río, y que había desaparecido poco más o menos el mismo día que Lorenza…

—Y has seguido sin decir nada.

—Ya he pensado en ir a la comisaría, ya… Pero ya sabe cómo son estas cosas. Lo dejas de un día para otro… Total, ya ha ido Grigorio, ¿no? Él se conoce bien el camino.

—Así pues, Lorenza: y no sabes el apellido. ¿Qué más sabes? ¿Cómo se las arreglaba? ¿Con quién se veía? ¿Qué decía?

—El apellido desde luego no lo sé. ¿Para qué? Me bastaba «Lorenza», tampoco iba a llamarla con un silbido, pero con el nombre tenía más que suficiente. Compartíamos la casa, bueno, esta habitación. Yo vendo castañas asadas, ¿lo ve? —dijo, señalando el trípode, el quemador y un saco de castañas en un rincón—. Castañas en invierno y altramuces en verano. Vivíamos juntos desde hace años y no hablábamos más que de tonterías, lo justo para hacernos compañía. Pero de vez en cuando ella también ponía algo de dinero, claro, para el alquiler y para comer…

—¿Y de dónde sacaba el dinero? ¿Qué hacía durante el día?

El viejo se encogió de hombros y se metió en la cama, tapándose.

—Perdone si me meto en la cama, pero hace frío, ¿lo nota? Sobre todo es la humedad: mire el techo, si no se cae es por el moho…

—¿Y a mí qué me importa el moho? ¡Te he preguntado por Lorenza!

—Salía de día, volvía por la tarde, con sus trapos y un largo bastón en el que se apoyaba, como el del cura, ¿sabe cuál le digo? Pero una cosa sí la sé: cada miércoles cogía el ómnibus en la Piazza Venezia, y una vez incluso la vi bajar en la Piazza del Popolo. La llamé, pero no me oyó. Bien agarrada al bastón, emprendió el camino hacia Ripetta. ¿Ha visto los campos donde tienden la ropa?

—¿Y no le preguntaste adónde había ido?

—Claro, aquella misma noche. No me respondió. Es más, me miró mal, como si hubiera descubierto un secreto. Estaba un poco loca. Bebía, sí, por la noche bebía bastante. Caía redonda, como una pera, y roncaba como un tractor, a veces. Pobrecilla.

El viejo sacó de debajo de la almohada un gorrito de noche y se lo caló hasta los ojos, mientras Quadraccia reflexionaba. Un secreto en Ripetta… Demasiado lejos del lugar donde apareció como para que la mataran allí, pero el único modo de llegar hasta el asesino era descubrir cómo vivía Lorenza. Un secreto en Ripetta. Los miércoles. Quadraccia se llevó un dedo a la nariz, reflexionando.

Podía hacer dos cosas: la primera, pedir información por los alrededores de aquel tugurio en el que vivían; pero si Lorenza se mostraba tan poco comunicativa con su compañero de piso, era probable que lo fuera con todos; la segunda, pedir información por Ripetta y seguir el rastro de la mujer como si fuera un caracol, hasta llegar a su secreto. Decidió que optaría por lo segundo.

—Una cosa más.

Al fin y al cabo, aquel viejo sólo le había revelado que su compañera de piso había desaparecido el mismo día en que probablemente habían matado y arrojado al río a la «vejiga», cuya descripción correspondía más o menos… Pero podía ser una simple coincidencia; quedaba bien poco que reconocer en el cadáver. Con una sonrisa, Quadraccia decidió que le mostraría las fotografías al hombrecillo. Quizá podría reconocer los trapos. Se sacó del bolsillo el sobre amarillo, regodeándose por adelantado ante la impresión de infarto que le daría al Pulga.

—Quiero que veas estas fotografías…

La impresión de infarto se la llevó Onorato Quadraccia.

El viejo se irguió y señaló con ojos como platos el sobre amarillo, como si fuera un cadáver que se levantara de la tumba para condenar a su asesino.

—¡Ah, pero entonces lo sabían!

Quadraccia frunció el ceño, mirando el índice del viejo y luego el sobre amarillo.

—¿Saber qué, viejo idiota?

—Pero… el sobre, ¿no? Es como los que tenía ella.

Quadraccia hizo una mueca de hastío y le dio una patada tan violenta al catre que el viejo cayó por el suelo con un grito. De la maraña de sábanas y mantas salió una peste que le penetró al inspector hasta la garganta.

—Bueno, atontado, ¿a qué jugamos? ¿A las adivinanzas? ¿Qué es eso de los sobres? ¡Ten —le echó el sobre al regazo—, mírala bien y habla!

El viejo volvió a sentarse en la cama con cierto esfuerzo. Examinó el sobre que sostenía con manos temblorosas y luego volvió a mirar con ojos alarmados al inspector, que se cernía sobre él.

—Pero ¿qué he hecho yo, excelencia? ¿Qué he dicho? ¡Espere, espere! ¡Qué maneras! Decía que Lorenza a veces salía con sobres como éste… Yo la he visto varias veces sacárselos de debajo del jergón, antes de salir, y esconderlos entre todos los trapos que se ponía encima; parecía una cebolla…

Quadraccia se lanzó inmediatamente hacia el catre de Lorenza, pero el viejo lo detuvo.

—¡Espere, excelencia! No hace falta que mire; ahí abajo no hay nada, ya he mirado yo… Cuando Lorenza tenía sobres de ésos en la cama, se sabía enseguida, porque no se movía de allí, los empollaba como una clueca. Los traía vete tú a saber de dónde, se los sacaba de debajo de la ropa y los metía bajo la cama. Después volvía a llevárselos. No es que quisiera escondérselo, es que no me acordaba… Luego, cuando usted ha sacado éste…

—¿Eran sobres amarillos como éste?

—Sí, así es. ¿Qué hay dentro?

—Espera a abrirlo y verás. Pero antes dime: la última vez que Lorenza salió de casa, el día en que ya no volvió, ¿no llevaría por casualidad alguno de esos sobres?

—Sí, me acuerdo muy bien, ahora que lo pregunta. En un primer momento…

—Iba a Ripetta los miércoles. ¿No volvería también los miércoles con esos sobres escondidos bajo la ropa?

—Espere. Veamos… Ahora no me acuerdo si era todos los miércoles o sólo los miércoles, pero me parece que… Tengo una cabeza, excelencia, yo creo que depende del pipí, por eso lo miro bien antes de tirarlo… ¡Y qué maneras, espere! Sí, en fin, podría ser como usted dice…

—¿Y cómo digo yo? —repitió Quadraccia, que no necesitaba estudiar el orinal del viejo para saber que tenía la cabeza en las nubes.

—Bueno, que esos sobres, la pobre Lorenza los traía de algún lugar de Ripetta, los miércoles…

Quadraccia se pasó el índice por la cicatriz un buen rato, con la mirada perdida. Por fin dijo:

—Ahora sí, abre el sobre.