Capítulo 1

Corrado estaba tan nervioso que ni se había dado cuenta del aspecto relajado del viejo delegado, el que se tiene tras una noche de haber dormido a gusto, o cuando de pronto desaparecen las preocupaciones.

Sobre las rodillas llevaba una bolsita de tela: el objeto que contenía podía ser lo que diera por fin un vuelco a la investigación.

La calesa avanzaba veloz por las calles grises, azotadas por el siroco que se había alzado con las primeras luces del alba y que había traído consigo temperaturas más soportables y un cielo de color óxido y con nubes bajas. En las ventanas, las mujeres trasteaban con cañas de bambú para recuperar la ropa tendida antes de que llegara la lluvia, que ya se podía sentir en el aire cargado de electricidad. Los caballos parecían más nerviosos, el viento levantaba polvo mezclado con pequeñas bolitas de estiércol, algún sombrero salía volando, los papeles tirados por la calle se levantaban en torbellinos de aire. Una ventana batió sobre sus cabezas y se oyó el ruido de cristales rotos.

—Oreste, ¿tú qué sabes del cavaliere Francesco Saverio Tinebra?

—Es propiedad del conde Girolamo Cantelli —respondió Scialoja, torciendo la boca al nombrar al ministro del Interior, objeto de duras censuras por parte de los republicanos, de los radicales y de los internacionalistas por el antiliberalismo del que lo acusaban—. Un político: tú sabes lo que pienso de los políticos. No los soporto, al menos los ladrones entiendo lo que piensan, aunque mientan. A los políticos no los entiendo. No es que no me fíe, es que no los entiendo.

—Cuando dices «propiedad», ¿quieres decir que forma parte de la secretaría particular del conde?

Scialoja asintió.

—Entonces no es un político propiamente dicho…, sino más bien un funcionario del ministerio.

—Corra, estas sutilezas se las dejo a los curas. Tinebra salió de la manga de Su Excelencia Cantelli. Ya estaban juntos en tiempos del Gobierno Menabrea, en Florencia, en la época del escándalo de la Regia Tabacchi, para que te hagas una idea.

Saber que Tinebra trabajaba en Florencia, en algún despacho del Interior, durante el asunto de la fábrica de tabacos del reino, no tranquilizó a Archibugi; en los últimos días parecía que no dejaba de encontrarse con escándalos del pasado.

Y el de la Regia Tabacchi había sido un escándalo muy sonado: una amplia trama de corrupción que había aparecido tras la decisión del Gobierno Menabrea de otorgar el monopolio de los tabacos a un grupo de financieros para hacer caja. La corrupción salpicó incluso al rey Víctor Manuel II, destinatario de un «azucarillo» de seis millones de liras. Y la implicación de grandes poderes en el escándalo quedó demostrada y ratificada con el clamoroso atentado al diputado Cristiano Lobbia, que había dado a entender que tenía en su poder información comprometedora. De hecho, el diputado, tras salir con vida de puro milagro, había sido acusado incluso de ser un farolero, un demente, y gracias a la complacencia de los magistrados de turno, posteriormente ascendidos, fue condenado a un año de prisión militar, pena que después quedaría reducida a la mitad.

—Bueno, anoche Tinebra se presentó en el despacho de Panicacci —dijo.

Scialoja puso los ojos como platos y empezó a retorcerse la barba.

—¿Fue a ver a Panicacci? ¿Y por qué?

—Ése es el problema. Según Panicacci, fue a quejarse del uso impropio que hemos hecho Quadraccia y yo de su sala insonorizada.

—¿De verdad? Dentro de poco se dedicará también a vaciar los ceniceros del ministerio cada noche.

—Es lo que he pensado yo —dijo Archibugi.

Al llegar a la Piazza Colonna, Corrado, pensativo, echó un vistazo al café Ronzi e Singer, que ya tenía las luces encendidas. Aquella mañana, a primera hora, había ocurrido un pequeño incidente en aquel elegante café, y gracias a aquel incidente ahora Corrado llevaba en el regazo una bolsita de tela, el objeto que podía dar un giro a la investigación. Y no obstante, mientras la calesa pasaba rápida frente a los escaparates tras los que se distinguían las sombras de los clientes que degustaban especialidades de confitería suiza, sombras de políticos, periodistas, empresarios, Corrado no pensaba tanto en el incidente como en una tarde de un tiempo atrás en el Corso, cuando Lucrezia y él caminaban cogidos del brazo unos metros por delante de Scialoja y señora, precisamente en dirección a los marron glacé y a la fruta escarchada de Ronzi e Singer.

—¿Otra vez ustedes?*—exclamó el portero que el día anterior había reconocido a Sabbatini, y que estaba sentado fuera del portal, junto a un escobillón y un cubo lleno de agua enjabonada en la que flotaba una bayeta bien sucia.

Subieron las escaleras. Una cabeza asomó desde lo alto.

—¿Son ustedes?

—¿Todo bien, delegado De Matteis?

Sí, todo estaba bien, les confirmó De Matteis mientras les estrechaba la mano en el rellano. Ya dentro, por indicación de Corrado, que había mandado a un agente que fuera a toda prisa a la sucursal del delegado para pedir instrucciones, estaban las cuatro secretarias de Tremolaterra y la «madre abadesa», tal como llamó De Matteis a Adele Ortolani.

—Si las miradas mataran, señor inspector…

—Sí, conozco a la señora Ortolani.

Y así, ahora, Corrado Archibugi estaba sentado en el escritorio de Guido Tremolaterra; De Matteis y Scialoja daban vueltas por la sala curioseando entre libros y cuadros; Adele Ortolani se mantenía inmóvil y seria, no muy lejos del escritorio de su jefe; y las cuatro señoritas, todas de aspecto profesional, cada una sentada a su mesa, miraban con curiosidad mal disimulada el objeto guardado en la bolsita de tela.

A su vez, Archibugi estudiaba a las cuatro secretarias, iban vestidas de un modo parecido, como si llevaran uniforme, pero cada una llevaba al cuello un pañuelo de color diferente. Adele ya le había explicado que formaba parte de las instrucciones del señor Tremolaterra: un color para cada episodio, había que evitar en lo posible las confusiones. En el transcurso de una jornada, Tremolaterra podía pasar de un episodio a otro, a su antojo, por lo que el color del pañuelo y los personajes recortados en cartón y colocados sobre los escritorios como soldaditos de plomo formaban parte de su particular método de trabajo.

—¿Usted es la señora Maria Gualtieri?

A medida que pronunciaba los nombres, como pasando lista, ellas bajaban la mirada, parpadeaban, daban vueltas a la pluma o a un pañuelo con las manos y apretaban la mandíbula para evitar que una sonrisa mal interpretada pudiera comprometer su seriedad.

Vincenza Amadìo, Silvia Marziani, Giovanna Squartini.

Cada vez, la corrección: «señorita, por favor». Un gineceo de señoritas ni jóvenes ni viejas, ni guapas ni feas, todas de aspecto serio, que cada día asistían a la explosión creativa del célebre Tremolaterra, y que seguían con admiración y estremecimiento las truculentas e incluso eróticas andanzas del tal Bellacuccia.

Como si fuera una institutriz prusiana, de pie, con los dedos de las manos cruzados, Adele Ortolani escudriñaba a sus pupilas y a los intrusos. Era la única del grupo que no había protestado ni una vez por el «señora» que había empleado el inspector desde el principio para dirigirse a ellas.

Corrado Archibugi hacía el papel de maestro de escuela o, más bien, de profanador, sentado al escritorio del gran escritor. Se retorció los bigotes, hizo girar entre los dedos la primera mitad de puro toscano de la jornada y a continuación lo encendió.

—Tú que estás cerca, Giovanna, ¿querrías hacer el favor de abrir la ventana?

Archibugi, con los ojos entrecerrados tras el humo áspero, casi sonrió ante aquella salida de la madre abadesa. Esperó a que la señorita Squartini volviera a sentarse, compuesta, mientras notaba una ráfaga de aire tibio que entraba haciendo que las cortinas se hincharan indolentes.

—Señoritas, saben bien que hace unos días que su jefe está desaparecido…

—Eso lo dice usted.

—¿Ha tenido quizá modo de verlo, de hablar con él en estos dos días, señora Ortolani?

—No.

—¿Y ustedes, señoritas? ¿Ninguna de ustedes lo ha visto?

Todas negaron con débiles no es.

—¿Usted tampoco, señorita Gualtieri?

—No. Ya se lo he dicho a ese señor de atrás, y también…

—De modo que nadie ha visto a Tremolaterra desde hace dos días, al menos nadie que sepamos nosotros. Así que, señora Ortolani, llamaré a este hecho «desaparición».

La madre abadesa inclinó la cabeza. De Matteis y Scialoja se acercaron a la ventana y se pusieron a mirar hacia fuera. En aquella luz mortecina, la única nota de color en la sala eran los cuatro pañuelos.

—Aun así es cierto que existen rastros, por decirlo así, del señor Tremolaterra. Son éstos: el miércoles por la mañana, después de completar el episodio de próxima publicación… A propósito, señora Ortolani, ¿se sigue respetando el ritmo de producción? Quiero decir: ¿en qué punto está el fascículo siguiente?

Adele no respondió.

—¿Lo ve? Esta ausencia prolongada podría llegar a tener repercusiones sobre el ritmo de publicación de Bellacuccia. ¿Realmente se atrevería Tremolaterra, por voluntad propia, a interrumpir la obra que le ha dado fama y dinero? No, no podemos tomarnos a la ligera esta desaparición ni debemos ponernos a discutir sobre cómo definirla. El miércoles por la mañana, decía, Tremolaterra se dirige en calesa a la Morte Desolata.

—¡A la Morte Desolata! —exclamó Maria Gualteri, que se llevó una mano a la boca.

—¡Maria! —la regañó Adele.

La mirada de Archibugi pasaba de una a la otra.

—Sí, a la Morte Desolata, donde mis colegas estaban desenterrando a un niño de apenas doce años, muerto por un golpe violento en la cabeza. Aquella misma noche, Tremolaterra aparece en un restaurante aquí cerca, próximo a donde vive usted, señorita Gualtieri… —¿Se enciende de pronto una lucecita en los ojos de Adele Ortolani? Si es así, no dura más que un abrir y cerrar de ojos—. Está encerrado en sí mismo, mudo, parece preocupado. ¿Por qué? Las amenazas de la mañana, de las que ha hablado a las señoras, no parece que le hayan dejado tan afectado. Después, ayer por la mañana, en los periódicos, o mejor dicho en un periódico, aparece la noticia del niño muerto y, sobre todo, de las señales sobre su cuerpo, una doble W, como la que aparece en una historia de su novela. Está claro que nos encantaría interrogar a Tremolaterra: pero no sabemos dónde está.

—¿Creen que correrá algún peligro? —preguntó la señorita Squartini.

—¿Algún peligro? —intervino la señorita Amadìo—. Pero ¿qué cosas se te ocurren?

—¡Oh, Señor! —susurró la señorita Gualtieri.

—¡Dejémonos de tonterías, Giovanna! —protestó la señora Ortolani, bajo la mirada asombrada y ansiosa a la vez de las secretarias—. A lo mejor al señor Tremolaterra no le apetecía hablar con los señores de la comisaría, eso es todo. Y con motivo, por lo que he visto yo misma.

Archibugi sonrió.

—Quizá tenga razón usted, señora Ortolani. A lo mejor Tremolaterra ha desaparecido porque no quiere revelarnos lo que sabe.

—Yo no he dicho eso —precisó la Ortolani.

—Se lo ruego, ¿puede apagar ese puro? Ese olor…, no me encuentro bien.

Todas las miradas se posaron en Maria Gualtieri, que se frotaba el cuello como si le faltara el aire. Archibugi siguió fumando su puro.

—Sin embargo —prosiguió—, la historia se complica. Nosotros perdemos completamente el rastro de Tremolaterra. No sabemos dónde duerme. No sabemos dónde ha…

—Se complica para ustedes —objetó Adele.

Por el rabillo del ojo, la madre abadesa controlaba a Maria Gualtieri, que se había quedado pálida.

—No, señora Ortolani, las cosas se complican para Tremolaterra.

Archibugi se levantó de golpe del escritorio, miró un buen rato a las secretarias y detectó en ellas perplejidad, ansiedad y miedo. Parecía como si Adele Ortolani estuviera haciendo de todo para tranquilizar a «sus» señoritas, instilándoles confianza en el gran escritor y desprecio por aquellos polis. Y sin embargo, también ella se frotaba las manos con fuerza, hasta el punto que se le marcaban finas venas azules en el dorso.

—¿Reconocen esto?

Con un gesto teatral, cogió la bolsita de tela por el fondo y la volcó sobre la mesa. Con un débil ruido, cayó un bombín de color antracita, que sobre el escritorio de Tremolaterra creaba una imagen irreal, como una gamba junto a una estatua de Zeus en los jeroglíficos de las revistas.

—¡Dios santo! —exclamó Gualtieri, que se puso en pie de un salto.

La silla cayó por el suelo ruidosamente. También las otras se pusieron en pie, todas se acercaron al escritorio, cogieron el sombrero y lo miraron, casi arrancándoselo de las manos la una a la otra. Frases fragmentadas, hipótesis, preocupaciones. Adele Ortolani les ordenó a todas que volvieran a su sitio, pero comprendió que la situación estaba perdida. Aquel sombrero la había impresionado también a ella: de pronto se había quedado pálida, desencajada por un momento. No obstante, recuperó enseguida el autocontrol.

—No es más que un sombrero como otros miles —dijo, con aire de desprecio, casi sin mirarlo.

—No, señora, éste es el sombrero de Guido Tremolaterra, y todas ustedes lo saben, a juzgar por su reacción. Un bombín caro, comprado en Sebregondi, en la Piazza Capranica, talcomo se ve por la marca. Además, hay una etiqueta con el nombre de su propietario.

—¡Es cierto, señora, aún huele a la loción del señor Tremolaterra! —dijo la señorita Amadìo con voz histérica; después se ruborizó.

—Este bombín estaba en posesión de un vagabundo que, según dice, lo encontró por el suelo. Se lo ha puesto en la cabeza y con ese truco ha conseguido hacer creer a los camareros de Ronzi e Singer que tenía dinero para pagar unos dulces esta misma mañana: la típica historia del hábito que no hace al monje. Y no tenía dinero. Así que los agentes lo han llevado ante el delegado competente que, al ver de quién era este bombín…

—Lo encontraría en el suelo. El señor Tremolaterra lo había perdido. Este viento… —dijo Ortolani, que seguía intentando suavizarlo todo, que seguía sin ver las cosas, o procurando que las otras no las vieran.

Con todo, su voz sonaba menos decidida, menos vibrante de emoción o de aprensión.

—En absoluto. Ni lo perdió ni se lo llevó el viento. El vagabundo ha contado que, junto al sombrero había también una chaqueta, un cuello de camisa y un par de pantalones, todo hecho un ovillo, como si alguien se hubiera deshecho de todo. Las prendas se las repartió con un par de amigos suyos que aún estamos buscando. Todas estarán de acuerdo conmigo, señoritas, que si estas prendas fueran del señor Tremolaterra, debe de haberle sucedido algo grave. Así pues, si saben algo, es necesario que hablen ahora, enseguida, para que no perdamos ni un solo segundo. Podría depender de ello la vida del señor…

Del gineceo surgió una frase en voz baja, pero coincidió con un trueno que la hizo incomprensible. Archibugi miró a su alrededor con expresión enojada. También De Matteis y Scialoja aguzaron el oído.

—¿Quién ha hablado?

Silencio. Corrado dio un puñetazo en la mesa y gritó:

—¡Adelante! ¿Quién ha hablado?

—Es culpa mía.

Archibugi tardó unos instantes en entender de quién era aquella voz quebrada procedente de la maraña de señoritas que se aglomeraban y confabulaban alrededor del bombín, como si fuera la reliquia de un santo.

Dio con los ojos hinchados y llenos de lágrimas de Maria Gualtieri, que se cubría con las manos las mejillas temblorosas e, inmediatamente, siguiendo una intuición, desvió la mirada hacia Adele Ortolani. Tal como imaginaba, los ojos de la madre abadesa estaban clavados en Gualtieri, que estaba rodeada de colegas que intentaban reconfortarla o, más bien, conocer sus motivos, pero Corrado no consiguió penetrar en aquella mirada gélida. Intuyó un intercambio de mensajes, pero el código le era desconocido.

—¡Es culpa mía, oh, Dios mío! —repitió la secretaria, mirando a su alrededor como si esperara ser lapidada.