Lorenzo Panicacci decidió que al día siguiente cambiaría el retrato de Fouché a la otra pared. Porque ahora también el cavaliere Francesco Saverio Tinebra, mientras hablaba con su característico tono bajo de voz, lanzaba miradas curiosas al retrato.
Su excelencia no se había hecho de rogar; tras invitarle ceremoniosamente a entrar, en el tiempo que había tardado Panicacci en cerrar la puerta del despacho, el cavaliere se había sentado frente al escritorio de Panicacci.
Y ahora Panicacci se estremecía, aguzando el oído para entender las palabras que pronunciaba aquel maldito, al límite de la comprensibilidad. Oía su estómago, que se retorcía: ¿cuál era el problema que traía a Tinebra a su despacho? ¿Por qué no iba al grano? Hasta aquel punto todo había sido excusarse por la hora, por la molestia, estaría a punto de irse a cenar, ¿verdad?, le entretendría sólo unos minutos, era un asunto tonto, pero al mismo tiempo delicado, ¿no era ese Joseph Fouché? También su padre fumaba en pipa; él no, prefería el olor de la pipa al del puro, ¿la estufa ya estaba apagada?
Todo sutilezas de ministerio romano, que a Panicacci le hacían perder la paciencia, como un sermón interminable en misa cuando se siente la vejiga llena. Fijó la mirada en su excelencia.
Francesco Saverio Tinebra era un hombre alto, delgado, seguro de sí mismo a sus apenas cuarenta años, con ojos oscuros de reflejos dorados, cabellos rubios que llevaba largos, al estilo Garibaldi, traje negro de refinada factura, un par de bigotes largos y finos; un hombre atractivo que, por lo que se sabía, no parecía preocuparse en exceso por el otro sexo, pese a ser un codiciadísimo soltero.
Francesco Saverio Tinebra también era un catalizador de apodos: todos susurrados, todos desconocidos para él, suponiendo que aquel viejo lobo de las estepas ministeriales pudiera ignorar algo. Panicacci recordó algunos de ellos, mientras en un rincón de su mente se preguntaba si no hubiera estado bien tener a mano en aquel momento al diplomático Archibugi; porque a Panicacci le costaba leer entre líneas, y estaba convencido de que a menudo Tinebra escribía precisamente en esos espacios.
El apodo más obvio era «Tiniebla»: una pequeña modificación que indicaba la predilección del cavaliere por las zonas de sombra, por los tonos grises, por los matices difusos. Luego estaba «Trattino», que daba a entender que él hacía precisamente de trait d’union entre el Ministerio del Interior, en el que tenía contactos desde hacía años, y el de Justicia. El más chistoso de todos, no obstante, era «Ubiquique Suum», deformación del lema del odiado Observador Romano, que en un latín macarrónico quería decir «ubicuo en todos sus asuntos». En el fondo, era lo que se decía de Fouché; lástima que Archibugi no estuviera allí para revelárselo a Panicacci.
—Se preguntará qué motivo me trae por aquí, superintendente.
¡Ya era hora! Una sonrisa de ánimo afloró en el rostro de Panicacci.
—Pues voy al grano. Me encuentro en ciertas dificultades, a decir verdad. —«A decir verdad» era una muletilla típica de Tinebra—. Intentaré explicarme. Debe saber que existe, en el piso inferior, en el ala reservada a las oficinas de la presidencia, una sala…
Panicacci frunció el ceño. ¿Una sala reservada? ¿Y a quién le…?
—¿De verdad?
—Una sala, en fase de reforma. Esta mañana, unos funcionarios han detectado movimientos poco comunes de personal de la Seguridad Pública, supuestamente agentes suyos…, que han ocupado durante un tiempo la sala en cuestión.
—¿Una sala de la presidencia? —dijo Panicacci, a quien se le estaba helando la sangre en las venas.
—Una sala de la presidencia. Lo he comprobado: incluso olía a puro.
—¿A puro?
Tinebra se quedó mirando a Panicacci unos instantes.
—Olor de puro —confirmó por fin—. Debo añadir que, a decir verdad, ya han ocurrido episodios similares otras veces. He considerado conveniente advertirle, de modo que, dado lo delicado de esas instalaciones, no se repita. Comprenderá que…
—¡Comprendo perfectamente, figúrese! —dijo Panicacci, que se levantó y le estrechó la mano a Tinebra, para reforzar las excusas en que se prodigaba.
Siguieron algunos minuetos verbales. En el fondo, Panicacci estaba contento de que el problema acabara allí, que fuera algo que podía resolver con algún grito a Archibugi al día siguiente. Se entretuvo a hablar unos minutos más con Tinebra, pensando que en el fondo aquellos apodos podían achacarse solamente a la envidia natural de los subordinados (¡a saber cómo lo llamarían sus inspectores!). En el diálogo amistoso que siguió aparecieron frases del tipo: «Hoy he visto que charlaba con el dottor Mezzasalma; ¿de verdad?; es increíble que los periodistas puedan negarse a revelar las fuentes de sus informaciones; sí, me doy cuenta; por otra parte, no se puede tapar la boca a la prensa, usted ya me entiende; tendremos que encontrar un modus vivendi; ¿y qué me dice de aquel pobre niño?; no, no conozco a Tremolaterra; Bellacuccia, ¡qué nombre más curioso!; espero que aclare pronto este sórdido asunto; ¡realmente no envidio su trabajo, querido dottor Panicacci!».
—Entonces puedo contar con usted, superintendente —dijo Tinebra desde la puerta del despacho.
—Por supuesto, excelencia. No sucederá más; realmente, no consigo entender cómo…
—Bueno, no se hable más. Es, en todo caso, un asunto de escasa importancia, pero como la convivencia entre presidencia y Seguridad Pública es más bien delicada… Bueno, le dejo, usted aún no ha cenado y también a mí me esperan a cenar. ¡El juez Primicerio estará ya picoteando el pan!
—¿Cena con el juez Primicerio? Qué coincidencia, es el juez instructor de la investigación sobre el niño de la Morte Desolata.
Un momento después, Lorenzo Panicacci se quedaba solo en su despacho, con la sensación del apretón de Tinebra aún en la mano; en sus ojos aún permanecía la sonrisa inefable con que Ubiquique Suum, comentando la coincidencia «realmente curiosa», se había despedido.
Había algo que se le escapaba.