Capítulo 9

La noche llegó fría y serena. Al salir de las calles o plazas principales, las únicas iluminadas correctamente, se caía en la oscuridad arcana que los romanos temían por instinto, apenas interrumpida aquí y allá por las velitas de las hornacinas con santos o vírgenes, y sólo las estrellas se dejaban ver, a racimos, sobre los tejados y entre las coladas tendidas.

Voces roncas anunciaban las novedades de la noche. El autor del célebre Bellacuccia estaba desaparecido desde el día anterior y la Policía lo buscaba por todas partes; aún seguía sin nombre el pobre niño asesinado por el misterioso Doble W. ¿Qué sabía el periodista? ¿Conocía quizá la identidad del asesino?

Con menor frecuencia, alguien gritaba que una pobre vieja había sido asesinada a golpes y lanzada al Tíber, y tampoco de ella se sabía aún nada.

La curiosidad había impulsado a muchas personas a comprar la última entrega de la novela, que se agotó enseguida. Se titulaba En el cementerio de París, y aparecía en forma del típico fascículo de ocho páginas a doble columna, con una portada lúgubre que presentaba a un gorila sobre el muro de un cementerio y dos hombres que salían corriendo de una capilla fúnebre apuntando al animal con sus revólveres, ajenos a que una sombra los observaba desde detrás de una lápida:

La noche era oscura y tempestuosa, ideal para las criaturas que huyen de la luz. El inspector Sperelli y su fiel ayudante Carini habían entrado de día en el inmenso cementerio situado en el turbulento barrio parisino de Montmartre, y se habían encerrado en él. A un lado del muro, en un punto por donde podía treparse fácilmente desde fuera, había una tumba familiar. Consideraron que sería el mejor lugar para una emboscada y se apostaron allí. Efectivamente, la construcción en forma de capilla bajo la que se había enterrado el cadáver los protegía del viento, y la puerta de hierro perforada les permitía observar aquella parte del cementerio por donde, sin duda, entraría su acérrimo enemigo…

En los puestos de lotería se consultaba el mugriento Libro del arte en busca de los números que mejor interpretaban las novedades; los taberneros escribían en sus pizarras el menú de la noche; en casa, los ojos de los padres se levantaban del periódico para posarse, protectores, sobre sus hijos pequeños y las persianas se cerraban con un golpe; el parloteo de los vecinos resonaba en los rellanos y las chimeneas dispersaban un olor a leña quemada; los porteros retiraban las sillas de la acera frente al portal y se sacaban del bolsillo manojos de llaves.

* * *

Oreste Scialoja se dejó caer con un bufido sobre la cama quejumbrosa, se quitó los zapatos y los tiró por el suelo con desgana.

—¿Se os ha caído el lápiz? —protestaron desde el piso de abajo.

Scialoja se encogió de hombros y se quedó sentado en la cama, haciendo un poco de gimnasia con los doloridos dedos de los pies. Se soltó el cinturón y respiró hondo. Estaba destrozado, pero sobre todo deprimido.

—¡Desde luego, Oreste…!

La señora Cleofe había entrado en el dormitorio y había cerrado la puerta a sus espaldas. Su marido la miró con expresión de cansancio.

—¿Desde luego qué?

—¿Se puede saber qué te pasa? Te mueves como un elefante y…

—Estoy cansado, Cle. Llevo unos días horribles.

Scialoja se levantó de la cama. Frente al espejo, se quitó la corbata y el cuello de la camisa y se dio una friega en el enrojecido cuello. Cleofe se le acercó y le miró a los ojos a través de la imagen reflejada en el espejo.

—Oreste, te conozco bien —dijo—. Lucrezia se ha quedado mal, pobrecita.

Scialoja se giró de golpe.

—Ah, ¿Lucrezia se ha quedado mal, pobrecita? ¿Y yo qué?

—¿Tú? ¿Qué tienes que ver tú?

—Uno llega a su casa, y en cuanto su hija lo ve, le pone mala cara. ¡Eso tengo que ver!

—¡Eso no es verdad!

—¡Vaya si es verdad! Y tú lo sabes. Antes yo llegaba a casa y ella salía corriendo a buscarme. Y ahora…

—¡Pero ya no tiene cinco años! Y además está preocupada, Oreste. Hace dos días que no viene Corrado, esperaba verlo contigo y, en vez de entenderla, tú la tratas… —Cleofe se interrumpió y miró a su marido, perpleja—. Oreste, ¿estás celoso hasta ese punto? Sí, tú estás celoso. ¡Celoso!

—Yo no estoy celoso —gruñó Scialoja mirando al suelo.

—Estás celoso por tu hija. ¡Tú! Un hombre hecho y derecho, que ha visto de todo en la vida, y estás celoso como…

—Estoy celoso como un padre. ¡Nada más y nada menos! ¿Por qué? ¿El bueno de tu padre no estaba celoso? Lo recuerdo perfectamente, como si lo tuviera aquí delante, cuando me llamó aparte y me dijo que, si te ponía una mano encima antes del matrimonio, me dejaría como al capón… Y me puso la navaja a un palmo de la barriga, ya te lo he contado. —Mientras Scialoja hablaba, su esposa lo miraba intentando mantener la compostura, pero el impulso de estallar en una carcajada se volvió de pronto tan irrefrenable que tuvo que ponerse una mano frente a la boca—. ¿Y no te acuerdas, el día de la boda, cuando se me acercó hecho un mar de lágrimas y me rogó que te tratara bien? ¿Pues de qué te sorprendes? ¡Tú qué vas a entender! ¡Tú eres mujer! —Cleofe se giró con la excusa de un acceso de tos y sofocó una risita—. ¡Yo no tengo nada contra Corrado!

—Aunque últimamente, de vez en cuando, haces comentarios ácidos sobre él.

—¿Ácidos? No soy ácido, es que no los aguanto, a esos dos. Siempre colgado uno de los labios de la otra: es para preguntarse cómo podían vivir antes de conocerse. ¿Qué puedo hacer yo? Si no viene a casa, si no ve a Lucrezia, yo estoy más tranquilo; si no, me toca hacer de vigía, como un halcón en lo alto de una pértiga. Ya está, ya te lo he dicho. Sé que es un buen chico, lo sé, y sé que Lucrezia ha tenido suerte, pero él también la ha tenido. Sólo que no soporto la idea…, la idea… ¡Pero qué vas a entender tú!

Cleofe se puso seria al darse cuenta de que Scialoja se había ruborizado y tenía los ojos brillantes. Entonces se le acercó y le acarició la mejilla.

Se separaron de golpe cuando oyeron cerrarse la puerta principal. Luego se abrió la puerta de la habitación y Lucrezia entró con un periódico en la mano, jadeante.

—He bajado a comprar el periódico. ¿Lo habéis oído? ¿No es ésta la investigación de la que se ocupa Corrado? ¿Doble W, el periodista y aquel pobre niño? ¿No es ésta, papá?

Scialoja pensó en lo guapa que era su hija, con las mejillas rosadas por la carrera a la calle, en contraste con el cabello y los ojos negros, el hoyuelo en el mentón, idéntico al suyo, que nadie veía desde hacía años, escondido bajo aquella gran barba atormentada. En aquel momento la vio tan emocionada como cuando él volvía a casa y ella salía a buscarle, convencida de que le habría traído un juguete, alguna chuchería… ¿Dónde habían ido a parar, de pronto, todos aquellos años?

—En realidad, el caso también es mío, querida. Tengo los pies esta noche que ni los camareros —subrayó, intentando no alterarse, porque sentía la mirada amonestadora de Cleofe.

Lucrezia resopló, le cogió del brazo y Scialoja la siguió dócilmente hasta el salón, descalzo.

—Sí, claro, papá, pero piensa también en Corrado. Tú estás en casa, calentito, mientras que él está ahí fuera, solo; a lo mejor ni siquiera ha cenado.

Cleofe sintió de pronto tanta ternura por su marido que hizo algo que no había hecho nunca en tantos años de matrimonio: cogió las pantuflas del dormitorio y se las llevó al marido, que estaba sentado en el sofá junto a Lucrezia, que en ese momento levantaba la vista del periódico y preguntaba:

—¿Y qué significa esa doble W? ¿Qué quiere decir?

* * *

—Sencillísimo. William Wilson.

Archibugi y Calistri miraron, anonadados, a Terenzio Sabbatini, que, después de soltar aquella frase como quien no quiere la cosa, se estaba bebiendo un vaso de vino. Se había aflojado la corbata y el cuello, tenía un aspecto lozano y la mirada despierta: parecía como si no tuviera ningún problema en el mundo. En su completa e infantil inconsciencia, el inspector Sabbatini era capaz de metabolizar un golpe como la suspensión del servicio en un par de horas, con unas cuantas risas y un buen vino seco.

Corrado y Sabbatini habían salido a cenar juntos, a la trattoria de Pepp’er Tosto, próxima a la comisaría donde solían reunirse los policías. A pesar de su desfachatez, Sabbatini había salido del despacho del superintendente verdaderamente deprimido, y a Corrado le había disgustado dejarlo solo, a pesar de que hubiera decidido ir a darse una vuelta por la Morte Desolata aquella misma noche. Mientras tanto había regresado a la comisaría el inspector Ettore Calistri, después de haber callejeado por toda Roma en busca de unos candelabros desaparecidos del arca de un monseñor; al enterarse de la suspensión, había decidido apuntarse. Panicacci se habría asombrado al ver que en su pequeño grupo de inspectores había a veces más espíritu de equipo del que dejaban traslucir sus reuniones semanales.

—¿William Wilson? —repitió Corrado—. ¿Y quién es?

Sabbatini cogió una cucharada del plato del día, lasaña con asaduras de pollo, que a Corrado le revolvía el estómago sólo de mirar, y respondió mascullando con la boca llena:

—Un hombre que tenía una especie de gemelo, sólo que él era bueno, y su gemelo, malo; los dos se buscan durante toda la vida hasta que se desafían a duelo y mueren juntos, porque en realidad cada uno formaba parte del otro. ¿Entiendes? Un relato de Edgar Allan Poe.

A Corrado le volvieron a la mente las palabras de Edwin Drood que Barrington había subrayado. El bien y el mal que vivían separados, en una misma persona. La parte desconocida de nosotros mismos. ¿También Roger Devine intuía la sombra que escondía dentro de sí mismo?

—¿Y tú conoces a este…, este escritor? —preguntó Calistri, que ya había dado cuenta de su ración de lasaña y que buscaba con la vista al dueño del local por entre el jaleo de público y el humo de pipas y cigarrillos.

—Lo conozco, sí. Es el que inventó al caballero Dupin, un policía novato que sólo sale de noche y resuelve casos imposibles sin moverse de casa. Entre ellos, Corrado, un delito horrendo cometido por un mono enorme. ¿No te recuerda nada?

Archibugi asintió.

—¿Sugeriste tú la historia del gorila a Tremolaterra? ¿Por eso querías que te reconociera los derechos?

—Qué va. Mira, Corrado —dijo Sabbatini, que apartó a un lado el plato vacío—, yo tuve una idea sensacional para una novela por entregas. Te decía que he leído mucho de eso, y hasta ahora me da la impresión de que todos han copiado a Poe y a su caballero Dupin, al menos por lo que yo sé. En cambio yo me pregunté: ¿por qué no hacer una novela en la que el protagonista no sea el policía, sino el criminal? Sí, un criminal inteligente y un poco pirado, como los investigadores, con sus manías, malvado, que amenace a toda la sociedad con sus planes, que siempre consiga escapar de la Policía… ¿No es una idea formidable?

Archibugi se quedó para sí la objeción de que ya estaba Rocambole, tan conocido para Tremolaterra que el periodista usaba el mismo método de trabajo de su creador, los monigotes de papel que se paseaban por los escritorios de su fábrica de novelas por entregas.

—¿Y le contaste la idea a Tremolaterra?

—Entiéndeme, Corra, a mí lo de la pluma no se me da muy bien… Así, después de tanto ver a Tremolaterra acudiendo a comisaría en busca de noticias macabras, pensé que podría ser la persona idónea y me decidí a hablarle de la idea, con la condición de que, si llegaba a publicar la novela, yo recibiría mi compensación. Sin embargo, aquel desgraciado va y escribe su Bellacuccia y me va dando largas, se me escapa de entre las manos como una anguila, va haciéndome promesas y posponiendo el asunto.

—¿Y las referencias a la doble W? —intervino Calistri, mientras desmigajaba el pan—. ¿Cómo sabía eso el escritor? Ningún periódico habló del tema en aquellos días.

Sabbatini recuperó por un momento una expresión seria, casi ofendida.

—Mira, Ettore, de una vez por todas: yo nunca le hablé a Tremolaterra sobre la declaración del inglés; nunca. Entre otras cosas, porque no estaba al corriente. ¿Qué quieres que me importen a mí las declaraciones que toma otro inspector? Ya me tocan bastante las narices las mías.

En aquel momento, Archibugi levantó la vista hacia la puerta. Calistri y Sabbatini vieron la sorpresa en el rostro del inspector y se giraron. Ahí estaba el inspector Quadraccia, con el rostro inexpresivo y las manos hundidas en los bolsillos del abrigo, acercándose hacia ellos. Un soplo de aire frío entró con él y llegó hasta donde se encontraban, como un tétrico anuncio.

—Te buscaba a ti, inspector Archibugi.

—Siéntese, Quadraccia.

—No, yo como solo. Pero quería decirte que esta noche he trabajado para ti.

—Venga, Homilías, no hagas como siempre —dijo Calistri, y apartó una silla.

Quadraccia se quedó mirándolo un rato y por fin se decidió a sentarse; se sentó sin sacar las manos de los bolsillos y con las piernas estiradas. Calistri le llenó un vaso de vino. Quadraccia se giró para no mirar hacia Sabbatini, ni siquiera por error. El viejo inspector lo detestaba de un modo particular: en parte porque le recordaba, con su actitud, los chulos a los que él perseguía; en parte porque estaba convencido de que no entendía en absoluto su trabajo y que pensaba únicamente en las mujeres; y en parte porque, cuando le habían disparado, habían confiado la investigación precisamente a Sabbatini, que, como siempre, no había sabido sacar el agua clara.

—Sólo quería decirte que ayer, a última hora de la mañana, tu querido Tremolaterra se fue a la Morte Desolata.

Archibugi se inclinó hacia el inspector. Casi gritó:

—¿A la Morte Desolata? ¿A hacer qué? ¿Y cómo lo has sabido?

—Moviendo los pies, cómo voy a saberlo. Tu viejo ha trabajado bien: hoteles, restaurantes, etcétera; él también trabaja con los pies, el trabajo de los polis consiste sobre todo en patear. Pero no ha pensado en una cosa: suponiendo que Tremolaterra hubiera decidido coger un carro al salir de casa, se habría dirigido a la Piazza di Spagna, donde hay muchos libres. Así que he preguntado por ahí. El cochero dice que se limitó a vagar alrededor de la Morte Desolata, manteniéndose a distancia. Cuando han llegado ellos ya estaban allí el coche fúnebre y nuestra calesa… Yo no he notado nada, se ve que estábamos en el cementerio. En cuanto al motivo, eres tú quien se ocupa del caso.

—En la Morte Desolata… —reflexionó Corrado—. Ayer por la mañana. Cuando fuisteis a exhumar el cadáver.

Quadraccia hizo ademán de levantarse, pero Calistri lo detuvo.

—Pero ¿dónde vas, Homilías? Siempre malhumorado… Tómate un trago, qué diantres. Terenzio nos estaba hablando de sus lecturas.

Quadraccia emitió un gruñido y se giró lo mínimo imprescindible para ver al inspector por el rabillo del ojo. Archibugi detectó un brillo maligno en los ojos de Calistri. Estaba preparando un golpe y requería la colaboración de Quadraccia: desde luego no era algo que hiciera todos los días. Se comió un trozo del queso tierno que había pedido en lugar de la lasaña, mientras examinaba con atención a sus colegas.

—Sí —dijo Sabbatini, que se aclaró la voz. Era evidente que Quadraccia le hacía estar incómodo y, sin embargo, por carácter, se esforzaba en ser agradable incluso con alguien como él—. Decía que la mayoría de estas novelas se construyen sobre la figura de un investigador muy hábil. Por ejemplo ahora estoy leyendo una novela en la que el protagonista es el inspector Lecoq, de la Policía de París…

—¡Un inspector de París! —Calistri le dio un codazo a Quadraccia—. ¿Has oído, Homilías?

—He oído.

—Quién sabe cómo harán sus investigaciones los inspectores de París…

—En francés.

—Sí —prosiguió Sabbatini—. Pero lo bueno es que este inspector, cuando no consigue desenredar la madeja, va a pedirle ayuda a una especie de Policía, uno que se pasa la vida sentado en un sillón, un jubilado.

—¿Y qué hace sentado en el sillón? —preguntó Quadraccia.

—Un policía en un sillón… Pero ¿dónde se ha visto? —exclamó Calistri fingiendo incredulidad y dándole un codazo a Quadraccia—. ¡Yo ni siquiera tengo un sillón!

—Esperad, olvidaos del sillón —prosiguió Sabbatini, que cogió aire. Archibugi, en silencio, veía el cráneo del inspector como una calabaza cada vez más brillante y colorada—. No es un policía de verdad, ¿entendéis?, sino un personaje inteligentísimo que combate la delincuencia…

—¡Pues vaya! —soltó Quadraccia.

—Pero él no tiene problemas de dinero. Es un antiguo empleado del Monte de Piedad.

—Un usurero —espetó Calistri.

—¡Qué usurero ni que…! Ha mantenido durante años a su padre, al que creía en la miseria y, a su muerte, ha descubierto que el tipo tenía un montón de dinero guardado y que se aprovechaba de él.

—¡Un poli que ni siquiera se da cuenta de que su padre le toma el pelo! ¿Tú qué dices, Homilías?

Archibugi metió baza.

—Venga, dejemos que hable el inspector Sabbatini. Al fin y al cabo nos está contando una historia, no un suceso.

—¡Oh, menos mal, gracias Corrado! Decía que este tipo del sillón se llama père Tabaret, un filósofo, un tipo que aparentemente sabe resolver los casos sin moverse de casa…

—Yo tenía un tío que te sabía decir el tiempo que haría al día siguiente palpándose los cojones —dijo Quadraccia, y por fin tomó un trago de vino.

Calistri soltó una risita convulsa.

Sabbatini se quedó de piedra; después se levantó de la mesa con aire solemne, los miró a todos con desprecio y se fue.

—¡Dios mío, pobre Terenzio! —dijo Calistri, secándose las lágrimas con la servilleta.

Quadraccia se levantó y apoyó una mano en el hombro de su colega. Calistri vio por el rabillo del ojo la mano huesuda y nudosa del inspector sobre su hombro y soltó una sonrisa nerviosa.

—¿Y bien? ¿Qué hay, Homilías?

—Sólo esto: no te atrevas nunca a mofarte de mí, querido Ettore.