La situación en la comisaría empezó a salirse de madre hacia las tres de la tarde.
Frente al portal del Palazzo Braschi, Scialoja encontró una pequeña aglomeración de personas. Entre ellos, tres o cuatro periodistas a los que conocía y a los que no hizo caso; pero por las preguntas comprendió enseguida que se había extendido la voz de la desaparición de Tremolaterra, y que la relación entre la doble W de Bellacuccia y la muerte del niño era una presa que los periódicos no soltarían fácilmente. Los periodistas habían congregado a un corro de curiosos que no dejaba de crecer. Scialoja lo atravesó a paso de carga, hizo caso omiso a las preguntas de los periodistas y se encontró de nuevo en la gélida penumbra del edificio.
De la escalera llegaban unas voces estridentes. En el primer piso, los peripuestos funcionarios de la presidencia miraban hacia el segundo piso, comentando que antes o después alguien tenía que expulsar del edificio a aquel pequeño grupo de oficiales de la Seguridad Pública, absolutamente incapaces de comportarse como correspondía al lugar. ¡Y menos mal que aún no habían descubierto cómo usaba Quadraccia la sala insonorizada!
Ante los ojos de los trajeados funcionarios, Scialoja subió hasta el segundo piso, hacia el despacho de Panicacci. La voz, cada vez más clara, estridente y potente, era de una mujer. Otras voces, más bajas, intentaban calmarla.
En el pasillo había agentes que no sabían qué hacer. La puerta del despacho de Panicacci estaba cerrada, pero el olor de la pipa indicaba que él estaba encerrado allí dentro. La puerta de la pequeña sala de espera, en cambio, estaba abierta: de allí procedía aquella voz estridente.
—Pero ¿quién es esa loca?
El agente de guardia se encogió de hombros:
—Señor delegado, yo no lo he entendido bien. La mujer de un tipo que ha sido retenido por el asunto de aquel niño…
—¿Y no hay manera de que se calle?
—Lo está intentando el inspector Archibugi; ha llegado hace diez minutos…
—¿Y el superintendente?
—Está encerrado con el portero del edificio donde vive ese periodista… Desde la mañana que aquí hay un jaleo tremendo. Y esos chillidos… ¡Han venido incluso a quejarse de la planta de abajo! De aquí nos echan a todos.
Scialoja entró en la sala de espera. Archibugi tenía enfrente a una señora pequeña, gorda, que le llegaba al pecho y que aun así lo miraba de abajo arriba con expresión desafiante. Corrado estaba rojo, tenía los ojos hinchados y las mejillas hundidas.
—¡Ah, Oreste! —dijo, aliviado.
La mujer clavó en el delegado dos pequeños ojos verdes, de comadreja.
—Le estaba explicando a la señora Armida Petrocchi…
—Tienen que soltar a mi marido —replicó ella. ¿De dónde sacaba una voz tan potente aquella mujer, que era como un gnomo?—. ¡Fabio es un pobre ingenuo, pone velas a los muertos que encuentra en el campo y se pega en el pecho con esos cofrades suyos, pero no mataría una mosca!
—Señora, como le decía… —la cortó Corrado con un suspiro.
—¡Yo quiero hablar con mi marido! ¿Qué ha hecho? Ese atontado es un simple pollero y apenas si sabe cómo retorcerle el pescuezo a una gallina. Yo no puedo tirar del negocio sola, ¿lo entienden o no?
Corrado se decidió:
—Oreste, hazme un favor. Lleva a la señora con su marido, a mi despacho, a ver si así se tranquiliza…
—¡Ya era hora!
Scialoja asintió y miró a Corrado con intención, guiñándole un ojo. Corrado frunció el ceño. Con un gesto le indicó a la señora que esperara un momento; tras cinco minutos más de discusión consiguió dejarla en la sala de espera y salir al pasillo con el delegado.
—¿Qué más hay? —soltó Archibugi, que se encendió un puro.
—Corra, ante todo calma. Quería decirte un par de cosas importantes: primero, que he encontrado el rastro de Tremolaterra.
—¡Estupendo! ¿Y dónde…?
—Espera. Después de muchas vueltas, he descubierto dónde cenó anoche. Solo y de morros.
—Así que anoche aún estaba vivo —dijo Archibugi, con un suspiro de alivio que dejó al delegado de piedra.
—¿Vivo? ¿Por qué? ¿Pensabas…?
—No pienso nada, pero Tremolaterra sabe de la historia de esa maldita doble W: muere un niño y quizá, digo quizá, lleva ese símbolo grabado en la piel, y Tremolaterra desaparece después de haber recibido amenazas… He pensado de todo. Sin embargo, está vivo.
—Escúchame: sé dónde cenó. Y mira por dónde, precisamente a unos pasos de allí vive una de sus secretarias, Maria Gualtieri. Así que fui a verla. Y ahí llega el segundo punto, Corra…
Scialoja miró alrededor y bajó la voz al pasar a su lado un agente.
—¿Y bien? ¿Y ese aire de enterrador, Oreste?
—Ahora te cuento. El segundo punto…
—¿Tremolaterra estaba escondido en la buhardilla de esa secretaria?
—Pero, bueno, ¿te callas un momento? En casa de la secretaria no había nadie, aunque a mí me da la impresión de que no me ha dicho toda la verdad. Pero lo importante es que…
La puerta del despacho de Panicacci se abrió de golpe y salió el rostro redondo y fatigado del superintendente.
—¿Qué habéis hecho con esa arpía? Ah, aquí está el inspector Archibugi.
Scialoja contuvo una imprecación. No había manera de acabar una frase.
—¡Llevo todo el día buscándole! Hágame el favor de no volver a desaparecer; acaba de prestar declaración el portero del edificio de Tremolaterra. He pensado en profundizar en esa historia de las amenazas —dijo, para aclarar que alguien tenía que hacerlo.
—Yo también he profundizado en varias cosas, dottor Panicacci.
—Mejor. Espere aquí fuera cinco minutos y hablamos.
Panicacci volvió a cerrar la puerta de un portazo.
—Bueno, escúchame, es importante… —prosiguió Scialoja.
No había nada que hacer: Armida salió de la sala de espera hecha una furia en miniatura.
—¿Qué, se lo han pensado mejor? ¡Yo tengo que trabajar, no me pagan por perder el tiempo, como a ustedes!
—¡Bueno, bueno, ya está bien! —explotó Archibugi—. No siga chillando de ese modo o… Oreste, llévala abajo y que vea a su marido; sobre todo que sea en tu presencia.
Scialoja torció la boca.
—Señora, espérese un minuto calladita y le juro que la llevo con su marido. Corrado, déjame que te cuente esto: he descubierto, decía, que en casa de la secretaria de Tremolaterra…
En aquel momento, Archibugi levantó la vista y Scialoja observó de pronto que miraba agitado, fijamente, algo que quedaba a sus espaldas. Se giró: por las escaleras había aparecido Terenzio Sabbatini, con un aire menos fanfarrón que de costumbre. Miró a su alrededor como si se esperara una emboscada, luego saludó con un gesto a Corrado y avanzó a paso lento hacia ellos, con expresión de perro apaleado.
—Escúchame, Corrado… —insistió Scialoja.
Pero Archibugi no le escuchaba. Con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados, iba mirando por turnos hacia el inspector Sabbatini, que avanzaba hacia la puerta cerrada del despacho de Panicacci, como si estuviera calculando la entidad de un probable e inminente enfrentamiento. Hasta que se decidió y se acercó por fin, al inspector. Scialoja se lo quedó mirando mientras se alejaba; luego cruzó una mirada con Armida y le hizo un gesto para que le siguiera.
—¡Caray, Corrado!
Scialoja observó, que Archibugi se acercaba a toda prisa a Sabbatini, haciéndole un gesto para que se detuviera, y le oyó decir:
—Calla. Ven conmigo.
Sabbatini se detuvo, perplejo y preocupado a la vez. Archibugi lo alcanzó y le cogió del brazo, casi le obligó a dar media vuelta y los dos se dirigieron hacia las escaleras.
Scialoja le siguió, con la señora Petrocchi tras ellos, agitando aquellas piernas cortas y robustas a toda prisa para seguirle el paso al delegado.
Eran casi las tres de la tarde. La situación se precipitó en el preciso momento en que se abrió la puerta del despacho de Panicacci, de donde salieron el superintendente y un hombrecillo pequeño que llevaba en la mano una gorra con visera.
—¡Archibugi! —espetó Panicacci, que había visto al inspector justo en el momento que se disponía a bajar las escaleras.
Corrado fingió no haberlo oído. Es más, intentó acelerar, pero el tonto de Sabbatini se giró. Entonces el portero exclamó:
—¡Mira por dónde! ¡Entonces lo han pillado!
Sabbatini se quedó de piedra, como si le hubieran pegado un tiro. Archibugi se giró y Scialoja le vio en el rostro una expresión de fastidio. Panicacci miró al portero, que señalaba al inspector.
—¿Cómo ha dicho? —le preguntó, mirando, incrédulo, hacia donde señalaba su dedo.
—Pues eso. Que ahí está el que ayer por la mañana amenazó al señor Tremolaterra. Aquel calvo de allí.
—¡Sabbatini! ¡Archibugi! Vengan a mi despacho. ¡Enseguida!
Era casi ridículo. Mientras Archibugi daba aquellos pocos pasos hacia el despacho del superintendente, sintiendo a su lado que crecía la inquietud de Sabbatini, vio a Panicacci plantado en la puerta, con aquella expresión severa, y tuvo la impresión de haber vuelto a sus días de colegio.
—Corra —dijo Scialoja. Archibugi se giró—. Pero…, entonces, ¿ya lo sabías?
—He hablado con el portero antes de que se lo llevara Panicacci —le susurró a toda prisa el inspector, guiñándole el ojo.
—Pero ¿ya sabes que Terenzio esta mañana también ha ido a interrogar a María Gualtieri? Era eso, lo que yo quería decirte.
Archibugi lo miró con cara de sorpresa, después le indicó con un gesto que ya hablarían más tarde y, bajo la mirada incendiaria del superintendente, siguió a Sabbatini, que entraba en el despacho con la cabeza gacha.
Scialoja vio cerrarse la puerta tras ellos y pensó: «¡Terenzio Sabbatini que primero amenaza a Tremolaterra y después investiga sobre su desaparición!».
—¿Y bien? —graznó Armida—. ¿Ahora podré llevarme a mi marido a la tienda o no?
—¡Señora mía, si yo fuera su marido, preferiría que me llevaran a hacer trabajos forzados de por vida!