Onorato Quadraccia trabajaba todo el día, y a veces también gran parte de la noche.
Por otro lado, no tenía nada más que hacer: no tenía esposa, aunque llevaba siempre consigo, escondida en un bolsillo del chaleco o en el fondo de los del abrigo, una alianza que, a veces, sin darse cuenta, hacía girar entre los dedos; y no tenía amigos, a diferencia de lo que parecía lógico en un ex agente pontificio convertido en policía, en un trasteverino pasado a la Policía de la corte piamontesa, un enemigo de los camorristas, de los proxenetas, de los chulos, de los navajeros con estómago…, a fin de cuentas, de los personajes más admirados por los romanos.
La noche anterior, nada más acabar la interminable reunión con Panicacci, con los huesos rotos tras la jornada al fresco del campo romano y con los nervios agotados por la tensión que tan pronto le impelía a hacerse con la investigación de la Morte Desolata como a poner tierra de por medio, había decidido dedicarse un poco a su «vejiga»: ¡se iba a enterar, el Toscano!
Así que distribuyó el informe y las fotografías sobre la mesa de la trattoria cerca de su casa, donde hacía años que comía a precio fijo sin que nadie le dirigiera nunca la palabra, algo que él apreciaba más aún que la comida, y empezó a pensar en todo aquello mientras se bebía su cuarto de vino diario.
La mujer tenía unos cincuenta años, pero en vida debía de parecer mucho mayor. El cuerpo presentaba indicios de varios golpes asestados con violencia, y el forense consideraba probable que fueran consecuencia de una brutal paliza, de una pelea furibunda. La nariz estaba hundida, más que rota, y aquello no era obra ni del Tíber ni de los peces, sino de alguien muy cabreado y muy violento. Posteriormente habían tirado a la mujer al Tíber, donde el tiempo, los peces y las ratas habían dejado poco que examinar. Probablemente las algas de la nariz llevaban una semana creciendo: el informe afirmaba que, dado que había sido recuperada del río el 1 de noviembre, lunes, probablemente habría sido asesinada el lunes anterior. Por último destacaba la presencia de una cuerda atada al tobillo: probablemente le habrían atado un peso para que se hundiera.
Quadraccia sacudió la cabeza, mientras leía todas las posibilidades y probabilidades que el matasanos de turno había diseminado por el informe, como si todas las certezas de la profesión médica se hubieran podrido en el Tíber junto a la carne de la muerta. No era ningún regalo, pensaba mientras comía habas con salchichas frente a las fotografías del cadáver, apoyadas en el bocal de vino. Realmente aquello no era ningún regalo. Una vieja, quizás una vagabunda, seguramente mal vestida, una por la que nadie hasta entonces se había preocupado, asesinada a golpes y tirada al río con una piedra atada al tobillo.
Una investigación miserable, aburrida: y Panicacci, naturalmente, se la había asignado a Quadraccia. Y Quadraccia —también naturalmente— la había aceptado y la resolvería. Lo suyo era sobre todo la basura, todas las investigaciones que nunca le darían problemas al superintendente. Si no hubiera sido por una emergencia —que, por otra parte, estaba toda en la mente retorcida del Toscano—, Quadraccia no se habría encontrado implicado en el asunto Morte Desolata-Tremolaterra-pollero, y no le habrían liado otra vez, no: él no se habría metido en aquel asunto por voluntad propia. ¡Ya sabía él porqué! Pero ahora ya estaba metido y se iban a enterar de si sólo servía para remover la basura…
En cualquier caso ahora tocaba dedicarse a la «vejiga». Era un asunto que podía despachar en ratos libres, se trataba de rastrear entre el fango en busca de alguna pista. No era ningún regalo, pero tampoco era para tirarse de los pelos.
Salió de la trattoria con un palillo en la boca, dejando tras de sí suspiros de alivio, pues nadie había tenido el valor de pedirle que quitara de la mesa aquellas asquerosas fotografías, y él no se había dado cuenta siquiera de que todas las mesas a su alrededor se habían quedado vacías y que los parroquianos estaban todos concentrados en el otro extremo del local.
Con aquel palillo, en realidad Quadraccia se hurgaba la mente y había dado con una idea no muy original, pero que podía dar sus frutos, y que puso en práctica aquella misma tarde, cuando se presentó en casa de algunos periodistas y les dio el soplo, mientras ellos miraban, asqueados, el palillo que se hundía entre los dientes amarillentos del inspector.
Al día siguiente, en cuanto oyó a los vendedores voceando los periódicos por los callejones, comprendió que la idea no funcionaría. Mientras se dirigía a buscar al pollero para un nuevo interrogatorio, los vendedores seguían repitiendo el nombre de Bellacuccia y de Doble W, y voceando el asesinato del niño a voz en grito. Efectivamente, los periódicos habían publicado la noticia de que el cadáver de Ripa Grande había sido apaleado antes, que era de una mujer de unos sesenta años, quizá de una vagabunda, pero nadie voceaba la noticia, así que poquísima gente llegaría a enterarse.
El asunto de la Morte Desolata había barrido al de Ripa Grande. Pero el inspector Onorato Quadraccia no se rendiría.
Ahora estaba mirando Ripa Grande desde la orilla opuesta, con los ojos entrecerrados: el hospicio de San Michele, el pequeño puerto con tres o cuatro barcas atracadas junto al faro. En medio del río, un par de redes de pesca giratorias parecían grandes arañas mecánicas de madera y de tela. Y precisamente a sus pies, en la base de la loma donde se encontraba encaramado, entre las cañas secas y estropajosas como el pelo de una bruja, estaba el punto donde un barquero había avistado el cadáver hinchado. Siguió el río con la vista hacia la derecha, en dirección de la isla Tiberina, imaginando el recorrido del cuerpo por el río.
¿Lo habrían lanzado desde un puente? Difícilmente. Roma ya no era una ciudad tan oscura como antes, había luces, y también había más Policía municipal; alguien habría podido verlo. No, lo más verosímil era que alguien —desde luego más de una persona— hubiera descendido hasta la orilla para desembarazarse del cadáver.
Pero ¿por qué? ¿Por qué no habían dejado a la muerta donde la habían asesinado? Una riña entre mendigos, algún porrazo… ¿Por qué arrastrar el cadáver hasta el río y atarle un peso a las piernas?
Sacudiendo la cabeza, Quadraccia se encaminó hacia el coche que le esperaba cerca de un abrevadero. Seguía reflexionando. El río seguía un recorrido tortuoso, era improbable que el cadáver hubiera sido abandonado más allá de la isla, se habría quedado encallado antes; así que tenían que haberlo echado al Tíber entre la isla y Ripa Grande.
Quadraccia esbozó una sonrisa de triunfo: aquello restringía mucho el campo de búsqueda. De hecho, en la orilla derecha estaba el Trastevere, pero en la izquierda estaba el Gueto, y allí las casas estaban apretujadas como sardinas en lo alto de un despeñadero sobre la orilla. Difícilmente podían haber elegido el Gueto para echar un cadáver al río, los judíos seguían viviendo hacinados unos sobre otros incluso después de la eliminación de las vallas; en el Gueto siempre había algún ojo o alguna oreja alerta; sólo más allá, hacia Ripa Greca, aumentaban de nuevo las probabilidades.
Y había otra posibilidad no tan remota: que la hubieran matado en las proximidades del punto en que la habían tirado al río. ¡No podían ir por toda Roma con un bulto cubierto en harapos sangrantes!
Se apoyó contra el respaldo del coche que lo llevaba de nuevo hacia Santa Maria in Cosmedin y se relajó, pensando que ahora, por lo menos, tenía una zona delimitada donde llevar a cabo el viejo y entrañable trabajo del policía de a pie. Pero primero tenía que resolver otro asunto.
Así que se puso a peinar las callejuelas a una y otra orilla del Tíber, de Ripa Greca y el Trastevere, con un puñado de monedas para los voceadores que se encontraba por el camino, a los que siempre les decía lo mismo.
—¿Quieres ganarte un dinerito, chaval?
Los ojos legañosos le miraban sospechosamente desde debajo de la visera de la gorra sucia: los muchachos intuían enseguida que era policía, algunos incluso lo conocían, dado que Quadraccia era el policía más odiado de Roma. Pero el dinero nunca iba mal y ninguno protestaba cuando le pedía que voceara también un poco aquella otra noticia, el asesinato de la vieja tirada al Tíber, por unas monedas que caían en unas manos sucias de polvo y de tinta.
Sólo uno dijo, con aire de suficiencia:
—¿Y tú qué te crees que estoy haciendo?
Quadraccia respondió con una sonrisa. Un momento después, el chico estaba con el culo en el suelo y se frotaba la mejilla donde se había estampado como un relámpago la mano del inspector. Los periódicos, por su parte, yacían desparramados, empapados, sobre un reguero de agua negruzca.
En ocasiones, Onorato Quadraccia pensaba que tenía el mejor trabajo del mundo.