Capítulo 4

¿Shakespeare no metía a todo un mundo dentro de un cascarón de nuez?

Arthur Barrington es capaz de encerrar toda una eternidad en un parpadeo, en una respiración, en el tiempo de dar una bocanada a la larga pipa de cazoleta minúscula que desliza entre sus dedos temblorosos, en el tiempo que tarda un hilillo de humo en elevarse en espirales hacia el techo en penumbra.

La distorsión temporal es también espacial. De hecho, las dos estancias de Il Tre Re se disolvieron hace tiempo, no son más que la clave del arco de entrada a la inmensa y lóbrega estructura en la que se encuentra Barrington una vez más, una torre que no asciende hacia el cielo, sino que se sumerge en el subsuelo por un abismo de escalones.

Del fondo de aquella sima de piedra proviene un quejido, un grito ahogado, un lamento que —bien lo sabe el inglés— es el lamento de los niños.

Para entrar en la torre invertida, Barrington tiene que apartar, como siempre, una enorme traviesa, cruzada frente a la entrada; lo hace sin esfuerzo, como si el tronco no fuera más que una vara o un objeto de cartón piedra, de teatro. Pasa bajo el arco y mira hacia arriba, a la clave de bóveda, en la que ve dos minúsculos espacios; en el interior de uno de ellos hay un hombre hundido en una butaca, con un brazo colgando, la mano abierta sobre una pipa tirada por el suelo, un hilo de humo que asciende en volutas hacia el techo.

Vuelve a mirar abajo, hacia la escalinata que se abre ante él, único acceso a la vorágine rodeada de colosales muros de tono ferroso. Por el edificio hay otras escaleras que suben, bajan y se retuercen como en un grabado de Piranesi.

Barrington duda en el primer escalón: ya ha estado allí, varias veces. ¿Quién dice que el pasado es pasado? En todo caso es lo contrario, el pasado nunca pasa. Desde el fondo del abismo y casi desde el interior de los muros siguen llegándole débiles gemidos.

Así, tras un profundo suspiro, empieza a bajar lentamente las escaleras. Apoya la mano en la pared y la retira al momento, manchada de una horrible sustancia pegajosa en la que reconoce la exudación de las piedras y el alma misma del lugar, una mezcla de polvo de carbón, niebla, lágrimas, sudor y sangre.

A medida que desciende, lo precede como una guía un resplandor que parece abrirle paso y que a veces se hace a un lado o al otro para mostrarle cosas que no querría ver, pero que conoce bien. Un escalón equivale a mil escalones: pocos pasos y ya está en el fondo de aquella sima, cuya entrada, en lo alto, ha perdido de vista, al igual que al hombrecillo que, escondido y protegido en la clave de bóveda, sigue aturdiéndose con la fina pipa cargada de opio.

De pronto la luz ilumina un espacio a su izquierda. La primera cosa que ve Barrington es una serie de puntos luminosos en la oscuridad. Después las formas se perfilan, es un largo almacén de techo bajo. Los puntos luminosos son ojos de jóvenes, está lleno de jóvenes, incluso niños y niñas que, sentados en largos bancos, se ganan la vida desollando animales o arrancándoles el pelo de la piel: ratones, perros, gatos, conejos, en un revuelo de pelos que se meten en la nariz, en los ojos, entre los labios. De vez en cuando, los capataces les permiten una pausa y entonces algunos de estos desgraciados sacan de un cestito un trozo de pan y se ponen a beber y a comer: en un vaso de cerveza tibia Barrington ve mechones de pelo flotando. Una niña con la mirada perdida se lleva el vaso a los labios.

Tal como había aparecido, el almacén de los desolladores de animales desaparece, engullido por el muro, ese muro que a veces parece blando y maleable como una mucosa. Barrington reemprende el descenso, mientras tras él, en la oscuridad, oye a los capataces que llaman de nuevo a los niños al trabajo.

La pared vomita y regurgita otras situaciones, otras escenas, a medida que Barrington va sumergiéndose en el abismo, guiado por la luz. Se pregunta: si esto es el Infierno, ¿cuál es su pecado?

Envasadores de limonadas y otras bebidas levantan los ojos tristes de las máquinas para saludarle, agitando unas manitas a las que les faltan dos o tres dedos. Las amputaciones parecen frecuentes en las escenas que —imagina Barrington— el muro contiene en su interior como si de recuerdos de una memoria se trataran. Y que, como los recuerdos, escupe al exterior en los momentos menos pensados, a menudo en contra del deseo de su propietario, que habría preferido mantenerlos bien encerrados tras aquellas paredes.

Jovencísimos operarios trabajan al servicio de ruidosas máquinas cromolitográficas, en las que hay que verter un líquido tóxico que desprende vapores letales. Estas máquinas producen las encantadoras tarjetas navideñas para los regalos de los niños más afortunados, decoradas con muérdago, dulces y chimeneas encendidas. Los operarios se dedican a verter el líquido con cautela, llevan incluso un sucio pañuelo con el que se cubren la boca y la nariz. Tienen los ojos de un rojo encendido, ojos de Caronte. En el interior de aquellos cuerpos, esófago y pulmones se corroen lentamente.

Barrington aleja la mirada de una mano señalada por el ácido y reemprende el descenso, pero casi tropieza con un obstáculo imprevisto. De un agujero del muro sale una fila india de niños, negros como el carbón, que extraen de las Indias Negras, respiran a pleno plumón el aire puro y vuelven a desaparecer en la oscuridad, correteando como ratones.

Y Barrington ve otros más, arremolinándose al final de la interminable escalera que recorre sin cansarse, como sucede en los sueños o en las pesadillas, más afortunados que los anteriores: niños medio desnudos, sucios, con los cabellos pegados, pero aun así libres de correr y saltar entre callejones y galerías con ventanas que no son más que agujeros que se tapan con mantas y trapos y que, de algún modo, se abren sin motivo aparente en aquel edificio de tormentos; niños descalzos que se ríen cuando patinan sobre sus propios excrementos mezclados con el hollín impregnado en la niebla gris, que se alegran simplemente si son capaces de arrebatarle una corteza de queso a un perro. Afortunados porque la sociedad los considera tan irrecuperables que se olvida de ellos: ratas callejeras, vagabundos…, son muchos los nombres con los que se los conoce.

Todos sus gritos, todos sus llantos y sus suspiros, Barrington los va dejando atrás a medida que desciende en el abismo. Las paredes los absorben, las paredes los escupen de nuevo, las paredes los exudan. Lo único que no pueden hacer las paredes es impedir que estas escenas se repitan.

Barrington recuerda otros viajes por aquel lugar: la luz entonces le había mostrado otras miserias, porque el descenso nunca es idéntico, siempre se pueden encontrar cosas nuevas, niños comprados y vendidos, niños lanzados al Támesis por sus propios padres, ladronzuelos condenados a duras penas de cárcel por hurtos irrisorios… El descenso nunca es idéntico, pero el final del abismo siempre es el mismo.

El «final» es el fondo de un pozo. Estrecho y oscuro. La luz ha desaparecido, pero una luminiscencia parece colarse por los intersticios entre las piedras de la pared, formando una maraña de señales en la que —piensa ociosamente Barrington— podrían distinguirse letras.

En la pared hay unas puertas de hierro provistas de mirilla, puertas de prisión. Tres puertas, para ser exactos. Tres puertas tras las que Barrington sabe bien lo que hay. La pared se lo esconde, pero no eternamente.

Barrington piensa que tendría que abrir las tres puertas: pero sabe lo que encontraría. «Y sin embargo, si las abriera…, si las abriera, quizás esta vez no sería demasiado tarde», piensa. El inglés se acerca a una de las puertas, levanta la mano temblorosa hacia la mirilla. Querría que le llegaran lamentos desde el interior, alguna petición de auxilio… El silencio le aterra.

—El pasado no pasa, querido Arthur. Así pues, ¿para qué sirve todo esto?

Barrington grita, aterrorizado. Se gira de golpe, apoyando los hombros contra la puerta de hierro. ¿Qué es lo que está pasando? No tiene a nadie delante, por lo menos eso le parece, porque la luminiscencia viscosa que se cuela por entre los muros no elimina las sombras del fondo del pozo. Por algún lado, ahí abajo, hay escaleras, pero están en una oscuridad casi completa…

¿Qué es lo que está pasando? Barrington conoce bien su pesadilla, se regodea en ella desde hace tiempo, casi no puede evitarlo; como los enamorados de novela romántica, que lloran siempre ante el retrato de su amor perdido, en vez de romperlo en pedazos, tirarlo al río y buscarse otro, en vez de seguir el curso de la vida.

Y ahora, de pronto, aquella novedad. Aquella voz. Del pasado.

—¿Sorprendido, Arthur?

Conoce aquella voz perfectamente. Barrington abre los ojos como platos en la oscuridad, entre los débiles rayos de luz que surgen de entre las piedras de la oscura pared, de espaldas a la puerta de la que no procede lamento alguno, ni un leve llanto, ni rastro de vida. Es absurdo: la vida no está del otro lado de aquellas puertas, como él querría, sino en aquella voz, que tan nítida oyó hace más de cuatro años, pero nunca tanto como ahora.

—¿Qué haces aquí abajo, querido Arthur?

En los sueños, como en las pesadillas, es normal hablar con los muertos. Barrington piensa: «Ahora hablo con un muerto, así estaré seguro de que esto no es más que una pesadilla. El pasado no pasa, yo nunca llegaré a abrir a tiempo esas tres puertas y los muertos no regresan».

—Ya lo sabes, Roger. Las tres puertas… —responde, dirigiéndose a la oscuridad, con voz temblorosa.

—Tal como te dije aquella vez, querido primo, me temo que has llegado tarde. Llegarás siempre tarde, Arthur, por mucho opio que fumes.

¡Ahí está! Entre la oscuridad, en las escaleras, ¿no ha visto algo, como el movimiento de una sombra más oscura?

—¡Estás loco! ¿Por qué? ¿Por qué?

Arthur intenta zafarse de su primo, que lo tiene agarrado por una manga en la biblioteca, iluminada por el fuego de una gran chimenea.

—Porque ya me he aburrido de este juego, Arthur.

—¡Déjame! A lo mejor aún estamos a tiempo, no puedes mancharte las manos con una culpa así…

El pasado no pasa. Barrington vuelve a verse en la biblioteca de la vieja y elegante casa de los Devine, con aquella alfombra burdeos, el fuego en la chimenea y el atizador cerca de la mano, libre de cualquier opresión. Sabe exactamente cuáles serán sus movimientos. Ya ve la mano que, al cabo de unos instantes, empuñará el atizador. Siente ya los músculos del brazo tensándose y atacar con violencia, la sangre y el chasquido de la nuca contra el parqué. Pero antes Roger tiene que soltar sus ocurrencias, como siempre ha hecho y como siempre hará.

—¿Yo no puedo mancharme las manos? Querido primito mío, tú sabías lo mismo que yo. Siempre has sabido lo mismo que yo.

—¡No! Yo no conocía tus intenciones. No sabía que allí, en aquella casa… Pero a lo mejor te equivocas, a lo mejor llego a tiempo… A lo mejor aún no estoy… ¡Déjame!

—¿Dónde quieres ir? Eres más tonto de lo que pensaba. ¿De verdad no has comprendido cuáles son mis intenciones? ¿Tan estúpido eres? Sea como sea, ahora ya no hay nada que hacer, hace tiempo que no voy por allí, es imposible que aún estén vivos. ¿Entiendes que es imposible?

Ahora sí: todo lo que había que decir, está dicho. El tiempo no pasa.

La mano de Barrington llega casi sin querer hasta el atizador junto a la chimenea; como entonces, casi patina sobre la alfombra, frenado por el brazo de Roger Devine, que intenta convencerlo de que, en el fondo, todo ha sido un juego; como entonces se gira, torciendo el torso y agitando el atizador hacia el rostro de su primo; como entonces, grita como un soldado en primera línea de fuego; como entonces…

Un silbido, el hierro que atraviesa el aire.

Roger, con un movimiento inesperado, se agacha lo justo para no recibir en pleno rostro (a diferencia de lo que ocurrió entonces) el impacto que lo habría lanzado hacia atrás con un chorro de sangre manándole de la nariz, que lo habría mandado al suelo y dar con la cabeza contra el parqué.

Nada de todo aquello. Un silbido y Arthur queda desequilibrado, gira sobre sí mismo y se encuentra en el suelo.

Barrington mira hacia arriba, sorprendido, y ve frente a él al primo, con un mechón de cabellos rubios sobre la frente, un par de ojos fríos que lo miran divertidos y una boca sensual que traza una sonrisa compasiva.

—Querido primo, tengo una novedad que te gustará: a veces puede suceder que hasta el pasado cambie. Me temo que nunca salvarás a los tres pobres niños de su suerte. Pero, a cambio, yo estoy aquí. De nuevo. Después de tanto tiempo. Y esta vez no tendrás la ventaja de la sorpresa.

En la mano de Roger Devine aparece un cuchillo.

Barrington se echa atrás, mientras Devine se acerca y se inclina hacia él, con aquella sonrisa maligna en el rostro, la misma sonrisa con la que cuatro años antes, con un bostezo, le había comunicado que «se había cansado de hacer de benefactor».

—¡Vete! Estás muerto. ¡Te he matado yo! —grita Barrington.

De la puerta de la biblioteca llega un ruido de golpes y gritos, como si alguien intentara entrar. Barrington pide ayuda a gritos, aterrorizado no tanto por la pesadilla —porque en el fondo sabe que se trata de una pesadilla— como por la imprevista novedad, por aquel gusano de Roger Devine, que se está inclinando hacia él con el ceño fruncido, casi preocupado, mientras le dice…

* * *

—¡Barrington! ¡Barrington! ¿Cómo está?

Archibugi le levantó un párpado al inglés, que se agitaba sobre el viejo sillón, presa de sus pesadillas, y no vio más que la córnea blanca y el ojo del revés.

De Matteis, aún frotándose el hombro con el que se había lanzado contra la puerta, se dirigió a la ventana, la abrió y subió la persiana. Respiró el aire gélido y limpio de la calle; el olor acre que inundaba la habitación era nauseabundo.

—Llame a un médico —dijo Archibugi al dueño de la pensión, que acababa de hacer su aparición, jadeante.

—No irá a estirar la pata aquí, ¿no? Da mal fario a la pensión, si…

—¡Silencio! ¡Llame a un médico y mande traer café, rápido!

Desde la ventana, De Matteis vio a las personas que se habían reunido frente a Il Tre Re y que ya estaban confabulando, preocupadas, cuando habían llegado el inspector y él.

—¡Todo bien! —les dijo, para tranquilizarlas.

Al llegar frente a la pensión, aquellas personas, clientes y trabajadores, les habían indicado las persianas aún cerradas a aquella hora y les habían hablado de los ruidos, como de muebles corridos, en las habitaciones del inglés, y del repentino silencio que había seguido a aquel ruido furioso. El dueño había subido y había llamado a la puerta: ninguna respuesta. Entonces había intentado entrar, pero Barrington había dejado la llave puesta. Y estaban ahí abajo, pensando en qué podían hacer, cuando había llegado la Policía.

De Matteis miró a su alrededor: por el suelo estaban esparcidas las hojas de un periódico. Levantó la mirada hacia Archibugi, que también había empezado a dar vueltas por la estancia.

—Debe de haber leído lo de Doble W —comentó el delegado.

—Será —dijo Corrado entre dientes, con el ceño fruncido, mirando alrededor con expresión hosca—. Esta noticia ha provocado un terremoto, no hacemos más que seguirle la estela. Y no es más que el rugido de un volcán: la erupción aún está por llegar.

De Matteis reflexionó sobre la extraña profecía; después pasó a la sala de al lado. Cuando volvió al estudio, le dijo a Archibugi:

—Ha colocado el armario contra la puerta de la habitación de al lado.

Corrado cerró la caja de madera con un golpe seco y volvió a ponerla en la librería.

—También ha tomado varios granos de opio. No sólo se ha atrincherado; ese idiota se ha lanzado en un viaje a otros mundos. Sólo que, a juzgar por sus gritos, estos otros mundos probablemente no fueran más que… Ah, ahí está. Venga, doctor. Usted deje el café en esa mesita.

Pasó una hora antes de que Arthur Barrington volviera en sí, una hora en la que se bebió mucho café, en la que las ventanas permanecieron abiertas helando la sala, en la que llenaron varias veces de agua fría la jofaina para las abluciones y en la que Archibugi fumó un puro tras otro, caminando adelante y atrás por el estudio del inglés, encorvado.

—¿Ha visto, inspector? ¿Ha visto?

Cuando Barrington estuvo en disposición de pronunciar esas palabras, con el tono de voz de un niño amedrentado, señalando el periódico, el reloj de bolsillo de Archibugi marcaba las diez y veinte. Adele Ortolani seguiría apretando los dientes un buen rato, y Fabio Petrocchi seguramente seguiría preguntando por su mujer. ¿Y qué estarían tramando en aquel momento Panicacci, Quadraccia y Scialoja? ¿Quién era «la otra mosca que revoloteaba alrededor de aquella mierda», como había dicho el Homilías? ¿Dónde estaba Tremolaterra? ¿Y quién era y cómo había muerto realmente aquel pobre niño? ¿Y Mezzasalma, cómo se había enterado y por quién?

—¿Si he visto qué? —gruñó Archibugi.

—Al final tenía razón yo. ¿Ha visto? Doble W…

—Deje de comportarse como un crío —gritó el inspector—. Usted no tiene razón en absoluto. Hay dos posibilidades: o usted miente, o está loco.

—Pero…

—¡Silencio! —Archibugi se acercó al sillón donde estaba acurrucado el inglés, se inclinó sobre él, apoyando las manos en los brazos de la butaca como si quisiera inmovilizarlo, y le dijo—: No hay peros que valgan. Su primo está muerto, señor Barrington, muerto. Me lo confirmó la embajada inglesa cuando, en su tiempo, hice indagaciones. Si realmente Doble W era Roger Devine, como usted asegura, y no el ahorcado que encontró la Policía, entonces murió hace cuatro años, oficialmente por un accidente.

De Matteis se había puesto a analizar de nuevo las curiosas acuarelas del inglés, metidas en una carpeta sobre la mesa de trabajo. Eso sí, sin perderse una palabra, aunque Archibugi ya le había explicado a grandes rasgos la declaración de Barrington y el asunto de la Doble W mientras esperaban que el inglés recuperara el sentido.

—Sin embargo, los periódicos… ¡He oído a los voceadores esta mañana, y se me ha helado la sangre! —susurró el inglés, con los ojos desorbitados, los labios lívidos y los dedos temblorosos sobre la boca.

—Ya nos hemos dado cuenta. Y su reacción ha sido atrincherarse y lanzarse en un viaje por el mundo de los sueños con sus granos de opio. Pero el remordimiento le ha perseguido hasta allí.

—Era mi primo…, y yo lo maté. El ruido que hizo la cabeza al chocar contra el suelo…

—Usted tiene otros remordimientos. Aquellos niños… Usted se siente culpable por esos niños. ¡Venga, dígalo!

Barrington miraba a Archibugi sin decir nada, con las manos sobre el rostro. Archibugi prosiguió:

—¡Dígalo de una vez! Usted sabía de los niños que Devine había «adquirido»… Quizá no supiera el verdadero motivo, o no había querido saberlo. Pero su remordimiento es ése: Devine le dijo que los niños estaban muertos, y usted le creyó; se pelearon y lo mató; días más tarde se descubrieron los cadáveres de los niños. Desde entonces, usted se pregunta: «Pero ¿estaban ya muertos? Si hubiera ido a aquella casa, en lugar de esconderme, ¿no habría podido salvarlos?». ¿No es así? Por cobardía, se negó a ir enseguida a comprobar si Devine le había dicho la verdad. Y ahora…

El inglés estalló en unos sollozos desesperados. Archibugi no apartaba las manos de los brazos, seguía rodeando a aquel pobre hombre, con expresión dura y mirada inquisidora. De Matteis posó la vista en una acuarela que representaba, frente a un cielo lívido surcado de hilillos de denso humo, la silueta de Roma, sobre la que flotaba un globo aerostático; y en el centro del globo había un reloj que parecía un ojo abierto y surcado de venitas.

—Señor Barrington, yo no creo una palabra de lo que me dijo el pasado mes de mayo. Usted no ha visto a ningún primo. Lo único de lo que tiene miedo es de sí mismo. Usted es como aquel personaje de Dickens…

—¡No! —gritó el inglés—. No estoy loco. No me imagino las cosas, no veo fantasmas. Ese pobrecillo que han encontrado en la Morte Desolata… ¿es acaso también una pesadilla?

—No. Pero no es obra de su Doble W.

—Yo no…

—¡Basta!

Archibugi se levantó, con las mejillas rojas. Consultó el reloj y torció la boca. Miró a su alrededor sin ver nada, en busca de inspiración. De Matteis estudiaba otra acuarela, una Piazza Navona atravesada por una maraña de tubos metálicos, una fuente de cristal en lugar de la Fontana dei Fiumi, de nuevo los hilillos de humo que se lanzaban como serpientes contra un cielo gris plomo, globos luminosos que proyectaban sombras sobre la plaza desierta.

—Deje esos dibujos. Déjelos enseguida donde estaban.

El inglés estaba en pie y miraba a De Matteis con aire desafiante, con los puños cerrados colgados de unos brazos esqueléticos, estirados a los lados del cuerpo. El delegado miró a Archibugi. Ambos estaban sorprendidos de aquella estúpida demostración de fuerza, de aquel intento de recuperar la dignidad con un desafío patético.

Entonces Archibugi reaccionó como una furia.

—Venga, coja enseguida el abrigo y venga conmigo.

—¿Dónde?

Por toda respuesta, Archibugi dio un tirón al abrigo colgado, se lo lanzó a Barrington, que lo cogió al vuelo, hizo un gesto decidido a De Matteis y aferró al inglés por un brazo, haciendo caso omiso de sus protestas, y casi lo sacó a rastras de la habitación, llevándoselo escaleras abajo.