Mientras miraba por la ventana de la oficina del superintendente, Corrado Archibugi se vio claramente a sí mismo en aquella misma actitud, unas horas antes. Recordaba que acababan de llegar a la Piazza Navona los faroleros con sus largas pértigas apoyadas al hombro, arrastrando los pies, sin prisa. A su paso, la plaza se iba iluminando poco a poco; las tenues luces de los faroles formaban una estela que parecía seguirlos, como si fueran flautistas de Hamelín. Al llegar a cada farol, abrían la caja y giraban la llave en la base de la espita del gas, que los romanos llamaban buassò, esperaban que la llamita adquiriera consistencia y volvían a echarse la pértiga al hombro. ¿Cuántos faroles, cada día? Archibugi sonrió: «¿Y tú, inspector, cuántos sermones, cada día?».
Porque, a sus espaldas, Lorenzo Panicacci hablaba, hablaba…
Los faroleros, en aquella época del año, pasaban hacia las cinco de la tarde: las tablas lunares les decían a qué hora tenían que encender, según la luz del astro. De modo que Archibugi se había asomado a la ventana de Panicacci a las cinco. Ahora estaba de nuevo asomado a la misma ventana. En la oscuridad, los faroles dibujaban débiles círculos amarillentos sobre los adoquines y contra los edificios, alargaban las sombras de los escasos peatones; un par de coches de caballos se cruzaron; eran ya más de las siete.
Dos horas allí dentro, en aquel edificio donde hacía demasiado calor y había demasiado humo. Eran tres: él, Panicacci y Quadraccia. Cuatro, contando al espectro de Fouché. ¿Podría caerle una reprimenda por tener la cabeza lejos de allí? Corrado sospechaba que, tras aquel aspecto impasible y huraño, también Quadraccia debía recurrir a la desconexión mental, habilidad que él llevaba poniendo a punto sólo unos meses, mientras que el viejo inspector debía de ser todo un veterano. La pregunta era: ¿dónde iba Quadraccia cuando desconectaba? ¿Cuáles eran sus fantasmas, sus secretos? Seguro que Scialoja los conocía, pero a su modo era un hombre discreto, y nunca le había insinuado nada, por ejemplo a propósito de aquella alianza que Corrado había visto dar vueltas entre los dedos del Homilías alguna vez.
Por ejemplo él, Archibugi, había seguido las luces amarillentas de la Piazza Navona, cada vez más intensas a medida que iba cayendo la noche, y, arrullado por los circunloquios de Panicacci, había viajado con la mente a casa de los Scialoja, quizá porque en ocasión del Día de los Muertos la señora Cleofe había encendido moccolotti en la cocina. Una vieja tradición romana: la noche del uno al dos de noviembre los muertos volvían a casa y los familiares los recibían con farolillos e incluso algo de comer preparado sobre la mesa. Una cena de fantasmas, un flirteo con la eternidad. Y los farolillos encendidos que mostraban el camino de regreso.
—Cuando era pequeña —le susurraba Lucrezia, cuando los dos estaban sentados en el pequeño sofá, emitiendo su tibio aliento sobre la oreja de él, mientras la señora Cleofe ponía la mesa para los difuntos en la cocina—, esas luces y, sobre todo, las sillas vacías alrededor de la mesa me aterrorizaban… —Sus manos enredadas, ligeramente húmedas, desprendían un agradable calor, e incluso la respiración de ella le parecía húmeda como un beso—. Por la noche yo nunca dormía. Recuerdo que una vez una persiana hizo un ruido, un crujido, como los que hace a veces la madera… ¡y salté de la cama gritando!
Sus rodillas se tocaban. Corrado, que como siempre había comido de más, estaba agitado: se imaginaba a la muchacha en la cama, pero desde luego no de niña. Los dos lanzaban miradas a Scialoja, que estaba sentado en el sillón, con los pies junto a la estufa, de espaldas a ellos; la discreta posición del sillón la había establecido la esposa, tras gran resistencia. Tenía las enormes manos apoyadas en los brazos, inmóviles; perо Archibugi sabía que el oído del viejo delegado estaba alerta.
—¡Oreste! —llamó la señora Cleofe desde la cocina.
—¿Qué hay?
—Hazme el favor, ven un momento… Necesito que me eches una mano.
Se oyó un gruñido procedente del sillón.
—Lucrezia, guapa, ve a ver qué quiere tu madre…
—¡Deja en paz a Lucrezia! Si quisiera a Lucrezia, habría llamado a Lucrezia, ¿no?
Otro gruñido. Luego la mole de Scialoja se desencajó del sillón. Sus ojos lanzaron una mirada de advertencia a los dos jóvenes y no los perdieron de vista hasta que salieron de escena, a regañadientes, para entrar en la cocina.
—Lucrezia…
—Calla.
En aquel momento, Corrado no pensó en nada. Era pura sensibilidad e instinto. Pero después se preguntaría cómo había hecho Lucrezia para mantener la sangre fría, para saber cuándo y en qué medida arriesgar, con sus padres a un paso; con diecisiete años, parecía saber más que él…
—Oreste, ¿no habrás girado el sillón?
—¿Para eso me has llamado?
Todo estaba calculado —por Lucrezia, naturalmente— con la máxima precisión; la señora Cleofe era su cómplice. En cuanto Scialoja se dispuso a volver al salón sigilosamente, ella anunció:
—¡Ten cuidado que no se te caiga, Oreste!
Lucrezia se despegó inmediatamente de los labios de Corrado e incluso tuvo el reflejo de pasarle la mano por los labios para quitarle un resto de saliva. Oreste se tragó un improperio dirigido a la escandalosa de su mujer y se presentó ante los dos con una pequeña bandeja, con ojos de interrogación, estudiando las mejillas rosadas de Corrado, intentando mirar más allá de su imagen de niño bueno.
—¡Ah! Gracias, papá, ya lo cojo yo. Mira, Corrado, qué bonitos.
—Muy amable, Oreste —dijo Corrado con voz firme y sonrisa cándida—. ¿Qué son?
—Fave —gruñó él—. Habas, tan tontas como yo.
Y se sumergió en el sillón.
—¿Habas? —preguntó Corrado a Lucrezia.
En la bandeja había unos dulces precisamente en forma de haba.
—Sí, las habas de los muertos. Son dulces de almendra; se comen el 2 de noviembre. Pruébalas.
—En realidad…
—Prueba.
Lucrezia cogió un dulce y se lo colocó a Corrado entre los labios, manteniendo por un instante los dedos contra su boca. Y sus ojos negros sonreían ante el embarazo del serio y estirado inspector de Seguridad Pública, al que una simple muchacha conseguía poner en dificultades.
—El amor, la tos y las preocupaciones no se pueden ocultar.
Las luces de los moccolotti de la señora Cleofe volvieron a convertirse en manchas de luz en la oscura Piazza Navona. Archibugi dio la espalda a la ventana en respuesta a la frase de Quadraccia que, una vez más, tras su aire ausente, ocultaba una inquietante capacidad de adivinar el pensamiento de los demás.
Panicacci, colorado, con la voz ronca y aquel acento toscano que incrementaba su ansiedad, miraba a Corrado con un leve aire de disgusto.
—Entonces, inspector Archibugi, ¿no le interesa lo que estoy diciendo?
—Al contrario, dottore. Le sigo.
De hecho, Archibugi, perdido entre Lucrezia y las habas de los muertos, de entre todo lo que había dicho el superintendente, había captado las pocas palabras que tenían algún interés. Al fin y al cabo, bastaba con seguirle de vez en cuando, asentir siguiendo el instinto. Estaban allí únicamente para darle apoyo al superintendente, ofrecerle dos cabezas más con las que compartir su responsabilidad o, mejor aún, sobre las que descargarla.
Había dos informes sobre el escritorio invadido por las pipas, una de ellas desarticulada, con la cánula destrozada en un acceso de rabia. Hasta aquel momento no habían leído y discutido más que uno de aquellos informes, el preliminar sobre el niño enterrado en la Morte Desolata. Informe «preliminar» porque, tal como decía en la premisa, el médico se reservaba posteriores precisiones, aunque, por petición explícita del Departamento de Seguridad Pública, había efectuado un primer examen para verificar…
—Entonces, ¿qué? ¿Nos han tomado el pelo? ¿A nosotros, a la Policía del reino?
Porque eso es lo que indicaban las investigaciones preliminares.
Excepcionalmente, Quadraccia se había quitado el abrigo. Estaba sentado en una silla frente al escritorio de Panicacci y hacía saltar la hoja de la navaja que llevaba siempre consigo y que, a veces, le servía para igualarse las uñas.
—El niño muerto está ahí —respondió, y plegó la hoja de la navaja. ¡ZAK! y la hoja saltó de nuevo—. Y desde luego alguno se lo beneficiaba, si es cierto lo que pone ahí.
Porque en el informe se hablaba de «prácticas sexuales contra natura», aunque era imposible precisar si se habían producido inmediatamente antes de la muerte.
En el silencio que siguió a las palabras de Quadraccia, la navaja restallaba una y otra vez, con rabia y violencia a la vez. Corrado tuvo la impresión de que el Homilías habría querido clavárselo en el estómago al asesino.
—Por favor, inspector, pare con esa navaja… ¡Ya estamos bastante nerviosos!
—Quadraccia tiene razón, dottor Panicacci. El niño muerto está ahí, las circunstancias citadas por Petrocchi han sido verificadas…
—¡Pero falta lo más importante!
Quadraccia y Archibugi se quedaron mirando a Panicacci, estupefactos. ¿Realmente había dicho eso? ¿Era posible que fuera tan imbécil? Corrado se dispuso a replicar, pero Quadraccia se le anticipó.
—Yo pensaba que lo más importante era el niño muerto —murmuró, marcando bien las palabras, con los ojos fijos sobre los del superintendente.
—Venga, ya han entendido lo que quería decir —se explicó, con tono de excusa—. Todos estamos cansados y quizá me he explicado mal. Pero es un hecho: Petrocchi vino a declarar que había encontrado el cadáver de un niño, con la sospecha de que podía haber sido asesinado, no tanto por la piedra y el golpe en la cabeza, no, señor, sino porque le había visto grabadas unas marcas que él, a posteriori, interpretó como una doble W. De modo que, con todas esas historias de Tremolaterra en la cabeza, pensó en la sombra de Bellacuccia, que se extendía sobre Roma, y se encomendó primero al cura de la Morte Desolata y luego se presentó ante De Matteis. Y sin embargo, el informe dice que esas marcas no existen, aunque el estado de descomposición, etcétera. Ninguna marca. Así pues, nos han tomado el pelo…
—¿En el informe consta la edad del niño? —interrumpió Quadraccia.
Panicacci hizo una mueca ante aquella pregunta impertinente, pero hojeó el informe y buscó el dato:
—Aquí. Edad probable: once años.
Archibugi miró a Quadraccia, que asentía en silencio, como si se hubiera anotado un punto; por Scialoja se había enterado de la presión que había ejercido el Homilías sobre el médico, y ahora se preguntaba de qué dependería aquella grieta en la coraza de cinismo del viejo inspector.
—No obstante —prosiguió Panicacci—, las cosas están más liadas aún que esta mañana. Si esas marcas no están, se cae toda la teoría Doble W, Barrington y Tremolaterra: todo. Queda, quizás, el asesinato de un pobre niño, del que no sabemos ni siquiera el nombre. ¡Si al menos ese maldito escritorzuelo no hubiera desaparecido! —puntualizó mirando a Archibugi, como si fuera culpa suya.
Porque Guido Tremolaterra había desaparecido. En la Via della Mercede, donde vivía y trabajaba, aquella tarde no estaba. Una legión de perplejas secretarias estaba cerrando la oficina tras el horario de trabajo. Las dirigía una arpía que se llamaba Adele Ortolani.
La tal Ortolani le dijo a Corrado que el escritor se había marchado después de acabar el enésimo capítulo de Bellacuccia, hacia la hora del almuerzo, con una pequeña maleta que podía contener efectos personales. Ninguna de ellas sabía el motivo; parecía ser que por la mañana había recibido una visita —las secretarias aún no habían iniciado la jornada; llegaban a partir de las once, porque al artista le gustaba la comodidad y tenía un despertar difícil—. Tremolaterra le había parecido más bien agitado. Había mencionado a sus secretarias que había recibido alguna amenaza, pero ellas no sabían nada más: ni el tipo de amenazas ni el motivo, ni mucho menos el responsable.
—Pero, oiga, ¿usted no ha dicho que el inglés es un loco, un visionario? —preguntó Panicacci, esperanzado.
—Sí, pero igualmente quedan por aclarar varias cosas. Primero, por qué dice Petrocchi que ha visto esas marcas; segundo, por quién se ha enterado Tremolaterra de la historia de Doble W; tercero, por qué «cree» Barrington que ha visto a Doble W en Roma, sólo unos meses antes de que Petrocchi hiciera su declaración. Y por otra parte, no olvidemos que el informe no asegura que no existieran marcas en la piel del niño: dice sólo que es improbable. Lo que quiere decir que un buen abogado podría hacer que declararan nulo el informe, ya que puede servir como demostración de cualquier cosa y de todo lo contrario.
—Abogados —dijo Quadraccia, asqueado—: sólo sirven para tocar los cojones.
—¿Entonces? —inquirió Panicacci, sudando, tras echar una mirada inquieta a Quadraccia.
—Entonces tenemos dos problemas —respondió Quadraccia—: el muerto y la doble W, tanto si es real como si es inventada. De momento, he dejado frente al portal de la Via della Mercede un agente de guardia y he dispuesto el relevo de modo que la casa esté vigilada al menos durante las próximas veinticuatro horas. A propósito, ya he recordado para qué periódico trabajaba Tremolaterra, antes de dedicarse a la literatura… —Hizo una breve pausa y luego dijo con aire de ceremonia, mirando fijamente a Panicacci—: La Capitale.
El superintendente abrió los ojos como platos. A principios de año le había confiado a Corrado que, de cara a 1875, había dos cosas que temía como al diablo: el jubileo, con las fricciones entre papistas y monárquicos, entre nobles blancos y negros; y que explotara en Roma otra historia como la de villa Ruffi. De hecho, el año anterior, cuando se acercaban las elecciones, habían sido arrestados en la villa de Ercole Ruffi, en Rímini, unos treinta dirigentes republicanos, acusados de proyectar una insurrección antimonárquica. Se los metió en prisión y no salieron hasta meses después, tras una serie de disculpas en público y una airada polémica. Y las elecciones se acercaban de nuevo, en el Palazzo Braschi ya flotaban en el aire, junto con una sensación de resignación y nerviosismo, de inevitable cambio, de final de un ciclo: el de la derecha.
No obstante, Pío IX había decidido que el jubileo se celebrara de un modo estrictamente privado, y era cierto que había antimonárquicos en Roma, pero se limitaban a dar de lado al Rey y a mandarlo de caza solo, con la esperanza de que la malaria acabara con él de una vez por todas. Sin embargo, el verdadero problemón del año había llegado, inesperadamente, precisamente de La Capitale; con el asesinato del director a cuchilladas, historias de cuernos y de poder que habían salpicado a un ex diputado y a un oficial de la guardia municipal. Fue un proceso muy seguido por la opinión pública; Dios mediante, faltaba poco para que se dictase sentencia, se haría en uno de esos días de noviembre.
—Siga, Archibugi —dijo Panicacci con voz sepulcral.
Con rapidez y seguridad, Corrado explicó que al día siguiente volvería a la Via della Mercede y que, si Tremolaterra seguía sin dar señales de vida, dirigiría la investigación hacia los hoteles, pensiones y amistades del escritor; en segundo lugar, ya había procedido a convocar a Barrington a comisaría para hacer oficial su declaración y, llegados a ese punto, estudiar sus reacciones ante la noticia del niño encontrado en la Morte Desolata.
—Por último, llamaré a Petrocchi. Quizá ya tengamos el informe definitivo, en vez del preliminar, y podremos estar seguros de cualquier posible contradicción en sus declaraciones.
Archibugi se llevó a los labios el último medio toscano y lo encendió, como diciendo: «Y ahora vámonos a casa».
Panicacci se dejó caer en la silla, rebufando. Los anteojos le colgaban desconsoladamente del cuello de la chaqueta, como sus esperanzas de salir de aquella historia con las ideas claras. Dio su visto bueno al plan de acción de Corrado y le advirtió:
—El juez Tosetti, esta mañana, estaba tan perplejo como nosotros sobre este asunto. Dentro de poco iré a contarle que el periodista se esconde por voluntad propia y veré qué piensa sobre este informe. Ya me ha pedido que le entregue, mañana como máximo, las declaraciones de los principales testigos implicados, desde Barrington a Tremolaterra, para disponer de material sobre el que hacer valoraciones. Así que estos informes, Archibugi, más vale que se envíen directamente a Tosetti… En otras palabras, dispóngase a dar un paseo hasta I Filippini mañana mismo.
—¿Y yo qué hago?
Los dos se giraron hacia Quadraccia, que se había levantado y tenía el abrigo bajo el brazo.
Panicacci reaccionó y le acercó el segundo informe.
—Aquí tiene, inspector… Ha llegado después de comer. El informe sobre el cadáver recuperado de Ripa Grande.
Quadraccia miró el pliego sin mover un músculo, como había mirado la mano que le tendía el médico de los sifilíticos aquella misma mañana. Panicacci miró a Archibugi, violento, pero éste se limitó a dar una bocanada al puro.
—Entonces, al final resultará que mi «vejiga» no murió de vieja —constató por fin el inspector, sin coger el informe.
—No, inspector, no murió de vieja. Murió de repetidos golpes en la cabeza. De patadas, quizá.
—Entonces es una investigación como Dios manda. ¡Quién lo iba a decir!
Panicacci apretó los dientes. Los carrillos se le pusieron incandescentes. Aquella carpeta, entre ellos dos, parecía pesar un quintal. Archibugi lanzó una nubecilla de humo hacia el techo, disfrutando de la escena con aire impenetrable.
—Inspector Quadraccia…
—Llevo desde la mañana dando vueltas como una peonza por esta historia del niño. Con un frío tremendo y el asiento de un coche más duro que los bancos de piedra de la Via Giulia.
—Ante una situación de emergencia…
—Aún no he entendido dónde estaba la emergencia. Al fin y al cabo, lo más importante ni siquiera estaba ahí, ¿no?
En ocasiones, muy raramente, Archibugi le habría dado un abrazo a Quadraccia. Panicacci se puso en pie y dio un golpetazo sobre la mesa con el informe, en dirección al inspector.
—¡Ya basta, inspector! No puedo tolerar…
—Ni yo tampoco —lo interrumpió Quadraccia, con voz tranquila. Cogió lentamente el informe y se lo puso bajo el brazo—. Así pues, como ya me han metido en el ajo, además de tratar el asunto de la «vejiga», me ocuparé también de la historia del niño —dijo. Y mirando a Archibugi, añadió—: Y tú no te preocupes, inspector. No me meteré por medio.
—No me preocupo en absoluto, inspector —concluyó Archibugi.