Capítulo 8

—¿Así pues? —preguntó Scialoja.

El coche los llevaba de vuelta a la ciudad. El carro del hospital los seguía por la calle de tierra, sobre la que se extendía una capa de fango y hojas muertas. Se percibía olor a setas. Algunas moscas zumbaban pesadamente sobre las viñas.

—¿Así pues qué? —ladró Quadraccia. Agitó frente al delegado el sobre con las impresiones fotográficas—. Yo tengo mi investigación, la «vejiga» del Tíber, ¿ya no te acuerdas? Paso el informe al jefe y adiós muy buenas.

Scialoja asintió. ¿Qué otra cosa podía esperarse? Por una parte, estaba claro que aquel caso no le gustaba, no quería ocuparse de él. Y, por otra parte, había algo que… En aquella ocasión, Quadraccia estaba mostrándole al delegado un aspecto desconocido de su personalidad. El mismo hecho de que no le chinchara recordándole aquel acceso repentino de llanto que le había bloqueado la garganta y por el que había tenido que alejarse a toda prisa de los restos de aquel pobre desgraciado… No, realmente, Quadraccia estaba irreconocible.

—Realmente no me da ninguna envidia, tu…, el inspector Archibugi. Aquí abajo hay un follón de aúpa y el Toscano nos reparte por toda Roma, cuando habría convenido concentrarlo todo, ¿me entiendes? Esto, en cambio, es como echarle más agua a la sopa.

Scialoja esbozó una sonrisa. «Ahí está —pensó—: primero da a entender que quiere lavarse las manos y luego le da vueltas». Por algún oscuro motivo, a Quadraccia le interesaba aquella investigación, pero al mismo tiempo la rehuía. Quería ocuparse y al mismo tiempo no quería. ¿Quizá porque había un niño de por medio? ¿Acaso no le había indicado, prácticamente, al médico que escribiera en el informe: «menor de doce años», para agravar las circunstancias de los eventuales culpables? Pero ¿por qué lo transformaba de aquel modo la muerte de un niño? De acuerdo, Scialoja también había tenido un momento de debilidad, pero era diferente: él era un ser humano, mientras que Quadraccia…

—Por ejemplo, el pollero… —prosiguió el inspector.

—¿Petrocchi?

—Petrocchi: yo me lo llevaba conmigo, me pegaba a sus talones hasta haber desenterrado al niño, no le quitaba ojo mientras excavaban la fosa y luego le decía: «¡Venga, enséñame esas letras, ahora!». ¿Y qué tenemos? Nos volvemos a la comisaría con un problema más, si es cierto lo que dice ese médico de sifilíticos —dijo, señalando con cara de asco al carro que tenían detrás.

Scialoja no respondió, pero era de la misma opinión que Quadraccia. Del inspector se podían decir muchas cosas: cínico, violento, mentiroso…, pero conocía su trabajo. Desde luego, no era alguien a quien se pudiera enviar al Quirinale a investigar el robo del fusil de caza preferido del Rey… En aquel momento, le pasó por la mente una idea malvada: que al Quirinale habrían podido enviar a Corrado, con sus buenas maneras y el tono distinguido que sabía darle a la voz. Y enseguida frunció el ceño: ¿por qué había pensado aquello? O, mejor dicho, ¿por qué le había dado un tono ligeramente ácido? Archibugi no era sólo un inspector; era un amigo. Habían trabajado juntos muchas veces, era el prometido de su hija. «Sí, claro —pensó—: el prometido de mi hija…».

—A propósito de ataúdes —se le ocurrió decir al cochero, que ya había digerido la ofensa de la mañana—, ¿saben el chiste del viejo que de pronto se encuentra con que su mujer estira la pata?

—No —dijo Scialoja, contento ante aquella ocasión de abandonar sus reflexiones por unos minutos.

Cruzó los dedos sobre la barriga y se preparó para escuchar.

—¿No será el del saliente de la pared? —intervino Quadraccia.

—Sí, pero escuchen…

—Ya lo conozco —le interrumpió Quadraccia.

El cochero hizo ademán de girarse, pero luego se encogió de hombros y azuzó al caballo con un grito, como para abreviar en lo posible aquel calvario.

—Yo no me lo sé —protestó Scialoja, que se caló bien el sombrero, que estaba a punto de salirle volando.

—Pues pídale a su amigo que se la cuente —espetó el cochero.

Scialoja se giró como pudo, encajado en el asiento del coche, para mirar al inspector a la cara: pero él había sacado del sobre las imágenes y las estudiaba con atención, como si no mostraran a un cadáver pescado en el Tíber tras quién sabe cuántos días, sino un paisaje idílico.

Al cabo de un rato, Quadraccia dijo, casi como si hablara solo:

—También este asunto de la «vejiga» es un buen problemón. Veamos qué piensa el jefe. No sé si podré ocuparme de las dos cosas.

Scialoja no pudo más:

—Pero ¿quién te lo ha pedido? De este asunto ya se ocupa Corrado. Nosotros sólo teníamos que exhumar el muerto. ¿No has dicho que haces el informe y adiós muy buenas?

—Tampoco hace falta ponerse así, delegado Scialoja. En el fondo, ahora ya me han metido en el ajo.

—No entiendo nada. ¡Hace cinco minutos decías que devolvías la pelota al jefe y fuera! ¿Se puede saber qué te pasa, Homilías?

Quadraccia miró detenidamente a Scialoja sin decir nada. Tenía los ojos inexpresivos, como siempre, y el delegado comprendió que no le estaba mirando a él, sino a algo muy lejano en el espacio o en el tiempo.