Montados en un coche de plaza, Scialoja y Quadraccia procedían casi a paso de hombre, porque les seguía el carro cubierto del hospital. En el carro había una camilla y dos camilleros sentados uno frente al otro, medio dormidos, con unos sucios pañuelos al cuello que les servirían, una vez empapados en vinagre, para protegerse de los efluvios del cadáver; en el pescante iban el cochero y el forense, que además era cirujano del hospital de la Consolazione.
Scialoja cayó de pronto en la cuenta de que era la primera vez, desde el mes de marzo anterior, que él y el Homilías se encontraban juntos, en un coche, siguiendo una investigación. En aquella otra ocasión había acabado mal: Quadraccia había terminado con un disparo de fusil en el hombro y había pasado un par de meses en el Santo Spirito.
A causa de aquella curación milagrosa, en la comisaría alguno había empezado a llamarlo Lázaro, en vez de Homilías, porque realmente había estado a un paso de estirar la pata: pero nadie tenía el valor de usar aquel mote en presencia del interesado.
Scialoja lo miró de reojo: quién sabe si él también estaría pensando en aquella coincidencia, en aquel otro trayecto en coche. Pero era muy difícil intuir los pensamientos de Quadraccia; con el transcurso de los años, el inspector se había construido una máscara de cinismo y de desprecio por todo y por todos, tras la cual escondía sus desilusiones y sus dolores privados, que sólo Scialoja y pocos más conocían, y de los que se guardaban mucho de hablar.
—Has empezado con mal pie con el doctor, Homilías —dijo Scialoja.
El médico se había negado a ir en coche con los policías cuando Quadraccia, en el momento de las presentaciones, primero había mirado con frialdad la mano que le tendía a modo de saludo y luego se había girado sin decir una palabra.
Quadraccia se encogió de hombros.
—Mira, viejo, si no te importa, yo no le doy la mano a uno que cura a sifilíticos.
El aire gélido y seco atenuaba los miasmas del Tíber y les hacían llegar los gritos del mercado de la Piazza Montanara y de los otros mercadillos de los callejones de los alrededores, el voceo de los vendedores ambulantes, los gritos de los niños y el martilleo de los herreros, de los carpinteros, de los alpargateros, toda la cacofonía de aquel extremo de Roma, a sólo unos cientos de metros de donde se abría el campo. Los dos policías habían mandado al médico y el coche al hospital que más a mano les venía, el de Santa Maria della Consolazione, precisamente, y ahora bajaban hacia la Boca de la Verdad. Los charcos de agua a los lados de la calle aún tenían hielo, y de la ropa tendida caían gotas heladas.
—A este inglés…, ¿tú lo conoces?
Por norma, Scialoja evitaba hablar con Quadraccia, a pesar de que ambos fueran de los pocos «polis» pontificios integrados en la Regia Pubblica Sicurezza, y de que, por tanto, se conocieran desde hacía años; no obstante, al igual que Archibugi, el delegado había intuido que había algo raro en la actitud del inspector aquella mañana, y tenía curiosidad por conocer el motivo.
—Sí —confirmó Quadraccia—. Cuando se presentó en la comisaría, yo estaba en el despacho y Archibugi no. Acababa de volver del hospital. No entendí ni una palabra, conmigo hablaba que parecía un campesino del norte, después llegó tu yerno y empezó a explicarse en cristiano. Ése está más loco que un caballo.
El cochero se giró y dijo:
—Los caballos son animales muy inteligentes.
Quadraccia se dio aire agitando una mano frente a la cara.
—Date la vuelta —protestó con una mueca—. No bebo por las mañanas.
El cochero se quedó mirando la cicatriz y la nariz torcida del inspector vestido de muerto y se giró. Pero para darle en las narices sacó una botella de debajo del pescante y le dio un buen trago.
—No es mi yerno —precisó Scialoja.
Quadraccia miró al delegado con ostentación. El aire gélido daba al rostro del inspector un semblante aún más cetrino, sobre el que destacaba la cicatriz como una señal lívida, azulada.
—¿Qué te roe por dentro, viejo? ¿No estás de acuerdo con los gustos de tu hija?
—¿Por qué no lo dejas? Yo te he preguntado por el inglés.
Por un momento se oyó únicamente el traqueteo del coche y el repiqueteo de los cascos de los caballos. Después Quadraccia se encogió de hombros y volvió a mirar afuera, hacia Santa Maria Egiziaca. Unos bueyes bebían de un abrevadero junto a la fuente de los Tritones, moviendo perezosamente el rabo, ajenos al hecho de que muy pronto llegaría el matarife.
Scialoja caviló unos instantes sobre lo que le había dicho Quadraccia, mesándose la barba, para luego interrogarlo casi con desgana, para ahuyentar otros pensamientos.
—Y así, ¿por qué dices que está loco?
Pero Quadraccia no estaba muy locuaz. No lo estaba nunca, y aquella mañana menos aún: parecía que esperara algo demasiado desagradable incluso para él.
—No hay más que verlo: lo lleva escrito en la frente —se limitó a decir, y le ordenó al cochero que se parara.
—¿Y ahora? —preguntó Scialoja.
Quadraccia bajó y se dirigió hacia la tienda de un fotógrafo, bajo la mirada curiosa del médico. «FOTOGRAFÍA HERMANOS DE BONO», decía el rótulo, que indicaba también que los precios eran fijos y que los hermanos De Bono hacían «vistas, retratos, panoramas, dibujos de Rafael, Miguel Ángel, etc.». Pocos minutos después, salió con un sobre amarillo en la mano mientras un hombrecillo vestido con camisa y chaleco y el rostro congestionado intentaba retenerlo.
—Se aprovecha porque… —lloriqueaba uno de los hermanos De Bono, que, a la intemperie, empezaba a sentir el frío en los brazos y se los masajeaba.
Quadraccia se alojo y lo dejó, resignado, en lo puerta. Subió al coche, lanzó el sobre entre los brazos de Scialoja y le dijo al hombrecillo en voz alta:
—Te he dicho que te pagaré…, pero sólo cuando el informe del forense hable de investigación. Si no te parece bien, vete a comisaría y dile a Lorenzo Panicacci que te pague. ¿Has entendido? Y tú, pon en marcha este pollino.
—¿Y esto qué es? —preguntó Scialoja, mientras pensaba que, con tipos como Quadraccia, la «nueva» policía se haría odiar en la capital al menos tanto como la vieja.
—Mi «vejiga».
Scialoja abrió el sobre. Había tres impresiones fotográficas sobre papel a la albúmina, de unos veinte por veintiséis, cada una de ellas pegada sobre una cartulina rígida ocre con una raya verde alrededor, lista, para enmarcar. Le bastó echar un vistazo rápido para comprender que nadie, ni siquiera Quadraccia, colgaría aquello de una pared: no obstante, intentó no mostrar ninguna expresión, porque sabía que Quadraccia lo miraba por el rabillo del ojo, buscando el mínimo rastro de una mueca de asco. Se limitó a emitir un suspiro, volvió a meterlas en el sobre y se las pasó al inspector, que las examinó a su vez atentamente.
—Ha hecho un buen trabajo, ese viejo achacoso —comentaba—. Cuando ha visto el cadáver, un poco más y cae fulminado. ¡Mira, aquí también estoy yo! Este pie es mío. Bastaba con tocarla con la punta del zapato y se ponía a soltar pedos por todas partes, como un odre lleno de gas.
—¿Y éste es el muerto de Ripa Grande?
—Pues sí. Aunque debe de tratarse de una muerta. El forense trabaja en esto desde ayer…, no le envidio en absoluto. Esta idea de las fotografías, me la ha dado tu… Archibugi, quería decir.
Scialoja asintió, sin dar importancia a la alusión ahogada entre los labios del inspector. Había visto a Archibugi en acción en otras ocasiones, frente a los cadáveres. A menudo mandaba que tomaran «fotografías de conjunto», como decía él, y a veces resultaban de una importancia capital, pues permitían conservar detalles que de momento podían pasar desapercibidos, por si, por el momento, se careciera de los elementos necesarios para darles su justo valor. Al principio, aquel modus operandi había provocado un pequeño escándalo en comisaría, y Panicacci incluso había sentenciado que le parecía de un gusto dudoso, si no ya blasfemo, fotografiar al cadáver de una persona asesinada. Alguien había incluso susurrado que el inspector buzzurro traía mal fario. Después se recordaría únicamente como una rareza de un hombre meticuloso y forastero, en general querido por sus colegas y en tregua armada con su superior.
—Sí, ya sé que Corrado tiene esa costumbre. Pero tú no tienes su mentalidad cuadrada, Homilías. Así que…
—Es verdad. A mí estas fotografías me sirven para poner incómoda a la gente, para que se agiten, para ver cómo reaccionan, para meterles miedo… Funcionan estupendamente.
Scialoja no replicó. Prefirió respirar a pleno pulmón el aire cargado del olor a tierra húmeda y a hojas muertas procedente del campo que estaban atravesando, en ruta hacia San Paolo y la Morte Desolata. La hierba cubierta de escarcha daba una imagen de candor y pureza que desentonaba con lo que eran ellos, y con lo que encontrarían en breve.