En el segundo piso del Palazzo Braschi, sede del Consejo de Ministros, del Ministerio del Interior y de un núcleo de funcionarios de Seguridad Pública, el agente de guardia estaba inmerso en la lectura.
Tenía sobre la mesa unas grandes hojas impresas con abigarradas columnas y seguía las palabras con el dedo, moviendo los labios como un escolar. Estaba tan absorto que ni siquiera reaccionaba ante el volumen del discurso airado del superintendente de Seguridad Pública Lorenzo Panicacci. En otro momento habría aguzado el oído, por aburrimiento, si no ya por curiosidad: pero en este caso no había discusión que valiese entre Panicacci y sus inspectores, ni siquiera aunque estuviera precedida, como había ocurrido poco antes, por unas extrañas idas y venidas de delegados de Seguridad Pública que tomaban declaraciones.
El dedo avanzaba rápido por las líneas, la mente le volaba lejos. El guardia estaba rendido a la novela por entregas del momento.
Los temibles ojos del doctor Bellacuccia, que habían visto villanías de todo tipo, se habían vuelto grandes, grandísimos, fijos; parecían dos afiladísimos puñales que penetraban en el cerebro, o incluso en el corazón del inspector Sperelli, quien, por mucho que lo intentara, no conseguía escapar a su extraño poder magnético. ¡Era una mirada como la que adoptan algunas terribles serpientes del Lejano Oriente, con la que dejan petrificados incluso a tigres o leopardos!
La mano del inspector, con la que agarraba el revólver, se abrió por fin, desprovista de fuerza. ¡La situación se invertía! Cuando parecía que al final la ley triunfaba sobre el maléfico doctor, sus poderes hipnóticos habían convertido una derrota en victoria. ¿Era invencible, pues, aquel demonio de hombre? ¿Cuánto tiempo más oprimiría a Roma, corazón del bello reino de Italia, en una red de engaños y chantajes?
Sperelli no podía apartar la mirada de aquellos ojos que parecían adquirir un tamaño enorme, hasta que una voz, aparentemente lejanísima, le acarició el oído, dulce como la resaca del mar: «Ahora, dormid».
El doctor Bellacuccia se veía obligado a hacer gala de todos sus recursos: o conseguía que el inspector perdiera la memoria, ahora que había descubierto su identidad secreta como oscuro autor de mil intrigas, o se vería obligado a abandonar la partida y perderlo todo.
Lo que quedaba fuera de toda cuestión para el doctor Bellacuccia era acabar con el inspector, porque…
—Agosti, ¿qué sucede ahí dentro?
El guardia levantó la vista de la novela y miró con aire confuso al hombre robusto que tenía delante, de espesa barba y cabello blanco, pobladas cejas y mirada torva: el delegado Oreste Scialoja.
—Señor delegado… ¿Qué sucede dónde? Ah, sí. No sé, parece que están discutiendo con ganas. Era la habitual reunión semanal de los inspectores, hoy es miércoles, pero luego se ha presentado un delegado, no recuerdo de qué sucursal, con un informe urgentísimo… y desde ese momento, fíjese cómo están las cosas. El toscano está que suelta espumarajos por la boca.
—¿Y no has oído de qué se trata?
—No. Estaba leyendo.
—Estabas leyendo —repitió el hombre, con una mueca de incredulidad.
Miró unos segundos más la puerta cerrada, mesándose la barba, pensativo, y luego se despidió con un gesto y se alejó por el pasillo, mientras un escalofrío le recorría los huesos, como el presagio de una gripe.
El guardia resopló y volvió enseguida al punto en que había dejado La novela del momento, El misterio del doctor Bellacuccia, sin imaginar que, al otro lado de la puerta del despacho del superintendente, se hablaba precisamente de aquella novela.
* * *
De pronto, el inspector de Seguridad Pública Corrado Archibugi vio la mosca.
Había sobrevivido a aquel frío terrible de principios de noviembre, insólito para Roma, y había encontrado refugio en el despacho de Panicacci. La mosca era el único ser vivo, aparte de Panicacci, que no intentaba huir de aquella sala lo antes posible. «Quizá —pensó Archibugi mientras la voz del superintendente tronaba en protesta por tanta ineficacia y negligencias—, quizá porque está medio atontada por el frío. Será por eso». Efectivamente, la mosca se movía trazando movimientos circulares amplios y relajados, como si estuviera en las últimas.
—¡No podemos seguir así de ningún modo!
Archibugi estaba de acuerdo: no podían. ¿Cuándo se decidiría por fin a dejarles trabajar? ¡Él y los otros dos inspectores llevaban allí bloqueados media hora! Y menos mal que era una emergencia, tan grave que había provocado que saltara la reunión semanal impuesta por Panicacci hacía unos meses: si no, no habría modo de salir de allí antes del mediodía.
—Que yo, un superintendente de la Seguridad Pública, tenga que enterarme de las cosas…
La mosca se había posado sobre el vidrio que protegía un retrato de Joseph Fouché, colgado en la pared a espaldas de Panicacci. El insecto apenas conseguía mantenerse sobre el cristal, y resbaló hacia el lado inferior del marco, donde se puso a caminar lentamente adelante y atrás. Fouché, con el rostro sombrío, hundido, los labios finos apretados, como encerrando el secreto de su alma, parecía mirar fijamente a la mosca, entrecerrando los ojos, maldiciéndola con la mirada. ¿O sería que Fouché miraba en realidad hacia abajo, a Panicacci?
Archibugi se peinó los tupidos y oscuros bigotes, recordando el día en que Panicacci había «presentado» el cuadro: lo había visto en París, según había explicado medio oculto tras el humo de la pipa, e inmediatamente había sentido el impulso de comprarlo como estímulo para «nuestra actividad cotidiana de defensores de la ley y del Estado, en nombre de nuestro querido rey Víctor Manuel». En aquella ocasión, a Archibugi casi se le escapó decir que, en realidad, en su tiempo se decía de Fouché que «primero se ocupa de lo que le importa, y luego de todo lo que no le importa», y que para sobrevivir como ministro de la Policía bajo tantos patrones y tantas banderas, la única actividad cotidiana a la que se había tenido que dedicar era a reunir información que pudiera usarse para chantajes o intimidaciones, en vez de a defender el Estado. Pero había preferido dejarlo correr y limitarse a pensar que en aquel mismo momento seguía habiendo gente como Fouché, en el mismo edificio en que convivían diversos poderes. Porque Joseph Fouché en el fondo era como Don Juan: no un hombre, sino más bien un modelo, una idea, un tipo de persona.
—Dígame entonces, si ese señor… ¿Cómo se llamaba?
En pie, junto a la puerta, el delegado de Seguridad Pública Eugenio De Matteis, corpulento y expresivo como un campesino menos tonto de lo que quisiera parecer, sacó pecho, metió la barriga y puntualizó:
—Fabio Petrocchi, dottor Panicacci.
—Pues si ese Petrocchi esta mañana no hubiera prestado declaración espontáneamente, y digo espontáneamente…
Archibugi, que había, posado la mirada por un instante en De Matteis y sus rosadas y gordinflonas mejillas, volvió a fijarla en Fouché: la mosca había desaparecido. Entonces empezó a recorrer con la vista todo el despacho: la librería llena de textos de jurisprudencia, el escritorio de Panicacci cubierto de papeles, pipas y hebras de tabaco, las paredes, la ventana desde la que se veía la cúpula de Sant’Agnese, que se elevaba sobre los tejados bajo un sol helado. Nada.
En el transcurso de la búsqueda, los ojos de Archibugi se cruzaron con los de sus colegas, todos alrededor de la mesa de reuniones. El inspector Ettore Calistri estaba frente a él, en diagonal, de modo que sólo le ofrecía una cuarta parte de su rostro a Panicacci, sentado tras el escritorio. El codo sobre la mesa, la mejilla hundida en la mano, los ojos escondidos tras los dedos: una posición estratégica ideal para dormitar.
Junto a Archibugi, a su vez, estaba el anciano inspector Onorato Quadraccia, con los brazos cruzados y su consabido abrigo negro puesto, a pesar del calor de la estufa, los ojos inexpresivos clavados en Panicacci sólo para guardar las apariencias, pero en realidad entretenido en alimentar alguno de sus múltiples odios hacia la humanidad. Una silla vacía esperaba al inspector Terenzio Sabbatini, que siempre llegaba tarde.
Archibugi pensó que, si él y los otros inspectores estaban distraídos de un modo tan evidente ante su superior, teniendo en cuenta además el horrendo delito del que se hablaba en la declaración que descansaba sobre la mesa de Panicacci, debía de ser porque aquella pérdida de tiempo y aquellas charlas estériles no tenían sentido en aquel contexto sangriento. Aquello no era más que un modo de mantener los nervios controlados. De oponer resistencia al sinsentido.
—Y menos mal que nuestro delegado aquí presente, el delegado…
—De Matteis, dottore. Sucursal de la comisaría de…
—Y menos mal que nuestro delegado De Matteis ha comprendido enseguida…
—Enhorabuena, De Matteis —gruñó Quadraccia, sin apartar la vista de Panicacci.
El superintendente se quedó observando por un momento al anciano inspector, intentó comprender la intención de la frase, no entendió y, dado que temía a Quadraccia, confirmó, dubitativo:
—Sí, enhorabuena, De Matteis, por haber comprendido inmediatamente el calado de esta declaración, que si no…
¡Ahí estaba! Archibugi posó la mirada sobre la superficie de la mesa de reuniones, mientras Panicacci seguía con sus arengas y De Matteis permanecía tieso frente a la puerta. La pequeña mota negra que formaba la mosca destacaba claramente sobre la superficie brillante de la mesa, iluminada por la luz del sol que entraba por la ventana.
—¿Qué voy a decir, qué puedo decir, cuando el señor comisario me llame para…?
La mosca había rodeado el codo sobre el que se apoyaba toda la estrategia del somnoliento Calistri, había alcanzado el centro de la mesa, donde la luz del sol dibujaba las vetas de la madera. Hacía calor, la estufa estaba al rojo. Archibugi empezó a luchar contra sus parpados, que amenazaban con cerrarse…
¡Paf!
Archibugi abrió los ojos como platos, el codo de Calistri resbaló. Donde antes estaba la mosca, ahora estaba abierta la mano larga y huesuda del inspector Quadraccia. La mano se levantó lentamente y dejó a la vista una mancha pegajosa sobre la mesa. Quadraccia se limpió la mano con el abrigo.
—Tiesa —dijo, sin ninguna inflexión en la voz.
Calistri, con los ojos enrojecidos, intervino:
—Tampoco ha sido un gran golpe, Homilías. Ya estaba medio muerta.
—¿Por qué no vuelves a dormirte, querido Ettore? Aquí aún estamos escuchando a nuestro estimado amigo.
Archibugi seguía el diálogo, preparándose para la tormenta. Efectivamente, Lorenzo Panicacci había interrumpido su discurso, incrédulo ante aquel motín, con los ojos fuera de las órbitas, el rostro congestionado y los quevedos colgando del cordón fijado al cuello de la chaqueta. Fouché miraba al superintendente como si quisiera dejar clara la distancia que lo separaba de un inepto como él.
—Inspector Quadraccia… —arrancó Panicacci, severo.
—Esa mosca me distraía.
Panicacci consideró la pueril excusa. Sabía que el viejo inspector era un hombre difícil: una vez que le había reñido por haber dado una somanta de palos a un sospechoso, él le había respondido con su habitual mala educación: «La mierda no se palea con cucharilla de plata»; después, se había dado media vuelta y había dejado solo a su superior, alimentando una úlcera. No, mejor no insistir. Panicacci cambió de objetivo, cada vez más nervioso.
—¿Y usted, Calistri? Usted que estaba durmiendo, ¿qué me dice?
—Dottor Panicacci, ante todo, yo no dormía. Y en cualquier caso, la reunión semanal de los inspectores ha sido anulada cuando ha entrado el delegado De Matteis con su declaración, que, con todo respeto, no me incumbe en absoluto. Como mucho incumbe a Corrado, por lo que se ha visto hasta ahora…
Quadraccia mantenía el abrigo bien cerrado con los brazos cruzados sobre el pecho.
Archibugi se estiraba los bigotes, pero, por lo demás, permanecía inmóvil.
Panicacci miró a derecha e izquierda, pasando revista a «sus hombres», incluida la silla vacía de Sabbatini; después se dirigió a De Matteis, como en busca de comprensión, pero el delegado no se atrevió a tomar partido; el superintendente rebufó y se pasó una mano por la frente. Sentía clavados los ojos implacables de Fouché. Se dejó caer en la silla, como desprovisto de toda voluntad.
—Está bien, quitaos de en medio. Si hasta ahora no he conseguido crear un mínimo de espíritu de equipo, nunca lo conseguiré.
Una repentina animación, movimiento de sillas, esbozos de saludos. Sólo Archibugi se había quedado sentado, porque Calistri tenía razón, aquel asunto le concernía a él, en primera persona.
Panicacci tuvo un impulso vengativo.
—No, no, usted quédese, inspector Quadraccia. Y usted, obviamente, De Matteis.
Quadraccia, alto y enjuto, estaba ya en la puerta: se giró lentamente. El rostro afilado, la nariz rota, la cicatriz en el pómulo, los ojos mortecinos y los cabellos de un blanco amarillento pusieron incómodo a Panicacci, que enseguida precisó, con el acento toscano que se hacía más evidente a medida que se iba poniendo más nervioso:
—No querrá que lo haga todo solo el inspector Archibugi, ¿no? Ya ve usted mismo que la situación requiere una reacción muy rápida. Hoy mismo quiero que tengamos una imagen clara de todo el asunto. Adelante, hágame el favor, siéntese.
—Dottor Panicacci, anteayer fue Todos los Santos y ayer el día de los muertos: en dos días, seguro que han destripado a más de uno, y si no voy yo por los hospitales, ésos desde luego no vendrán a presentar denuncia…
Quadraccia se había asignado la misión de combatir la campaña de intimidaciones que infestaba Roma, los duelos de honor a cuchilladas, los diversos jefecillos de bandas que dominaban los barrios con la autoridad que les otorgaba su propia fanfarronería y la fuerza bruta. Casi cada día hacía la ronda por los hospitales, acumulaba listas de muertos y heridos que, después, en el despacho que compartía con Archibugi, repasaba mentalmente durante horas, conjeturando sobre posibles culpables. Así se había ganado el apodo de «el Homilías» y la fama de perseguidor de matones, odiado en igual medida, a causa de sus modos brutales y despiadados, por los romanos y por Panicacci.
Archibugi, al oír las objeciones del anciano inspector, entrecerró los ojos: ¿qué era lo que atormentaba a Quadraccia? Nunca había replicado a una orden ni había buscado una excusa: no por sentido del deber, sino por no darle la satisfacción al superintendente. Y ahora se ponía a protestar. ¿Por qué?
—Por favor, inspector. Deje estar a sus matones de barrio, que se maten unos a otros. Total, es el único modo de hacer algo más civilizada esta ciudad. Ha oído la declaración de ese tal…
—Petrocchi —recordó, molesto, De Matteis, que empezaba a comprender cómo funcionaban las cosas en aquella comisaría.
—… de ese tal Petrocchi. Es imprescindible comprobar cuánto hay de cierto en ella, aunque de momento no tengamos motivos para dudar del testigo. ¿No es así, delegado?
—Sí. Fabio Petrocchi no tiene cuentas pendientes ni resueltas con nosotros. Desarrolla su actividad comercial desde hace años en la Via Capo Le Case. Yo mismo he visto que ha puesto una vela en la tienda para recordar la aparición del pequeño. Así que ese punto está confirmado…
—Vamos, que es un meapilas —comentó Quadraccia, que se sentó con un suspiro y sin sacar las manos de los bolsillos del abrigo.
—Es mandatario de la Fraternidad de la Morte Desolata, ¿qué te esperabas? —le respondió De Matteis, que conocía a Quadraccia desde hacía años.
—Oiga, dottore —contraatacó Quadraccia—, ¿y de la investigación sobre la «vejiga» hallada en Ripa Grande?
La «vejiga». Así había bautizado Quadraccia al cadáver de una mujer que habían sacado del Tíber, en un estado asqueroso y que, sin embargo, había inspirado aquel epíteto al inspector. La «vejiga»: una masa de carne verduzca, hinchada, reventada y mordisqueada por los peces.
—¡Venga, Quadraccia, deje de crearme problemas! Por lo que nosotros sabemos, esa «vejiga», como la llama usted podría haber muerto de vieja, por lo que esperaremos el informe médico antes de hablar de investigación, ¿de acuerdo? Y ahora vamos a lo que nos interesa.
Encendió la pipa y le dio unas caladas nerviosas. Archibugi sacó del bolsillo medio puro toscano y lo encendió. Un denso humo azulado empezó a trazar arabescos por el techo. En el silencio de aquellos segundos de concentración se oían las carrozas que rodaban por la Piazza Navona y el habitual organillo con melodías de ópera que iniciaba su cantinela.
—De modo que nos encontramos con un lío tremendo —declaró Panicacci—, tres hilos que se mezclan: la declaración de Petrocchi, lo del inglés, ese tal…
—Se llama Arthur Barrington, superintendente —indicó Archibugi.
De Matteis le lanzó una mirada escrutadora: eran sus primeras palabras desde que se encontraban todos allí dentro, y le habían bastado para darse cuenta de que era del norte, un buzzurro. Debía de tener poco más de treinta años, pero parecía más viejo, incluso fatigado. Su espeso cabello negro ya dejaba entrever tonos grises en las largas patillas; la delgada nariz parecía aún más fina, como por efecto de alguna fiebre; en la frente se concentraban unas arrugas precoces. El oscuro bigote le daba un aspecto aún más pálido al rostro. Y tenía los ojos grises, fríos, afilados. Tras el reconocimiento visual, Matteis evaluó al inspector: un hombre inteligente que intenta pasar de lado por la vida, para evitar encontrarse en el blanco de los mazazos que ésta siempre nos reserva. Probablemente honesto. Inteligente, reservado, honrado; quizás algo fuera de lugar, en aquella comisaría.
—… lo que Barrington le había revelado al inspector Archibugi y, por último, esta novela, El doctor Bellacuccia o como se llame. Este chupatintas, Tremolaterra… ¿Ustedes lo conocen?
Quadraccia asintió. A Archibugi se le apareció mentalmente la imagen de un hombrecillo pequeño, con los ojos achinados, los cabellos ralos pegados al cráneo, la raya en medio y el aire famélico del cazador de noticias sensacionalistas que, mientras oía la descripción de la escena de un delito de boca de Corrado, chupaba nerviosamente el lápiz y apretaba los ojos, pidiendo detalles sobre la posición del cuerpo, sobre la disposición de las heridas, sobre la cantidad de sangre vertida, sobre los familiares desolados, sobre las palabras del eventual sospechoso detenido que, en su transcripción, adquirían siempre un tono lapidario, macabro.
—Se presentaba a menudo aquí, como tantos otros periodistas, en busca de noticias. Pero hace ya un tiempo que no lo veo —dijo Corrado—. Se ve que Bellacuccia da más dinero. No consigo recordar para qué periódico trabajaba…
—¡Malditos periodistas, antes o después el ministerio tendrá que encontrar el modo de cerrarles la boca! —comentó Panicacci, que no sabía de los fondos reservados empleados de forma habitual por los funcionarios del ministerio precisamente con aquel fin—. En fin, quiero saber los puntos de conexión de estos hilos, y lo antes posible. Por supuesto, huelga decir que con la máxima reserva.
—Sí, pero alguien tendrá que interrogar a ese Tremolaterra. ¿Y cómo evitamos que la noticia no trascienda, si tenemos que hablar de ello precisamente a un periodista de su ralea?
—Archibugi, con Tremolaterra hablará usted. —De los pocos inspectores que coordinaba Panicacci, para los casos delicados no había muchas opciones: el único era Archibugi, con sus buenos modos y su tono suave—. Actúe como crea mejor, diga lo mínimo indispensable, desafíelo, invoque al orden público, córtele la lengua… ¡En fin, haga lo que le parezca, pero, por el amor de Dios, que los periódicos no se nos echen encima por este caso! Si le hincan el diente, ya no lo sueltan.
—Entonces, ¿quedamos así? ¿Voy yo a ver a Tremolaterra?
Panicacci extrajo un pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la frente. Quadraccia lo miraba como se mira el gusano de una manzana. De Matteis cambió de posición. Archibugi fumaba su puro y estudiaba al superintendente con los ojos grises de compás, como decían sus amigos de Turín, ojos que medían, analizaban, escrutaban a las personas de un modo que a veces resultaba insostenible.
—Estaría bien, sí —retomó Panicacci, que se levantó de golpe—, que fuera un único funcionario el que se ocupara de todos los aspectos del asunto, pero ahora no tenemos tiempo que perder, tenemos que recopilar el mayor número de informaciones posibles a toda prisa. Esperen… —Consultó el cuaderno, mordiéndose los labios, pensativo—. Sí, casi seguro que el juez instructor de este caso será el doctor Tosetti, al que conocen bien. En cuanto acabe aquí, iré corriendo a I Filippini para exponerle la cuestión y el modus operandi que hemos acordado, dado lo convulso del momento… —Archibugi tuvo la impresión de que Panicacci se estaba preparando ya el discurso para el juez, un milanés serio y bastante puntilloso con el que Corrado había trabajado en el pasado—. Creo que Tosetti apreciará nuestro esfuerzo organizativo. Tenemos que conseguir datos, y enseguida. Ahora mismo no contamos más que con la declaración de Petrocchi.
—Ya que va, haga que el juez le firme unas cuantas órdenes en blanco, que siempre van bien —masculló Quadraccia, a quien la meticulosidad cíe Tosetti le resultaba más incómoda que un uñero.
Panicacci le lanzó una mirada amenazante y reemprendió sus paseos alrededor del escritorio.
—Así pues, eso es lo que haremos, por lo menos de momento —concluyó—. Usted, inspector Quadraccia, coja un coche fúnebre, un médico y un delegado, y váyase enseguida a comprobar si ese cadáver existe; si es así, naturalmente lo exhumamos e intentamos descubrir la causa de la muerte y, sobretodo, si existen esas misteriosas marcas de las que habla Petrocchi. —Se dirigió a la ventana y la abrió de par en par; la voz de un chico acompañaba al organillo anunciando que «la calumnia es como una brisa», hecho sobre el que Tremolaterra y muchos otros de sus colegas habían basado su carrera. Volvió a sentarse—. Usted, en cambio, Archibugi, vuelva inmediatamente a ver al inglés y verifique escrupulosamente su declaración.
—Yo ya había verificado escrupulosamente su declaración en su momento, dottor Panicacci.
La mano de Panicacci cayó a plomo sobre el escritorio.
—Ah, sí, ¿eh? ¡Tan escrupulosamente que lo que ha dicho Barrington ha sido confirmado meses más tarde por Petrocchi! ¡Y con un muerto de por medio, por si fuera poco! ¡Y un cuerno, escrupulosamente! Si se llega a saber que nos habían avisado hace meses de un delito así… ¡Ya se lo explicará usted a Tosetti!
—Óigame, dottor…
—Basta, Archibugi. Las polémicas en otro momento. Usted ahora vaya a ver al inglés y haga que le diga todo lo que sabe. Después, y no antes, con todos los datos en su poder, vaya a ver a Tremolaterra. Esta tarde, cuando vuelvan, esperemos poder desembrollar un poco esta maraña. Luego veremos cómo proceder y sabremos también qué opina el juez. De Matteis, usted acompañará al inspector Archibugi.