El desfile de los moccoletti ponía fin al carnaval romano. La noche del martedì grasso, por las calles y los callejones atestados de gente, todo el mundo, con una vela o un farolillo en la mano, intentaba apagar los de los demás soplando, con un abanico, con un fuelle o incluso con un escupitajo, en una maraña pagana de cuerpos y gritos, de quiebros acrobáticos y codazos.
Era el último acto de una juerga colectiva de ocho días, tanto más pagana en cuanto que se celebraba en el centro de la cristiandad; con el simbólico apagado de las velas por la Via del Corso se decía adiós a las comilonas, a las máscaras, a los bailes, a los amores clandestinos, al lanzamiento de confeti y de guirnaldas, a las flores y a los caramelos; el Miércoles de Ceniza, Roma se despertaba extenuada, cubierta de verduras, de cartones y de cadáveres de perros y gatos que habían muerto a manos de gamberros, con el recuerdo de los carros y quizá de alguna inocua traición; er carnovale queda muerto y enterrado, los moccoli han cerrado la función; no se habla más: tutt’è ffinito.
Pero el sábado el desfile de los moccoletti aún quedaba lejísimos y la noche de juerga prometía no acabar nunca. En las calles principales, iluminadas para la fiesta, el carnaval rugía, la gente bailaba junto al desfile de carrozas con máscaras que les cubrían unos ojos aún enrojecidos por el vino y los farolillos de los alféizares se consumían, lo que daba un aire de vigilia fúnebre a los callejones oscuros a los que apenas llegaba el eco de los gritos y del baile.
Aquella noche de fiesta desenfrenada, el director del popular periódico La Capitule, Raffaele Sonzogno, subía las escaleras oscuras del edificio de la Via delle Coppelle 35, sede de la redacción.
Sonzogno no apagaría ningún moccoletto tres días más tarde; para él la función estaba ya casi muerta y enterrada; todo acabaría al cabo de menos de una hora, pero de él y de su final se hablaría mucho.
Al cabo de unas horas, en la Via delle Coppelle, la Policía asistiría a un espectáculo horripilante.
Los periodistas chapotearían en la sangre de Sonzogno durante meses, como, por otra parte, hacía meses que hurgaban en su vida privada (la esposa que le había traicionado con su mejor amigo, su pasado de periodista al servicio de los austríacos, los duelos, las constantes querellas por difamación…).
Alguien pagaría por aquel delito; pero también habría quien quedaría libre de cualquier declaración, testimonio, confesión, cotilleo o sospecha.
Eran casi las ocho y cuarto de la tarde. Sonzogno, con las pupilas ya adaptadas a la semioscuridad de las escaleras del edificio, se detuvo un momento en el rellano, jadeante. Las escaleras daban a un patio interior y, pese a ello, le llegaba un vago reflejo de las antorchas y de las linternas de la gente que pasaba a paso ligero por la calle, en dirección a la Piazza Navona o al Corso, emitiendo sombras que crecían como gigantes por los muros y desaparecían rápidas como fantasmas, y se llevaban consigo risitas sofocadas y carcajadas despreocupadas, gritos e improperios.
En una esquina de la calle, entre las sombras, un hombre encapuchado, con una capa que le llegaba hasta los pies y el rostro enmascarado, pese a la prohibición impuesta por la Policía, esperaba su momento.
Al pasar, un arlequín y una gitana observaron la máscara sobre el rostro y, sobre todo, la capa fina y elegante, no de aquellas mugrientas que se alquilaban por cuatro cuartos; pero no cayeron en la cuenta cuando, al día siguiente, los vendedores ambulantes despertaron a la ciudad somnolienta con la noticia del horrendo delito. El hombre encapuchado y escondido tras la máscara nunca aparecería en las páginas de sucesos ni en los informes de la Policía.
Raffaele Sonzogno se quedó mirando la puerta cerrada desde el rellano; allí vivía Garibaldi cuando estaba en Roma, justo en el piso por debajo de la redacción de su periódico. Una sonrisa le cruzó el rostro, la típica reflexión banal sobre las casualidades de la vida, que acercan a personas tan lejanas entre sí; luego siguió subiendo las escaleras mientras las voces de la calle subían y bajaban de intensidad como una marea.
Sonzogno recorrió por última vez los escalones que conducían al amplio piso, abrió la puerta y la cerró a sus espaldas.
Se sintió invadido por una sensación de ahogo: en las cinco salas flotaba aún el humo de cigarros puros, cigarrillos y pipas de numerosas jornadas de trabajo convulso, una peste que por mucho que se aireara el espacio no podía eliminarse, porque se había agarrado a las cortinas, infiltrado en las paredes, introducido en los muebles, pegado a los tinteros. A veces, Sonzogno pensaba que quizá fuera precisamente todo aquel humo concentrado el que mantenía en pie La Capitale, que de otro modo se habría hundido sobre sí mismo con todas sus polémicas, sus mentiras construidas a medida y, ocasionalmente, alguna incómoda verdad.
Lejos de allí, una guitarra emitió unas notas, acompañando el canto de un borracho que entonaba desafinado, y después se hizo el silencio.
Las diferentes salas del apartamento se vieron sumergidas en una tenue luz de acuario. Sonzogno esquivó las pilas de papeles amontonados, abrió una ventana y sintió el olor de la noche; después se dirigió a su escritorio. Encendió un fósforo y lo acercó a la mecha de la lámpara de petróleo.
* * *
Una sombra se desliza por las paredes del piso. Sonzogno siente un crujido e instintivamente se zafa para protegerse de algo que le rodea el cuello, se gira, se pliega en dos y retrocede derribando a su paso papeles y tinteros.
Ningún testigo hablará de gritos. Ninguno oirá nada. Pero hay gritos, chillidos como los de un cerdo en la matanza. Trece cuchilladas no pueden perderse en el silencio.
Al primer grito, el hombre de la capa que espera abajo avanza bajo las ventanas, como si esperara algo, o como si se dispusiera a ofrecer socorro. Mira a su alrededor; siente que se ahoga bajo la capucha y la máscara, el sudor le corre por las sienes, cada grito le recorre los huesos y le hace girarse a derecha e izquierda. Casi se arrepiente de estar allí abajo. ¿Por qué está allí? Únicamente para hacerse con un objeto que —sólo en ese momento cae en la cuenta— nunca podrá usar en su beneficio porque, si llegaran a saberlo, los instigadores de aquel terrible acto de violencia no dudarían en cometer otro delito. En cuanto corre la sangre, todas las cosas se perfilan con precisión, y se hacen evidentes unos límites que no deben sobrepasarse. Por otra parte, piensa, llegado el momento, aquel objeto podría hacerle muy poderoso…
En el piso, Sonzogno se defiende como puede, es un hombre robusto y enérgico, que ha defendido su honor en diversos duelos; pero está desarmado, mientras que el asesino cuenta con un arma de carnicero con la que, efectivamente, hace una carnicería: un cuchillo de doble hoja lanceolada, de más de veinte centímetros de longitud, que lleva grabados extraños signos cabalísticos.
Sonzogno intenta protegerse con los antebrazos, pero el cuchillo penetra, corta, rasga y desgarra; las salpicaduras de sangre recuerdan los puñados de confeti que vuelan por Roma, y los alaridos que salen de aquella garganta parecen los de un perro al que algún pillo de mirada excitada le está quemando la cola en el Panteón; el asesino y la víctima tienen los ojos abiertos como los de las máscaras de cartón abandonadas sobre las carrozas tras el desfile de la tarde.
Bajo las ventanas, el hombre de la capa ya no oye nada. Está empapado en sudor. Pasan corriendo un escudero y una hechicera, seguidos de un par de antiguos romanos. El ruido de pasos se aleja y todo es silencio y oscuridad. Poco a poco, la respiración del hombre enmascarado vuelve a la normalidad.
Pero aún no ha acabado.
El hombre frunce el ceño. Los minutos pasan lentos, no se oye más que algún grito lejano, una canción, algún tambor. Desde la ventana abierta no hay señales de vida. Se pasa la lengua por los labios resecos. ¿Es posible que Sonzogno haya ganado? Ya lo había dicho él, que no había que fiarse de aquel carpintero endemoniado. Y sin embargo, los gritos, aquellos chillidos de animal degollado…
¡Ahí está! Un rostro aparece en la ventana, espectral bajo la luz de la luna; mira abajo, con un movimiento de cabeza apático busca a alguien, después ve la capa y asiente, alarga un brazo y una mano deja caer algo que emite un destello.
El hombre enmascarado siente el peso del objeto que le cae entre las manos, lo guarda apenas un momento, justo lo necesario para comprobar que aquel tonto no se haya equivocado: pero no, no hay duda de que es la pitillera de plata que Sonzogno llevaba siempre consigo. Sobre la superficie brillante del objeto se ven unas huellas ensangrentadas y un trazo quebrado, un rayazo en el metal provocado por la furia del cuchillo.
Con un revuelo de la capa el hombre se aleja a un ritmo controlado, con la pitillera apretada contra el pecho, jadeante por la emoción. Poco después se libera de la máscara, que podría llamar la atención de algún guardia municipal, se quita la capucha y desemboca en la Piazza delle Cinque Lune; unos pasos más y desaparece en el bullicio de disfraces y gritos que invade la Piazza Navona.