Capítulo 17
Ha pasado una semana. El día siguiente a aquella noche Teruko abandonó el trabajo por la tarde y prematuramente con la excusa de un dolor de cabeza. Desde entonces y por espacio de siete días no había acudido al trabajo, ni dado aviso alguno.
Cuando el gerente, Otagi, y Makoto se quedaron solos en la oficina de éste, Otagi hizo algún comentario burlón para pincharle a su amigo en la vanidad. Pero Makoto, aparentemente impasible ante la ausencia de Teruko, dijo finalmente:
—Esa chica ya no vuelve.
Y añadió con una jovialidad mecánica:
—Si fuera una chica capaz de presentarse de nuevo como si nada hubiera ocurrido, sería perfecta para convertirse en mi mujer, pero también ella es mediocre. La mediocridad suele recorrer siempre el mismo sendero, igual que hacen por las trochas los ciervos y los jabalíes. Por eso, para atrapar a los mediocres hay que hacer lo mismo que hacen los cazadores: esperarlos con paciencia agachados al borde del sendero. No falla. Es una historia absurda.
—No entiendo nada de lo que dices —repuso Otagi.
—Lee esto —dijo Makoto sacando del cajón un fajo de documentos y tirándoselo—. Son copias, de todos modos.
En la primera página se podía leer: «Informe de investigación personal, núm. 771. Agencia Teitan». Era el informe de una agencia privada de detectives contratada por Makoto.
Según dicho informe, Teruko llevaba tres meses embarazada. Su novio era un funcionario de bajo nivel de la Oficina de Recaudación Fiscal. Teruko no sólo lo ayudaba económicamente con varios miles de yenes cada mes, sino que además trataba de averiguar las ganancias reales de la Compañía Taiyo. Todo para promover el ascenso de su novio. Con los datos de Teruko, el novio podría establecer la base impositiva real que debería aplicarse a la compañía de Makoto. Eso le supondría una promoción en el trabajo y a la Compañía Taiyo una penalización por evasión fiscal…
—¡Vaya! ¡Esto sí que es una sorpresa! —exclamó Otagi sin inmutarse en absoluto. Pero es una consecuencia de lo más normal y corriente. Es el tipo de comportamiento que, aunque sabemos que puede ocurrir, se nos olvida. Por eso nos sorprendemos cuando se convierte en realidad. Ahora que lo pienso, algo me decía que esa chica no era trigo limpio.
—Eso lo dices porque no te caía ni bien ni mal.
—No lo niego —repuso Otagi. Y preguntó—: Pero ¿y tú? ¿Cómo puedes estar tan sereno?
—Bueno, ahora escucha. Mandé que la investigaran porque presentía algo. Puedes imaginarte que fue un trago amargo saber la verdad. Pero me parecía despreciable buscar una pequeña venganza, una venganza que sólo serviría para añadir más mediocridad a una conducta ya de por sí mediocre, hacer más vulgar algo que era vulgar en sí mismo. Quise entonces transformar esa infelicidad mediocre en que yo había caído en algo extraordinario. Me propuse, entonces, conquistarla con galanteos, es decir, convertirme de pies a cabeza en un galán inocente que afecta no saber nada. No debía despertar ninguna duda en ella de que yo creía a pies juntillas que era virgen. En eso sí que triunfé. Pero también fue un triunfo suyo. A decir verdad, no he conocido más que dos vírgenes hasta ahora. Pero no había conocido una virgen con tanta dignidad como esta falsa virgen. Interpretó la ceremonia de la rotura del himen tan exquisitamente que casi me hizo creer en su virginidad. ¡Una chica tremenda! Su actuación fue perfecta. Y yo disfruté al máximo con esta «virgen».
—¿Y después?
—Pues la recompensé.
—¿Cómo?
—Metí este informe en un sobre y le dije que lo leyera antes del día siguiente. Lo leyó en la oficina y desapareció. Pero no creo que tampoco ella sintiera pesar por lo de aquella noche.
—¡Qué juego tan cruel! En todos los asuntos de la vida siempre añades un poco de gracia maliciosa. ¿Por qué no te tomas la vida con más sencillez?
—No podemos ir más allá de nuestra propia medida —dijo Makoto con su peculiar sonrisa cínica mirando fijamente a su amigo.
—Bueno, y entonces, ¿qué?, ¿te sientes satisfecho o derrotado?
—Ni una cosa ni otra —repuso Makoto con una sonrisa—. Mi estado de ánimo tiene ahora sencillez, como tú dices.
—¿Me quieres decir, entonces, por qué una persona sencilla debe llevar siempre consigo un frasco de arsénico?
Makoto se puso pálido. Fue sólo un instante, pero lo suficiente para que Otagi se alegrara de haber visto con sus propios ojos la turbación de su amigo. Le dijo:
—Tranquilo, hombre, que no he entendido mal la razón de esa palidez. Sé que conseguiste ese veneno a través de un vendedor de penicilina. Eso fue hace ya mucho tiempo. Sé también que no puede ser para cometer un homicidio. Más bien, para un suicidio, ¿verdad? Pero, tranquilo. No tengo ningún derecho a impedir que un amigo mío se suicide. Me ha encantado, de todas formas, que te hayas puesto pálido por haber sospechado que yo pensaba que el suicidio era por el desengaño que has sufrido por culpa de esa chica. La puñalada más dolorosa que podría recibir tu orgullo es que la gente piense que te vas a envenenar por un desengaño amoroso. Supongo que la simple posibilidad de ese malentendido debe de ser para ti más doloroso que el mismo suicidio.
—¡Qué gran amigo tengo! —exclamó Makoto—. Conozco las implicaciones que tiene morir envenenado. Para empezar, sirve para justificar legalmente un incumplimiento de contrato. Si me enveneno y, por tanto fallece una de las partes, el contrato queda rescindido por la cláusula de modificación de circunstancias. Cuando se me acumulen las deudas y me vea en una situación desesperada, me bebo el arsénico y santas pascuas…, ¡adiós al mundo! De esa forma, y ya que los muertos no tienen capacidad de juzgar, se podrá sostener mi posición de que el acuerdo debe tener sus limitaciones.
—Ya veo que es un plan escrupulosamente preparado —dijo despreocupadamente Otagi, este amigo franco que ahora no prestaba demasiada atención al tinte trágico de las palabras de Makoto. Pero añadió—: Usas las reglas para atarlas siempre al futuro, un futuro al que caminas a toda marcha. Y nunca eres capaz de dominarte a ti mismo. No sé…, eres tan particular. Sin duda, algún día te tomarás el arsénico y morirás como deseas. Eres, además, el tipo de persona que, si ha decidido morir de un trago de veneno, jamás aceptará morir de un tiro.
—Pues sí… Más o menos. Está visto que tú y yo nos comprendemos demasiado bien.
—Es una forma de expresarse muy propia de ti. Pero tienes razón. Tal vez se ha amontonado demasiado polvo de comprensión en nuestra relación. En realidad, detestas que te comprendan. Sólo te permites a ti mismo comprenderte.
Makoto contestó:
—Tu idea es que sea la sociedad quien debe poseer al individuo y no el individuo a la sociedad, ¿verdad? Eres igual que una prostituta que comprende y deja que la comprendan. Te entregas a esa comprensión y, a la vez, exiges a los demás que se entreguen a comprenderte. Eres, amigo mío, la encarnación perfecta de la prostitución que hay en la sociedad moderna. La comprensión tiene validez gracias al dinero. Vivimos en una época corrupta. Yo he intentado protegerme de esta corrupción usando el dinero como escudo. El ser humano no tiene ninguna obligación de comprender, ni siquiera derecho a comprender, a no ser que utilice el dinero… Yo he querido fabricarme la utopía de dar al dinero ese poder. Pero tú… Tú eres sucio porque tratas de comprenderme.
—Si empiezas así, acabamos enseguida. Ya va siendo hora de que nos despidamos, ¿no crees?
—¿No será que quieres irte porque los apuros económicos de la empresa ya son previsibles?
Otagi contestó:
—Exactamente. Una compañía financiera tan alocada y ruinosa como ésta, antes de seis meses como mucho tiene que desaparecer…
—Sí, es una opinión perspicaz, una opinión que comparto. Pero si quieres marcharte, vete.
—Dame una indemnización de quinientos mil yenes como mínimo y me voy.
—Te has pasado. Ni que fueses socio capitalista… Confórmate con trescientos mil.
—Bueno, ya hablaremos de eso. De todos modos, gracias a los contactos de un cliente, me ha salido un trabajo en una empresa muy firme y segura. Empezaré a trabajar como un empleado corriente. En cualquier caso, me gusta más la sustancia que la apariencia.
—¿De qué sustancia hablas? —preguntó Makoto. ¿Te refieres a una semilla que ni siquiera es comestible y que, como la semilla de un kaki, va a tardar ocho años en dar fruto?[65]
—Pero eso es el futuro —repuso Otagi.
—¡Dios mío! ¡Tú sí que vas a vivir muchos años!
Los dos jóvenes siguieron hablando amigablemente, como cuando charlaban en la universidad. En realidad, Makoto odiaba a Otagi. Se extrañó de no haberse dado cuenta mucho antes. Es posible que uno se descuide en reconocer la existencia del odio, igual que tarda en darse cuenta de que ama. En este caso, lo que se odia es la tardanza en darse cuenta de los propios sentimientos de uno mismo.
Makoto salió a la calle solo. Era una mañana despejada del comienzo de la primavera y la brisa soplaba con fuerza. En la calle se veían rostros indiferentes de transeúntes desocupados que se apretaban entre sí con una sensación de abotargado, absurdo entretenimiento. Makoto sentía la necesidad de verlos así para poder marcar su diferencia. A veces, sus hombros, cubiertos del abrigo, chocaban contra los hombros de algún transeúnte atrayendo miradas crispadas que, sentía él, ponían al descubierto su corazón igualmente irritado.
Era evidente que el actual déficit superior al millón de yenes iba a multiplicarse dentro de unos meses. Los artículos y bienes hipotecados simplemente no se vendían, al tiempo que por toda la ciudad pululaban bandas de estafadores. La depresión económica se olía en todos sitios, resultando imposible recuperar el capital prestado. Era especialmente difícil recobrar los créditos de pequeñas sumas cuya demanda había aumentado recientemente. La razón era una confluencia de condiciones alarmantes de la vida de la pequeña burguesía, una confluencia demasiado enmarañada para intentar desenredarla.
Makoto elevó la mirada a las ramas de los árboles que se resistían a echar los primeros brotes. Pensó por un capricho momentáneo que su costumbre de mirar al cielo era tal vez la prueba de que hubiera debido hacerse poeta. Pero si supiera la verdadera astucia que necesitan los artistas, probablemente habría despreciado también esa ocupación.
Subió por una escalera y entró en una cafetería situada en un primer piso. Había poca gente. Por todas las ventanas entraba la luz bañando el local de amable tibieza. En una jaula había un pájaro que, cada vez que trinaba, hacía que la gente volviera sus miradas creando un ambiente sereno y agradable.
Cuando Makoto, después de sentarse al fondo, pidió una bebida caliente, se le ofreció a la vista una pareja sentada junto a la ventana, en el lado opuesto. Al reconocer quién era, Makoto adoptó una postura que le permitió poder observarlos sin ser visto. El sol de la mañana se derramaba abundantemente sobre el mantel blanco de la mesa e iluminaba los rostros del joven y la muchacha que conversaban animadamente. ¿Era Yasushi? Al principio, Makoto dudaba de que pudiera ser él por estar acompañado de una chica así. Pero sí, era él. Esa forma de pestañear continuamente cuando estaba de buen humor sólo podía ser de él. Los puños de su abrigo estaban desgastados y el abrigo de la chica, aunque no estaba raído, era igualmente pobre. Contrastaba con esa pobreza el brillo de las mejillas de los dos jóvenes cuyos rostros, a la luz generosa de esa mañana que barruntaba la primavera, bajaban y subían impulsados por la risa. La pelusa que crecía en la zona del nacimiento del cabello de los dos mostraba destellos dorados.
«¿Habría dejado su primo el Partido Comunista?, o bien ¿estaba acompañado de un chica del Partido?», pensaba Makoto. De lo que no cabía duda era de que se trataba de Yasushi; era él y estaba ahí, a pocos metros de él. Dónde esté y cómo esté, él seguía siendo el de siempre. Pero lo envidiable era que Yasushi, siendo tal como era, podía ser todo el mundo. Makoto pensaba que entre la existencia de su primo y la existencia de la gente no debía existir un obstáculo como su propia vida. La existencia de Yasushi se conformaba tácitamente con todas las existencias del mundo y estaba cubierta con una especie de membrana protectora. No tenía que realizar esfuerzos inhumanos para dominar, no tenía que rechazar a los demás para no ser comprendido, no tenía que conquistar… Una existencia, en suma, que algún día llegaría a transformarse en un fragante aroma. Es evidente que hay un género de providencia que arruina la existencia humana al producir la conciencia de la misma existencia, una providencia que cumple su misión gracias a la inconsciencia o el absurdo de la existencia y que, al mismo tiempo, se mueve en el sentido de esta existencia.
Makoto contempló en silencio la escena. Los dos jóvenes sonreían haciendo que el fulgor de sus blancos dientes reflejara la luz de la mañana. Sintió de repente la agradable y extraña sensación de su propia existencia contemplando esta escena, transformándose en algo diáfano y puro. En ese momento, Yasushi sacó su agenda y buscó un lápiz. Como no lo encontraba, su pareja palpó en el bolso, sacó un lápiz de color verde y se lo entregó. Diligentemente Yasushi escribió algo con ese lápiz.
Makoto tuvo la impresión de haber visto antes ese lápiz verde. Se acordó entonces de unas letras doradas brillando bajo los rayos del sol. Intentó recordar más. En su mente distinguía vagamente una escena donde se mezclaba el sueño con la realidad y desde cuyo fondo salía una voz que le penetraba en los oídos…
—¡Makoto, ese lápiz no se vende!
De improviso, todo se oscureció y la ventana del otro lado perdió su luz al tiempo que la voz, volando, se alejaba más y más hasta desaparecer por completo.
31 de octubre de 1950.