Capítulo 16

Cuando vio a Teruko entrar de esa forma, Makoto fue embargado por una emoción inexpresable y le pidió que se quedara un rato. Teruko, que notó un matiz de súplica en el ruego, le obedeció y se sentó con la mirada ligeramente baja.

Makoto se dio cuenta de que hasta ahora no había tomado conciencia de lo mucho que amaba a esta mujer y, precisamente por eso, se negó a hallar placer en este sentimiento. En el hombre, debilidad y fuerza son idénticas; y la cualidad es la otra cara del defecto. Para llegar a entender estas paradojas hay que cumplir años. El carácter forzado de Makoto tenía como origen su negativa tajante a dejarse llevar por los sentimientos en situaciones como la anterior. Prefería reservar, e incluso prodigar, para otras situaciones la dulzura y la sensibilidad propias de su edad. Para él la vida era algo muy parecido a un aula de aprendizaje, un aula tan necesaria como puede serlo un patio de recreo para alumnos de primaria por brillantes que sean. ¿Quién podía afirmar que Makoto era una persona madura?

Le pidió a Teruko que acabara unos trabajos de puro trámite. Pero las cariñosas miradas que lanzaba sobre ella revelaban ese amor ideal y extraño que había construido en su mente. La gente suele presentir errores en las ideas que tenemos de las personas que amamos. Estas ideas no son en realidad más que huellas dejadas por una fiera en la superficie blanca de la nieve, unas huellas que el descubrimiento futuro de esos errores ya no puede borrar.

Makoto era un buen cliente de los bares de Ginza, especialmente de uno, que frecuentaba en compañía de Otagi y de Nekoyama, llamado Morera. Casi todas las camareras de este establecimiento habían sido, una tras otra, acompañantes de Makoto a gastos pagados en viajes de fin de semana. Ellas, chismorreando sobre trivialidades, denominaban «picoteo» a esta filantropía impropia de un hombre tan joven como Makoto. Pero llegaron a irritarse cuando descubrieron que los bolsos regalados por él a cada una de ellas eran idénticos. Esta ocurrencia, algo chusca, se desarrolló del siguiente modo. A determinada hora de una mañana Makoto envió por mensajería un paquete y un ramo de flores al apartamento de cada una de esas chicas con casi todas las cuales había tenido relaciones. El asombro de éstas fue mayúsculo cuando, al llegar al bar esa misma tarde, llevaban todas un bolso igual colgado del brazo. Comentando la coincidencia, no pudieron evitar sentir en sus oídos la carcajada ausente del autor de esta comedia. E insultaron con todas sus fuerzas a ese espectador ausente con las palabras más feas de que fueron capaces. Sin embargo, cuando por la noche apareció el autor de la comedia, es decir, Makoto, lo adularon sin sombra alguna de la irritación anterior, como si la jugarreta no hubiera servido más que para estimular entre ellas una soterrada rivalidad.

La crueldad de Makoto, dictada en primer lugar por su deseo de que ninguna de las chicas se hiciera ilusiones, era además un acto de vanidad destinado a no ser tomado por un jovenzuelo inexperto. Pero el resultado fue el opuesto, pues este alarde de crueldad, en realidad, tenía más de perversidad infantil que de otra cosa.

«Una faceta característicamente humana es poner una parte de uno mismo a salvo del ridículo temor a ser despreciado», pensaba Makoto. Aplicado a él, esto quería decir que la única persona cuyo desprecio le importaba era Teruko. En la época en que vivimos, tal actitud es la mejor prueba de tener una pasión seria.

Teruko atendía con discreción a las instrucciones de su jefe, pero el enorme volumen de documentos recibidos para ser terminados fuera del horario laboral hizo que, bien a su pesar, clavara una mirada en Makoto. Fue así como se fundieron la mirada tierna de éste y la de ella. No entendía Teruko que la orden de realizar tanto trabajo pudiera ser un castigo. Y ante el carácter interrogativo de su mirada, Makoto tuvo que explicarle:

—Necesito que hagas horas extras porque son unos documentos que me hacen falta para mañana por la mañana.

El tono frío y perentorio con que lo dijo, sin el matiz medio bromista de otras veces, hizo que Teruko asintiera sumisamente. Al volver a su mesa cargada de los papeles, Makoto reparó en su espalda esbelta y sintió deseos de acercarse y apretarla por atrás contra su pecho. También quiso ayudarla con este transporte que casi la hacía tambalear, pero también se contuvo. Agobiado por este autodominio, decidió irse. Cogió el abrigo y la bufanda para salir cuando se oyó a sus espaldas…

—¿Y el coche?

Le preguntó sorprendida Teruko, que se había levantado de la silla. Makoto, sin ni siquiera volverse, hizo un gesto con la mano indicando que no hacía falta. Mientras salía de la oficina y se internaba en medio del gentío de la calle, siguió oyendo durante mucho tiempo ese «¿Y el coche?». Fue entonces cuando se volvió, pero sólo halló las caras desconocidas de los transeúntes.

Volvió a pie a su apartamento de Tsukiji dando un rodeo para caminar por la calle principal. Si la gente desea tomarse la vida dramáticamente, entonces la misma vida nos exigirá que actuemos como en un drama. El problema es que de esa manera nos costará mucho trabajo tomarnos la vida como un drama, lo cual tiene dos razones. Una, que no es posible vivir un drama sin actuar, a pesar de esa ilusión tan humana de pensar que es posible tal cosa. La segunda razón es que la gente cree que esa ilusión es la vida misma.

El viento de la noche bramaba en la calle y hacía que los peatones caminaran con el cuello del abrigo levantado. Makoto se vio a sí mismo empujado por esa muchedumbre que tanto despreciaba. Sí, gente compuesta de seres con carteras conteniendo una triste fiambrera vacía, con vulgares borracheras, con bonos de transporte, con ropa interior desgastada, con mocos líquidos, con miserables estrategias contra sus pobres mujeres e hijos… Con objeto de despreciar a todos esos seres, Makoto se dedicaba a vivir dramáticamente. Y ahora que el azar lo llevaba a tener que caminar entre ellos, ¡qué existencia tan ambigua la suya!

Las luces de neón iluminaban la ciudad. En la calle había gente vendiendo chales para la primavera. En un quiosco, una mujer con los dedos entumecidos por el frío daba cuerda a un muñeco gimnasta. Makoto se detuvo a observarlo. Le dio por pensar que este muñeco bien podría ser uno de los juguetes de aquella garantía falsa con que le estafaron el pasado verano. El muñeco, fijando sus ojos sin expresión en el gentío, después de elevar su cuerpo llegando a tocar la barra con la barbilla, daba una pirueta. Y otra vez, sin descanso, repetía el movimiento.

Makoto alzó la vista y contempló el cielo nocturno a través de las ramas desnudas de los árboles de la calle. Los letreros de neón esparcían su luz chillona manchando el cielo de color vinoso e impidiendo distinguir apenas las estrellas en lo alto. Se fijó en una luz de neón que anunciaba un licor. Otro letrero anunciaba un cabaret con monótonos y trémulos destellos que, de repente, le hicieron pensar en la monotonía de los movimientos hechos en un hotel, detrás de la estación de Shinbashi, con la camarera de un bar visitado anoche por primera vez.

Mientras caminaba hacia Tsukiji se encontró con un hombre vestido con un abrigo de lana tejida a mano que se le acercaba a pasos atropellados. Su tez era pálida, cetrina; con un bigote estilo Colman[60]. Uno de sus hombros era más alto que el otro. A pesar de la torpeza de sus pasos, avanzaba inexorablemente. Las suelas de sus zapatos de moda hacían que sus pasos fueran silenciosos como el avance de la noche. Pero en el momento de cruzarse con él, a Makoto le llegó un traqueteo de madera procedente del interior del abrigo del hombre. Horrorizado, intentó refrescar la memoria. Sí, se había cruzado con este mismo hombre poco antes, al salir de la oficina. Debía de tener una pierna ortopédica bien ajustada y de calidad. También este inválido daba un paseo nocturno y sin rumbo abriéndose paso entre la muchedumbre con su pierna artificial.

La sustancia de todas las cosas concretas de anteayer se parece a la de ayer, y la de ayer se parecerá a la de mañana. En todas las cosas Makoto percibía el aroma de las concreciones que hasta hoy jamás había consentido reconocer. Se le antojaba que la ciudad, llena de estas concreciones, brillaba con descaro extendiéndose con aires de importancia y dando a entender que todo en ella era concreto. «No tengo nada que ver con estas concreciones o, más bien, mi existencia ha sido ajena a ellas desde mi infancia», pensaba mientras sentía el aire frío de la noche que le provocaba escozor en los ojos. «Todo lo que hago, en fin, es insuficiente para romper esa pared de cristal que se yergue entre este mundo y yo. ¡Piénsatelo! No hay ningún expedicionario al Polo Norte que no tenga que ir al servicio por lo menos una vez al día, pero resulta que yo me he tenido que tragar el informe de esa expedición en donde no se mencionaba ese prosaico detalle…». Hasta su obsesión de reflexionar no era más que una de las tareas en que Makoto programaba minuciosamente su jornada.

Por fin, llegó a su apartamento. Mientras se restregaba las suelas contra el felpudo de la puerta, a este joven aficionado al raciocinio le invadió de repente una pasión inesperada. Abrió la puerta de su apartamento, situado en una tercera planta, y encendió la luz. Esa pasión, surgida de improviso, le quemaba el cuerpo y le provocaba un temblor que lo desconcertaba. Apagó la luz que acababa de encender y se tumbó sobre la colcha de la cama con los zapatos puestos. Se agarró con las dos manos al barrote frío de la cama. Aunque la frialdad del hierro le resultaba agradable, sintió que todo el cuerpo se le helaba. Se levantó y encendió la estufa de gas. Sus ojos entonces hallaron paz en la luz de la llama de la estufa, suave como un paño de franela de color violeta.

Se puso entonces a repasar con la imaginación cada uno de los movimientos que en esos momentos debía de estar haciendo Teruko en la oficina. Sintió que aquella enorme montaña blanca de documentos era en realidad una tarea que se había impuesto a sí mismo. «Tengo que hacer algo. He de terminar todo el trabajo», pensaba ensimismado; y se puso a caminar de un lado para otro por el cuarto en penumbra. Distraído por esa estúpida obsesión, tropezó con la mesa que había en el centro del cuarto e hizo caer al suelo la taza de café que se había olvidado de fregar por la mañana. Al recogerla, comprobó que no estaba rota, lo cual le puso, extrañamente, impaciente. Pasó unos minutos haciendo gotear los posos del café en su mano y otras cosas sin importancia. Por fin, se sentó a la mesa y, sin darse cuenta, descolgó el teléfono. Al otro lado, contestó Teruko. El vacío de la oficina creaba en su voz un eco cuyo tono animado tenía un matiz de reproche. Makoto se limitó a decirle escuetamente lo que deseaba: había que rectificar ciertos datos en unos documentos y le rogaba que se los trajera urgentemente a su apartamento.

Se dedicó a esperar durante varias decenas de minutos con el mismo anhelo con que un condenado aguardaría el momento de su ejecución. Mientras tanto, se puso a enumerar, como un obseso, todas las razones que podía hallar para culpar a Teruko, llegando a inventarse la crítica de que «estaba envenenada por la ambigüedad». «No es normal que haya tirado a la basura, en aquel cubo de forraje, tanto dinero. Esta chica está menospreciando el valor real de las cosas con demasiada facilidad. Pero si de verdad quiere despreciarlo, será mejor que lo manipule como quiera».

Con estos pensamientos pasó el tiempo mientras se acercaba el momento en que estos dos seres, llenos de prejuicios juveniles, iban a encontrarse. Por fin, oyó a Teruko llamar a la puerta. Este sonido embriagó los oídos de Makoto con la voluptuosidad del que saborea un licor vertido por el oído. Al entrar, Teruko se sorprendió de hallar el cuarto tan oscuro. Se sentó frente a la llama de la estufa y le entregó obedientemente los documentos. Era imposible leer con esa luz tan débil la letra menuda escrita a máquina. Teruko observaba con los brazos cruzados los ademanes ceremoniosos de Makoto, que miraba con fijeza pero distraídamente los papeles. Al poco rato Teruko le preguntó:

—¿Está todo bien?

Makoto respondió que sí. Después, con una sonrisa vanidosa, de esas que las personas indulgentes con las mujeres calificarían de maternal o algo así, le preguntó de nuevo:

—¿Puede usted leer con una luz así?

Esa mezcla de coquetería y desafío irritó a Makoto.

—No eres seria —dijo Makoto.

—¿Que no lo soy? —preguntó ella.

—No, no lo eres. Limitas la vida a relaciones irresponsables. O, incluso, llegas a menospreciarla, pero no te das cuenta de que la vida misma te está perdonando con una sonrisa como quien perdona a un niño travieso. No se puede vivir mucho tiempo sin amar a los demás. El único camino posible para no ser amado es el del amor.

—¿Y quién puede tener relaciones seguras en la vida? Nadie —replicó Teruko con una franqueza refrescante—. Tampoco usted. Primero usted me demostró mucha sinceridad al confiarme la idea de que nuestro acuerdo tiene ciertas limitaciones. Eso es igual que el cazador que para cazar monos se ata él mismo los pies. Los monos, al verlo, harán otro tanto y la caza será demasiado fácil. Pero yo no puedo hacer eso. Yo no puedo ser tan sincera con la vida porque me parecería que la estoy adulando. Sólo me relaciono bien con la vida cuando arrojo el diñe ro a la basura. Es una relación basada en la traición… Me fascina ver que el dinero es trasladado del lugar donde debe estar a otro donde no debe estar. En un momento así siento verdadera adoración por la pequeña complicación de la vida que hago, por el pequeño dios que he creado.

—Hablando francamente, creo que tu argumento es propio de una virgen. Pero también es propio de un bandolero galante, de un revolucionario. ¡Estás poseída por algo tremendo!

—Puede usted decir lo que quiera. Yo no menosprecio nada. Pero tampoco respeto nada. Si el mundo es como una anilla que funciona por un toma y daca, por un acuerdo mutuo, entonces quiero ser la parte donde esté la fisura de esa anilla.

—Pero las fisuras se vuelven a unir enseguida, ¿no? —dijo Makoto. Yo al principio pensaba más o menos como tú. Pero sé que esa anilla, esa serpiente enroscada, es inmortal por así decir. Es muy fugaz el momento en que uno cree que la estupidez tiene remedio. El intento de evitar no caer en la estupidez por medio de falta de seriedad es igual de vulgar que el dependiente inepto de una casa de empeño que rompe su aburrida rutina yéndose al teatro a ver una sesión de rakugo[61]. Yo tengo otro sistema. Es más duradero. Consiste en olvidarse del objetivo. Por ejemplo, la Compañía Taiyo lucha por una conquista. Para mí, conquista equivale a la lucha por conseguir el derecho de despreciar. Mi objetivo cuando deseo conquistar algo valioso no persigue nada más que el anhelo de despreciar eso que es valioso. Mi máxima es olvidarme del objetivo. Sólo cuando me olvido de él, puedo respetar con toda sinceridad el objeto de mi conquista.

—¿Es posible poder olvidarse del objetivo? —preguntó Teruko tranquilamente—. Yo no puedo quedarme ciega, ni siquiera un instante. Y la razón es porque las mujeres tenemos pudor. Los hombres decís que nosotras somos prácticas y utilitarias; y eso es porque nosotras tenemos despierto ese pudor. Nosotras tenemos como objetivo el desprecio en sí.

—¿Te refieres al hecho de dar a luz?

—Podría ser, aunque, en mi caso, eso es un asunto lejano.

—Pero el deseo de despreciar es como el apetito sexual. Como lo espiritual no puede engendrar lo carnal, acaba por tener deseo de matar en lugar de deseo de adquirir. El concepto de «elevación del espíritu» es pura mentira. Debería más bien ser expresado como «depresión del espíritu». Lo que quiero decir es que si nos olvidamos del objetivo del espíritu, podremos actuar humanamente. Si un profesor de filosofía alcanza los ochenta años, es porque ha sido capaz de vivir sin acordarse del objetivo de la filosofía durante todos esos años; es decir, ha llegado a octogenario gracias a la filosofía misma.

—Lo dudo —dijo Teruko—. Me parece que usted es de los que son incapaces de olvidar. Las personas con capacidad de olvidar nunca actúan pensando en las cosas desde el principio, sino que se olvidan de sus actos antes de conseguir sus objetivos. Pueden echarse una siesta y dormir tranquilamente dando la espalda a sus actos. Por eso están todos gordos y con las mejillas coloradas. Usted, por el contrario, es delgado y no tiene las mejillas coloradas. Pertenece a ese tipo de personas que recuerda hasta el libro que dejó olvidado en el maletero del tren hace diez años. Usted intenta por todos los medios convencerse a sí mismo de que no está arrepentido de nada.

Y la razón es que desea engañarse a sí mismo. Si se arrepintiera, aunque fuera sólo una vez, se le destruirían todos los tejidos musculares, como pasa con una medusa arrojada por las olas a la arena de la playa. No es que los actos lo empujen hacia delante, sino que a usted los actos se le caen sin remedio, como se le cae a un camión una carga excesiva. Sus actos son la sobrecarga de su memoria. Creo que sus experiencias son, digamos, demasiado espesas y, por eso, debería rebajarlas con un poco de agua, con el agua de sus actos. Cuando la experiencia es espesa y no se rebaja desde el principio, las personas sufren. Eso que llama usted objetivo y que quiere olvidar no pertenece al futuro, sino a su pasado. Me da la impresión de que es usted una persona con una infancia que debió de resultar una pesadilla por algún sentido de misión que tenía. Tal vez la vida, de la que se ha nutrido desde niño, con su pezón le ha apretado la boca con demasiada fuerza.

—¡Vaya teoría tan original y sorprendente! —exclamó Makoto. Creo que tienes razón en eso que has dicho de que tengo, y no sé por qué, exceso de vida. Me parece que me excedo en todo sin razón. Me siento impaciente por llegar al límite de la capacidad humana. Sí, puede ser por ese exceso. Además, está el tema de la infelicidad que siempre se me presenta no con aspecto de exceso, sino de escasez, haciéndome sufrir pensando que mi vida tiene tantas carencias.

—Buscarnos uno a otro defectos y criticarnos de esta forma indirecta —dijo la inteligente virgen— resulta instructivo y también divertido. Antes me ha definido como un ser humano perdonado por una sonrisa. No hay nada mejor que un ser humano perdonado. Así, al estar perdonados, somos más libres que nadie y podemos hacer cualquier cosa.

—Me sorprende oírla decir que todos estamos perdonados —replicó Makoto indignado—. Yo no espero ser perdonado por la vida, ni siquiera le permito que me censure.

—Entonces es que ya está perdonado, ¿no es eso?

—Sí, en el caso de que la vida tenga derecho a perdonar.

—¿Y no le parece que el derecho a perdonar es lo más mediocre y ordinario que hay? Hasta un mendigo y un bebé tienen ese derecho… Sólo nosotros no lo tenemos.

—La verdad es que a mí no me gustaría tenerlo.

Entonces se miraron y, por primera vez, sonrieron. Esta frase se habría de quedar impresa en la memoria de Makoto por mucho tiempo. Resulta inimaginable la fragilidad de la comprensión nacida entre dos seres que no creen tener derecho a perdonar.

Habían estado hablando ajenos al paso del tiempo. Makoto, con una sonrisa en el rostro, se levantó. Cerró la puerta del apartamento con una llave que llevaba dentro del pañuelo. El sonido apenas imperceptible de la llave al girar demudó el rostro de Teruko. Para tranquilizarla, Makoto encendió la luz. La expresión de Teruko también se iluminó con una sonrisa inquieta y frágil como un témpano de fino hielo. Makoto, para tranquilizarla, le pestañeó significativamente, pero ella no reaccionó. Su indefensión prestaba un noble encanto a su figura, que realzaba la ausencia total de señales de alerta. El único cambio que se podía observar en ella eran sus manos que se movían nerviosa y alternativamente para calentarse al fuego de la estufa.

Makoto permaneció al acecho para ver si Teruko levantaba la voz. Súbitamente, recordó el juramento que se había hecho tiempo atrás. Lo recitó para su coleto como pudiera hacer un soldado: «Hasta que no tenga la seguridad de poder abandonarla, no la tocaré, ni siquiera con un dedo, cueste lo que cueste…». Se acercó a la cocina y puso a calentar la cafetera. En ese momento, Teruko se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—¿Adónde vas?

—Me voy ya.

—Esa puerta está cerrada con llave —dijo Makoto.

—Deme la llave.

—Toma un café.

—Deme la llave.

Tres veces dijo Teruko lo mismo con un tono rebosante de dignidad. Makoto percibía siempre como ridicula la actitud de las mujeres en estas situaciones. El valor que ellas tratan de defender es justamente el valor que los hombres les han dado. ¿Por qué, entonces, han de mostrarse indignadas cuando se trata de devolver lo que les ha sido dado? La castidad se convierte así en un género más de mezquindad.

A pesar de todo, el aspecto de Teruko, sin estar exactamente en estado de alerta ni pálida de miedo, era de estar sufriendo por su pudor. Estaba siendo invadida de una tirantez semejante al embeleso del cielo del alba, fruto de la tensión entre cierta tensión mental y una clase de súbito atontamiento. En ese momento, en que la aceptación y rechazo tenían el mismo sentido para ella, aparecía más sagrada que bella. Su santidad era la de la mezquindad, la de una monja, la del polvo sedimentado en un cuarto cerrado y venerable, la santidad del musgo que cubre una piedra en el fondo del agua, la santidad de la mugre infiltrada en el vestido de un santo. Y es que pulcritud no siempre va aparejada con santidad.

Teruko se sintió forzada a sentarse donde antes. Con las manos encima de las rodillas su postura era incómoda. Le fue ofrecido un café caliente cuya taza se negó a sostener a pesar de los intentos de Makoto. Bajó la cabeza y la movió en silencio. Makoto pudo ver entonces por el doble cuello de su vestido la hermosa espalda de Teruko que, como una cascada blanca, caía hasta perderse de vista. Cuando Makoto puso en el estante la taza rechazada, la cucharilla se cayó al suelo, quebrando con su agradable tintineo la tensión del momento. Los dos jóvenes se agacharon para recoger la cucharilla al mismo tiempo. Sus manos se encontraron. Makoto atrajo de la mano a Teruko y la besó en la mejilla. En los ojos de Teruko se reflejó el asombro.

Su tono de voz cuando le preguntó qué iba a hacer con ella hacía pensar en la pregunta que podría hacer un niño al ver un elefante por primera vez en su vida. Makoto no comprendió de inmediato el objeto de la pregunta y se la devolvió. Teruko se levantó entonces y preguntó de nuevo qué iba a hacer. Makoto recobró la compostura y confesó que él tampoco lo sabía. Permaneció callada un buen rato. Después, lo miró resueltamente a los ojos y le dijo que no le gustaban estas situaciones. Apenas había acabado de decir esto cuando Makoto la besó en los labios. Teruko se cubrió la cara con las manos y se derrumbó en la silla. Sus manos, que daban la impresión de estar sosteniéndole el rostro para que no se cayera, parecían concentrar en sus palmas el peso de la tristeza.

Los besos de Makoto se movían por el pelo y la nuca de Teruko como si fueran moscas. Su nuca, tierna y delicada, se agitaba susurrando:

—No me gusta, no me gusta, no me gusta.

Makoto le preguntó si era de verdad la primera vez. A pesar de ser una pregunta estúpidamente honesta, hay veces en que la honestidad improvisada como en este caso toca en el centro de la verdad. Ella contestó honestamente que era la primera vez y que nunca la habían besado antes. Estas preguntas y respuestas fueron intercambiadas a gran velocidad. Bien es cierto que hay una verdad insospechada en las cosas y que suele aparecer cuando disminuye la velocidad de la acción. Tampoco hay razón para creer que los colores irisados que muestra la peonza en pleno giro no sean los verdaderos[62].

No hay nada que se aleje más de una verdad de esta clase como la descripción de una alcoba. Cada uno de los movimientos que realizaba esta singular pareja en la habitación estaba solapado. En vez de realizar un acto puro e individual, se ejecutaba una especie de trabajo en común, de puesta en escena, de «actuación» ejecutada en íntima complicidad.

Apagaron la luz. Lo que hizo Makoto fue inexcusable. Se puede definir como violación. Teruko, como si hablara entre sueños, lo seguía rechazando con suave insistencia. Sus manos, cuando se movían para apartar las manos de Makoto, parecían estar rezando. Su insistente rechazo tenía visos de deseo insistente. No dejaba de musitar que lo detestaba, que aborrecía a Makoto, pero su voz mantenía un tono suave, jamás alto. Makoto hallaba agradable esta voz delicada que él interpretaba como señal de vaga ternura, como un aroma ligero entremezclado de enemistad. ¿Habría que llamar amor o insinceridad a esta paradójica benevolencia que inundaba confusamente el alma de Makoto?

Era indiscutible, sea como fuere, que en este lugar había una ceremonia y una música. Bajo este acto falso y teatral desarrollado de forma irrazonable se despertaba con viveza cierto acuerdo, cierto control y armonía. Teruko quedó desnuda y pura como una llama. Sin olvidarse nunca de expresar con ellas sufrimiento y aversión, sus cejas, mejillas, boca y manos, contraídas en una expresión helada, dura y dolorosa, parecían estar a punto de ahogarse en el sudor de todo el cuerpo. A Teruko se le podía notar cierta serenidad derivada del consuelo que podía recibir tan sólo a través del dolor manifestado con todas sus fuerzas.

Por primera vez la parte inferior de la boca de Makoto se contrajo en una sonrisa cuando le dio un beso a Teruko después de terminar. Sus labios habían sido movidos por una fuerza extraña y vacilante con la que deseaba corresponder. A continuación, se vislumbró un instante el brillo de sus dientes ordenados y blancos. La sonrisa desapareció enseguida.

Nadie podría ver a una virgen tan auténtica como ésta, ni siquiera soñar con ella. Nada le faltaba a Teruko: el pudor, la pureza, la aversión, el temor, la curiosidad, un ansia autodestructiva surgida de improviso, la muerte fingida, la coquetería instintiva que se ejerce para evitar el desdén de la pareja, el enojo, el odio carnal contra el placer carnal, etc. Todo lo tenía, sin faltar detalle. Podría decirse, incluso, que Teruko era un compendio de la virginidad. En el cuerpo trémulo de pudor, Makoto contemplaba con gran satisfacción el nacimiento de un embeleso tan frío y limpio como el agua de deshielo que empieza a fluir bajo una fina capa de hielo.

No se oía ningún ruido, excepto, a lo lejos, la resonancia de los trenes que pasaban estremeciendo la noche, y, cerca, el efluvio imperceptible del aire mezclado con la llama de la estufa de gas. Teruko, blanca como la nieve, yacía en silencio. Se diría que acababan de colocar ahí su cuerpo de mujer, un cuerpo perfecto, recién creado. Poco después, Teruko abrió los ojos, sintió escalofríos y se incorporó en la cama. Tiró de la arrugada sábana y empezó a cubrirse lentamente empezando por las rodillas y olvidando, en un gesto infantil, que tenía los pechos desnudos. Con el tono airado le pidió a Makoto que le diera las bragas. A Makoto esta petición le pareció estúpida porque él no podía ser responsable de la desaparición de esta prenda. Como pequeña venganza, decidió encender la luz para exponer su cuerpo desnudo. Se puso entonces a buscarlas. Pero no resultó fácil encontrarlas. Por fin, como por arte de magia, sacó de dentro de la arrugada manta las bragas de color rosa. Teruko se puso como la grana y titubeó antes de recibirlas de la mano de él.

—¿Qué? ¿Estás sorprendida?

—¡Claro que sí! —contestó Teruko que casi había terminado de vestirse. Y añadió—: Más que provocarme sorpresa, me parece sucio. Nunca imaginé que las personas hicieran algo así. ¿Y lo hace todo el mundo?

—Por haberlo hecho tus padres, tú estás aquí.

—¡No diga eso! ¿Será posible? —dijo Teruko frunciendo las cejas. Parecía existir una distancia entre el objeto de su aversión y este fruncimiento. Y siguió diciendo—: ¿Mis padres hacen estas cosas? Si es así, cuando vuelva a casa esta noche, la cara de mi madre seguro que me va a parecer la más fea del mundo. Tengo la impresión de que a partir de ahora la voy a odiar a ella más que a usted.

Makoto volvió a preparar café y otra vez la detuvo porque aún había tiempo para el último tren. Los ojos de ella enrojecieron ligeramente, como si reflejaran un incendio lejano, y sus pupilas se movieron nerviosas. Mientras se levantaba y se sentaba, no dejó de tocarse varias veces el pelo para comprobar que no estaba despeinada. Finalmente, preguntó con inquietud si el cabello o el rostro revelaban algún indicio particular. Después, pasaron los dos una media hora sentados formalmente en las sillas de antes. Makoto, que no andaba sobrado de conocimientos literarios, se puso a hablar abiertamente de sus conocimientos sobre el sexo. Los ojos de Teruko brillaban ahora de puro deseo de aprender, de saciar con avidez una búsqueda, de empaparse de lo que se llama «el espíritu científico» del mundo ordinario. Alentado por el asombro tan puro que le mostraba, Makoto disfrutaba al máximo el placer todopoderoso de despreciar lo que ignoraba, sintiéndose como un maestro de primaria ante unos alumnos entregados. En este deseo fervoroso de Teruko por aprender, Makoto había vislumbrado cómo se asomaba el brote del deseo sexual y sin pudor de ella.

Teruko podía tomar un taxi hasta la estación de Shinjuku y de ahí subir al tren de la línea Odakyu. Podría estar en casa hacia las once.

Makoto se puso el abrigo y la acompañó a la calle para buscar un taxi.

—No es el momento ahora de hablar del trabajo —le dijo—, pero quiero que te quedes con los documentos que me has traído y los lleves mañana a la oficina. Yo debo ir a visitar unas oficinas del Gobierno mañana a primera hora y me resulta molesto llevarlos conmigo. ¡Ah, y otra cosa! —añadió sacando del bolsillo un sobre grande—. Me olvidaba de decirte que mañana te leas esto y pide a alguien que lo pase a máquina. Pero después de haberlo desprecintado personalmente y leído tú misma, ¿de acuerdo? No lo pierdas; es un documento importante.

Si fuera la Teruko de siempre, al recibir el sobre, lo habría sopesado en la mano y preguntado con una sonrisa burlona si se trataba de dinero. Pero la Teruko de ahora se limitó como mucho a meterlo en el bolso con un movimiento nervioso. Desde el muelle de Tsukijima llegó el sonido de la sirena de un barco. Vieron pasar delante de ellos unos rintaku[63] balanceándose. En ese momento, Makoto levantó la mano a un taxi que iba por el otro lado de la calle. El coche dio la vuelta y se acercó a la pareja como si los adulara torpemente[64]. Cuando el taxi se alejó con Teruko dentro, Makoto siguió al taxi con la mirada y se quedó en medio de la solitaria calle nocturna moviendo exageradamente la mano como gesto de despedida. Después, encendió un cigarrillo y permaneció un rato de pie. Sintió que sus mejillas acaloradas estaban a punto de agrietarse con el aire de la noche. Esta bestia despiadada sentía un placer malicioso en tener alguna vez las mejillas encendidas.