Capítulo 14
—¿Adónde vamos? —preguntó la madre. Makoto esquivaba la respuesta limitándose a decir que le iba a enseñar un divertido espectáculo. Delante de ellos, en el remolque del camión que los precedía, los jóvenes estaban sentados en corro con una botella de sake en medio. De vez en cuando uno de ellos se levantaba con el paso vacilante y se ponía a bailar. Por fin, los dos vehículos llegaron al barrio de Azabu. El camión se detuvo ante una pulcra tienda de artículos de segunda mano cercana a la parada de autobuses de Iikurakatamachi. También se paró el coche en el que viajaban Makoto, su madre y Yasushi.
El ruido producido por los pies de Makoto cuando, antes que nadie, saltó del coche a la acera, le sonó vacío a la señora Kawasaki. Era un sonido parecido al impacto de una cartera vacía que cae en la calle. Su intuición de madre, esa facultad tan sensible en detectar la felicidad o infelicidad de un hijo, le dijo que Makoto jamás estaba feliz.
Los jóvenes del camión se echaron también a la calle saltando uno detrás de otro. Unos se dirigieron a la puerta de servicio siguiendo las órdenes de Makoto, cuya espalda triunfante en su papel de jefe de operaciones se le antojó a su madre idéntica a la que vio cuando su hijo, movilizado como estudiante, se despidió de ella para partir al frente de guerra. A la señora Kawasaki no le resultaba nada fácil precisar la coincidencia de una y otra sensación. Puestos a halagar el heroísmo de Makoto, podría decirse que en ambas reconocía la carga de pasión de un hombre dominado por una vocación imaginaria, pero una pasión que no se olvidaba ni un momento de desdeñar esa misma vocación. Lo bueno de este género de pasión es que a veces, gracias a la intensidad de ese desdén, es capaz de transformar lo imaginario en real.
A instancias de Yasushi, la señora también abandonó el coche. Makoto, después de abrir resueltamente, como si estuviera ante su propia casa, la puerta pequeña que había al lado de la principal, invitó a su madre y a Yasushi a que entraran. La señora franqueó la puerta con toda la calma y, pensando que entraban en algún restaurante clandestino, le dijo a Yasushi:
—Naturalmente, no pueden tener ni un letrero a la puerta, ¿verdad?
Ella y Yasushi siguieron a Makoto, que se descalzó y entró con decisión al interior sin esperar a ser guiado por una mujer bajita que había salido a recibirlos. Los jóvenes del camión se habían quedado en la entrada. La señora Kawasaki, que a duras penas podía seguir el paso de su hijo por el pasillo, le preguntó quiénes eran esos jóvenes tan vulgares, pero Makoto, sin contestar, chasqueó la lengua al comprobar que en las habitaciones no quedaba ni una sola mesa. El sol del invierno bañaba con sus rayos el profundo silencio de aquellas estancias.
—¡Qué rabia! Se me han adelantado —exclamó Makoto.
—¿No es raro? Tampoco parece un restaurante —dijo su madre volviéndose a Yasushi.
En realidad no le importaba ni poco ni mucho que fuera o no un restaurante, una vez que, sin darse cuenta, estaba cautiva de una curiosidad nada admirable. También Yasushi se veía preso de la misma curiosidad.
Después de atravesar tres habitaciones vacías, oyeron la voz chillona de la mujer bajita, que se les había adelantado corriendo. Acto seguido, se oyó el grito de otra mujer. La señora Kawasaki se quedó paralizada mientras su hijo abría sin vacilar una puerta corredera y entraba en una amplia estancia de doce tatami donde no había ni una sola mesa o silla. Tan sólo se veía en el centro una enorme cama de matrimonio de madera de caoba orientada hacia la puerta. Sobre ella, al lado de un edredón de amarillo azafrán, había una mujer cubriéndose con la sábana todo el cuerpo excepto el cabello. Junto a ella, sentado en la cama con las piernas tapadas por el edredón, un hombre de mediana edad y vestido de un llamativo pijama miraba hacia la puerta con el aspecto totalmente aturdido. En ese momento, la mujer bajita había desaparecido.
—¡Hola! ¡Buenas tardes! —saludó Makoto.
—¡Buenas tardes! —respondió el hombre del pijama con voz fuerte. Su rostro, si se puede describir con un solo adjetivo, era arquetípico. Su expresión, bajo su cabeza calva, era magnífica, insustancial; sus ojos, apacibles y menudos. Y añadió—: Tengo un ligero dolor de cabeza. Por eso estaba a esta hora en la cama. Pero, bueno, vamos, siéntese. ¡Ay! Lo siento, no tengo sillas. ¿Le parece bien sentarse en la cama, aunque sea una descortesía?
Makoto se sentó resueltamente en la cama. Al hacerlo, aplastó a la mujer tapada por la sábana que dejó escapar un sordo quejido. Asomó su cara por debajo de la sábana y, cuando vio quién se había sentado, empezó a hablar con Makoto sorprendido de ver que solamente llevaba puesta una combinación.
—¡Ah! ¿Es usted, señor Kawasaki? —dijo afectando no haberlo reconocido antes—. Bueno, en tal caso me levantaré. ¡Ume! ¡Tráeme mi abrigo, no sea que me vaya a resfriar!
Mientras, la señora Kawasaki y Yasushi, con el asombro pintado en los ojos, observaban la escena desde la abertura formada entre las dos puertas correderas. Veían cómo esta mujer descarada, que continuaba en la cama, se ponía sobre la combinación un maravilloso abrigo amarillo de piel de marta traído por la mujer bajita. La señora Kawasaki, celosa de preservar la moral de su sobrino, le hizo señas con la mano para que no mirara. Yasushi, sin saber qué hacer, se puso a silbar inconscientemente.
La mujer de la cama preguntó:
—¿Ya no hay más visitas?
—No —repuso Makoto.
Los tres se quedaron un rato en silencio. A lo lejos, de una radio vecina, llegaba el sonido de una enérgica marcha. Inesperadamente, el hombre del pijama alargó una mano, blanda como la de un niño rollizo, sacó una petaca y le ofreció tabaco a Makoto y a la mujer. Él mismo encendió un cigarrillo. Impreso en la petaca se veía un blasón en forma de crisantemo de dieciséis pétalos[57]. Al reparar Makoto en este detalle, el hombre explicó:
—Es lo que me queda. Regalos que me hicieron.
Este hombre, impasible y pomposo, era un aristócrata. Se apellidaba Sumiya por haber sido prohijado en su infancia por el conde Sumiya, aunque procedía de la familia del barón Fujikura[58]. Aunque no se le podía llamar un manirroto, poseía un talento excepcional para gastar su fortuna a una velocidad extraordinaria. Antes de la guerra, sus rentas mensuales, que eran cuantiosas, lo ponían en la situación ideal de ser, por decir así, una perfecta máquina de gastar. Sus gastos eran proporcionados a sus ingresos; pero en los asuntos necesarios se mostraba mezquino. Ahora, las cosas habían cambiado. De las seis amantes que tenía, sólo le quedaba una. Atrás quedó también su costumbre de encargar diez pares de zapatos a medida todos los meses, de pedir al extranjero volúmenes de primeras ediciones en idiomas que no sabía ni leer, de agrandar la caseta del perro, de regalar un uniforme tan original a su chófer que no se atrevía ni a ponérselo… Su residencia principal fue subastada y tan sólo esta casa de su amante de Iikurakatamachi se había librado del embargo. Y eso porque había tenido el acierto de ponerla oportunamente a nombre de la mujer. Pero su apetito derrochador lo llevó a hipotecar también esta casa. El conde, sin idea de lo que era una deuda, trató el dinero del préstamo como si fuera un ingreso.
—Tal como habíamos acordado, he venido para llevarme todo lo que haya de valor en la casa como garantía de la hipoteca.
—Vaya, vaya, pues muchas gracias. Pero ya ve usted —dijo el noble abriendo las manos como hace un mago para mostrar que están limpias— que aquí no hay nada. Dice usted que va a llevarse todo, pero ¿qué le podrá quitar a alguien tan pobre como yo? Viviendo como vivo en una casa como ésta, ¿a quién voy a tener miedo? Ya pueden venir los ladrones que quieran…
—Lo mismo da —repuso Makoto. Nos llevaremos todo lo que quede. Usted nos pidió dinero prestado poniendo como aval todo su mobiliario. Ahora resulta que ha liquidado todos los muebles sin consultarnos, y ni nos paga los intereses ni nos devuelve el dinero. Ahí fuera tengo esperando un grupo de chicos dispuestos a todo. Habiendo llegado a este punto, usaremos la fuerza. Y lo siento por usted.
—¡Caramba! ¿No es eso cruel? —respondió el antiguo conde con toda tranquilidad—. Oiga usted, el embargo forzoso de los bienes sólo tiene derecho a ejecutarlo el Estado. No existe ejecución privada de bienes en este país…
—¿De dónde ha sacado usted eso?
—Me lo ha dicho un abogado.
—¿No habrá sido Kurita, un abogado sin licencia…?
El antiguo aristócrata se movió con inquietud. El abogado Kurita formaba parte de un grupo dedicado al contrabando de tabaco extranjero en el cual también participaba el exconde. Makoto añadió:
—No hago más que retirarle los objetos que se pueden empeñar después de haberle prestado a usted dinero. Si el contrato se invalida, nos tendrá que devolver el préstamo. Pero si no me devuelve el dinero, no tengo más remedio que recurrir a la ejecución forzosa del embargo. Seguro que le surgirán inconvenientes si seguimos adelante, ¿verdad? De todas formas, es igual. De momento, hoy me llevo esta cama, ¿de acuerdo? Y ese abrigo también.
—¿Eh?
—¿Eh?
Las exclamaciones del conde y de la mujer fueron simultáneas. Se miraron los dos. La mujer empalideció hasta el escote y apretó con fuerza el abrigo contra su cuerpo. Pero el conde, optimista en grado extremo, bajó de la cama con su holgado pijama y, sin decir nada, salió a la parte soleada de la terraza donde se puso a hacer flexiones. Sus movimientos, en apariencia totalmente indiferentes a lo que ocurría alrededor, fueron interpretados por un admirado Makoto como un alarde de sumo descaro.
Makoto, asomándose a la habitación contigua, le dijo a Yasushi:
—Oye, ¿no te importa salir a la entrada y llamar a los demás?
Yasushi, con la actitud cómica de mostrarse dispuesto a cooperar, salió corriendo como quien va a cumplir su deber.
No tardaron en aparecer los jóvenes. Eran seis, pues se les habían sumado los tres que habían estado montando guardia en la puerta de servicio. Todos se abalanzaron al interior de la habitación donde estaba Makoto. El antiguo conde, obedeciendo la caballerosa recomendación hecha por Makoto de que la mujer no gritara, sacó tres grandes caramelos de una lata guardada debajo de la almohada y los introdujo todos de una vez en la boca de la mujer. Aunque opuso cierta resistencia, con los caramelos en la boca fue incapaz de proferir un solo grito. Los jóvenes se dirigieron a Makoto para pedirle instrucciones y saber por dónde debían empezar. Se les indicó en primer lugar el edredón.
—Entendido. ¡A luchar por el Derecho!
Con esta especie de grito de guerra lanzado por los jóvenes, más propio de estudiantes que de obreros, imitaban una frecuente frase de Makoto cuando citaba La lucha por el Derecho de Jhering[59]. No entendían su sentido, pero les gustaba decirla porque estaba de moda. Tres jóvenes tiraron del edredón y la mujer cayó rodando por el suelo sin tener apenas ocasión de intentar dar un grito. En la terraza, el conde encendía su segundo cigarrillo y exclamaba en solitario:
—¡Qué hermosa vista!
Con el alboroto entraron en la sala la señora Kawasaki y Yasushi. Entonces, de debajo de la almohada salieron desordenadamente una decena de láminas de dibujos eróticos y llamativos que quedaron desparramados sobre el suelo de tatami.
Entretanto, Makoto mantenía el entrecejo fruncido con la actitud indiferente del hombre que sigue leyendo su periódico a pesar de ser empujado en un vagón lleno de gente. Se limitaba a hacer lo que debía hacer. Sin más. Después, sin prestar atención a la mujer que sollozaba sentada en el suelo, llevó a su madre y a Yasushi hasta la terraza y los presentó al aristócrata.
—Este señor es el conde Sumiya. Mi madre. Mi primo segundo.
—Mucho gusto. Señora…, señor…
El antiguo conde en pijama, doblando la cintura, dibujó una elegante inclinación a modo de saludo. La señora Kawasaki, chapada naturalmente a la antigua, se emocionó. Por su parte, el progresista Yasushi, imbuido de conciencia de clase, no pudo evitar una oleada de orgullo al reconocer que la inclinación de su saludo había sido mucho menos profunda que la de este antiguo miembro de la nobleza.
—Esas láminas me las deja, ¿de acuerdo? —dijo el conde.
—¿No me puedo quedar con la mitad?
—¡Makoto! —le reprochó su madre, con aire de volver por fin a la realidad.
Mientras, los jóvenes habían empezado a despojar a la mujer del abrigo. Como habían bebido un poco, sus manos se movían con torpeza y, en el forcejeo para quitárselo, tocaron sin intención partes que no debían. La mujer les respondió mordiéndolos hasta hacerlos sangrar. A uno de ellos, incluso, el dolor por el mordisco le hizo retorcerse. Sus cinco compañeros se burlaron de él diciéndole:
—¡Vamos, hombre! ¡Que luchamos por el Derecho!
—Nuestras disculpas, señorita. Es que luchamos por el Derecho.
Y uno de ellos se puso a imitar la voz chillona de la mujer en son de burla. Makoto los riñó y les metió prisa. Tres se llevaron por fin la cama. Al alzarla para sacarla del cuarto, golpearon contra la tulipa de la lámpara haciéndola añicos.
El espectáculo resultaba a todas luces entretenido. Los ojos de Makoto brillaban mientras sus labios dibujaban una sonrisa. Pero enseguida, al darse cuenta de que estaba divirtiéndose con la escena, sintió vergüenza pensando que no debía hallar placer en lo que veía. Una norma moral era: jamás mezclar el sentimiento con la razón. Esta norma, habitual para mucha gente, tenía para Makoto un valor puramente ético, sin duda resultado de la educación recibida en el seno de la familia Kawasaki, deseosa a toda costa de distinguirse de la mayoría.
A Yasushi, en cambio, le sucedía todo lo contrario. Sus sentimientos, cuya intensidad aumentaba a medida que se iba animando con la escena, eran difícilmente analizables. Esta animación, despertada ante el espectáculo de una mujer medio desnuda que se retorcía ante sus ojos, se transformó en una especie de exaltación mental que infundió en él un voluntarioso compañerismo. Quería ayudar en algo a toda costa. Su exaltación estaba, además, inflamada por la ridicula presencia del «conde». Sintió entonces que la violencia insensata que se desplegaba ante sus ojos no era más que un acto de estricta justicia social. Quien alguna vez llega a la justicia desde la pasión, como le estaba ocurriendo a él, cae preso de una grave equivocación sin darse cuenta. Una equivocación, sin embargo, cuyas consecuencias no perjudican al que la comete. Yasushi se imaginó entonces inmerso en una revolución, oficiando una sangrienta inmolación judía —algo que jamás había visto—, a la vez sublime y disparatada, como una mujer ideal en peligro. Se sentía, simplemente, exaltado.
La señora Kawasaki se dio cuenta demasiado tarde para poder detenerlo. Yasushi se había lanzado al grupo y con las manos apartó a uno de los jóvenes. Sus brazos vigorosos dieron un empellón al pecho de otro, que lo hizo caer al suelo. Los jóvenes, al darse cuenta de que repentinamente alguien se había presentado para estorbarlos en su trabajo, lo rodearon excitados. La mujer, tomando a Yasushi por su inesperado salvador, se agarró a sus rodillas. Pero Yasushi actuó entonces con una rapidez sorprendente. Con ternura extendió los brazos de la mujer agarrada a él, y, en un abrir y cerrar de ojos, le sacó de sus delicados brazos blancos las mangas forradas de suave seda del abrigo. Una vez en posesión del lujoso abrigo amarillo de marta, lo enrolló cuidadosamente, lo alzó por encima de su cabeza y se lo arrojó a Makoto. Éste lo pudo agarrar con dificultad usando las dos manos. Yasushi, riendo, exclamó:
—¿Has visto? Así, y no a la fuerza, se hacen las cosas.
Los jóvenes, al darse cuenta por fin de la acción caballerosa de Yasushi, soltaron una carcajada que, incluso, contagió al antiguo conde. Por su parte, la señora Kawasaki, que sentía gran desprecio por la mujer medio desnuda, sonrió con complacencia moral. Entonces, Yasushi se acercó al conde, que estaba muy tranquilo, y sin ningún miramiento lo agarró por la pechera.
—¡Eh, tú! ¿Qué me haces? ¡Déjame! —exclamó el conde.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó tranquilamente Makoto a su primo.
—Éste… Dudo mucho que esté sin blanca… ¿Por qué no lo desnudamos a ver si oculta algo?
—Es una insensatez… —musitó el conde como si hablara consigo mismo.
Makoto, afectando no haberse dado cuenta de la mirada suplicante del conde, le dijo a su primo:
—Muy bien. Adelante.
Yasushi inmediatamente le quitó el pijama al antiguo aristócrata. Atada a su cuerpo medio desnudo y blanco, como un enorme gusano, había una ventrera de lana. Dentro tenía un reloj de oro de la marca Elgin y un collar de perlas. Yasushi los tomó y se los entregó a Makoto.
La cama estaba a punto de ser sacada. Al son de esa especie de grito de guerra de «¡Es la lucha por el Derecho!», la cama abandonaba solemnemente la amplia estancia de doce tatami golpeando sus esquinas contra paredes y columnas. Mientras, Makoto, con el abrigo en una mano y el collar en la otra, saludaba cortésmente al conde. Le dijo:
—Me llevo todo esto. Cuando lo venda y eche cuentas, si sobra algo, se lo devolveré.
—Muy amable —repuso el conde.
Entonces, Yasushi, sin motivo aparente, golpeó con su rodilla el trasero del conde, que cayó boca abajo en la terraza. La señora Kawasaki acudió a cubrirle respetuosamente los hombros con la chaqueta del pijama. El conde, abrumado por esta cadena de humillaciones y amabilidades, sollozaba con el rostro hundido en la esterilla que cubría el suelo de la terraza.
Así acabó esta animada escena: para uno, un acto revolucionario; para otro, un simple embargo; para otro, un desvalijamiento absurdo; para otro, un espectáculo divertido; para otro, una simple sesión de gimnasia; para otro, absolutamente nada. Unos subieron al camión, cargados con la cama, otros al Datsun. Y todos, triunfalmente, regresaron.
Makoto, temeroso de que su madre lo importunara con reproches en el viaje de vuelta, hizo que ella y Yasushi subieran al Datsun y él se montó en el camión. Allí, tumbado boca arriba en la cama, asistió a la burda juerga de los jóvenes y a sus ruidosos cantos. Pero a Makoto nada de esto le molestaba. Envuelto en el lujoso edredón azafrán de plumón y rozando distraídamente con sus dedos el abrigo de marta amarillo ya sin dueña, se concentró en el silencio de la tarde, fría como la seda del forro que tocaba. Miraba arriba el cielo invernal cortado por las extensas mallas eléctricas de los tranvías. No había ni una nube. El cielo inmóvil, como otro gigantesco edredón, envolvía su vista con una claridad solemne. Contemplando este cielo limpio, Makoto sintió una envidia indefinible, envidia de la claridad, de la perfección, de la libertad.
Poco después, cuando el camión dejó atrás Shinbashi y entró por la calle Showa, por detrás de un edificio quemado apareció de repente un jirón de nube. Su vista tranquilizó a Makoto.