Capítulo 13
El 26 de enero del año siguiente, la Compañía Taiyo adquirió una oficina en el elegante barrio de Ginza. Antes del traslado, la compañía se estableció como sociedad anónima. La suma total del débito ascendía ahora a diez millones de yenes y el crédito superaba los cinco millones. Los gastos de publicidad se incrementaron cinco veces al pasar a la sección de «publicidad preferente» en una columna con tres renglones. Pero también el fondo de inversiones aumentó en proporción geométrica. El disponer de un edificio en un barrio como Ginza podía considerarse una forma de manejar fondos como inversión en inmuebles.
La gran confianza ganada por Makoto era el fruto de una administración arriesgada que aplicaba el reparto ilegal para el pago de intereses a los inversores. Esta estrategia, que tenía cierto fundamento psicológico, estaba basada en los efectos de la estrecha proximidad entre las personas. De hecho, se suele tener más confianza en los amigos que uno ve a menudo que en los propios hermanos a los que no ve en mucho tiempo. Aplicado al negocio prestamista, esto se traducía en que si el pago de los intereses se retrasa un solo mes, entonces los inversores se obsesionan con el capital principal. Por el contrario, si reciben puntual y regularmente sus intereses ganados cada mes, es posible que hasta se vayan olvidando de la existencia del capital principal.
Los sentimientos de la señora Kawasaki, preocupándose en la ciudad de K por Makoto, constituían para esta mujer su capital principal, por así decir, el cual, al verse amenazado por la falta de visitas y noticias de su hijo en mucho tiempo, acabó convirtiéndose para ella en una obsesión. Cuando pensaba en Makoto, su vanidad sufría. Y cada vez que su marido se quejaba de este ingrato hijo, la pobre madre sentía que la tocaban en lo más vivo de la llaga. Un día en que un paciente de su marido le preguntó cortésmente por Makoto, un joven de «tantas y excelentes cualidades» según el paciente, ella respondió con la misma zozobra con que respondería si le hubieran preguntado por un hijo secretamente internado en un sanatorio psiquiátrico:
—¿Quién?, ¿Makoto? Está muy bien y escribe a menudo. El pobre anda tan ocupado con los estudios que no tiene tiempo para volver al pueblo. Lo único que me preocupa es que caiga enfermo.
Esta respuesta tuvo el efecto contrario y el cortés paciente se quedó cavilando que la madre ocultaba algo.
La verdad es que tampoco tenía nada que ocultar. Carecía simplemente de pruebas sobre el comportamiento impropio de su hijo. Solamente tenía una carta de respuesta escueta recibida de Itsuko Tayama, la dueña de la pensión adonde se había dirigido por carta para preguntar sobre su hijo en tono confidencial. En esa respuesta se le decía que Makoto trabajaba en la Compañía Taiyo, S. A., situada detrás de la oficina de Correos de Matsuya, en Ginza. Itsuko le comunicaba esto con tranquilidad o, más bien, con orgullo, lo cual no hizo sino aumentar la inquietud de la madre. Ya no podía quedarse cruzada de brazos sin pedir una información más detallada. Sin embargo, pensó que si su marido llegara a enterarse de esas cobardes averiguaciones, la reprendería ásperamente. Decidió entonces encerrarse en su cuarto, escribir una carta y salir ella misma a echarla por correo urgente. Pero de repente cambió de idea. Rompió la carta que le había costado esfuerzo escribir y la tiró. La afligida madre se decidió entonces por mandar un telegrama con una sola frase: «Deme más detalles de Makoto». Salió inmediatamente de casa para enviarlo.
Era a mediados de febrero, pero corría una brisa apacible y la tarde estaba bañada con abundante luz. Evito ponerse el boa de zorro azul que la delataba como dama de la alta sociedad de su ciudad y en cambio se puso sobre el cuello de la gabardina un discreto chal negro. Apresurando el paso, como si fuera a hacer algo malo, se dirigió a la oficina de Correos de la calle Minamimachi. El clima de la ciudad de K es templado, siendo su temperatura media bastante diferente de la habitual en la vecina Tokio. No en vano dicen que viniendo de K se echa en falta una prenda de abrigo cuando se llega a la estación de Ryõgoku. En su apresuramiento, la pobre madre, sin duda porque caminaba como poseída por los recuerdos de la infancia de Makoto, interpretó mal el ruido ensordecedor de un avión americano de brillantes alas que volaba por encima de su cabeza tomándolo por un avión japonés de la pasada guerra. Cuando empujó la puerta para entrar en Correos, una nueva inquietud la hizo titubear… «Seguro que cuando se sepa el contenido de este telegrama que alguien de la mejor casa del lugar viene a poner en la única oficina de Correos, va a extenderse el rumor como la pólvora por toda la ciudad. Podrían exagerar el sentido del telegrama y hacer que el rumor se hinche como bola de nieve… Esa misma funcionaría, por ejemplo, que está allí, la de mediana edad… No hay más que ver su cara para saber que es una chismosa. No; pensándolo bien, mejor no lo mando…». Aprensiva como era, arrugó el formulario del telegrama y, temerosa de tirarlo allí mismo, se lo guardó en el bolsillo. «¿Y si vuelvo a casa y escribo de nuevo una carta urgente?».
La señora Kawasaki se sintió cansada de repente y fue a sentarse en un banco que había al lado de un ventanal soleado. En ese momento, un joven que venía de sacar dinero de su cuenta postal de ahorros —en realidad había sacado una cantidad tan modesta que miró a su alrededor con la expresión avergonzada— reparó en ella y sonriendo la saludó con la cabeza. La sencillez de su sonrisa alivió a la señora Kawasaki haciendo que su semblante se iluminara con otra sonrisa. Y exclamó:
—¡Yasushi! ¡Eres tú! ¡Cuánto tiempo sin verte!
—Le pido disculpas por no haber ido a visitarla…
—No digas eso. Es tu tío el que te ha dicho que no vengas a vernos…
—Vaya, no me ponga, por favor, en apuros tan pronto.
La señora Kawasaki tenía la opinión de que un comunista era como un jugador que se gradúa en una universidad. En su opinión, el comunismo era rechazable no a causa del contenido de su ideología, sino porque despreciaba las ciencias después de tantos esfuerzos como ha costado adquirirlas. Opinión tal vez lógica teniendo en cuenta que era hija de un científico. Su padre, en efecto, había sido profesor de Medicina de la Universidad de Chiba.
La madre de Makoto, aliviada por este inesperado encuentro, pasó cerca de media hora con su sobrino en una cafetería cercana. Ahí decidió visitar por sorpresa a Makoto yendo a su sospechosa oficina para pedirle explicaciones. Yasushi, que casualmente tenía asuntos que hacer en Tokio y con la condición de que su tío no debía saber nada, accedió al ruego de su tía de acompañarla, ya que sola no estaría tranquila. La señora Kawasaki posó una vez más su mirada en este sobrino ya convertido en un adulto.
—¡Ah! ¡Qué maravilloso sería si mi Makoto fuera tan fuerte como tú y con la piel tan bronceada!
Empezó hablando así, pero enseguida se dejó arrastrar por el consabido egoísmo del amor materno y siguió diciendo:
—¡Y qué cierto es que no da Dios dos mercedes! Si alguien como tú tuviera la cabeza de mi hijo, ¡vaya tesoro! Aunque, si tuvieras su cabeza, no te habrías metido en esos líos del comunismo… Pero ¿me puedes decir qué queréis hacer los comunistas con nuestro emperador? Además, ¿no es verdad que tenéis la intención de llevar a la horca al príncipe heredero, tan gracioso como es? No puedo creer en tantas bobadas…
Yasushi la oía desarmado ante este aluvión de reproches, pero aceptó acompañarla a Tokio de buena gana por la amistad que lo unía con Makoto. Su tía siguió lamentando que un joven tan honrado y bueno como Yasushi se hubiera descarriado y anduviera envuelto en esos «tenebrosos caminos». Esta forma de expresarse, por otro lado, mostraba lo mucho que lamentaba que «ese grave defecto» de su sobrino le impidiera visitarlos, a ella y a su marido, en su casa.
Los aburridos estereotipos y clichés de la opinión pública que sigue el Partido Conservador circulan por todas partes en las provincias como el agua por un molino viejo. La corriente de agua de cualquier idea novedosa, de cualquier moda, sólo sirve para mover perezosamente el molino. Las opiniones conservadoras son como las invocaciones budistas: su encanto está en su constante repetición. Por no aburrir a los lectores, nos abstenemos de presentar las opiniones políticas de la señora Kawasaki.
Finalmente estas dos personas verdaderamente naturales de la provincia de Chiba pusieron sus pies después de mucho tiempo en las calles de Ginza. La señora Kawasaki se detuvo en una tienda para comprarle a su sobrino una corbata. Al observar cómo caminaba éste por Ginza todo orgulloso con la flamante corbata ya puesta y sin darse cuenta del mal efecto que producía, la señora sintió que acababa de contribuir a corregir las ideas de Yasushi. Y, complacida, no pudo evitar exclamar para sus adentros: «¡He hecho una buena acción!».
¡Sin duda, la misma reacción que le invade a una anciana piadosa cada vez que da una limosna!
Un poco antes de que los dos inesperados visitantes se presentaran en la Compañía Taiyo, Otagi y Nekoyama estaban ocupados con los clientes que acudían a por préstamos pequeños de menos de un millón de yenes. Arriba, en la oficina del presidente, Makoto estaba con Teruko, su secretaria, hacia la cual nuestro protagonista seguía adoptando esa «actitud sincera», como él la llamaba. Esta actitud, desarrollada como un juego, había contribuido a que Teruko lo tomara por el más optimista de los hombres, juicio que lo llenaba de satisfacción. Sentía Makoto que esta joven doncella era un ser surgido de las profundidades de su corazón tierno de gatito, ese corazón que desde su niñez guardaba a buen recaudo. Sólo por tener dinero, este joven de veinticinco años podía disfrutar del placer de los juegos mentales propios de hombres de mediana edad.
Últimamente Teruko mostraba indicios de ocuparse mucho de su aspecto. Su forma de vestir ahora era muy distinta de cuando iba vestida de actriz aquel primer día en que apareció por la oficina. Ahora se presentaba siempre pulcramente vestida, sin llevar las uñas pintadas y con un maquillaje natural. Los clientes, aunque supieran que la ausencia del presidente era fingida, se iban contentos al verse atendidos por una secretaria tan pulcra. Su nombramiento se había producido poco antes con la reorganización de la compañía como sociedad anónima. Itsuko, con problemas para manejar cifras demasiado elevadas, se quedó como una simple oficinista de contabilidad. La modestia de Itsuko le impedía intervenir en la relación entre el jefe y Teruko. Makoto ya había dejado su pensión y vivía en un lujoso apartamento de alquiler en el barrio de Tsukiji. A veces Itsuko le llevaba hasta allí comida casera preparada por ella misma con todo cariño y, según el humor de Makoto, se quedaba a dormir en el apartamento.
Todos los empleados, dando por hecho que entre Makoto y Teruko había algo, se maravillaban de la admirable discreción de Itsuko, a quien nadie la veía secarse ni una sola lágrima. Ésta, sin embargo, con esa intuición femenina que da la madurez, sabía que entre aquellos dos no había nada. Itsuko, que por estar al corriente del orgullo de Makoto sabía que a éste le gustaba que los empleados siguieran creyendo que tenía relaciones con su secretaria, trabajaba para su jefe con la actitud callada de una sirvienta. Cuando estaba ante él parecía decirle: «Los celos me comen las entrañas y estoy haciendo de tripas corazón para poder aguantarlos». Pero lo hacía para halagar el amor propio de Makoto, el cual, hombre frío, de vez en cuando la invitaba a pasar el rato con él. Aunque éste sentía lástima en realidad por sí mismo, gracias a la actitud sabia de Itsuko podía pensar que la invitaba por lástima hacia ella y no para reprocharse nada a sí mismo.
Teruko se arregló el maquillaje mirándose en el espejo colgado de la pared al lado de la ventana por donde se veía abajo la calle sórdida que había detrás de la oficina de Correos de Matsuya. En el fondo del espejo se reflejaba el rostro de Makoto que, desde detrás de su mesa, miraba su espalda. Le llamaba la atención que en la fila de unos diez botones de su vestido hubiera algunos, los del medio, que estaban desabrochados todos los días. Era evidente que su mano no llegaba a esa parte de la espalda. Este detalle, sin embargo, le parecía a Makoto provisto de encanto, pues demostraba la pureza de la conducta moral de Teruko al no tener la mano de un hombre que la ayudara a abotonarse toda la fila. El mismo, aunque todos los días sentía ganas de ofrecerse, se abstenía de hacerlo.
Teruko se volvió y medio sentándose al lado de la ventana dejó escapar una sonrisa maliciosa. Bromeando sobre el gesto de Makoto, que la había estado observando a sus espaldas, dijo:
—Las mujeres tenemos ojos hasta en las espaldas.
—Sí, diez. No, no; son nueve —añadió Makoto refiriéndose a los botones.
Pero Teruko lo negó con una sonrisa. Según ella, en la espalda de una mujer hay dieciocho ojos: seis para la sospecha, seis para la felicidad y seis para la tristeza. Aunque a Makoto no le interesaba nada este comentario tan místico, dejó mostrar su admiración como un tonto. Teruko, entonces, acercándose a su mesa, le dijo:
—Ya va siendo hora de donar algo para echarlo al cubo del forraje.
—¿Cuánto?
—Esta vez será suficiente con cinco mil yenes.
Teruko le pedía dinero así, sin ningún reparo, como si no fuera cosa suya.
—Aquí tienes cinco mil. Es la octava vez, ¿verdad? La primera fueron aquellos mil yenes. Después, fueron diez mil yenes, ocho mil, quince mil, tres mil, veinte mil, mil quinientos y, ahora, estos cinco mil.
—Si usted lo recuerda tan bien, no tiene mérito. Olvídese de todo. Si duda de mí, venga, demos otro paseo de noche y busquemos una carreta tirada por un buey.
—No, aquello ya no. Podría caer desmayado si te veo tirar veinte mil yenes en el cubo. Entonces, no podría volver a mi apartamento sin tu ayuda. ¿Te imaginas qué podría pasar entonces?
—¡Cómo le gusta traer ese tema! ¿Es que no se aburre? Si me sigue insistiendo, abandono en el acto este trabajo. ¡Vamos! ¡Prométame que no me volverá a hablar de eso!
—De acuerdo, te lo prometo. Al fin y al cabo estoy pasando tu examen, ese examen para comprobar hasta qué punto un hombre puede obrar de corazón. Me siento capaz de aprobarlo con nota brillante. Quien apruebe será el prototipo de tu hombre ideal y el representante de la juventud moderna.
—Exactamente. Ya sabe usted que las mujeres siempre hemos hecho peticiones irrazonables desde los tiempos de la protagonista de El cuento del cortador de bambú[53].
—Verdaderamente, me gusta esa mirada ingenua que pones cuando dices estas cosas.
El tono afectado de Makoto estaba tan entremezclado de la sinceridad con la que hablaba que ni él mismo podría distinguirlo, siendo, por lo tanto, difícil que los lectores conozcan todos los detalles de esta conversación.
Entre tanto, la señora Kawasaki caminaba oyendo a Yasushi hablar de Hokkaido. El relato de la vida miserable de los mineros de esa isla le parecía, escuchado ahora en medio del bullicio de la urbe, como un cuento de terror ya oído en la infancia. La señora no dejaba de asentir gravemente con la cabeza. Finalmente, le soltó a su sobrino esta desconcertante conclusión:
—También yo conozco varias historias de revoluciones. Por supuesto que no voy a condenar indiscriminadamente todas las revoluciones. Pero sí que sería una fatalidad que, a causa de una revolución, una mujer débil como yo tuviera que ponerse a trabajar en una mina. También sería una fatalidad que los mineros, por una revolución, se pusieran a vivir como nosotros. Imagínatelos usando correctamente una cubertería occidental; aunque, bueno, al final y por pura pereza, no tendrían ninguna gana de comer platos occidentales, con lo cual todos los cocineros y camareros de restaurantes occidentales perderían el trabajo y, acto seguido, tendrían problemas para poder vivir. La consecuencia sería que, después, la revolución la harían los restaurantes occidentales.
Yasushi se detuvo para indicarle que habían llegado. La señora también se detuvo. Los dos alzaron la vista para contemplar un edificio gris de dos pisos. Había un letrero rectangular en cuyo centro se destacaba el dibujo de un sol sonriente. Debajo del sol estaba escrito horizontalmente y en caracteres negruzcos el nombre del establecimiento con la transcripción en letras occidentales de «Compañía Taiyo». La señora Kawasaki leyó todo pronunciando correctamente y en una voz apenas audible este nombre extranjero. Delante del edificio había estacionados tres vehículos, entre ellos uno de lujo, un Datsun[54]. Un hombre, que salió precipitadamente de la oficina empujando la puerta, subió a uno de los coches que empezó a moverse.
—¡Vaya! Parece una compañía muy activa, ¿no crees? —dijo a Yasushi la señora sin tener todavía idea de qué se trataba. Fue Yasushi quien llamó su atención sobre un letrero pequeño al lado de la puerta. En él se podía leer la siguiente información publicitaria:
Compañía financiera de estilo americano.
La única sociedad anónima de nuestro país especializada
en financiación.
COMPAÑÍA TAIYO.
Máximo interés - Máxima ganancia.
Puede rescatar su capital cuando lo desee.
Solución rápida de financiación de cualquier hipoteca,
por pequeña que sea.
¡Consulte con nuestros asesores!
Número uno en confianza y experiencia en el sector.
La cultura de la señora Kawasaki era suficiente para, tras la lectura de esa información, comprender de qué se trataba. Y la exclamación que salió de sus labios fue inevitable:
—¡Dios mío! ¡Es una sociedad prestamista!
Entró empujando la puerta, y Yasushi tras ella. La pobre madre buscaba con la mirada ansiosa a su hijo, es decir, a alguien con uniforme de estudiante obligado a moverse de un lado a otro de ese lugar de trabajo bajo el látigo de un despiadado diablo barbudo. Su turbación, que recordaba la de una madre medio enloquecida buscando a un niño secuestrado en un circo, pasó desapercibida en ese espacio bullicioso de gente que se agolpaba en los mostradores.
Al fondo de la oficina estaban Otagi y Nekoyama. Eran los únicos que ocupaban sillones giratorios tapizados de terciopelo verde. Frente a la mesa del primero, que tenía el cargo de director adjunto, se sentaba un cliente. Era el ejecutivo de una empresa fabricante de rótulos. Por su parte, Nekoyama, que era gerente, tenía en frente al jefe de contabilidad de la compañía Maquinaria Fujishirõ, S. A. Los dos clientes, con la cabeza agachada, habían venido a solicitar sendos préstamos.
Otagi, sentado relajadamente en su sillón, escuchaba al cliente mientras que, de vez en cuando, garabateaba números con un lápiz en la mesa de superficie acristalada y se limpiaba el oído con el mismo lápiz. Por momentos bajaba la vista para posarla complacido en las mangas de su flamante traje de lana inglesa, en la solapa del cual brillaba la insignia de un sol de oro puro. Cuando las puntas de su bigote —hecho crecer para investirse de la autoridad que su edad no le daba— le rozaba sus mejillas encendidas, Otagi movía las orejas como si le molestaran. Este gesto distraía al cliente, que se quedaba mirando las orejas, por lo cual Otagi tenía que pedirle que continuara con las razones de solicitar el préstamo.
En negociaciones como ésta, Otagi con frecuencia se emocionaba al simpatizar con las dificultades económicas de sus clientes, olvidándose en tales ocasiones de hacer cálculos. Se diferenciaba de Makoto en que no necesitaba convencerse a sí mismo para no perder la calma. Entrevistaba con diligencia incluso a los prestatarios de pequeñas sumas ante cuya apurada situación a veces derramaba sinceras lágrimas. A estas alturas de su experiencia tenía la firme convicción de que realizaba un verdadero trabajo social, una obra humanitaria. En su corazón rumiaba una sensación de felicidad derivada de haber elegido una ocupación cuyo ejercicio le permitía escuchar tantas historias tristes. Consideraba insuperable el placer de poder dar una limosna a alguien en apuros —aunque justamente aquí estaba el malentendido—. En consecuencia, le resultaba doloroso tener que cobrar a sus clientes el dinero prestado, a pesar de consolarse pensando que tal dolor era el castigo que se imponía a sí mismo por haber saboreado el placer anterior, y que castigar sin piedad a la gente endeudada era castigarse sin piedad a sí mismo. Todo ello constituía para Otagi una especie de ascesis que lo hacía avanzar por el camino a la iluminación elevando su corazón a regiones de calma y placidez hasta entonces desconocidas.
El cliente le estaba diciendo:
—Nos han fallado las ventas que estábamos seguros de realizar y, por eso, la letra que habíamos librado contando con las ganancias por esas ventas está a punto de ser rechazada. Lo que más tememos es perder la confianza del banco con el que trabajamos. En fin, me parece elevado el interés del 15 por 100 a los diez días, pero deseamos pagar a toda costa esa letra con la suma que nos presten. A ver si es posible que nos faciliten un millón y medio de yenes sobre la hipoteca de esta letra…
—Bien… —dijo Otagi con un aire que inspiraba confianza. Y, tras haber estudiado bien el caso, añadió—: Después de haberlo escuchado hablar, he tenido la sensación de que usted es una persona en la que se puede confiar. No nos habíamos encontrado con un caso como el suyo. Tener que hipotecar sobre una sola letra… Pero haremos una excepción. Le prestaremos la cantidad que nos pide.
En ese momento el rostro del prestatario se iluminó y Otagi sintió que esa luz era tan refrescante como el aire de una ventana abierta al cielo de la mañana. Cuando le entregó en mano el dinero en metálico, se dio cuenta de que las manos le temblaban de placer. Concluyó que no había cosa en el mundo más agradable que ayudar a los demás, especialmente cuando esa ayuda resultaba lucrativa para uno mismo.
A Otagi le había dado recientemente por salpicar hasta su conversación diaria con expresiones manidas como «la gente en el fondo es buena», «el hombre tiene un natural bondadoso», «el que siembra, cosecha» y modismos por el estilo que habían acabado por convertirse en una parte tan indispensable de su vida como sus tres comidas diarias. Solía comentar por entonces que todo el escepticismo aprendido en el instituto no le había servido de nada.
—En el mundo —decía a veces con tono de amonestación a unos empleados más jóvenes que él— hay un camino correcto que es el que el hombre debe seguir. Es el camino de la honradez. Se puede ir por la vida sacando pecho siempre que el camino seguido sea ése y sólo ése.
Sin embargo, él mismo sentía a veces vértigo al ver la rapidez fulgurante con que su honradez le estaba produciendo tantas ganancias. En tales momentos, se decía: «Cuando el hombre sigue el camino justo, la inquietud lo acecha». Y, en efecto, el mismo Otagi, pese a saber que él mismo andaba por esa senda justa, sentía cierto desasosiego. Además, cada vez que alguien le decía que era un hombre sagaz, tenía la impresión de que hablaban de otro. Cuando uno dice tantos disparates, acaba creyendo en el efecto de los mismos.
En cuanto a Nekoyama en ese mismo momento, el ambiente alrededor de su mesa era total y exageradamente distinto. Sin darse cuenta imitaba a su antiguo jefe, el respetable malvado Taizõ Onuki. Mientras escuchaba a su cliente, ponía la expresión más aburrida y triste del mundo, al tiempo que movía nerviosamente las posaderas. Y no es que sufriera hemorroides como Onuki. Además, en medio de la conversación del cliente, chasqueaba la lengua con la misma fuerza con que lo hace una vaca cuando masca la hierba. Con aire triste lanzaba una fugaz mirada al cliente, suspiraba, bajaba la cabeza lánguidamente y no la levantaba durante un buen rato. Cuando el cliente acababa de hablar, Nekoyama, sin apenas mover su boca menuda, murmuraba un par de frases poco claras, como si las dijera para su coleto. Si el cliente le preguntaba algo, respondía con un «Nada…», volvía las hojas del libro de contabilidad con aire aburrido y, conteniendo un bostezo, permanecía un rato inmóvil con la cabeza gacha. Finalmente, con la expresión de quien firma la capitulación más vergonzosa del mundo, decía:
—Muy bien. Le concederemos el préstamo.
Y, a partir de ahí, todo lo hacía con mucha parsimonia. Iba al cuarto del fondo donde estaba la caja fuerte, contaba el dinero, se agachaba, sacaba unos cacahuetes del bolsillo, se los metía en la boca de uno en uno, contándolos… En total, unos treinta granos. Todo despacio. Intencionadamente. Para hacerle al cliente la espera lo más larga posible.
Finalmente, el jefe de contabilidad se pudo ir con su préstamo en el bolsillo. En total, seiscientos cincuenta mil yenes —deduciendo previamente un interés diario de setenta céntimos— sobre una hipoteca de 7300 acciones del Banco Sanwa, 2800 nuevas acciones y 9200 acciones antiguas de la propia empresa, Maquinaria Fujishirõ, S. A. El presidente de esta compañía, Jûichi Fujishirõ era un hombre muy conocido en el mundo financiero. La garantía de un prestatario como él constituía un motivo de satisfacción para Makoto. Tenía éste el plan de hacer un listado de los prestatarios más célebres para enviarles una postal de saludo a mediados de verano[55].
El teléfono no paraba de sonar. Los oficinistas, que ya sumaban diecisiete, iban de un lado para otro por los estrechos espacios entre las mesas. Una de las oficinistas, con un negro guardapolvo, volcó un florero sobre la mesa al ir a coger un libro de cuentas. El agua vertida formó un charco que mojó por completo los narcisos. Su exclamación de «¡ah!» fue recogida por una de las clientes que la transformó en agudo chillido. Todo el mundo en la oficina, pensando que se trataba de un terremoto, se sobresaltó. En tal situación, a la señora Kawasaki no le resultaba nada fácil detener a un solo empleado. El que lograba agarrar por la manga, se zafaba de ella y se escabullía.
Yasushi observó:
—Parece que Makoto no está por ningún sitio, ¿verdad?
Pero la señora, lejos de rendirse, consiguió por fin detener a quien parecía el chico de los recados, de dieciséis o diecisiete años. Pero éste, nada más ser preguntado si trabajaba allí un tal «Kawasaki, que era alumno de Tõdai», desapareció tras contestar que en la oficina no existía tal persona ni jamás había oído ese nombre. La señora se quedó aturdida y sin saber qué hacer; pero, de repente, los ojos se le empañaron de lágrimas al reconocer con un profundo alivio a una mujer con kimono que acababa de entrar por la puerta del fondo y sentarse a la mesa.
—¡Señora Tayama! ¡Soy yo! ¡Yo!
Sus gritos llamaron la atención de Itsuko, que se acercó a ella y, en medio del ruido ensordecedor de llamadas telefónicas y máquinas de escribir en movimiento, la saludó con toda tranquilidad ponderando el mucho tiempo que hacía que no se veían. Pero la señora Kawasaki, impaciente, perdiendo incluso sus buenos modales de siempre, la interrumpió rudamente para exigirle con tono de reproche:
—Makoto. ¡Quiero ver a Makoto! ¿Dónde está mi hijo?
Itsuko, dando la callada por respuesta, se limitó a pedirles que la siguieran y, con una sonrisa en los labios, procedió a guiarlos por la escalera hasta llegar al piso de arriba. Llamó a la puerta de la oficina del presidente. Desde dentro se oyó la voz de Makoto pidiendo que esperaran fuera. Pero era demasiado tarde. Su madre ya había empujado la puerta con arrogancia… y se quedó petrificada al ver a su hijo con los pies sobre la magnífica mesa de la oficina.
Tardó tiempo en sobreponerse a la sorpresa y en reconocer a su hijo como presidente de esta sospechosa sociedad anónima. Durante un buen rato sólo acertaba a decir de forma entrecortada:
—¿Qué es esto? A mí…, engañándome… Y yo sin saber… Y en un sitio como éste… Eres terrible… verdaderamente…
Finalmente, cayó sobre la mesa y prorrumpió en sollozos. Trastabillando y sin dejar de sollozar, se puso a decir:
—Hijo mío, pero ¿me puedes decir por lo que más quieras qué te ha pasado? ¿Con qué motivo te has hecho prestamista dejando la universidad y sin decirnos ni una palabra? No me da ninguna alegría verte así, por mucho dinero que ganes. ¡Dios mío! ¿Y qué va a ser ahora de los Kawasaki? —esta anticuada pregunta, aun en medio de sus sollozos, le encantó a ella misma—. ¿Qué será del nombre de nuestra familia? Tú, en quien tantas esperanzas teníamos de que fueras un famoso doctor…; pero ¿por qué? Dime, ¿por qué has caído en un camino tan malo como éste?
Makoto, con una señal de los ojos, indicó a Teruko que se fuera. Contempló el pelo ralo de su madre y sus ojos sinceros inyectados en sangre como los de un ratón que lo miraban con severidad, pero no sintió ninguna emoción en absoluto. Como desperezándose, empezó a justificarse en estos términos:
—No digo que no vaya a hacerme doctor. Cuando termine esta fase, la más dura, del negocio, volveré a la universidad a trabajar en el Centro de Investigaciones de la facultad. La economía es una ciencia que no se entiende bien sólo leyendo libros. Se aprende mucho más observando los problemas económicos de la gente. En un trabajo como éste la economía se puede vivir. Por favor, madre, piensa que este negocio es una parte de mis estudios. No hay razón para echarse a llorar así y armar tanto escándalo.
Mientras hablaba, Makoto se sorprendió de no sentir el más mínimo cariño por esta madre a quien no veía desde hacía mucho. No obstante, el egoísmo que observaba claramente detrás de las acusaciones de su madre despertaron en él el afecto de la sangre. Sintió entonces el impulso de echar mano al tintero que había encima de su mesa y arrojarlo contra la cabeza de su madre, pero no pudo hacerlo. Y esta incapacidad le hizo enfadarse consigo mismo. Tuvo la impresión de que la visión de la frente de su madre manchada del azul intenso de la tinta podría rescatarlo en el acto de la situación tan deprimente en la que se hallaba.
Su primo Yasushi, incapaz de seguir cruzado de brazos, intervino entonces:
—¡Pero, fíjate en tu pobre madre! ¡Piensa algo! Si tienes alguna razón especial de venganza contra la sociedad siendo prestamista, cuéntamela a mí.
Makoto, se volvió a él y le espetó con brusquedad:
—¿Motivos yo? ¡Ni que fuera el protagonista de Konjikiyasha[56]!. No tengo ni razones ni objetivos. ¿Por qué debe causar deshonor en la familia el hecho de hacer dinero?
Yasushi respondió:
—Dejando a un lado el tema del honor familiar, y aunque no tengas razón ni objetivo, un negocio de usura causa mala influencia en la sociedad. ¡Claro que sí! Y ya que no tienes razones ni objetivos, hubiera sido mucho mejor que te hubieras entusiasmado con un trabajo algo más productivo.
—¿También tú has empezado a desafiar a la lógica? ¡Vamos, hombre! Entonces eres igual que yo. Estás perdiendo tus cualidades más valiosas y características. ¿Qué es eso de «productivo»? ¿Acaso es productiva la ley? ¿Acaso eres un anarquista de esos que niegan la ley? Que quede claro que si me acusas, caerás contradiciéndote a ti mismo, ¿eh?
Se acercó entonces a Yasushi y, agarrándolo por la corbata, movió ésta en la palma de la mano:
—Te la ha comprado mi madre, ¿a que sí?
—¡Caramba! ¿Cómo lo has sabido?
—Pues porque es original y curiosa. Tú nunca tendrías un gusto así, ni tampoco creo que te la haya regalado una chica…
Este comentario fue pronunciado sin ironía. En realidad, el «buen gusto» de la corbata insinuado por Makoto resultaba bastante inadmisible.
Entonces entró Teruko, que se acercó a Makoto, y después de decirle algo al oído volvió a salir. Los ojos de Makoto, al oír el mensaje, se avivaron como los de un niño al que de repente se le ocurre una travesura. Se acercó a su madre y, levantándola de la mesa, le dijo con ternura:
—Vamos, madre, no llores más. ¡Vamos! Hoy voy a llevarte a que veas un espectáculo extraño y divertido.
A continuación le hizo una seña a Yasushi para que también fuera con ellos.
—¡Pero si no tengo hambre! No te molestes —gritó la madre pensando que la iba a llevar a un restaurante. ¡A ver si te crees que me voy a dejar sobornar como una tonta! ¿Eh?
A regañadientes la señora Kawasaki entró en el Datsun al que Makoto se refirió involuntariamente como «mi coche», detalle que hizo crecer aún más el asombro de su madre. Delante del Datsun había un camión cargado de carbón que echaba una terrible humareda. Cuando el camión arrancó llevando en el remolque a cinco robustos jóvenes, el Datsun de Makoto salió detrás.