Capítulo 12
Hacía tiempo que Makoto admiraba a Fausto. A pesar de no ser muy proclive a la emoción literaria, entendía de modo claro y simple que ese personaje encarnaba la pasión humana de querer dominar y experimentar todo lo humano. Esta comprensión superficial de Makoto era, digamos, bastante lógica. El sacrificio del tiempo es una cualidad de la lógica. La brevedad es un mérito y a la vez un defecto de la lógica. Esta rama de la filosofía es capaz de analizar en un par de horas varios problemas históricos, por ejemplo, y concluir libremente con una solución muy grave o muy ridicula. Pero el enemigo de la lógica es el tiempo. Para enterrar a ese enemigo, la lógica se dirige frecuentemente al futuro. La certeza del futuro depende totalmente de la certeza del tiempo, lo cual representa para la lógica el elemento más insoportable del mundo. Por eso, la lógica intenta decir que el futuro se determina incluso lógicamente. Makoto sólo comprendía la idea de Fausto en términos del espacio, no del tiempo. Además, el racionalismo de nuestro personaje le hacía temer el tiempo o, mejor dicho, más que temer el tiempo, le causaba impaciencia dominarlo. Visto así, casi podría decirse que el destino de su vida era que coincidieran su actitud aprendida cuando era estudiante en Ichikõ —aunque los orígenes estaban en la infancia— con los negocios financieros en que ahora se hallaba inmerso. El interés financiero es un simple fruto de un periodo controlado. Igualmente, la vida de Makoto era la simple secuencia de un tiempo igualmente dominado.
Makoto llevaba un diario. Su manía persistente en racionalizar cualquier cosa lo había llevado a subdividir su agenda diaria en horas, de modo que más que un diario podría llamarse «horario». Tal vez por eso, él mismo lo llamaba «el diario del reloj». Así, las horas de sueño estaban anotadas por unidades de minuto. Por ejemplo, en lugar de escribir «seis horas y media», escribía «390 minutos». Además, marcaba con un signo la porción del tiempo de cada día dedicada a determinado tema. Así, el tema de estudios estaba marcado con un círculo O; el de los negocios, con un triángulo Δ; y el de la «relación con las mujeres» (para usar su misma expresión), con un cuadrado □. Podía ser natural que el tema de los estudios fuera calificado de positivo, pero también había «positivo» y «negativo» en el caso de los negocios y de las mujeres. Estos dos términos no siempre significaban, respectivamente, ganancias y pérdidas, sino que eran evaluados en base al criterio de cumplir el objetivo de perfeccionar la moral práctica. Tal objetivo consistía en lograr que todo fuera positivo. Pero esta obsesión por someter todo al raciocinio evidenciaba una extraña confusión moral, toda vez que estaba proyectada hacia el futuro. Así, el hecho de violar a una mujer, como en el caso de Itsuko, era para él un acto moral ya que tenía como objeto la búsqueda de la verdad; o bien era un acto situado en el proceso de esa búsqueda. Así y todo, el juicio resultante era una especie de imposición del raciocinio, una imposición que servía de excusa previa para el siguiente acto. Makoto mismo no se daba cuenta de que todo eso iba en contra de la finalidad del derecho penal de valor numérico. El problema de esta manía de reflexionar sobre todo era que causaba el empobrecimiento de su vida y el hundimiento en la mala costumbre de una lógica según la cual una mala acción cometida en el pasado equivalía a una mala acción susceptible de cometerse en el futuro. El ser humano participa, inconsciente o incluso conscientemente, en diversos males. Sin embargo, la maldad no siempre es la misma, pues cada experiencia es diferente.
Pocos días después, la Compañía Taiyo fue cobrando más y más movimiento, hasta tal punto que ya dejó de necesitar falsos clientes y los que antes eran actores se transformaron en verdaderos empleados. El anciano del primer día en que hubo actores volvió al mes para cobrar sus intereses y se sorprendió grandemente al ver que los antiguos actores —para él, clientes— ahora ocupaban un sitio en mesas de trabajo. Su sorpresa no le impidió, sin embargo, firmar una extensión del contrato por un año más. Makoto gastaba los fondos de la compañía sin ningún remordimiento. Naturalmente, los intereses que había que pagar sin falta, los anuncios en los periódicos de más difusión, los gastos de teléfono, de bicicletas, de personal —incluyendo a los actores que reclamaron su paga—, un juego de muebles para una sala de visitas, etc., todos estos gastos tuvieron que ser cubiertos mediante la diferencia entre los intereses de crédito y de débito, como debe ser. Así y todo, Makoto seguía pensando que lo más importante era la confianza con que se engañaba a la gente, es decir, era más importante la propaganda que la confianza en sí. Antes bien, sacó provecho de la creencia de que hay que dudar de todo excepto de la verdad. Lo que hizo Makoto fue aplicar esa idea a sus clientes. Así, éstos, tranquilos por recibir puntualmente sus ganancias, eran culpables en cierto sentido de ser víctimas de esa especie de confianza disfrazada. Makoto estaba convencido de que en nuestro tiempo se confía más en la propaganda que en el valor real de las cosas. En consecuencia, se desconfía de objetos como el oro, las perlas naturales, los cuadros famosos auténticos, los muebles macizos, la conciencia, las prendas de algodón tejidas a mano, los zapatos cosidos a mano.
Quizás era todo producto de su imaginación, pero Makoto tenía la impresión de que Teruko lo evitaba. Cuando acababan la jornada de trabajo, ella siempre se apresuraba a retirarse con sus dos compañeros, sin dejarle nunca a Makoto la oportunidad de invitarla a salir a algún sitio. ¿Será que tenía relaciones con alguno de esos dos compañeros? Pero no, no parecía probable.
Un día, mientras estaban trabajando, le pasó una nota. «Esta tarde, a las seis y media, espérame delante del cine Hibiya. Escribe tu respuesta en el dorso de esta nota y me la devuelves metida dentro de estos papeles». Teruko, nada más leerla, sin esbozar siquiera una sonrisa, escribió con un lápiz de trazo grueso y en grandes letras la palabra inglesa «YES», y le devolvió la nota. Makoto sintió en el fondo decepción por la facilidad con que había respondido que sí y se propuso no mirar más en dirección a la mesa de ella hasta que se fuera.
Era a finales del mes de noviembre. La débil oscuridad del atardecer de esos días, ya cortos en esas fechas del año, envolvía suavemente las ramas de los árboles de la calle. En el aire por donde pasaba la gente flotaba ese ligero olor a naftalina de los abrigos recién sacados de los armarios. También los cuellos de zorro azul o de piel falsa que llevaban las mujeres exhalaban el mismo olor embriagador. Los rostros de los transeúntes mostraban esa serenidad que da el convencimiento de hallarse en esta estación del año. Exclusiva de noviembre, era ésta una expresión filosófica que tal vez proceda de pensar que nos hallamos cerca espiritualmente de objetos tan familiares como una chimenea o un fogón. Y bajo el grosor de los abrigos sentimos nuestros cuerpos leves y libres de las responsabilidades de la vida cotidiana, como si fueran corchos secos.
Los pasos de Makoto eran tan ligeros como los de un corcho cuando se dirigía a Hibiya desde la estación de Yurakuchõ. Desconocía la razón, pero tenía la impresión de que barrios como estos de Yurakuchõ o de Ginza no le pertenecían cuando era alumno de Ichikõ, ni siquiera después cuando era universitario. No es que pensara que para transitar por esos barrios hacía falta ser una persona refinada. Simplemente sentía un temor absurdo a ser delatado como provinciano sólo por su forma de caminar. Ese temor, que podía hacer infeliz a una persona sensible, era un fruto típico de la época anterior a la guerra. Resulta que, mientras las ciudades se han vuelto tan corrompidas e indignas de suscitar ese sentimiento, los provincianos lo conservan y hasta lo transmiten a sus descendientes acariciando fielmente en el fondo de sus corazones la ilusión del refinamiento urbano. Escaparates de tiendas de moda, cafeterías elegantes, cines, salas de baile, etc., todo ello, aunque parezca difícil de creer, provocaba en Makoto un temor insondable y casi primitivo a pesar de llevar ya más de seis años viviendo en Tokio.
Por estas divagaciones se pudiera pensar que Makoto poseía sensibilidad de poeta. Tal vez, pero un poeta vulgar. Llevaba ese día un traje y un abrigo recién estrenados, era presidente de una empresa, manejaba con libertad un débito que ascendía a cuatro millones de yenes y un crédito de dos millones. Era, además, alumno de la Universidad de Tokio y estaba seguro de que, cuando se graduase, formaría parte del «grupo de reloj de plata[50]»… En fin, ¡todo era fantástico! A su alrededor, las caras de los estudiantes y los jóvenes que veía en la calle le parecían de tontos. El complejo de inferioridad que tenía por su aspecto físico se le quitó por completo al imaginar la pobreza en los bolsillos de todos ellos. Entonces creyó que no había otro joven tan digno como él de caminar dándose aires por el barrio de Ginza. Sin disponer de las condiciones indicadas, le iba a resultar difícil, de todas formas, sobreponerse a sus temores. ¡Ay, qué recompensa tan modesta a tantos esfuerzos y peligros!
Ninguna de esas reflexiones, sin embargo, fue obstáculo para que repasara su plan de acción ante la inminente cita con Teruko. «Mientras ella siga buscando lo material, yo seguiré amándola de corazón y con toda sinceridad. Pero cuando sea ella quien empiece a amarme de corazón, la abandonaré sin ningún escrúpulo y fríamente tras haberla conquistado. Pero, sobre todo y por mucho que me cueste, no voy a tocarla nunca, por lo menos hasta tener la certeza de poder abandonarla».
Makoto poseía el don de ser capaz de mantener estos propósitos nada menos que tres años, una especie de don ascético que iba más allá de una mera obstinación. Incluso podría decirse con más certeza que le encantaban los propósitos que lo ataran de pies y manos. Aunque la expresión de los mismos era igual, este joven mostraba predilección por pensar que todo se debía a su fuerza de voluntad y no a su destino. En fin, Makoto amaba a Teruko.
Cuando esa tarde de noviembre se la encontró con un portapartituras de cuero rojo en la mano, se sorprendió al comprobar que ya lo estaba esperando y daba vueltas delante del cine. Makoto no podía dar crédito a sus ojos. Él, siempre tan puntual, había llegado exactamente a las seis y media, sin retrasarse ni un minuto. «Es absurdo que esta chica tan calculadora me haya estado esperando antes de la hora. Seguro que se trae algo entre manos».
Pero la puntualidad de Teruko tenía una explicación puramente matemática: había sido el resultado de la confluencia de un azar del transporte y del propio capricho de ella. Esta joven, incomparablemente recta y sencilla, era incapaz de decir dos mentiras a la vez. Cuando se la provocaba, por donde fuera, siempre reaccionaba con honestidad, excepto en su mente ocupada como estaba por una mentira. Por su parte, pensaba: «Este Kawasaki es un tipo realmente raro. Como ya me he acostumbrado a la sospecha de que le gusto, empieza a resultarme aburrido…, a menos que se suelte de una vez con que me detesta…».
Makoto se le acercó corriendo y la saludó haciéndole una respetuosa inclinación de cabeza. Esta inclinación, efectuada después de haber estado caminando por Ginza dándose aires, era como la magnífica rúbrica de una bella página. Pero Teruko sintió vergüenza por el exagerado saludo.
—Te pido mil disculpas por haberme retrasado —dijo Makoto.
—¡Vaya! ¿No es extraño ver al señor presidente bajando tanto la cabeza?
—¡Vamos, no digas tonterías! Bueno, ¿qué? ¿Entramos de una vez?
Makoto rodeó con su brazo la espalda de Teruko, y los dos entraron en el cine. Faltaban unos veinte minutos para que acabara la primera sesión, así que esperaron sentados en un banco del pasillo de la planta de arriba. Teruko se dio cuenta de que Makoto tenía ganas de decirle algo y le preguntó de qué se trataba mientras tocaba inconscientemente como si fueran teclas de un piano el borde de su portapartituras que sostenía sobre sus rodillas.
—Esto… —empezó a decir Makoto de forma entrecortada. Pero enseguida, adoptando un tono más melódico, añadió—:… Te lo he querido preguntar más de una vez, pero, bueno, he estado siempre tan ocupado que no he encontrado la ocasión. ¿Cuál es la razón de salir del club de teatro y ponerte a trabajar en la oficina? ¿Has venido por propia voluntad?
Sin pensar mucho, Teruko le respondió honestamente y sin ningún reparo. En sus palabras había ese tono de franqueza que jamás desagradaba y en el que Makoto, muy amable con ella, percibió cierta elegancia.
—No ha sido por nada especial. Sencillamente me parecía un trabajo interesante. Además, como se trata de un amigo, pues quería echarle una mano. Nada más.
—¿Has comentado algo de mí a los demás?
—Les he dicho que usted estaba justo entre un amigo y un desconocido.
—Me doy por vencido. Una pregunta más: ¿por qué te has mostrado tan indiferente hacia mí desde que trabajas en la oficina?
La razón de esta pregunta era saber si se había dado cuenta de su relación con Itsuko. Teruko contestó:
—¡Pero si yo soy indiferente con todos! No es que me haya comportado con especial indiferencia sólo hacia usted…
La cándida jovialidad de esta negación sorprendió a Makoto, al cual le desagradaba que lo trataran igual que a los demás. Sintió entonces ganas de despertar la inquietud de Teruko. Así que le preguntó:
—¿Qué me dices de Itsuko Tayama?
—Pues nada en especial. Muy buena persona.
Como lo dijo sin ninguna vacilación, Makoto se desanimó. Después, charlaron de cine y de novelas sin importancia. Makoto, asombrado de los conocimientos mostrados por Teruko, pensaba que su amiga devoraba cualquier novela sin reflexionar mucho sobre su contenido y que se quedaba sólo con los títulos, librándose así de su veneno. Gracias a lectores como ella, hasta una novela podía convertirse en una obra clásica. Makoto, totalmente insensible al pedantismo, se puso entonces a enumerar nombres de autores secundarios europeos, metiendo en la lista a filósofos, juristas y economistas. Un aire entonces muy solemne, como el de una biblioteca, llenó la atmósfera de aquel pasillo del cine en donde se estaba proyectando una película americana. Enseguida se abrió la puerta y la tromba de espectadores que estaba saliendo por el pasillo interrumpió esa especie de catálogo bibliográfico en que se había convertido la conversación entre los dos jóvenes.
Una vez empezada la película, Makoto miraba una y otra vez a Teruko sentada a su lado. Sus ojos reflejaban el brillo profundo de color púrpura de la pantalla mientras que los dedos de sus manos, pequeñas y bonitas, golpeteaban suavemente sobre el rojo portapartituras siguiendo los acordes de la melodía de Chopin interpretada en la película. A Makoto le dio entonces por imaginarse besando cada uno de los hoyuelos de esos dedos. Y cuando recordó que su posición actual con respecto a esta joven era la del patrón que le pagaba un salario, se llenó de una alegría salvaje.
La película era en color y mostraba absurdamente a un Chopin robusto como un deportista escupiendo sangre, como si fuera un jugo de rojas ciruelas, sobre un teclado blanco. A pesar de todo, consiguió no sólo satisfacer, sino incluso emocionar mucho a Makoto. Sin embargo, después, en una cafetería en la que entraron de camino de regreso, él habló de la película en términos críticos y deliberadamente difíciles a fin de no ser desdeñado por Teruko. Era una costumbre descortés que había adquirido en la ciudad.
—¿Qué me dices de los quinientos mil yenes de los que me hablaste un día?
La pregunta se la hizo cuando Teruko acababa de comerse un pastel de fresa y nata, para lo cual había tenido que abrir toda su boquita. Con el pañuelo enrollado en un dedo Teruko se limpió hábilmente, como si hiciera magia, la nata que se le había quedado pegada alrededor de la boca. Sin pensar mucho, contestó riendo:
—¿Se refiere a si sigo pensando lo mismo? Pues sí, sigo pensando igual. Sigo deseando tener dinero. Cuando tenga un capital de quinientos mil yenes, me casaré con usted. De momento, todo lo que tiene son débitos, ¿verdad?
—Bueno, espera y verás. Dentro de unos meses podré casarme contigo. Pero ¿para qué quieres el dinero? ¿En qué lo quieres gastar?
—En nada.
—Entonces, ¿es que lo quieres ahorrar?
—Bueno, deme mil yenes. Ya verá cómo me los gasto.
—¿Te bastan sólo mil yenes?
Makoto, intrigado, sacó la cartera y le entregó diez billetes de cien yenes.
Cuando salieron de la cafetería, Teruko tenía que pasar por el barrio de Shinbashi siguiendo un canal oscuro que corría a lo largo de un paso elevado del ferrocarril. A Makoto le gustaba ese camino sombrío porque le recordaba el camino de la orilla del río de su ciudad natal. En la superficie tenebrosa del canal sólo se distinguían los reflejos de los escasos faroles que había en las vías. En ese momento pasó un tren retumbando alrededor y mostrando unas ventanillas cuyas luces arrojaron una brillante cinta de reflejos en la superficie del canal mecida por la brisa de la noche.
La curiosidad que sentía Makoto por saber cómo Teruko gastaría los mil yenes se disipó un momento cuando se preguntó por qué querría ella caminar a su lado por un lugar como ése, la orilla de un canal. Para animarse un poco, puso la mano sobre el hombro de Teruko, que no rehuyó el contacto.
En ese momento vieron un buey negro guiado por un hombre y arrastrando una carreta que producía sobre la calle pavimentada de piedra un ruido ensordecedor. Parecía un buey cansado al cabo de una jornada de trabajo. Nadie sabía qué camino estaba tomando, por el centro de la gran ciudad, para volver a casa tirando de una carreta vacía conducida por un boyero que fumaba en pipa y sin aspecto de tener prisa. El buey era negro como la noche. Su arrugada piel le colgaba de la barriga como un grueso cortinaje que se balanceaba a cada paso.
Teruko no prestó mucha atención a la carreta. La parte trasera de ésta se les fue acercando y mostró, colgando, un cubo de forraje que se movía y chocaba contra la carreta. Era un cubo hondo y no permitía ver el forraje de su interior. De repente, la mano de Teruko se movió para sacar rápidamente los mil yenes del bolsillo de su abrigo y arrojarlos dentro del cubo. Después siguió caminando con toda calma, como si no hubiera pasado nada. A su lado, Makoto, atónito, guardaba silencio. A continuación, cuando empezaban a entrar en el puente de madera que conducía al barrio de Uchisaiwaichõ, Teruko, sin esbozar ni siquiera una sonrisa, dijo:
—¡Qué escándalo! Mira que si me pilla la policía… ¿Qué haría?
Su gracia era tan inexpresable que Makoto no pudo evitar echarse a reír. Lo mismo hizo Teruko. Los dos rieron tanto que se les saltaban las lágrimas y resbalaban por unos rostros acalorados, como de niños sofocados por una carrera.
El encanto de ella mientras se secaba las lágrimas con el dorso de la mano era incomparable. Al llegar a la solitaria oscuridad de debajo de un viaducto, Makoto con un movimiento rápido alargó el brazo para besarla. Pero ella lo rechazó bruscamente y, mirándolo a la cara de hito en hito, le dijo:
—¿Por qué hace usted[51] una cosa así? No tiene ninguna gracia.
—No es nada. Simplemente que me han entrado ganas de besarte porque me alegra que tú y yo nos parezcamos tanto.
—¿Parecernos nosotros?
—Sí. Otagi suele decir, hablando de sí mismo, que no tiene más remedio que ponerse a ganar dinero para vivir. Cada vez que le escucho decir eso me da rabia, porque, en mi caso, como te ocurre a ti, el hacer dinero no tiene ningún objetivo.
Sin más, en la estación de Shinjuku Makoto se despidió de Teruko, que rechazó obstinadamente ser acompañada hasta su casa.
Por la ventanilla del tren, Makoto, al contemplar la espalda de Teruko desapareciendo entre la muchedumbre, recordó de repente el poema prosificado que un amigo maniático por la literatura le había leído en sus tiempos de alumno de Ichikõ. Si no recordaba mal, se trataba de Los Cantos de Maldoror de Lautréamont. Un hombre solitario sale en peregrinación a la busca de alguien idéntico a sí mismo. La búsqueda resulta ser sumamente difícil. Por fin llega al mar oscuro, donde encuentra un tiburón blanco. Tiene entonces la intuición de que en realidad ese animal es el «ser idéntico a sí mismo» que durante tanto tiempo había estado buscando con grandes fatigas. Y decide celebrar una horrible boda con el tiburón. «Así que —pensó Makoto— esta Teruko es, digamos, mi tiburón virgen».
Hablando así, para sus adentros, sonreía de tal manera que los pasajeros del tren que había en torno a él se quedaron mirándolo. De pronto Makoto volvió en sí y miró a su alrededor avergonzado. En ese instante, al sentir que un pasajero sentado frente a él desviaba la vista turbado, Makoto, sin ninguna reserva, clavó los ojos en el peculiar rostro de este hombre. Encima de su boca, pequeña en un rostro cuadrado y plano como una tabla de cocina, había un bigote muy bien cuidado. ¡Era él! ¡El hombre de la Asociación Financiera de Ogikubo! Makoto le dirigió una generosa sonrisa y le dijo:
—¡Vaya, cuánto tiempo! ¿Verdad?
En otra ocasión, tal vez le habría salido un saludo menos afable, pero en ese momento no se arrepintió de su cordialidad porque se sentía lleno de una felicidad que lo impulsaba incluso a dar una palmadita en el hombro a cualquier persona que se encontrara. El hombre de Ogikubo parecía estar a punto de replicar que se equivocaba de persona. Pero no. Inesperadamente, se levantó, y, sujetándose de la correa del vagón, dobló la cintura para hacer una profunda reverencia. Aprovechando que se levantaba, otro pasajero, un hombre gordo, ocupó el asiento vacío doblando con agilidad la cintura. El hombre de Ogikubo, sin duda en estado de embriaguez a juzgar por la forma de hacer la reverencia, le dijo a Makoto en voz alta:
—Me inclino ante usted de esta manera. Pero yo no soy culpable. Le ruego que me perdone. Sea generoso conmigo, por favor. Vamos, perdóneme. El malo fue el administrador. La culpa no fue mía. De nuevo me inclino ante usted. No debe acusarme, ¿eh?
Del bolsillo interior de su chaqueta sacó una cartera sucia y le pidió a Makoto que mirara en su interior. No había nada, excepto tres billetes de diez yenes. Después, el asombrado Makoto vio que el hombre se puso a quitarse la chaqueta del traje. Perdió el control y mostró en el forro de una de las hombreras de la chaqueta un deforme remiendo hecho con infinidad de torpes puntadas y del tamaño de un cojín. Cuando los otros pasajeros, bien a su pesar, esbozaron una sonrisa, el hombre de Ogikubo dijo con un gesto heroico:
—¡Vamos, no se rían! No tengo piojos. Y les advierto que les habla un fanático de la limpieza. Cada dos días me hago mi colada. Que nadie crea que tengo piojos… Al que lo crea lo castigará el cielo… ¿Me oyen? El cielo.
Makoto pensó rápidamente: podría dar una solución a los recelos de Itsuko y aprovecharse de la respetable edad de este hombre en una oficina en donde todos eran jóvenes… Sí, lo contrataría. Acompañó al borracho hasta su pensión en Ogikubo, donde lo hizo pasar la noche a pesar de que, durante el viaje, le había declarado a Makoto su intención de buscar una reguera de tierra donde dormir.
Y, en efecto, unos días más tarde, el antiguo estafador, ahora aseado, se vio empleado, con el consentimiento de Otagi, como asesor y gerente administrativo de la Compañía Taiyo. Aunque cause risa, hay que decir de una vez su nombre. Se llamaba Tatsukuma Nekoyama[52]. Desde entonces y por largo tiempo, cada vez que Nekoyama hablaba con la gente y se refería a Makoto, por su boca menuda salían palabras de respeto: «Me inspira una gran admiración y respeto por su generosidad, siendo, además, tan joven».