Capítulo 11
La oficina era una construcción temporal de dos pisos situada en un rincón del mercado Nabeyoko, en la calle Honmachi del barrio de Nakano. El tío de Otagi había sido colonizador en Manchuria y poseía intereses comerciales en Corea, Taiwán y Sajalín. Era un hombre muy conocido en el barrio y, gracias a su intervención, había podido conseguir un alquiler de dos mil yenes mensuales por una oficina amueblada. Una señal de buen agüero para empezar un negocio. A la nueva empresa la pusieron de nombre «Compañía Taiyo[46]», un nombre que se le había ocurrido a Makoto tras haber estado dándole vueltas una noche. El logotipo, que representaba unos rayos del sol naciente, fue aceptado de buena gana por sus dos compañeros, Otagi y la señora Itsuko Tayama. El día de la inauguración de la oficina fue fijado para el 16 de octubre de 1948.
Lo primero de todo fue gastar quince mil yenes en publicar en un periódico de segunda clase un anuncio de dos renglones. Decía así: «Dinero inutilizado. Beneficio mensual de un 15 por 100. Solidez garantizada. Compañía Taiyo, 438 Honmachidori, Nakanoku».
A pesar de todos los preparativos, el mismo Makoto no tenía demasiadas esperanzas en que las cosas fueran bien. ¿Podría sostener este negocio como se sostiene un juego infantil o un truco de magia? El día en que salió el anuncio no vino nadie; tampoco el siguiente. Aunque en honor a la verdad, hay que decir que sí vino alguien. Fue un joven de una asociación de vecinos del barrio. Vino a pedirles una aportación para el festival del otoño. Tuvieron que darle quinientos yenes.
Llevaban dos días, incluidas las tardes, y… ni una visita de un posible cliente. Agotados los temas de conversación, estaban los tres callados, leyendo cada cual un periódico en la desierta oficina bañada por el suave sol del otoño. «¿Qué pasaba con el sedal de su caña de pescar, un sedal lanzado a la ventura, en las aguas informes de la sociedad? ¿Acabará moviéndose por fin el corcho? No, no se movía», pensaba un Makoto inquieto. Por primera vez, sintió la crudeza de la existencia de la sociedad. Era una existencia informe, como la de un gigantesco animal negro que acecha silenciosamente con el aire hosco. Un animal enroscado, oculto tras la pared, que palpita, engulle, bebe, ama y duerme. La gente es impotente contra él y, por eso, la mayoría no tiene más remedio que obedecerlo trabajando en una oficina, o que halagarlo siendo comerciante. «La sociedad» es la ilusión más humana de todas las ilusiones posibles producidas en la era moderna. Ya no se busca la forma original del ser humano en el individuo, sino tan sólo en la sociedad. «La sociedad» de nuestra era moderna busca sanamente el deseo, como hacían los hombres primitivos; es una sociedad que vive, se mueve, ama y duerme como los primitivos. La razón de que la gente lea ansiosamente en el periódico los artículos de sucesos se debe al deseo de conocer «la vida y las noticias» de cada mañana de este hombre primitivo. Es el deseo de un lacayo, de un lacayo que ambiciona el éxito social para alcanzar, como mucho, el nivel de vida de su señor.
En esta oficina anodina y desierta, los dos hombres y la mujer se mantenían con las orejas tiesas. En algún momento tenían que empezar a oír algo. La tensión entre la esperanza de que llegara algún cliente y la incredulidad de que un negocio así pudiera echar por fin a andar los convertía en prisioneros del edificio. Makoto se levantó y se puso a caminar impacientemente de un lado a otro. Retiró la tetera del calentador eléctrico y miró fijamente la bobina candente. Itsuko se levantó tras él para preparar un té y aprovechó para decirle en voz baja mientras le daba unos golpecitos en la espalda:
—¡Vamos, hombre! ¡Tranquilo! No hay necesidad de impacientarse tanto.
Makoto, sin decir nada, volvió a tomar el periódico aunque sin ganas de leerlo. Lo dobló cuidadosamente en dos, luego en cuatro, en ocho, en dieciséis, en treinta y dos, plegándolo, como si fuera un maníaco, hasta hacerlo más y más diminuto.
—En momentos así lo mejor es ponerse a hacer el pino —dijo Otagi—. No hay remedio más eficaz.
—No sé cómo se hace.
—¿Cómo que no? Te apoyas contra la pared, y entonces es lo más fácil del mundo.
Otagi impulsivamente hizo el pino apoyándose contra la pared, pero el barro que llevaba pegado a la suela de los zapatos se le cayó en la cara y tuvo que levantarse a toda prisa. Itsuko sacó un pañuelo y le quitó el barro de los ojos. Finalmente, Makoto, animado por Otagi, se limpió los zapatos e iba a intentar hacer el pino cuando Itsuko de repente exclamó:
—¡Dios mío! ¡Que parece que viene uno! ¡Un cliente!
—¿Qué es eso de «Dios mío»? ¿Acaso no es lo normal que a una oficina venga un cliente?
Así, Makoto y Otagi, incrédulos ante el aviso de Itsuko, se pusieron a hacer el pino. Pero de inmediato se levantaron aturdidos cuando, en efecto, oyeron el crujido ligero de la puerta de cristal. Ahora les llegó la voz de un visitante que saludaba en la ventanilla de recepción desde donde el interior de la oficina todavía era invisible. Itsuko abrió la ventanilla para recibirlo.
Fue entonces cuando se puso a trabajar el instinto de actor de Makoto. Él y Otagi tenían que colocarse en sus puestos y simular absoluta indiferencia. En esta pequeña oficina no había más que un escritorio, una mesa y cinco sillas. Al fondo se veía otro cuarto pequeño, con suelo de tatami y una pila, separado de la oficina por un tabique de contrachapado. Se intentaba producir la impresión de que en ese cuarto recóndito se ocultaba una caja fuerte. Sobre el escritorio había unos libros de derecho y de economía pertenecientes a Makoto y a Otagi que se sentaron, respectivamente, en un sillón ante una mesa escritorio y en una silla al lado.
El cliente, que entró detrás de Itsuko, fue presentado por ésta a Otagi. Su aspecto era el de un recién jubilado que acababa de recibir su pensión de jubilación. Probablemente había ocupado varias decenas de años una mesa en el rincón de alguna oficina pública. Una especie de «papelera tiznada[47]». Sea quien fuera, el corcho del sedal por fin se había movido.
—Pues es que he visto su anuncio en el periódico —empezó diciendo la visita. Tenía aspecto de haber pasado adversidades en la vida. Sus gestos recordaban a los animales que cubren cuidadosamente sus excrementos con arena. Cada palabra, cada frase la terminaba escrupulosamente y con una sonrisa. Siguió diciendo—: Pues, nada, venía a consultar eso de la inversión. Pero antes, quisiera que me explicaran todo bien. Después, ya veremos si me decido.
A juzgar por el lustre opaco de su gastado pantalón de rayas diplomáticas, no parecía traer más de diez mil yenes. Otagi le preguntó:
—Bien, ¿y cuánto desearía invertir más o menos el caballero?
—Bueno, creo que sería más razonable que le indicara la suma después de escuchar su explicación. ¿Qué le parece?
El cliente podría mostrar algo para no ser infravalorado. Pero la pipa con la que empezó a fumar era una barata de latón digna de asombro, detalle que observó Makoto de reojo y que francamente le decepcionó.
Otagi le presentó a Makoto como presidente de la compañía. Después, se puso a explicar al visitante la formación académica y la historia familiar del joven presidente, sin omitir que era hijo de uno de los hombres más acaudalados de la provincia de Chiba. Makoto permanecía de pie con las manos entrelazadas oyendo este largo y aburrido discurso de su amigo, con el mismo gesto serio y concentrado de un equilibrista a punto de actuar. Le preocupaba la sonrisa irónica que percibió en el visitante y que dejaba ver que no mostraba confianza ni tampoco desconfianza. Molesto, hizo una seña con la mano a Otagi para indicarle que ya era suficiente.
Entonces Makoto bajó la vista para fijarse en la fea frente del inversor, posiblemente al menos unos cinco sun[48] más bajo que él. Despreciaba en grado extremo a las personas vulgares como la que tenía delante. Ahora que tenía una enfrente, una que le descubría groseramente su plan para hacer un dinerillo miserable, Makoto sintió un redoblado, incontenible desprecio contra esa vulgar codicia. Quizás, sin embargo, el desprecio de esta naturaleza se asemeje al desdén que las prostitutas deben de sentir hacia el deseo lascivo de sus clientes. Una prostituta, lo primero de todo, debe abrigar la duda de si será frígida. Makoto ahora se veía despreciando exageradamente los rasgos que veía en este hombre: su frente surcada de arrugas y afanes, sus ojos entrenados para mantener sonrisas, una nariz miserable como una diminuta y gastada escoba, la boca que se movía con destreza y que pronunciaba las palabras con excesiva claridad… Este desdén exagerado apenas se podía diferenciar de una especie de terror. El pánico sentido por Makoto al reconocer un espejismo: el de sí mismo reflejado en este cincuentón.
«Juro que soy diferente a este individuo», se decía. «Este trabajo temporal nunca será el que utilice para ganarme la vida. El de Otagi tal vez lo sea. El mío no. Tengo otras misiones; por ejemplo, perfeccionar el sistema de derecho penal de valor numérico. Eso me dará algún día dos credenciales: la de doctor y la de titular en la Universidad de Tokio. Ahora sólo intento llevar a cabo una especie de experimento de mi teoría».
De repente se olvidó de que había pensado que quería vivir. Puso una expresión fría y adoptó la actitud tensa y poco natural de la persona sensible que trata de poner a salvo su dignidad. Y es que este actor no estaba acostumbrado en absoluto a salir a escena. Sentía un miedo excesivo a ser tomado por estafador, a que este cliente manifestara dudas. Deseoso a toda costa de disipárselas aun antes de que se las expresara, Makoto se puso a explicarle todo con términos que, al menos, sonaran académicos y, al mismo tiempo, le ganaran su confianza.
—No le voy a pedir, señor, que se fíe usted de mí. No, eso no. No quiero pedirle que ponga su confianza a ciegas en un hombre como yo. —Esto sonaba como un grito pidiendo socorro—. Le pido, en cambio, que confíe en las cifras. Confíe usted en las matemáticas. Ésta es la fe que tiene una persona moderna. —El cliente, incapaz tal vez de entender la intención de sus palabras, enarcó las cejas con un gesto de asombro profiriendo entre sus dientes un «¡shu!»—. Desde que la inflación se ha instalado en nuestra economía, los negocios a crédito han desaparecido por completo. Ahora todo se negocia al contado porque estamos en unos tiempos en los que los productos tienen más valor que el dinero mismo. Antes, en los negocios a crédito, los corredores financieros podían ganar un margen sólo por su mediación, aunque no tuvieran ni un céntimo disponible; pero ahora, como todos negocian en efectivo y al contado, necesitan dinero contante y sonante, o digamos, «dinero de apariencia». Cuando un agente compra algo a un cliente A para venderlo a un cliente B, necesita a toda costa dinero en efectivo para poder hacer esa compra a A. Esto es lo que yo llamo «dinero de apariencia». Este dinero siempre vuelve, y con beneficio una vez que se ha vendido a B. Además y por ser un dinero necesitado con urgencia que se va a devolver sin demora, el agente pide gustosamente un préstamo a cambio incluso de un elevado interés. Hoy en día, como usted sabrá, los bancos adoptan una política muy restrictiva y exigente en materia de créditos, y no prestan dinero a los particulares. No sólo eso. Desde que se ha instalado la política del dinero caro, los bancos únicamente tratan con clientes conocidos. Entonces, se preguntará usted, ¿de quién dependen las innumerables transacciones que se realizan en Tokio? Pues de nosotros. Sí, señor, de nosotros. Ni más ni menos. Somos nosotros los que prestamos dinero. Nosotros quienes pedimos de interés un yen al día, es decir, un 10 por 100 para un plazo de diez días. Así, calculando a interés compuesto, ganamos un 34 por 100 al mes. De esa forma, podemos quedarnos con el 19 por 100 y pagamos a nuestros inversores y clientes un 15 por 100 al mes. Me gustaría que confiara usted en estos números. Aritmética pura y dura, ya ve usted. Treinta y cuatro menos diecinueve son quince.
Makoto se percató entonces del ambiente desierto que reinaba en la oficina. Como ya había recuperado la calma, supo la manera de encubrirlo. Y añadió:
—Nuestro principio fundamental es la seriedad. Seriedad absoluta. Y a ese principio nos atenemos con firmeza. Por eso, preferimos pagar más a nuestros clientes antes que gastar dinero en la oficina. De hecho, tengo otros cinco empleados que trabajan en el piso de arriba, aunque en este momento están todos fuera.
—¡Oh!
—Y no se crea usted que han ido al cine o a ver un espectáculo. Nada de eso. Están detrás de los corredores para que no desaparezcan con el dinero. Pero, en fin, no hay motivo ninguno para preocuparse. Afortunadamente, hasta el día de hoy, no ha habido ninguna fuga.
—Pues, muy bien. Estoy completamente convencido después de oír lo que ha dicho usted. La verdad es que me he quedado tranquilo. Se lo agradezco mucho. Bueno, pues voy a hacerle un depósito.
El cliente abrió su cartera y sacó un fajo de billetes. Había diez mil yenes. Pero mientras Otagi y Makoto lo miraban fijamente creyendo que eso era todo, sacó otro. Y otro más. Cuando los dos amigos vieron treinta mil yenes colocados sobre la mesa, tuvieron que hacer esfuerzos para no poner cara de alegría. El cliente recibió, a cambio de su depósito, una letra por valor de treinta y tres mil yenes a un mes vencido. La guardó con expresiones de mucha cortesía y lanzó una mirada de reojo pero casi húmeda de cariño, impropia a su edad, a los treinta mil yenes que dejaba allí. Makoto, asombrado, pensó que sólo le faltaba sacar un pañuelo y agitarlo para despedirse de su dinero. El cliente dijo entonces:
—¡Ah, no sé, pero esos treinta mil yenes son para mí un hijo querido! Pero, bueno, ¿no se dice eso de que «quien a sus hijos quiere, que los haga viajar?»[49]. Lo que yo deseo es que no sufran ningún percance en su viaje…
El asombro de Makoto creció al escucharle decir esto.
Cuando el cliente salió de la oficina, Makoto hizo esfuerzos por mantener la calma aunque el gozo luchaba por rebosarle por el rostro. Otagi e Itsuko, muy alegres también, elogiaron su destreza para convencer. ¿Era esto un triunfo de la razón? ¿Un triunfo de la estrategia? Makoto estaba seguro solamente de lo primero; Otagi, en cambio, lo atribuía a la gracia divina; y estaba feliz de poder pensar así con el mismo derecho con que un monárquico es capaz de creer en la gracia divina. Ahora era él quien se puso a dar pasos nerviosos por la oficina.
—Antes de que se nos olvide, Kawasaki. Hay que apuntar.
—¿Apuntar qué?
—Pues que necesitamos cómplices, falsos clientes que animen el ambiente. Habrá que buscar voluntarios.
—¿Crees que será fácil encontrarlos?
—Ahí está el problema.
Makoto, después de pensar unos instantes, exclamó:
—¡Ya está! Preguntaré a algún compañero del club de teatro de la universidad. Daremos a los aficionados la oportunidad de practicar aquí el arte dramático de la vida.
—¡Buena idea!
Después Makoto pasó a manifestar opiniones como éstas: para conseguir los fondos de hoy ha sido necesaria cierta dosis de actuación teatral. Pero una actuación que, por otro lado, no ha sido tan teatral, sino más bien natural. En realidad, todos los valores financieros se han convertido en nominales desde que la inflación se ha asentado en la economía del país. Cualquier persona en posesión de un pequeño capital puede hacerse presidente o director de una compañía. En cuanto a las mujeres, basta con llevar puesto un abrigo de visón para convertirse en señora de la alta sociedad. Desde que el mundo es mundo ha existido una especie de orden general basado en el engaño proporcionado mediante disfraces. Por lo tanto, el artificio o el engaño teatral es una etiqueta más de las que usa la sociedad actual. No se puede llamar maquiavélica a esta conclusión, porque el maquiavelismo detesta el sueño y la verdad por igual. La sociedad tiene necesidad de una «apariencia engañosa» de racionalidad. Pero para llegar al racionalismo, la sociedad necesita que alguien haga el papel de lobo que hace volver al redil a las ovejas descarriadas. Lo más importante y urgente es hacer las cosas fácilmente creíbles; de esa forma, no solamente se llega a creer en ellas, sino también a adquirir la sana costumbre de dudar de las mismas.
Las opiniones de Makoto fueron interrumpidas por la observación de Otagi, que, en tono de broma, le preguntó si se había convertido en un reformista social. Pero Makoto siguió divagando: «Apariencia engañosa… Suponiendo que tenga valor, ¿no es la clave segura para tener conciencia de lo que es una apariencia verdadera? Por eso, la idea de traer actores a la oficina es absolutamente acertada, pues de esa manera damos expresión de una forma irónicamente consciente a esa negligencia tan humana que nos hace tomar la realidad por apariencia. Así, llegaré a saber que hacer dinero nace solamente de una especie de negligencia y que en realidad no es más que un momento en el proceso de investigación de la verdad».
Con este desafío a la lógica, Makoto decidió visitar al día siguiente, sin perder tiempo, a un amigo del club de teatro de la universidad. Le propuso que buscara a una chica guapa y a dos estudiantes que, aunque jóvenes, aparentaran la mayor edad posible. El amigo, divertido con la propuesta, accedió gustoso a colaborar, asegurando que él mismo formaría parte del equipo.
Por la tarde recibieron otra visita que les dejó veinte mil yenes.
El tercer día, poco después de que Makoto y Otagi llegaran a la oficina tras haber asistido a una clase por la mañana en la universidad, se presentaron los actores contratados. Antes de que llegaran, Itsuko, tras haber echado un vistazo por la ventanilla de la oficina, había avisado:
—Parece que se acerca una chica exageradamente arreglada.
Cuando Makoto salió para recibirlos, el amigo del club de teatro levantó una mano poniendo la otra en uno de los tirantes. Se había disfrazado de nuevo rico con una indumentaria algo anticuada y un poco exagerada. El otro «actor» era un estudiante de aspecto extraño matriculado en la Facultad de Letras desde hacía más de diez años. Tenía el aire de no tener dinero, aunque siempre había casos sorprendentes como el del primer cliente. Llevaba una chaqueta cruzada y con la solapa arrugada, y una bolsa de viaje en la que como poco podían caber fácilmente cincuenta mil yenes.
En cuanto a la chica arreglada, que había vuelto después de salir un rato a la calle, tenía el pelo largo e igualado, las uñas pintadas de rojo, un atrevido vestido con la mitad derecha de color azul marino y la otra mitad de color gris. Al verla, Makoto no daba crédito a sus ojos. Era Teruko Nogami.
—Hace poco que he ingresado en este club —dijo a modo de explicación saludando a Makoto a quien no veía desde hacía bastante tiempo. Ninguno de sus compañeros pareció sorprendido de la familiaridad de su saludo porque ella pudo muy bien haberles comentado antes que le agradaba a Makoto. Pero, al final, acabó hablando poco por miedo a perder la fama de inaccesible entre sus conocidos.
Tan pronto como se sentaron todos, entró un cliente. Era un anciano apresurado de unos setenta y cinco años que, tras mostrar sorpresa al ver a otros clientes con aspecto llamativo que estaban antes que él, hizo un depósito de cincuenta mil yenes.
Hubo, por tanto, una buena razón para que todos brindaran, cuando se hubo ido este último cliente, con un aguardiente de arroz traído por Otagi.