Capítulo 10

Makoto acudió a pedir consejo a Otagi, el cual, feliz deque su amigo hubiera tenido el arranque de confesarle su derrota, le dijo:

—Es inútil que les pongas una denuncia por estafa. Harán mil piruetas para despistarte y, al final, seguro que no te devolverían nada. Creo que lo mejor es que aceptes la realidad y renuncies a la idea de recuperar tu dinero. Piensa que, al fin y al cabo, sólo ha sido una pérdida de cien mil yenes. Es cierto que hoy día corre poco dinero en el mercado; pero, así y todo, circula bien, como los peces en el mar. Esta vez, el pez incauto y con dinero, al que han pescado, has sido tú. Y ya está, No pienses más en ello. La próxima vez tú serás el pescador. Entonces serás tú quien pesque por ahí otros cien mil yenes.

—Sí, pero ¿qué hago? Siento tanta vergüenza que no puedo volver así a mi casa.

—Por eso mismo hay que usar el mismo método que ellos, pero mejorándolo. Si con un breve anuncio en el periódico apareció una presa, que fuiste tú, hay que confiar en que aparecerán más. Pon un anuncio. Ya verás cómo vendrán hasta tu propia casa presas con dinero listas para ser pescadas.

Otagi miró a su alrededor. Vivía en una habitación de cuatro tatami y medio[43] que había alquilado a un pariente. Aquí, en este lugar, sin duda desconcertante para cualquiera de esas posibles presas, vivía este hijo único con su madre desde que su casa había quedado incendiada en uno de los bombardeos de la guerra. Su propia economía familiar, motivo de preocupación, probablemente no le permitía tomar conciencia viva de la estafa sufrida por Makoto. Pero, por otro lado, tampoco podía evitar conmoverse viendo el abatimiento de su amigo. Nunca lo había visto tan bajo de moral. Aunque esta lástima desinteresada de Otagi hubiera provocado en él consecuencias igualmente desinteresadas, ¿había razón para culparlo por eso? En el mundo, hay personas felices, como Otagi, que sacan provecho de la más mínima emoción, por elemental que sea, y que no sienten temor, por la misma sencillez que hay en sus caracteres, de sus propias emociones.

Estos dos jóvenes competían dándoselas de ser grandes conocedores del mundo. Makoto, bien equipado de pesimismo gracias a su reciente y amarga experiencia, le ganaba la partida a su rival. A pesar de eso, esperaba que Otagi pudiera derribar, una a una, las razones de su pesimismo. Este amigo, optimista por naturaleza pero también inteligente, dio muestras de estar a la altura de las expectativas y le dijo:

—Suponiendo que nos atrevamos, hay que empezar con un capital mínimo. Si nos sale bien la jugada, podríamos ganar mucho dinero. Pero hay que ser cautos para no perder nada en el caso de que saliera mal. Vamos a ver, ¿cuánto te queda?

—Treinta mil yenes —respondió sinceramente Makoto.

—Bien, yo tengo… ¡trescientos yenes! —exclamó Otagi como quien suelta una carcajada. Y añadió—: Pero, a cambio de mi modestísima aportación, trabajaré sin cobrarte nada hasta que puedas pagarme un sueldo.

Otagi tenía un tío, un pariente lejano, que administraba algo parecido a la Asociación Financiera de Ogikubo, pero mejor. A decir verdad, el episodio de Makoto le animó mucho porque hacía tiempo que tenía un gran interés en sacar provecho de la experiencia de su tío. A Makoto le encantó conocer este contacto de su amigo y se quedó convencido de sus razones. Podrían realizar importantes ganancias prestando dinero a un interés de dos yenes al día, especialmente para personas interesadas en disponer de «dinero de apariencia» necesario para realizar negocios en metálico.

—Alquilamos una oficina, publicamos un anuncio en el periódico y… Pero, oye, ¿crees que bastará con treinta mil yenes?

—Le pediré a mi tío que nos ayude a encontrar una oficina. Además, necesitaremos alguien que nos lleve ln contabilidad cuando estemos tan ocupados que no tengamos tiempo nosotros mismos de llevarla. Para este trabajo es mejor contar con alguien con quien se mantengan relaciones sexuales. Y, si es posible, que tenga cierta edad. Ambas razones suelen ser garantía de lealtad.

Otagi hablaba mecánicamente repitiendo lo que había oído decir a su tío. Pero Makoto, dejándose llevar del amor propio característico de su edad, lo interpretó del siguiente modo: «Es una pena que no tengas una mujer así». Incluso, le pareció que le estaba diciendo: «Sin tal mujer, dudo del futuro del negocio».

Cuando Makoto volvió a su pensión, lanzó una mirada escrutadora a la patrona, una señora viuda, que acababa de entrar en su habitación a traerle un té. Entonces y de forma inexplicable, empezó a sentirse humillado porque hasta ahora no hubiera pasado nada entre ellos.

Podrá parecer raro que a sus veinticinco años cumplidos Makoto fuera tan inocente y desinteresado. Su racionalismo lo había llevado a frecuentar prostíbulos. Salía de ellos con la satisfacción racional de comprobar que cada vez se aborrecía más a sí mismo. A ratos se convertía en un poeta práctico que intentaba ver belleza en un cielo nocturno tachonado de estrellas, en las nubes de la noche, en los árboles de la calle, etc. Esas noches, en su diario aparecían waka y jaikus[44]. Pero hay momentos en que un poeta, aunque pueda sufrir al verse obligado a emitir juicios de belleza sobre diversos objetos, nunca es una máquina especializada en ver la belleza de las cosas, en intentar a toda costa ver todo de color rosa. A Makoto el prostíbulo no le servía ni para enriquecer ni para empobrecer su vida. Desde siempre, sentía menosprecio por la mujeres de la vida, un desdén que había acabado por convertirse en un arma indispensable en un joven tímido como él.

Nuevamente, Makoto se puso a observar con detenimiento a esta viuda de treinta y cinco años. Itsuko Tayama era madre de tres niños. Se ganaba la vida cosiendo todo el día a máquina al lado de una hermana fea y solterona que rayaba los treinta. Las dos hacían delantales infantiles para unos grandes almacenes. La hermana se especializaba en coser los pliegues de la tela, mientras que Itsuko se encargaba más bien de las ventas y de negociar con los mayoristas. La mezcla de inocencia y cordial seriedad de su trato inspiraba confianza a los clientes. Resultaba difícil negarse a complacer a una mujer rellenita como una paloma que destilaba sinceridad. Pero precisamente esas cualidades suyas de diligencia y seriedad le restaban encanto femenino. Al parecer, un día llegó a decirle a un mayorista de unos cuarenta años:

—Cada vez que veo a un calvo, siento que no debo reírme nunca. Y es que no hay nadie que no tenga algo de calvicie. Por ejemplo, yo misma. Mire usted, yo tengo una pequeña calva aquí, en esta raya del pelo. ¿A que si? Hasta entre las mujeres con moño a la japonesa no es raro encontrarse con una que también la tenga, sin exceptuar a las de veinte años, ¿eh?

Es asombroso que hablara así cuando en realidad, con estas palabras, deseaba declarar su amor. Itsuko era diferente a las demás mujeres porque le costaba trabajo mantener la calma de saberse ya próxima a la cuarentena, a pesar de que sólo tenía treinta y cinco. Eso le servía, en ciertos momentos, para estar contenta al tomar conciencia de que, en efecto, no tenía más que treinta y cinco.

—¿Qué le pasa? Me pone nerviosa que me mire usted así, tan fijamente… No sé, pero no es propio de usted, señor Kawasaki…

Con estas palabras, Itsuko bajó la mirada y dejó la taza de té sobre el suelo de tatami. Después, apretó la redonda bandeja contra su pecho y, abrazada a ella, se puso a observar la habitación con la barbilla posada blandamente en el borde de la bandeja.

—Siempre tiene usted todo tan ordenadito, ¿verdad?

—¿Ya se han acostado los niños? —le preguntó Makoto pasando con cuidado las páginas de su diccionario de alemán.

—Sí.

Makoto cobró valor. Su plan de seducir a esta mujer por el interés de su negocio ahogó su timidez. La inmediata realidad de un proyecto importante y urgente como el que se traía entre manos le exigía hacer acopio de una gran serenidad y resolución. Había decidido que podía confiar la contabilidad a una mujer como Itsuko. El carácter de Makoto, al justificarse de este modo, le hacía experimentar magníficas sensaciones. Cuando imaginó a esta mujer rellenita con un vestido feo sentada en el sillón de jefa de contabilidad, sintió un extraño alborozo y un poder mágico en sus acciones.

Al tumbarse vestido con la yukata[45] y boca arriba sobre el tatami, su cabeza chocó por suerte con la rodilla de la viuda. Itsuko se apartó ligeramente y le preguntó:

—¿Es que le pasa algo? ¿Le duele el vientre o algo?

Makoto, temiendo no poder aguantar la risa si le miraba la cara, alargó la mano con los ojos cerrados y tomó los bajos del kimono de la joven viuda. Fingió confundir los bajos con la manga y tiró de ellos hacia sí. Aunque Makoto no tenía mucha fuerza en los brazos, ella, con la ayuda de la aceleración de su cuerpo sentado, se le acercó deslizándose suavemente por el liso tatami, como un trineo sobre la nieve.

Itsuko hizo muchos gestos de rechazo, pero la señal de su asentimiento fue el dejar de levantar la voz. Como apenas se quejó después de haber terminado, Makoto, sin prácticamente ninguna experiencia con mujeres no profesionales, pudo haber deducido equivocadamente que siempre era así de fácil. Pero el hecho de no haber disfrutado en absoluto del placer de la conquista contrapesó esa deducción.

Unos días después, Makoto llevó a Itsuko a la futura oficina y le dijo a Otagi:

—Aquí te presento a la señora Itsuko Tayama. Nos ayudará en la contabilidad.

—¿No será muy complicado? A ver si puedo… Yo… —dijo ella.

—Será suficiente con que lleve el libro de cuentas… —repuso un Otagi muy sorprendido.