Capítulo 9

La pensión familiar que en menos de una semana Otagi le buscó a Makoto estaba en Ogikubo. Al instante, Otagi notó en la cara de su amigo un ligero descontento mezclado de agradecimiento. Le dijo:

—Bueno, siento que no esté en Setagaya.

Y, acto seguido, pasó a preguntarle con curiosidad sobre la chica. Makoto se quedó sin habla. Finalmente pudo hablar y Otagi se desilusionó al saber que su amigo no había vuelto a la biblioteca desde entonces.

Otagi criticaba sin cesar a Teruko. Makoto se daba cuenta de que lo hacía para provocarlo e incitarlo al contraataque. Tuvo, por lo tanto, cuidado de no caer en la trampa. Hay que admitir, sin embargo, que las críticas de Otagi no eran nada atinadas. Sostenía que el repugnante materialismo de esa «señorita de Tokio», como decía Otagi, no era ni más ni menos que el cínico camuflaje filosófico aprendido por una doncella inocente.

Pero ni así conseguía que Makoto perdiera interés en ella. A éste le subyugaba el dulce sonido emanado de la palabra «señorita» pronunciada por Otagi. El tenue concepto de «señorita de Tokio» puede ser chispa suficiente para inflamar a un brillante provinciano; y también para desencadenar en él ambiciones fragantes. «Señorita de Tokio» es la denominación de una especie humana con el valor añadido de su escasez. A tal nombre responden unas mariposas que no van más allá de su círculo de conocidos y que no están creadas para pasar su juventud revoloteando entre jóvenes ajenos a ese círculo. La gran urbe, esta Tokio, derriba y absorbe cualquier orden provinciano. Por lo tanto, hasta los hijos de personajes poderosos de provincia, cuando llegan a esta ciudad, son tratados como miembros de una clase inferior. Para ellos el único resquicio abierto por el que colarse a fin de conseguir la calificación que los permita relacionarse con una «señorita de Tokio», es convertirse en candidatos oficiales a futuros esposos. En la mayoría de los casos, además, está el requisito de tener que ser graduados de una universidad y esperar a adoptar el aire de gravedad que otorga el ser miembros productivos de la sociedad ocupando un puesto en la administración del Gobierno o en un gran banco. Así y todo, una vez casados, lo peor es que sus esposas dejan ya de ser señoritas. Por consiguiente, a esta minoría privilegiada no le resta más opción que contemplar esa especie de luz crepuscular llamada «señorita de Tokio». Una vez casadas, los recuerdos de estas mariposas tokiotas, que ya no son señoritas, siempre se inclinarán a la «luz del día», a su juventud, cuando tenían amigos por aquí y por allá, los amigos de su círculo, los amigos de toda la vida. Y así, al pobre esposo provinciano con talento no le quedará más remedio que aceptar el papel de cocu[38], un papel tan sublime como indefinible.

Makoto sentía un desprecio rotundo por los jóvenes estúpidos, ellos y ellas, de la ciudad. Pero la forma de competir con todos ellos, estimulada por ese desprecio, no era exactamente digna de elogio. A su manera, como siempre, se trazó el siguiente plan: «Voy a amar a esa señorita y después la abandonaré. ¡Qué triunfo! Mientras ella busque lo material, seguiré amándola con toda sinceridad y de corazón. Después, cuando ella empiece a amarme con su corazón, la dejaré sin contemplaciones. Por mucho que me cueste, jamás la tocaré. No la tocaré hasta tener la seguridad de poder abandonarla. ¡No me olvidaré de esta regla suprema!».

Después se acordó de las palabras de incitación de Otagi y se echó a reír. Su amigo le había dicho:

—Yo, de momento, no tengo ánimo de buscar un romance. Mis hormonas sexuales, por falta de nutrición, no rinden. Pero tú, que no tienes problema para alimentarte…; vamos, hombre, disfruta al máximo.

A partir del día siguiente, Makoto empezó a frecuentar la biblioteca. Su nuevo amor, además de permitirle poder estudiar en la biblioteca, no le exigía ningún desembolso. Sacaba prestados todos los libros que le eran útiles para preparar y repasar las clases, para el estudio de la jurisprudencia, el estudio comparativo de diferentes teorías, la interpretación de textos jurídicos, etc. En la sala de lectura de la biblioteca pasaba las horas leyendo y leyendo. Los escasos minutos necesarios para solicitar un libro y devolverlo eran los únicos momentos en que podía verse con Teruko. No era mucho, pero era algo. A veces, tartamudeaba o se equivocaba al pronunciar el título de la obra que pedía; incluso alguna vez le temblaba la mano al devolver el libro. Por su parte, ella, con el gesto impasible y sereno de una enfermera que supiera todo, le entregaba el libro con su mano y se lo devolvía con la misma mano.

Así pasaron, como si nada, tres años. No se sabe si fue por esa aplicación demostrada en la biblioteca, pero lo cierto es que el número de sobresalientes en la hoja de evaluaciones de Makoto marcó un récord. No tardó en ser invitado a trabajar en el Centro de Investigaciones de la universidad, una noticia que a su padre, Tsuyoshi, lo volvió loco de contento. Pero Makoto aplazó la respuesta. Aunque su ambición seguía intacta, no le apetecía mucho de momento enclaustrarse en ese centro frío y deprimente, como una celda de piedra, por lo menos antes de saborear al máximo la luz exterior.

La segunda mitad de la década de los cuarenta era una época de vida. La gente soñaba con vivir. La inflación es un fenómeno de la economía que se distingue porque la moneda cae víctima de un exceso de imaginación y de un cúmulo de ilusiones. En efecto, también los enormes montones de billetes inconvertibles de banco soñaban, a su manera, con vivir. La gente, que durante la guerra había perdido la ilusión de vivir, conoció en esos años un momento ideal para cebarse en ilusiones transitorias, como una fruta que hoy deslumbra la vista pero que mañana puede estar podrida. El aspecto ilusorio de todos esos billetes, que al día siguiente ya no podían tener valor, era la compañía más adecuada de las ansias inestables de la gente. El lustre opaco de los billetes de banco era como la mirada triste de una bella mujer tísica a quien sólo le quedan unos días de vida. Ignorantes de que la desesperación es el sentimiento más silencioso del mundo, la gente celebraba un ruidoso «festival de la desesperación». En otras palabras, «la desesperación» se había convertido en «la ilusión transitoria de la vida».

También a Makoto le afectaba esa «vida» falsa. ¿Por qué no iba a avergonzarse de algo cuando reflexionaba sobre sí mismo? Lo que hasta ahora había hecho en su vida era lo mismo que puede hacer un general inepto que, tras estudiar minuciosamente la estrategia, el armamento y el campo de batalla, se encuentra con que la guerra ha terminado.

—En cuanto a ti, eres como un rey cobarde y absolutista que lleva puestas varias armaduras, una encima de otra, y que vive en un castillo rodeado de varias murallas. Eres, simplemente, demasiado precavido. Aunque, por otro lado, he de decirte, si te soy sincero, que te muestras tan imprudente que pareces tonto. Por mucho que te conozco, no me canso de saber más de ti. Al verte, me parece que vives con el temor de que te van a asesinar. Pero tranquilo, hombre. Nadie te hará «el favor» de asesinarte. Te repito: tu modo de vivir es el de un rey de un pequeño país de las épocas más oscuras de la Edad Media.

Eran palabras de Otagi dichas un día en que quiso dar su impresión sobre la personalidad de Makoto. Especialmente, la palabra «cobarde» se le quedó a Makoto clavada en el corazón ahora más que nunca. Palabras como «tímido», «cobarde», «débil» lo afectaban de tal manera que demostraban que Makoto aún no había superado sus puntos débiles, aparte de que tales términos eran tabú para él. En su detallado plan de actuación había algo, como una excusa, para no llegar a cumplirlo.

Cuando terminó de contar los billetes, chasqueó la lengua. No encontraba más que muchos «asuntos pendientes». Y se puso a pensar:

«La maldita Teruko me dijo un día descaradamente que cuando yo tuviera quinientos mil yenes contantes y sonantes, se casaría conmigo. En estos tres años no me ha dejado ni besarla. Bueno, la verdad es que mi intención era no hacerlo. Bien, ahí sigue, en la biblioteca, trabajando y sin casarse. ¿Por qué será?».

Los billetes que Makoto había terminado de contar eran de los ciento cincuenta mil yenes que acababa de recibir de su padre, el cual deseaba que su prometedor hijo aprendiera a administrar sus bienes. El simple hecho de que se los hubiera dado «sin decir nada», como hacía siempre, pesaba sobre Makoto. El silencio significativo de su padre procedía de una especie de timidez confuciana y era una forma adecuada para que su hijo obtuviera un beneficio moral.

Desde que Teruko le habló de su capricho de quinientos mil yenes, Makoto decidió invertir en acciones hasta el último céntimo de la cantidad recibida de su padre, que había decidido depositar cuidadosamente en un banco.

Era la época en que se había abierto al público el mercado bursátil tras la disolución del zaibatsu[39]. Se empezaban a vender acciones como si se tratara de vender camisetas. Hasta las señoras que vivían de una pequeña renta por una casa sacaban sus ahorrillos secretos para comprarlas. Makoto, instruido por la prensa, compró acciones de las empresas Yusen, Toshiba, Nisshinbõ y Hassoden. Pero poco después vino un periodo de inestabilidad laboral y recesión económica que le ocasionaron la pérdida de veinte mil yenes. Makoto, que veía todo negro, decidió entonces vender inmediatamente sus acciones y a duras penas consiguió rescatar ciento treinta mil yenes.

Ese fracaso le sirvió para aprender y ahondar en su conocimiento de que la realidad, cuando uno se enfrenta a ella directamente, era semejante a la presencia de unos firmes acantilados en la orilla del mar. Pero ese conocimiento podía fácilmente conducir a caminos ocultos, unos caminos con frecuencia hollados por jóvenes inexpertos que sin darse cuenta los pueden llevar al borde del precipicio del mar…, de la vida…

Ocurrió un día del año 1948. Era a finales de verano y hacía un fuerte calor. Makoto estaba buscando unos libros de derecho en las librerías de viejo que había cerca de la estación ferroviaria de Ogikubo. Al girar por casualidad a la derecha y entrar en una calleja, sus ojos tropezaron con el letrero de «Asociación Financiera Ogikubo» debajo del cual se veía una sencilla oficina construida de madera, como si fuera una estafeta de Correos de tercera categoría, y pintada de azul con el aspecto de haber sido reformada recientemente. Al leer el letrero, Makoto recordó un anuncio breve del periódico que le había llamado últimamente la atención y que decía: «¡Beneficios! Se aceptan inversiones a partir de 5000 yenes. Garantía absoluta de retribución mensual del 20 por 100. Responsable y administrador: excatedrático Taizõ Onuki. Asociación Financiera Ogikubo, a 2 minutos de la estación de Ogikubo».

Makoto hizo un rápido cálculo: «Veinte por ciento al mes. Es decir, invirtiendo cien mil yenes, podré recuperar los veinte mil que he perdido…».

La palabra «excatedrático» la asoció a Teruko Nogami… Por eso y por un extraño presentimiento de buena suerte, decidió que ésa era su oportunidad. Empujó la puerta «despreocupadamente». Una vez dentro, se sintió satisfecho y con valor. Un hombre de mediana edad y rostro cuadrado se levantó de su silla para recibirlo. La boca, menuda para su cara, parecía que iba a partirse cuando hablaba, produciendo una impresión de gran honradez. Bajo el chaleco le asomaba la hebilla del cinturón de suboficial y los puños de su camisa de rayas mostraban cierta suciedad. Pero tanto el cabello como el pequeño bigote estaban bien cuidados y su cara cuadrada relucía como una tabla de cortar recién lavada. Las otras cuatro mesas que había en esta oficina de unos cuatro tsubo[40] estaban vacías. Se acercó a Makoto y le dio la bienvenida. Antes de que éste abriera la boca, le preguntó:

—¿Es para invertir?

Sin esperar respuesta, dedujo gratuitamente el motivo de la visita y se puso a hablar sin parar sobre la política de fiabilidad de la oficina.

Cuando por fin Makoto le pidió entrevistarse con el administrador general, el hombre lanzó un comedido suspiro… «jah». Era una expresión espontánea de respeto hacia su jefe. Empujó la puerta de vidrio esmerilado del fondo. Delante de una estantería repleta de libros que ocupaba toda la pared, trabajaba un hombrecillo con aires de importancia y aspecto depresivo. Al serle presentado Makoto, se levantó, clavó una mirada alicaída en su visitante, sacó una tarjeta de visita del cajón y, como si moviera un peón de ajedrez, la deslizó por la superficie de la mesa hacia Makoto. Éste masculló unas palabras de disculpa por no haber traído su tarjeta. En la del administrador general se podían leer varios títulos como «Administrador general de la Asociación Financiera de Ogikubo», «Ex catedrático de la Universidad N» y «Editorialista del periódico M». El administrador, con el aire triste y ademanes corteses, invitó a Makoto a sentarse. Sería admirable si este hombre, que asumía los aires de un catedrático, adoptara en su papel una pose que expresara el convencimiento, por ejemplo, de que «los conocimientos hacen infeliz al hombre». La verdad, sin embargo, era que el administrador Onuki padecía hemorroides.

—¿Deseaba usted invertir? —preguntó con el tono cortés y tan débil que apenas se le oía. Cuando Makoto le pidió que repitiera, volvió a preguntar lo mismo.

Un analista que trata de no ser presa de la emoción tiende frecuentemente a cometer errores más graves incluso que la misma emoción. Makoto observaba al excatedrático alicaído con una mirada limpia y atenta, como podría observar a un desconocido un muchacho sin experiencia. Llegó a la conclusión de que la cortesía de este hombre procedía del desprecio intelectual que sentía al verse trabajando contra su voluntad en una actividad tan ordinaria. Pero a Makoto le empezaron a atenazar los nervios al pensar que él mismo debía de estar siendo desdeñado por este hombre. Le contó que había vendido unas acciones que le habían causado pérdidas debidas a la caída de la actividad comercial del verano, y que disponía de cien mil yenes para invertir. Acto seguido, le preguntó cómo podría recibir el beneficio anunciado del 20 por 100.

—Las acciones no son nada recomendables —le dijo sonriendo generosamente el administrador, el cual por la explicación tímida de Makoto había comprendido que este joven delgado y nervioso era un «hijo de buena familia».

Y añadió:

—Las acciones no generan muchos beneficios. Invierta usted en negocios. Los aficionados no saben cómo sacar el mejor partido a su dinero y, por eso, fracasan metiéndose en acciones, apostando en carreras de caballos, y cosas así. Yo a usted le recomendaría que para empezar invirtiera, por ejemplo, en una empresa exportadora de juguetes. Conozco una que debe rematar su temporada de fabricación de juguetes antes del fin de agosto para la campaña navideña de Estados Unidos. Necesitan préstamos a corto plazo para hacer frente a los gastos de capital en circulación. Ahora es el momento.

Más adelante, le entregaré a usted el certificado de socio accionista de esta compañía exportadora de juguetes, una sociedad limitada. Pero ahora le podría extender un pagaré de ciento veinte mil yenes con vencimiento a los treinta días. Como garantía le ofrezco las existencias que tenemos disponibles. Bien, ¿qué me dice? ¿No le gustaría echar una ojeada a su garantía?

A Makoto le gustó esta palabra de «garantía» y respondió que sí. El administrador dijo «bueno»; y abrió un cajón. La tardanza en encontrar la llave que buscaba entre una gran cantidad de otras llaves maravilló al inexperto inversor. El administrador se puso una chaqueta de lino y un panamá. Este sombrero, deformado y con la cinta manchada de sudor, se lo puso con todo esmero al tiempo que decía con un tono de excusa:

—Es el que solía ponerme durante veinte años cuando iba a la universidad. Mi favorito.

Con estas palabras echó a caminar seguido por Makoto. Su manera de andar, como a tientas, le hizo pensar a Makoto, por oposición, en la solidez administrativa de la Asociación. Cuando salieron del despacho, las cuatro mesas ya estaban ocupadas. Todos los empleados se pusieron respetuosamente de pie y saludaron a coro:

—¡Hasta luego, señores!

Los dos hombres salieron a la calle, que parecía reflejar el sol intenso del verano. Cuando pasaron delante de un puesto de helados con una bandera de seda artificial de color verde y donde se hacía sonar un cascabel para atraer la atención de la gente, el administrador se volvió a su acompañante y le dijo:

—Eso es antihigiénico. No me convence nada.

Makoto iba detrás de él. Pasando unos portales, llegaron a un garaje. La puerta estaba cerrada sin aspecto de actividad. Tampoco había ningún letrero. El administrador le hizo a Makoto una señal para que pasara a la parte trasera del garaje. Allí había una puerta de servicio con un candado que el administrador abrió sirviéndose de la llave. Al abrirla, el olor de barniz recién aplicado invadió la nariz de Makoto.

Dentro había una estancia de unos seis tatami[41]. El techo lo rozaba una montaña de juguetes que, por no estar polvorientos, podían pasar por nuevos. Makoto observaba todo maravillado y al mismo tiempo sobrecogido por los numerosos ojos de cristal de los perros de peluche que brillaban en la parte sombría de la estancia más alejada de la puerta. Vistos así, los juguetes eran realmente objetos silenciosos, mudos testigos de la soledad de los niños. Son los adultos quienes se entretienen con juguetes ruidosos.

Makoto, apartando de su pensamiento estas ideas insípidas, puso el pie en los juguetes… Lo hizo, no bajo el impulso del instinto de un poeta, sino simplemente porque le divertía. De las vigas del techo colgaban apretados galones y adornos multicolores navideños. Entre las aberturas del papel de embalaje roto por alambres dorados y plateados, asomaban, brillantes, flores artificiales verdes, amarillas y rojas. Los burritos de madera, dispuestos en fila en las estanterías, tenían todos la misma inclinación de sus cabezas. En una caja cubierta de papel celofán asomaba el cuerpo tumbado de un cupido de color chocolate y de grandes ojos abiertos.

Makoto tomó en sus manos un perro de peluche y lo hizo sonar apretándole la barriga. Al recordar las palabras del administrador «¿No le gustaría echar una ojeada a su garantía?», sonrió débilmente. Miró a su alrededor con satisfacción. Entonces, vio en una de las estanterías un paquete con cuatro o cinco bultos extraños atados con una cuerda. Tomó uno para ver lo que era. Eran lápices gigantes de color verde. Al mirar dentro, vio además un juego de objetos de escritorio. Era un estuche con forma de lapicero para llamar la atención de los niños. En una superficie de lustroso papel verde aparecía escrito «Tokyo pencil». Nada más verlo, Makoto sintió cómo en el corazón le saltaba un borbotón de salvaje alegría[42].

El excatedrático preguntó:

—¿Qué le parece? ¿Buenos artículos, verdad?

—Sí. Mañana traeré sin falta los cien mil yenes —repuso Makoto.

Efectivamente, al día siguiente Makoto recibió un pagaré y un recibo de haber entregado cien mil yenes.

Esto ocurrió el verano cuando Makoto tenía veinticinco años. Al final de sus vacaciones volvió a la ciudad de K para pasar una semana por primera vez en bastante tiempo. Se enteró entonces de que su primo Yasushi, sin saber él nada, se había afiliado al Partido Comunista. Esto hizo que su tío, Tsuyoshi, le cerrara la puerta de la casa de los Kawasaki, decisión que divirtió a Makoto. No hay tiempo para dedicar mucha atención al destino de este primo de nuestro protagonista. Así pues, sin Yasushi y sin sus hermanos, cuya compañía le resultaba fastidiosa, Makoto iba a bañarse solo a la playa de Torizaki. Un día se encontró allí por casualidad con el hermano de Yasushi. De él supo que su primo se había ido a Hokkaido para dirigir el conflicto laboral de una mina de carbón.

Cuando Makoto volvió a casa, su familia lo esperaba para salir a la terraza a comer una sandía. De improviso, su padre le preguntó precipitadamente mientras escupía unas pepitas de la fruta:

—Aquel dinero, ¿qué has hecho con él?

—¡Ah, el dinero aquel! Lo he invertido en una compañía exportadora de artículos diversos. Es absolutamente seguro.

Y la conversación acabó. De cara a su padre, la seguridad de ser propietario, en virtud de la garantía obtenida a cambio de su dinero, de aquel lapicero, se había convertido en un gozo incontenible de venganza. Era como si hubiera recobrado algo de su padre.

Cuando acabaron las vacaciones, Makoto volvió a su pensión en Ogikubo y visitó la Asociación Financiera del mismo nombre. Su sorpresa fue mayúscula cuando vio que faltaba el letrero y que la puerta estaba condenada con tablas. A la luz del sol otoñal pudo distinguir por la ventana que, dentro, el suelo estaba polvoriento y que no había ni una silla. Enderezó sus pasos al garaje. La puerta de servicio estaba sin candado. Dentro no había nada, ni un solo juguete. Lo único que vio, al agacharse, fueron hilachas doradas y plateadas de los galones navideños que brillaban entremezcladas con el polvo y algunas pajas. Se quedó de pie un buen rato en medio del garaje. Lanzó un «¡… ah!», que, aupado por el vacío de la estancia, fue respondido por otro «¡ah!» del eco. Con paso indeciso, Makoto caminó con las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta. Por fin abandonó el garaje. Su rostro estaba pálido. Se dijo: «No me importa haber perdido cien mil yenes… Pero ¡haberme dejado estafar yo…!».

Si alguien hubiera oído estas palabras, propias de un mal perdedor, habría pensado que eran presuntuosas. La cuestión, sin embargo, era: ¿habría alguna forma de poder recuperar los cien mil yenes?