Capítulo 8
Teruko contestaba con franqueza y despreocupación a todas las preguntas, incluidas las que rozaban temas demasiado personales. No se mostraba ni misteriosa ni depresiva. Y, sin embargo, no transmitía nada de rudeza debido, probablemente, al tono alegre y argentino de su voz. Con todo detalle explicó, en respuesta a las preguntas seguidas tanto de Otagi como de Makoto, sus razones de amar exclusivamente «el dinero». Según ella, era incapaz por nacimiento de querer a un chico. Por eso su novio, al que ni siquiera permitía que la besara, lo pasó mal y acabó rompiendo con ella.
Teruko era hija de un antiguo profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Estatal de Kiushu.
—¡Ah, del señor Nogami! —exclamó Makoto dando rienda a su sincera emoción. Para él, las palabras de «universidad» y «profesor» eran como sardinas para un gato. Los gatos, que suelen ser insolentes e indomables, cuando huelen las sardinas se ponen enseguida a ronronear y a restregarse.
La casa de los Nogami, situada en Gotokuji, Setagaya, se había conservado intacta a pesar de la guerra. La vida, sin embargo, no era ahora nada fácil para ellos porque el doctor Nogami había frecuentado a los políticos de derecha y malgastado el dinero. Aun así, Teruko no era hija de una familia tan pobre como para estar obsesionada con «el dinero».
Teruko hablaba con soltura:
—Yo, si no puedo amar con el corazón a un chico y si no hay más remedio, pues trato de amarlo con la cabeza y materialmente. Para mí el dinero es una razón. Mi exnovio estudiaba para ser ingeniero, pero era tan pobre y miserable que no merece la pena ni siquiera hablar de él. Bueno, de cara era muy guapo, aunque a mí no me interesa nada cómo tienen la cara los chicos.
Estas palabras a Makoto lo animaron mucho. Pensó que era justamente la forma de hablar de una chica «racional».
—¡Vaya, hay chicas como tú! Es cierto que los hombres desean el dinero, pero es porque las mujeres también lo desean. En fin, sea como sea, lo primero de todo es que hay que vivir.
Entonces Otagi elevó de nuevo exageradamente las manos hacia el cielo donde, sin que los jóvenes se dieran cuenta, se habían formado abundantes nubes. Por su parte, Makoto, al reparar otra vez en el pelo de Teruko ondeando con libertad al viento, pensó que debería dejar que creciera el suyo. Al fin y al cabo, la guerra ya había terminado.
—¿Qué clase de brujería es? —preguntó Teruko refiriéndose al gesto de Otagi.
Las dos chicas se miraron y se echaron a reír. Otagi, aun sabiendo que el gesto era poco natural y hasta ridículo, lo hizo para quedar bien, aunque a Makoto le pareció que su amigo resultaba un poco fastidioso cuando repitió:
—Hay que vivir.
Makoto volvió a contemplar las ruinas de la gran ciudad. El tranvía serpenteaba vigorosamente entre ellas. Y Makoto, imaginando los rostros sudorosos de los viajeros asomándose a la ventanilla del tranvía, sintió una emoción enfermiza, casi histérica.
—Hay que vivir.