Capítulo 7

Cuando Otagi le preguntó que dónde vivía, Makoto le respondió que la pensión familiar en donde se alojaba cuando se fue al frente había ardido por la guerra y ahora se hallaba en un aprieto. Su amigo se apresuró a tranquilizarlo diciéndole que se ocuparía de ello. Un rato después le preguntó:

—¿Ya has comido?

—Todavía no.

—¿Por qué no vamos a comer en la azotea de la biblioteca?

—Genial —repuso Makoto.

Mientras caminaban y hablaban, los dos amigos sentían como si la guerra no hubiera tenido lugar.

Entraron en la biblioteca, subieron por la gran escalera principal y tomaron otra lateral. Después de subir por una escalera de caracol, como si fuera la de la torre de un faro, llegaron a la azotea, la parte más alta del edificio.

Enseguida cada uno abrió su obentõ[32]. El contenido revelaba claramente la situación de cada uno. La comida de Makoto consistía en arroz blanco, un trozo de pescado de temporada y una porción de tortilla; mientras que la de su amigo se reducía a un trozo de pan cocido al vapor y de color arcilloso pues estaba hecho con harina de ración. El motivo de que Makoto se pusiera a comer sin decir nada no era por egoísmo, sino por marcar desprecio hacia su propia sensibilidad, una sensibilidad que lo hería con facilidad en situaciones tan poco importantes como ésta. Lo que ahora hizo que se comportara así fue la arrogancia del adulto sabedor de que su frialdad lo ha librado del sufrimiento de la adolescencia. Ahora podía beneficiarse a su voluntad de esa frialdad.

Cuando lo hicieron alférez de intendencia y estaba destinado a Asahikawa, nunca le faltaba la comida. Por eso tal vez no pudo evitar el asombro el día en que, al salir a la ciudad, vio cómo unos niños recogían panecillos caídos en la calle y se los llevaban a la boca. Aun así, muy pronto se revistió de esa falta total de sentimentalismo humanitario de todo soldado. Desde entonces, creció su seguridad en sí mismo.

La desigualdad social de que parte el materialismo es considerada como el resultado del desajuste en un orden social inamovible y también en una psicología humana igualmente fija. Tal vez esta crítica sea errónea, pero tal era la impresión de Makoto a raíz de la lectura apresurada de un libro de introducción al materialismo que hizo en la sala de investigación de la Facultad de Derecho poco antes de salir al frente. Makoto se empeñaba en hallar una síntesis entre el materialismo y el espiritualismo más antiguo. El ejemplo más simple que se le ocurría era el caso de la Unión Soviética. En este país a los miembros del Partido, a los militares y a los artistas se les aseguraba un nivel de vida superior al de los demás ciudadanos, lo cual podría considerarse como una retribución por su dedicación positiva a la sociedad ideal soviética. También los enfermos, los ancianos y los huérfanos gozaban de las prestaciones de una Seguridad Social. Todo ello podía tomarse como el estado pasivo de una sociedad ideal. Sin embargo, ¿no es relativa en el corazón humano la sensación de felicidad o simplemente de satisfacción? Por ejemplo, si esos miembros del Partido, esos militares o artistas ejercen con placer su función en la sociedad, ya están siendo retribuidos en su corazón con ese mismo placer que sienten, no siendo entonces necesaria una retribución material tan alta como la que reciben. Por su parte, un enfermo incurable de lepra necesitará un gasto material superior al que pueda darle el sistema de Seguridad Social a fin de consolarlo por su desgracia; y, en consecuencia, podrá reclamar una retribución material. Si no es así, pudiera ocurrir que, en el caso de un encuentro cara a cara entre un leproso y un artista fiel a esa sociedad ideal, el leproso sienta ganas de frotar con su mano enferma el rostro del artista para contagiarle su lepra. ¿Para qué diablos sirve el materialismo si es incapaz de proporcionar un remedio material a ese tipo de desgracia?

Quizá la ciencia sí que pueda. Por ejemplo, la ciencia podría cambiar fácilmente las facciones feas o bellas de las mujeres, lo cual no dejará de ser un gran problema para todas ellas. Si todas las mujeres, gracias a la ciencia, fueran guapas, dejaría de haber referentes comparativos entre guapas y feas. En tal situación, ya no existiría la felicidad que ocasiona el que una fea se vuelva guapa ni la que hace que una guapa se sienta tan especial por ser guapa.

Ahora bien, la síntesis de materialismo y espiritualismo pretendida por Makoto partía de la idea de dividir claramente el lado material y el lado espiritual de la vida humana. La vertiente material, es decir, la parte dominada principalmente por la economía, no implica nunca felicidad. A lo sumo, su función es salvaguardar una felicidad subjetiva (porque la felicidad objetiva es una contradicción en sí misma). En esta parte material tan sólo existe el principio de libertad de contrato, un principio del derecho privado moderno, que no consiente la conformidad y permite la disconformidad. Por consiguiente, se excluye toda compasión humanitaria, incluso la ternura y la sonrisa. El gran problema de la teoría del interés sería resuelto si se investigara el error que hay en la teoría de la plusvalía. De cualquier modo, la teoría de la economía depende de la voluntad individual. Resulta fácil ignorar esa teoría si no se le da importancia. Pues bien, el materialismo es un hijo natural del prejuicio capitalista que afirma: «No hay nada que no se pueda comprar con dinero» o «con dinero se puede comprar cualquier felicidad». Makoto, por lo tanto, iba más allá; era mucho más progresista. Desde un principio, convencido de que lo material jamás sirve para crear la felicidad del ser humano, aprobaba tranquilamente la existencia del interés. Y si el materialismo erige al proletariado como ejemplo, Makoto hace lo propio con un leproso y una mujer estrábica.

Este extraño idealismo de Makoto se manifestaba de forma evidente en su «solución mental». En la hipótesis de que el mismo Makoto pudiera solucionar el problema de la felicidad por la vía de la razón, un problema que el materialismo pretende solucionar por la vía de la economía, alguien con tendencia a sacar conclusiones precipitadas podría pensar que Makoto cree en Dios. Nada de eso; en lo que él cree es en una razón manejada a su manera y en leyes que son productos de esa misma razón. Dicho lo cual, habrá otras personas que opinen, también precipitadamente, que la manera de pensar de este joven es propia de la Ilustración. Pero tampoco es eso.

Lo que más le interesaba a Makoto cuando estaba en la universidad, ya antes de irse al frente, era el derecho penal. Desde la aparición del penalista Ferri[33] se viene discutiendo mucho sobre el punto de vista nuevo y antiguo en esta ciencia del derecho penal. Los partidarios del primero, de tendencia socialista, sostienen el fin instructivo de las penas y están a favor de la abolición de la pena capital. El segundo, por su parte, con tendencias nacionalistas, subraya la importancia del carácter del derecho penal como derecho público. Para Makoto, una sociedad ideal está constituida sobre los elementos contradictorios inherentes en el derecho penal.

Resulta difícil acotar las nociones que los jóvenes de la posguerra japonesa tenían sobre sus extravagantes ideales. Si nos detenemos un poco en estas utopías de Makoto es porque podrán aportar información sobre sus divagaciones.

Makoto creía que, aun admitiendo la existencia del delito en cualquier sociedad ideal, el dominio de una felicidad equitativa y subjetiva excluía la incidencia de delitos. Sería, dicho en otros términos, una especie de infelicidad subjetiva. Por ejemplo, durante la guerra disminuyeron considerablemente en las ciudades los delitos comunes, porque la energía necesaria para delinquir estaba canalizada hacia el esfuerzo colectivo de la guerra, y los ciudadanos de la retaguardia poseían una idea uniforme de la infelicidad. Si un hombre llamado A mata a otro llamado B, o lo hiere o le roba a fin de realizar su idea de la felicidad o a fin de eliminar su infelicidad, entonces la ley de felicidad equitativa se quiebra y sobreviene el conflicto. El derecho moderno considera que el delito es un estado extraordinario, una especie de emergencia; y que una sociedad sin delitos es un estado normal. Sin embargo, según la idea que tenía Makoto sobre derecho penal, una sociedad con delitos es normal, normalidad conseguida gracias a la persecución de hacer de la felicidad en la vida cotidiana un derecho para todos. Más tarde, Makoto pondría nombre a esta concepción llamándola «derecho penal de valor numérico». Y la explicaba en los siguientes términos. Los perjuicios materiales y psicológicos se evaluaban con el mismo baremo. Este baremo estaba basado en la clasificación previa del sentimiento humano según una diversidad de elementos. A su vez, cada uno de estos elementos tenía asignado un valor numérico, como si fuera su peso atómico. Así, la reacción psicológica de cada individuo al delito sufrido se cuantificaba ni más ni menos que con la suma del valor de tales elementos.

Los juicios se celebrarían oponiendo a las partes en litigio. Para empezar y como decía el mismo Makoto, el derecho penal de valor numérico debe unificar las razones para aliviar la condena, como circunstancias atenuantes, eximentes, actuación en legítima defensa, teoría de posibilidad de esperanza, evacuación de emergencia, etc. Para sistematizar todo esto, hay que intentar la reforma de la conciencia de «la actualidad» tal como nosotros creemos entenderla a través de la sociedad y de las leyes. Una muestra de este juicio ideal sería la siguiente:

J(uez): ¿Por qué tuvo usted, señor A, necesidad de robarle a B diez mil yenes?

A: Porque soy pobre y, para colmo, había perdido mi empleo.

J: Bien, ésas son razones objetivas. Conforme dicta la legislación, deduciremos 50 puntos a la pena que se imponga. ¿Y por qué eligió a B para robarle?

A: Porque se había burlado de mi mujer en público.

J: De acuerdo. La impresión de una ofensa vale por 80 puntos, lo cual, sumado al agravante de «celos» de la cláusula 12 que da 20 puntos, nos permite deducir 100 puntos. Ahora bien, la suma de la mediación racional del perjuicio causado a B por el robo de diez mil yenes y la medición de esa cantidad estimada en proporción con la situación económica de B, nos da un total de 1200 puntos. Si deducimos 150 puntos de esta cifra, nos quedan 1050. En conclusión, 1050 puntos corresponden a una pena de un mes en prisión.

A: Entendido, Señoría.

De esa manera se simplificarían los procesos judiciales. Puede haber casos en los que un mero perjuicio moral podría merecer, sumados todos los puntos, hasta 30 000, que equivalen a la pena de muerte. Tan acertado es compensar un asesinato moral con una muerte física como compensar un asesinato físico con una muerte moral. Makoto creía que la opinión de abolir la pena de muerte era tan ridicula como una enfermedad infantil leve. Para él, la sociedad ideal resolvía los conflictos derivados de los delitos con el derecho privado, sin recurrir a juicios morales. Todavía, sin embargo, no había llegado el momento de proponerse el gran objetivo de cambiar el derecho penal por el derecho privado. Así, manteniendo como objetivo inmediato la racionalización y la simplificación de los procedimientos judiciales, pensaba escribir una tesis sintetizando el sistema del derecho penal de valor numérico. Así pues, «¡racionalmente!, ¡racionalmente!».

Tal era el lema de Makoto. Un lema que se había convertido en su moral. Pensaba además: «A día de hoy el derecho penal está equivocado. Tiene la tendencia de reconstruir el sentido del delito, para lo cual depende del arrepentimiento posterior al hecho delictivo. La autodenuncia, además, da lugar a circunstancias atenuantes. Ahora bien, habría que preguntarse: ¿es el delito un acto? Y ¿por qué no juzgar el delito en sí? Lo que se inventa a raíz del estado de arrepentimiento no sirve para nada. Según mi utopía, la regla moral suprema consiste en no arrepentirse jamás por un acto humano que conduce a la felicidad de uno mismo. La idea de la felicidad hay que buscarla, no en las ciencias económicas, sino en el derecho penal. Por otro lado, se ignora la desigualdad de la propiedad al limitar los aspectos materiales. Cuando esta desigualdad se desarrolla en un problema relativo a la felicidad de dos personas, será suficiente con que las dos traten de resolverlo por medio del delito, que no deja de ser una contienda por la propiedad. Si este delito se conforma a la justicia racional, se debe consentir. La compasión por la pobreza del prójimo no provoca la ridiculez de ninguna revolución porque la idea de la felicidad absoluta se niega. Y la compasión humanitaria no tiene ningún valor mientras no se desarrolle en un delito. Pensando como pienso, se comprende que acabara por no sentir nada cuando vi a aquellos niños recoger panecillos de la calle».

*****

—¡Vaya, vaya! ¡Qué maravilla! ¡Tienes arroz blanco! ¿No me vas a dar la mitad?

Estas exclamaciones de Otagi sacaron a Makoto de sus divagaciones.

—¡Sí, sí, claro!

A decir verdad, Makoto esperaba sinceramente que Otagi se lo pidiera de esta manera. Alegremente, por tanto, hizo dos partes del arroz, puso una en la tapa de la caja y se la ofreció a su amigo. A cambio, éste le dio la mitad del pan, que resultó tener un sabor sorprendentemente desagradable.

—La escasez de alimentos a ti no te afecta para nada, ¿verdad? —preguntó Otagi.

—Ven a mi casa. Te invitaré a comer cuanto quieras.

Makoto se dio cuenta con un ligero alivio de que se hallaba dentro de un orden social que le permitía poder compartir comida.

Era un día despejado. Después de haber comido en la azotea, donde habrían tenido calor de no ser por una brisa bastante agitada, los dos amigos bajaron la vista para contemplar desde el antepecho de ladrillo la ciudad de Tokio en ruinas. En el distrito donde se encontraban, lo único que permanecía intacto eran los edificios de esta universidad desde donde ahora miraban. Más allá, a lo lejos, también quedaban en pie el edificio de Matsuzakaya y algunas edificaciones del parque de Ueno. Pero eran como salpicaduras en una llanura devastada, como pequeñas islas solitarias en un mar de ruinas. Se mostraban discordantes y feas, semejantes a restos estúpidos, a supervivientes en un naufragio. A Makoto le hubiera parecido más hermoso un paisaje de ruina completa, sin supervivientes. Lejos de asemejarse a una ciudad europea en ruinas, a lo sumo parecían restos de hogueras. Había llanura. Había limpieza. Visto desde aquí, era como un arrozal después de la cosecha. El brillo de la chatarra y de la mole de los escombros que había por todas partes refulgía como la nieve caída desigualmente y fuera de estación. Le hacía pensar en una naturaleza que después de haber dormido profundamente se desperezaba estirándose a su gusto y recuperando el material original que le había sido robado mucho tiempo atrás.

El periódico de esa mañana informaba de la visita realizada por el Emperador al capitán general del Ejército de Estados Unidos, el general MacArthur. Los dos amigos hablaron, igual que toda la gente desmovilizada, de esa noticia y de la lastimosa foto en que aparecía el diminuto soberano japonés al lado del norteamericano de imponente estatura. El tema, de todos modos, a los dos amigos les resultaba absolutamente indiferente.

—No es más que uno de los juegos crueles, pero favoritos, de una guerra —dijo Otagi. No hay ningún japonés que salga bien en una foto al lado de MacArthur. Si Japón hubiera ganado, habrían sacado a los dos de medio cuerpo y al Emperador aupado en una banqueta. O, si no, habrían puesto en la foto como representante de Japón al mismo Dewagatake[34]

—Exacto… —dijo Makoto sonriendo inconscientemente. Esta sonrisa, sin duda porque se había producido con una naturalidad que mostraba rara vez, era realmente bella. Y siguió diciendo—: La guerra… no sirve ni para agrandar ni para empequeñecer al ser humano. He tenido muchas experiencias en el ejército y puedo decir que el único beneficio obtenido ha sido poder entender al hombre mejor que antes. Nada más. Recuerdo que el 21 de octubre del año 18 de Showa[35], el primer ministro Tõjõ dio un discurso en una celebración que tuvo lugar en el campo de deportes de Jingû. Era para animar a los estudiantes que iban a ser movilizados y estaban a punto de salir al frente. Dijo: «¡Jóvenes! Ha llegado el momento de empuñar la pluma con la mano izquierda y el fusil con la derecha». Pero una semana después, cuando recibimos instrucciones ya en el frente, nos dijeron: «¡Jóvenes! Es ahora cuando debéis tirar la pluma y acudir al campo de batalla». ¡Vaya un cambio! Desde entonces, decidí no sorprenderme más ante cualquier perversidad humana. Gracias a eso, puedo decir que no he recibido ninguna influencia novedosa en toda la guerra.

—No sé —dijo Otagi—, pero tengo la sensación de que hay algo forzado en eso que dices. Al fin y al cabo, es tu idea. Cuando seleccionaron a los cadetes, castigaron a cinco o así a saltar en pleno invierno a un depósito de agua. El capitán, al grito de «¡Seguidme!», fue el primero en saltar. Asumiendo la responsabilidad de sus subordinados, dio ejemplo. Fue como una propaganda. Tú dirás que es una perversidad, pero yo, en ese acto responsable, veo la buena voluntad de un sencillo militar. Tanto en la guerra como en la paz, estamos sujetos a confundir el bien con el mal. Pero no se trata de que el bien gane al mal, o viceversa. No es eso. Si se emplea bien el mal, el resultado es la paz; pero si se emplea mal, el resultado es la guerra. Y no hay nada más.

—Bueno, mi opinión es la misma…

—No, no. Mis principios se basan en que siempre creo en la buena intención del ser humano. Y la razón del hombre para tener esa buena intención es utilitaria: simplemente cree que le resultará más provechoso. Además, cuando a alguien le reconocen su buena intención, no te puedes imaginar la cara tan risueña que pone… Oye, tus ideas están todavía un poco verdes, ¿no?

—Bueno, digamos que no me gusta conformarme —repuso Makoto haciendo un mohín.

—No, no se trata de conformarse. Se trata de la vida. Ante todo, hay que vivir…, tenemos que vivir.

Otagi levantó afectadamente las manos hacia el cielo. En ese instante, una nube, sobre su cabeza, se interpuso y le dio la sombra en el rostro. Makoto ponía expresión de no estar convencido. Otagi, con la intención de animar a su amigo, le preguntó:

—¿Y qué ha sido del derecho penal de valor numérico que me comentabas a menudo antes de irnos al frente?

—Lo seguiré estudiando. No he dejado tampoco de estudiarlo mientras estaba en la academia de contabilidad. Pero que conste que también yo reconozco ser fiel a la verdad, ¿eh?

Al oír esto, Otagi dijo para su capote «aquí te esperaba». Los dos amigos, que hacía mucho que no se veían, deseaban seguir charlando de más cosas. De hecho, siguieron hablando de muchos temas banales, una trivialidad admitida por ellos mismos.

Pero en ese momento se oyó el ruido metálico de unos zapatos que subían por la escalera de caracol. Confundido con ese ruido, llegaron a sus oídos risas femeninas. Cuando se volvieron, vieron a una joven que se había quedado parada en la entrada de la azotea con el aire acobardado al verlos allí. Tras ella, apareció otra joven, que los miró a hurtadillas desde detrás de su amiga. Otagi agitó la mano y les gritó:

—¿Qué hacéis ahí paradas? ¡Vamos, acercaos!

Makoto, muy sorprendido, acercó su rostro al de Otagi. Los dos amigos se musitaron preguntas y respuestas:

—¿Las conoces?

—Sí, un poco.

—¿Cómo se llaman? —Hay que recordar el episodio de cuando estaban en Ichikõ.

—No lo sé.

Mientras, la joven que había llegado primero tomó a su amiga de la mano y se apoyó en el antepecho de la azotea, muy cerca de donde estaban ellos. Los ojos de un Makoto recién desmovilizado quedaron deslumbrados por el brillo de la falda de la joven. No era una falda muy especial, ni de una tela extraordinaria. Así y todo, las puntas de los dedos de la joven, sujetando la tela azul marino, que se hinchaba por la brisa como si fuera un ser vivo, le parecieron a Makoto delicadamente femeninas. Su silueta, rematada en la parte superior con una blusa blanca, era preciosa. A Makoto le pareció que tenía delante una belleza artificial como la de una clavellina blanca sostenida por un alambre. Al sentir su mirada, la joven evitaba corresponderle con sus ojos y no dejaba de charlar con su amiga, menos agraciada, que llevaba puesto un monpe[36].

Hasta Otagi estaba sin saber cómo reaccionar, lo cual no dejó de hacerle mucha gracia a Makoto. Finalmente, Otagi, en voz alta para que las chicas lo oyeran, le dijo a su amigo:

—Desde la guerra ha sido bibliotecaria. Así ha evitado el reclutamiento.

Pero la joven de la falda, que hasta entonces comentaba con su amiga las ruinas que se veían, se volvió hacia ellos con agilidad nerviosa y les dijo:

—¿No es mejor presentaros como dos hombres en lugar de seguir hablando entre dientes?

—Pues sí… Me llamo Otagi.

—Yo me llamo Kawasaki —dijo Makoto siguiendo el ejemplo de su hábil amigo.

—Yo soy Teruko Nogami. Encantada.

Desde detrás, la joven del monpe dijo también su nombre con una voz apenas audible, pero ni Makoto ni Otagi necesitaron volver a preguntárselo.

A Makoto le agradó mucho la forma clara y directa con que Teruko, la chica de la falda, les había dado la oportunidad de presentarse.

El viento se puso a soplar con fuerza y a correr por la azotea como un rebaño de corderos en un prado. El cabello de Teruko se despeinó alborotado como una llamarada en torno a su rostro delgado. Su voz resonaba clara y seca, y las pupilas de sus ojos se movían con una ligereza que expresaba a todas luces una extraña insinceridad. Pero tampoco tenía esos ojos sombríos y tristes que no inspiran confianza a la gente. ¿Habrá un hombre que no deseara confiar ciegamente en la insinceridad de esta joven al ver sus ojos? Me gustaría tener el gusto de conocerlo.

Los cuatro (aunque la joven del monpe apenas participaba) hablaron de distintos temas, llegando incluso a opinar de la extraña ilusión que una mañana les produjo ver por primera vez en la calle de sus ciudades a los soldados del Ejército de ocupación de los Estados Unidos. La conversación, muy alejada de temas amorosos, tomaba a veces tintes de debate político, como si se tratara de la charla que pudieran mantener unos hombres en una peluquería. Estas conversaciones demostraron una de las secuelas de la guerra: la excesiva sociabilidad de los habitantes de la ciudad cuando los bombardeos aéreos los obligaban a compartir espacios.

—Teruko[37], ¿también tú esperas que tu novio vuelva del frente? —preguntó Otagi.

—¿Estás de broma? El objeto de mi amor no es ningún novio —repuso Teruko.

—Entonces, ¿cuál es?

—El dinero.