Capítulo 6

El verano de ese mismo año, exactamente el 28 de agosto, tuvo lugar la dimisión en pleno del gabinete de Hiranuma[27]. La situación en Europa, en las palabras de dimisión del primer ministro, «era compleja y misteriosa», una cómoda expresión que hizo fortuna durante cierto tiempo (y que la gente empleaba intencionadamente). La causa principal de esa dimisión fue la suspensión de las conversaciones entre Japón y Gran Bretaña, así como la firma de un tratado de no agresión entre Alemania y la Unión Soviética.

El verano lo pasó Makoto en la ciudad de K donde todos los días atronaba el zumbido de los aviones. Todos los días también debía acompañar a su padre, el cual tenía su propia opinión sobre las conversaciones angloniponas. Tsuyoshi, su padre, a pesar de desconfiar de Gran Bretaña, admiraba mucho el porte del señor Craigie[28], elegantemente vestido con un impecable traje blanco de lino. Era la manera típica que tenía un provinciano de destacarse de una mayoría cualquiera en nombre de una minoría selecta. Tsuyoshi tenía el aire de un piano viejo al que le faltaran algunas teclas. Según su esposa, chocheaba un poco después de haberse calmado con el ingreso en Ichikõ de su hijo pequeño. Al parecer, un día, un paciente se quedó gratamente sorprendido al ser tratado con suma amabilidad por Tsuyoshi, pero al día siguiente estaba aturdido porque de repente fue tratado con soberbia. Tsuyoshi lo explicó diciendo que había un motivo para cada caso. La amabilidad del primer día fue para agradecer a ese paciente su mediación en conseguir un buen trabajo para un joven pariente lejano. En cuanto al malhumor del día siguiente, fue porque de repente se acordó de que ese mismo paciente en una reunión de diez años antes se había referido a él como un hombre con «cara de bacalao seco».

A menudo Makoto invitaba a bañarse a su primo Yasushi, ocupado por entonces en prepararse para el examen de ingreso en la Escuela Naval Militar. En la playa los niños gritaban alborozados cuando veían a lo lejos el amaraje de algún hidroavión cuya figura, deslizándose varios centenares de metros por la superficie del mar, resultaba espectacular. La agudeza visual de la mayoría de los niños les permitía distinguir maravillosas formas irisadas en las salpicaduras formadas a toda velocidad por el aparato. Yasushi había cambiado de nuevo sus aspiraciones y ahora deseaba hacerse oficial de aviación. Por el momento, sin embargo, su deseo era visitar a Makoto en la residencia de Tokio vestido con el uniforme de la Escuela Militar. En todos los patriotismos late una sombra de narcisismo. Quizás por eso, todos los patriotismos parecen necesitar vestirse de atractivos uniformes.

La tez de Makoto no se bronceaba de forma natural con el sol y su color era más blanco que el de sus compañeros, dando incluso la impresión de enfermizo, lo cual le preocupaba. Pero se tranquilizó cuando oyó decir a un compañero de Letras, que había leído a Gautier, que en Francia los jóvenes de tez pálida eran especialmente populares durante la época del romanticismo. Pronto, sin embargo, el color de su cara no tardaría en confundirse con el de sus amigos. Había llegado ya el invierno.

Al principio del año 15 de la era de Showa[29], una mañana cayó una impresionante nevada. Fue mientras se entrenaban al tiro al arco. Otagi, que participaba en un entrenamiento intensivo, desplegaba más actividad que nadie y parecía que era quien tiraba más flechas o, al menos, el que más flechas recogía. Makoto, por su parte, al darse cuenta repentinamente de que Otagi había desaparecido, se fue al cuarto de los conserjes. Allí estaba su amigo calentándose alrededor del irori[30]. Sacaba sus dedos regordetes —como los de un bebé con sabañones— del okake[31] y se los calentaba. Bien mirado, pasaba más tiempo calentándose que entrenándose. Las flechas, que volaban hacia el blanco, a veces por error rozaban la nieve, dispersando blancos fragmentos en la penumbra del alba. Algunos estudiantes, para divertirse, tiraban intencionadamente flechas de esa manera. Cuando acabó el entrenamiento de la mañana y el desayuno, Makoto aprovechó la hora de la primera clase, que se había suspendido, para estudiar idiomas por su cuenta. El sol naciente empezaba a trazar líneas sobre la nieve que por entonces ya había dejado de caer. Fue en ese momento cuando:

—Ala sur, habitación número ocho. Kawasaki, ¿estás?

Lo llamaba alguien. Cuando salió, le dijeron que una visita lo esperaba en la portería. Era Yasushi.

Las visitas no podían entrar en la residencia. Los dos primos tuvieron que sentarse cara a cara en las sillas insulsas de la sala de visitas porque todavía no estaba abierta la cafetería. Como no había calefacción, los dedos no tardaron en entumecérseles. Para darles calor, Yasushi unas veces se frotaba las manos y otras juntaba las yemas de los dedos para echar el aliento sobre ellas. A Makoto le pareció tan extraño el aspecto de su primo y la hora de presentarse, que le preguntó el motivo de su visita. Yasushi le contestó:

—Bueno, es que me han suspendido en el examen de ingreso en la Escuela Militar…

—Te han suspendido… ¿y qué?

Hay que reconocer que era una pregunta un poco cruel. Después, al ir oyendo a su primo, Makoto pudo comprender. Yasushi, con el dolor de haber sido rechazado y no poder hacer lo que anhelaba, había sentido de repente el deseo de ir a verlo. Sabía que ese rechazo se debía a que no era muy inteligente. No tenía idea de qué iba a hacer ahora, pero sentía (un caso bastante especial el suyo) una poderosa atracción por lo intelectual, por lo mental, una atracción casi física, como la de una fiera hambrienta que vaga en busca de alimento. «Así que para ser militar también hay que tener una buena cabeza —se decía a sí mismo Yasushi—. Es extraño. Muy extraño. Yo creía que bastaba con tener un buen físico. ¿Por qué será necesario tener también una buena cabeza?».

Esta simple duda era, sin embargo, una incertidumbre sustancial. Makoto lo consoló con todas las palabras posibles. Incluso se humilló para decirle que él mismo vivía fuera de lugar, mientras que Yasushi era por lo menos como un barco que se dirigía hacia una época en que había señales de guerra. Yasushi lo escuchaba callado. Sin mirar por la ventana, simplemente a través del reflejo proyectado en la mesa polvorienta, podía observar cómo caía al suelo la nieve brillante acumulada en las ramas de los cedros del Himalaya. Entonces, torpemente, como si, a su vez, le tocara a él dar consuelo, dijo:

—Ya está. Vamos los dos a dejar atrás la desilusión. Desengañados, no acabaremos nunca. Vamos a vivir con esperanza. Venga, hagamos esta promesa.

Hasta para hacer una promesa tan simple, era necesario que Makoto desarrollara un poco más el tema. Makoto, sintiéndose culpable por estar haciendo algo realmente innecesario, dijo:

—Sí, tienes razón. Una época con demasiadas razones para desilusionarse es igual que una época con demasiadas razones para ilusionarse. Vivimos en un tiempo en el que cualquier deseo astuto o perverso puede convertirse en razón para tener esperanza. Mientras hacemos figuritas de esperanza, nos traiciona el material de mala calidad que empleamos al hacerlas. Por otro lado, ¿no crees que es maravilloso poder crear una obra maestra con materiales de mala calidad? Si uno quiere tener una desilusión, hasta la misma desilusión puede ser objeto de una ilusión. Si ser hombre significa estar siempre deseando algo, también puede significar estar siempre olvidando el objeto del deseo.

El tono de este joven de diecisiete años al decir «ser hombre» sonó indescriptiblemente soberbio. Pero Yasushi, enfrente de él, estaba entusiasmado y asentía con la cabeza.

Han pasado seis años desde entonces. Un día de comienzos de septiembre, terminada la Segunda Guerra Mundial, Yasushi, que acababa de ser desmovilizado, visitó a la familia Kawasaki. Fue entonces cuando, por primera vez después de aquel día en Ichikõ, volvió a ver a Makoto, el cual también había sido desmovilizado, concretamente del Ejército de Tierra, donde había sido alférez de intendencia. Yasushi había estado en la Marina y era suboficial.

Era un atardecer en el cual parecía haberse agolpado el calor del final del verano. Los dos primos tomaban el fresco en la terraza que daba al río. Recordaron enseguida la promesa realizada aquella mañana de la nevada después del entrenamiento intensivo de tiro al arco. Yasushi miró de reojo el caballete delgado de la nariz de Makoto y la azulada sombra del afeitado de su rostro, la cual empezaba a dar a sus facciones, ya con más de veinte años, cierta sensación de crueldad. A pesar de la misma belleza de siempre de sus ojos, bajo la tez blanca de un Makoto que se había hecho mayor, parecía verse ahora un dibujo sombrío. ¿Venía esta impresión enfermiza de su modo de replicar? ¿O, más bien, de su elocuencia, de una elocuencia provista de demasiada lógica, la cual, como si se tratara de un lubricante aplicado sin moderación, hacía deslizar excesivamente al mecanismo?

Con ese rostro inexpresivo y sin fijar su atención, Makoto escuchaba las palabras de desesperación y los suspiros de Yasushi. Las sonrisas que esbozaba eran como una bandera tímidamente agitada por alguien que de vez en cuando se acuerda de que la tiene en la mano. Cambiaba de postura impaciente ante este primo segundo que ahora le resultaba insoportable. «Ideal…, desengaño…, desesperación… ¡Ah, qué estereotipos! Y después de la desesperación, otra vez el ideal y la esperanza; y luego, de nuevo el desengaño y la frustración. Y vuelta a empezar. ¿Cuántas veces tendrá uno que tropezar para darse cuenta? No, no seré yo el que tropiece. Solamente yo no voy a tropezar nunca…».

Después de haber aguantado la compañía de Yasushi hasta la mañana siguiente, Makoto se puso el uniforme universitario que hacía tanto tiempo que no vestía y se dirigió a la Universidad de Tokio. Cuando tuvo que irse al frente, estaba matriculado en la Facultad de Derecho. Los edificios de la universidad no habían ardido y se conservaban intactos. Mientras caminaba a la sombra del verde follaje de los gingkos, divisó a un estudiante rellenito que se acercaba con una mano levantada. Era Otagi. Estaba matriculado en la misma facultad.

Se estrecharon la mano con el rostro emocionado. Este apretón de manos le llenó a Makoto de sincera, profunda emoción. Observó las orejas de su amigo. Se movían casi imperceptiblemente, como si fueran seres vivos. Makoto no pudo aguantar la risa y agarró una oreja de Otagi. Éste hizo lo mismo con una oreja de Makoto. Esta extraña forma de saludo, tal vez habitual entre alguna tribu bárbara, hizo sonreír débilmente a los enflaquecidos transeúntes que en ese momento acertaban a pasar por allí.