Capítulo 5

La filosofía alemana carece de válvula de seguridad; además, el freno jamás le responde. Es como una gran edificación en la que, sin embargo, no hay un retrete; por lo cual, cuando la necesidad apremia, a uno no le queda más remedio que salir corriendo hacia la penumbra de los árboles del jardín o hacia la casa del vecino. Las sucias costumbres del instituto —por ejemplo, la lluvia maloliente de la residencia[20]— es sólo uno de los efectos del poder de la filosofía alemana en el sistema educativo superior de Japón. La cultura, de la que tan a menudo se habla, es simplemente la adquisición de ese estilo de enseñanza conventual inherente a la filosofía alemana del idealismo. Cuando esta cultura monista ocupaba una posición central en la administración centralizadora del Estado japonés, reveló unas cualidades muy prácticas al destacar la importancia de la autoridad. Su registro del entorno, sin embargo, resultaba algo borroso.

Makoto no fue la excepción. Así, nada más empezar el nuevo curso, no tardó en caer bajo el hechizo de la filosofía de Kant. De este filósofo se dice que durante veinte años llevó el mismo sombrero, que se levantaba todos los días a las cinco de la mañana y que paseaba cada tarde a la misma hora, con tal exactitud que sus vecinos lo tomaban por un reloj. Sentía, al parecer, tales escrúpulos hacia su salud, que siempre paseaba solo por miedo a que, si iba acompañado y se veía en la necesidad de conversar, le podía entrar por la boca una corriente de aire frío perjudicial para sus pulmones. Era, además, tan nervioso este profesor, que un botón desabrochado de la chaqueta de un alumno sentado en la primera fila lo distraía cuando daba clase. Le molestaba el gallo que cantaba en la pensión donde por un tiempo se alojaba, y sufría por el canto de los presos de una cárcel situada cerca de su casa.

El joven Makoto, imbuido por la filosofía kantiana, adoptó en su rutina diaria algo de la vida mecánica del filósofo alemán. Pensaba, en efecto, que la búsqueda intelectual exigía una vida racional, es decir, la adopción de unos hábitos que reflejaran un sistema racional de conocimiento, el cual, en última instancia, favoreciera la observancia de la moral. Esta solución de hermanar conocimiento y moral, adoptada a pesar de las dificultades, y que se manifestaba en su insistencia en pensar en la moral como norte de sus ideas, debió de estar en el origen de la inmoralidad de su vida años más tarde. Es probable que se debiera a la influencia paterna recibida de manera inconsciente o, más bien, a una reacción contra la amenaza de esa influencia. La insistencia en ese género de vida provocó que se aislara un poco de los demás alumnos en la vida colectiva de la residencia. No tardó en ganarse entre sus compañeros el título de «inabordable». No había nada más irritable que la mirada de Makoto, una mirada en la que se leía su derecho a desdeñar a los demás basándose en esa rutina mecánica que se había impuesto a sí mismo. En un desdén de esta clase no se podía, además, borrar una sombra de envidia.

El cuerpo de Makoto llegó al límite del aguante con la llegada de mayo. Lamentablemente, en espacio de un mes recayó en ese mal hábito[21] que se había propuesto firmemente evitar aprovechando su ingreso en el instituto. Esta pequeña derrota le pareció, sin embargo, grave, como si se le hubieran caído el cielo y la tierra. No sabía a quién echar la culpa por su debilidad, y subía y bajaba por la alameda de la residencia cantando a gritos el himno del instituto hasta altas horas de la noche.

Precisamente en una de esas noches, Otagi lo invitó a dar una vuelta. Fue una propuesta oportuna y recibió una aceptación tan inmediata que sorprendió al mismo Otagi. Cuando llegaron en tren a la estación de Shibuya, los dos amigos escucharon el toque de campanillas anunciando la edición extra de un periódico. Otagi compró dos ejemplares y le dio uno a Makoto. En esa edición se publicaba que el Ejército japonés acababa de sostener un enfrentamiento con soldados soviéticos infiltrados en las orillas del lago Hailar[22]. Ese suceso sería denominado más tarde «el incidente de Nomonhan[23]». Pero Makoto, nada más leer la noticia, se limitó a arrugar el periódico y a tirarlo a la basura sin darle más importancia. Esta actitud mereció el reproche de Otagi, que le dijo:

—Me lo temía. El filósofo distante…

—¿A qué te refieres?

—¿Cómo que a qué me refiero? Es evidente que no te interesa para nada el mundo que te rodea.

—No lo creas.

—Claro que no te interesa. Reconozco, por otro lado, tu habilidad en arrugar y tirar un periódico. Pocos te igualan en eso.

A Makoto le agradó que le reconocieran una habilidad de la que hasta entonces no era consciente. Poco después, tuvo que dar de repente un empujón a su amigo, absorto en la lectura del periódico, para salvarlo de un tranvía que si no es por Makoto lo hubiera atropellado. Eso le sirvió para decir:

—¡Vaya! Parece que a ti tampoco te interesa mucho el inundo que te rodea…

—¡Ahora sí que me has pillado! —exclamó Otagi golpeándose exageradamente la frente con la palma de la mano.

Los dos estudiantes, tocados de su gorra con la cinta blanca de Ichikõ[24], se adentraron en la ciudad nocturna. No hay razón para culparlos por dar más importancia al hecho de ir llamando la atención de la gente que a un asunto ocurrido en un país lejano. La inquietud de la época era una inquietud esencial solamente para las personas interesadas en esa época. ¿Hay que concluir que estos dos jóvenes no estaban interesados en su época? Puede decirse que no. Como mucho, se les permitía mantener una relación intelectual con su época. Por este motivo, la inquietud que provocaba en su corazón el reclutamiento militar era una especie de sustituto del desasosiego por la vida en general y en sentido abstracto. En otras palabras, estaban libres de inquietud por la época en que vivían.

El bullicio de la calle en esas noches de principio de verano poseía una dulzura musical. Los dos amigos hallaban mucho placer parándose delante de cada tienda de la céntrica calle. Mientras charlaban, Makoto no pudo evitar sentir admiración por el conocimiento que tenía su amigo de tantos retruécanos y juegos de palabras. Esta habilidad no es adquirida, sino que se debe a un talento natural. Pero para Makoto, ansioso de adquirir conocimientos, Otagi «conocía» esta destreza. El aire de esa noche de mayo era refrescante y los dos estudiantes se dejaban mecer por el gentío de Dõgenzaka. Finalmente giraron a la derecha y subieron por una empinada cuesta hacia Hyakkendana, llamado abreviadamente Tana por los estudiantes de Ichikõ. Era la primera vez que Makoto iba a tal lugar. Cuando vivía en la ciudad de K y tenía que pasar delante de un café, aceleraba el paso para no ser acusado injustamente.

Al lado de un cine, en el fondo de una callejuela, había un bar llamado Mond frecuentado por los estudiantes de Ichikõ. Era un pequeño establecimiento sin mesas que se llenaba de humo con sólo dos o tres clientes fumadores. Otagi empujó la puerta de dos hojas con el hombro y entró primero. Makoto se dio cuenta de que la desenvoltura de Otagi en estos lugares no podía haberla adquirido en el mes escaso que llevaba en el instituto, sino que debía de venir de más atrás, de los tiempos en que era un «rõnin[25]» deseoso de entrar en Ichikõ.

A Makoto pareció crispársele la lengua y se quedó mudo cuando vio las caras maquilladas llamativamente de las dos camareras del bar y de la dueña, una mujer de edad madura. Otagi pidió una bebida para menores. Makoto, curioso por saber qué bebida sería, cuando se la trajeron vio que se trataba de un curaçao. Como Makoto tenía miedo de mirar a las chicas, hablaba con los ojos puestos solamente en la cara de su amigo y sintió agradecimiento de que éste se pusiera sinceramente a conversar con él. A pesar de que Otagi, al igual que Makoto, estudiaba Letras, detestaba Alemania. Por eso, tenía esperanzas de que el suceso sobre el que acababan de leer en el periódico sirviera para que Japón y Alemania se separaran, pues sabía que desde el otoño pasado la Unión Soviética y Alemania habían iniciado un acercamiento. La germanofobia de Otagi se debía a su creencia de que la política nazi era demasiado metafísica. Sentía simplemente antipatía por una cultura como la alemana que entremezclaba los asuntos cotidianos y la metafísica. Pero Makoto replicaba diciendo:

—A mí, en cambio, me parece que la cultura alemana es grandiosa… Fíjate: Kant, Hegel, Marx, Bach, Mozart, Beethoven, Goethe…

Esta retahila hizo sonreír a Otagi.

Entonces se presentó inesperadamente Katsumi, uno de los alumnos mayores del instituto, el cual, después de oír la sustancia de la discusión de Makoto y Otagi, algo avergonzados ante el recién llegado, sentó esta conclusión, digna de un estudiante veterano como él:

—En resumen, la historia de la cultura alemana es una historia en la que la fenomenología cultural acaba siendo defraudada por el fenómeno mismo. A ver. Fichte es un buen ejemplo. En un famoso discurso patriótico Fichte no se refirió al aborrecimiento que le causaba Napoleón. Esta omisión tuvo el efecto contrario e hizo que el Gobierno alemán lo sometiera más tarde a vigilancia.

El argumento de Katsumi les resultaba difícil de entender a los dos estudiantes novatos. Makoto se limitó a concluir provisionalmente que la política suele encargarse de que la verdad fracase. Esta idea le recordó extrañamente ese heroísmo sentimental que, como si fuera un relato de aventuras, había inspirado a su primo Yasushi.

Mientras, las dos camareras intentaban aguantar los bostezos; la dueña del bar, en cambio, escuchaba con una sonrisa los graves argumentos de los estudiantes de Ichikõ. A esta mujer madura, dotada de la sensibilidad que no poseían las dos jóvenes camareras, le parecía que esta disputa de ideas no era más que un enfrentamiento de energías juveniles. Así, presenciaba con agrado y con los ojos entrecerrados este despliegue de fuerzas como quien contempla un partido de rugby.

En ese momento, Makoto se asustó. Al alzar la vista, vio que le tomaban la mano que mantenía sobre el mostrador. Era una de las camareras que se pronunciaba sobre los dedos de Makoto ante su compañera:

—Tiene que ser pianista, ¿no te parece?

—¿Tú crees? Pues a mí me parece que es violinista.

Makoto, que en realidad no era ni una cosa ni otra, se puso colorado.

La camarera de la opinión de que era pianista tenía un aire infantil a causa de su cara redonda y los párpados algo abultados. Sus labios, en cambio, le prestaban el aspecto de niña malhumorada, con unas pupilas que parecían destilar frescura y pureza. En particular, lo que más le gustaba a Makoto de ella era la suave pelusa que bordeaba sus orejas. Parecía haber sido dibujada a pincel con una tinta tenue y contrastaba con su pelo rizado al estilo occidental. Makoto sintió un temblor en la mano y la retiró. Sin embargo, deseoso de que no lo tomaran por una persona fría, lo hizo con la timidez con que un ratón retira un trozo de mochi[26]. El gesto no pasó desapercibido a las dos camareras, que se miraron y lo hallaron muy divertido.

—¿Tanto te ha molestado? —le preguntó la otra camarera y fijó su mirada en la cara de Makoto.

Entonces, Otagi, que iba mostrando estar ya bajo los efectos del alcohol, se dirigió a ella y se puso a hablarle, pero empleando tal cantidad de juegos de palabras que Makoto, recordando que eran los mismos empleados por Otagi poco antes, pensó: «¡Vaya! Así que lo de antes era sólo un ensayo…». Y sintió que su amigo lo había salvado del apuro.

Por su parte, la falta de pretensiones y arrogancia que los dos nuevos veían en el carácter de Katsumi los llevaba a sentirse cómodos, a pesar de hallarse en un bar, y a considerar que este alumno veterano que estaba con ellos era un gran hombre. La cabeza de Makoto, sin embargo, empezó a dolerle, sin duda porque no estaba acostumbrado al alcohol. Una de las camareras, tan pronto como se quejó de dolor de cabeza, subió al piso de arriba y le trajo un calmante. Makoto estaba encantado al sentir cómo el frescor del agua le caía por la garganta. Al devolver el vaso, sintió el secreto impulso de golpear ligeramente con el vaso de fino cristal en los dientes frescos y rientes de la camarera. Sin duda era una prueba de que la timidez, de la que antes se sentía preso, lo iba ya abandonando.

Los tres estudiantes volvieron a la residencia cuando ya estaba a punto de sonar el toque de queda; y lo hicieron entonando en voz alta el himno del instituto.

En las personas tímidas la decisión y el impulso son semejantes al paroxismo. En realidad, sin embargo, tales personas carecen de valor para ejecutar acciones temerarias sin cerrar los ojos. Para este tipo de individuos la decisión de emprender una acción es como realizar por sí mismos una operación quirúrgica en su cuerpo de carne y hueso. Es, por lo tanto, cruel criticarlos porque se anestesien antes. Lo distintivo del carácter de Makoto era que aparentemente su anestesia había adquirido una forma nítida y clara, «He caído en la tentación de Otagi y la experiencia ha resultado penosa —pensaba—. Salí con él para poner en orden mis indecisiones, pero el efecto ha sido todo lo contrario. Imaginaba que en un lugar donde nunca había pisado desde mi nacimiento iba a hallar un desahogo más racional. Está visto que un lugar así, donde todo se convierte en ambiguo, no es para mí. ¿Será que solamente me conviene un lugar realmente perjudicial? —Esta manera de pensar de Makoto era indicio de unas inclinaciones involuntariamente trágicas—. No hay más remedio que aceptar que estoy enamorado de esa camarera. Reconozco que se aleja bastante de la imagen de mi mujer ideal y que es menos guapa que aquella enfermera, pero de momento es mi única opción para llegar a poner orden en mis indecisiones. ¿Entendido? Así que ya lo sabes, Makoto Kawasaki, desde ahora estás enamorado de la camarera de Mond».

Habrá quien dude de que en nuestro personaje no era visible ese pudor característico de su edad ni el sentimentalismo de un amor así, tan ridiculamente forzado y excéntrico.

Pero, como se ha indicado anteriormente, Makoto pensaba que la elegancia de un sentimentalismo así no iba con él. Al fin y al cabo, estaba en una edad —la adolescencia— en la que por aquellos años en Japón a nadie le importaba mucho el aspecto que se tenía.

Al día siguiente inició un programa de actividades bastante excéntricas. Como de costumbre, se impuso a sí mismo una serie de obligaciones extrañas, se asignó ciertas horas del día para realizar diferentes lecturas entre las clases y el entrenamiento con el arco. Las lecturas eran de filosofía, literatura y lenguas extranjeras. Los miércoles, por ejemplo, era el día asignado para la literatura. Más concretamente, el primer miércoles del mes era para literatura japonesa; el segundo, para literatura francesa; el tercero, para la inglesa; y el cuarto, para la alemana. Pero antes, estudiaba por su cuenta, de jueves a sábado, esos idiomas extranjeros con unos libros de gramática en la cual se basaban las lecturas que después realizaba. Leía la literatura como una aportación a su cultura, dándole lo mismo lo que pudiera sacar de mezclar autores tan dispares como Sõseki, Tõson, Gide, Valéry, Shakespeare, Byron, Goethe y Heine. Si se mezclan todos los colores en una paleta de pintor, el resultado es un color completamente negro. ¿No es la cultura algo completamente negro? Si es así, ¿no sería mejor todo completamente blanco? Como tampoco se puede responder a ciencia cierta a esta pregunta, lo más acertado será decir que Makoto no comprendía bien la literatura en sí. Y esa falta de comprensión es precisamente la primera condición para poder ser protagonista de una novela.

Estas actividades, naturalmente, le proporcionaban tiempo para el enamoramiento. Especialmente, esa hora aproximada de duración durante la cual caía en una especie de meditación, después de la lectura en la sala de estudio. Ese rato, en el que no pronunciaba palabra, provocaba un ligero miedo entre sus compañeros de habitación. Movido por una misteriosa finalidad de poner todo en orden, alternaba meditación y acción cada dos días. Estaba enamorado. Quien no lo está, no puede ni siquiera idear semejante programa. Durante esa meditación Makoto se permitía a sí mismo divagar libremente, sintiéndose un imaginario dandi. Los dos momentos del día dedicados, en efecto, para pensar en la camarera eran, el primero, durante esa hora de meditación y, el segundo, desde que se acostaba hasta que se quedaba dormido. Makoto se envanecía de su programa. Si uno llegara a controlar sus propias pasiones, eso sería una prueba tanto de la pureza de Makoto como del hecho de que no estaba realmente enamorado.

«Mis cualidades se diferencian de las de los jóvenes normales… —pensaba Makoto complacido consigo mismo e incluso riéndose entre dientes—. No tengo ninguna dificultad para hallar la tranquilidad según el caso. Cuando era niño me preocupaba mucho pensando en que debía de ser un defecto… ¡Qué interpretación tan tonta! Ahora sé que, cuando quiero, me puedo tranquilizar. ¿No es eso ni más ni menos la mejor garantía para poder ser también una persona apasionada?».

Makoto apuntó en su cuaderno la estrategia a seguir con la camarera. Una estrategia en cuya planificación no buscó la ayuda de nadie. Esta muestra de independencia de carácter podría merecer algún elogio, pero en realidad no era más que una prueba de vanidad. La estrategia constaba de los siguientes pasos:

1. Preguntarle cómo se llamaba.

2. Entregarle una carta.

3. Adoptar un aire de ingenuidad en la primera carta para asegurarse una respuesta.

4. Escribirle con esa misma ingenuidad tres veces para ganarse su confianza. Y después, invitarla a un paseo.

5. Ir juntos al cine.

6. En una cuarta carta insinuarle sus sentimientos.

El plan era realizar cada una de estas acciones de dos en dos días. Así podría dedicar un día entero a analizar los detalles del siguiente paso y en doce días a completar todo el programa.

En la primera acción Makoto tuvo que armarse del valor necesario para ir solo a Mond. Sabía que era fácil averiguar el nombre de la camarera, pero estaba seguro de que Akemi, como todos la llamaban, debía de ser un nombre falso. Así que lo primero de todo era preguntarle su verdadero nombre. No quería escribir en el sobre de la carta que tendría que mandarle el nombre usado por todo el mundo. Podría averiguar su verdadero nombre preguntando a los estudiantes veteranos, pero su orgullo no se lo permitía. Su osadía para preguntárselo directamente a ella tal vez estaba provocada porque en realidad menospreciaba a las chicas.

Podrá resultar extraño cómo un joven tan tímido pudo sacar valor para ir solo a un bar. El caso es que a la caída de un día de mayo, a una hora por lo tanto temprana a fin de no tropezarse con los estudiantes veteranos que se reunían en el mismo bar más tarde, Makoto enderezó sus pasos en dirección a Mond. Su manera de caminar era la de una persona poseída por una especie de paroxismo andando a toda prisa con sus geta como si diera un hipo a cada paso. Su paroxismo no parecía estar causado por un impulso auténtico, sino por un movimiento artificial y forzado.

Cuando entró en el bar, se quitó la gorra y saludó a las mujeres. Naturalmente sabía que tal acto —el de descubrirse— podía estar revestido de elegancia, pero por desgracia y bien a su pesar la mano se le movió con torpeza. No hallaba modo ni ocasión de empezar a hablar con la camarera. Se limitaba a frotar la superficie del mostrador con la gorra doblada, lo cual le hizo pensar enseguida que estaba bajo la influencia del delegado de la residencia que dio el discurso aquel. Entonces dejó de frotar. Por fin Akemi, desplazándose como un busto móvil que se deslizara por la superficie del mostrador, se le acercó para preguntarle qué deseaba tomar. La dueña del bar le dijo:

—Eres tan joven que me da no sé qué servirte alcohol.

—No hay nada que me obligue a beber —contestó Makoto secamente.

Sintió orgullo porque le hubiera salido esa contestación tan brusca. A continuación, clavó la mirada en los párpados ligeramente hinchados de Akemi y le preguntó abiertamente:

—Señorita Akemi, ¿cuál es su verdadero nombre?

La pregunta hizo vacilar a la joven. Se buscó una excusa fácil para contestarle diciéndole que parecía un funcionario del registro civil al hacerle tal pregunta. Añadió finalmente que su verdadero nombre era Akemi. A Makoto, sin embargo, no le costó trabajo deducir que la camarera mentía. En ese momento, se presentó un cliente y el tema quedó en el aire. Makoto tuvo que regresar sin haber cumplido el objetivo del primer punto de su estrategia.

Fue por entonces cuando la singularidad del carácter de Makoto empezó a dejarse notar en su vida real. No tenía flexibilidad para tomar medidas oportunas; por ejemplo, antes de concluir un primer asunto que le había costado trabajo idear, no se embarcaba en un segundo. Este tipo de firmeza se echaba de ver especialmente en su forma de hacer los exámenes. Contestaba a las preguntas de un examen siguiendo escrupulosamente el orden de las mismas. Aunque la segunda pregunta le pareciera más fácil de responder, jamás se saltaba la primera. Era una terquedad que rayaba en la superstición. Si no seguía esa costumbre, sentía que todas las preguntas siguientes se le derrumbarían una tras otra. Este rigorismo había contagiado su comprensión de la estructura de la vida humana.

Su horrible afición a las meditaciones diarias le hizo acabar aborreciéndose a sí mismo. Aun así, no se daba cuenta de que la repetición de la misma pregunta en el bar a una camarera debía de parecer de mal gusto. Iba a Mond un día sí y otro no. Se sentaba formalmente durante unos treinta minutos en la postura digna de una persona inteligente, pedía como segunda bebida una soda azucarada y detenía a Akemi para hacerle la misma pregunta. Sus blancas facciones le iban poco a poco dando a los ojos de las camareras el aspecto de un descarado que finge ingenuidad.

—Es un muchacho con los ojos bonitos, pero esos labios tan rojos le dan un aire indecente. No me gustan los chicos con labios rojos. Me parecen sanguijuelas…

Tal fue el comentario que un día Akemi le hizo a la dueña del bar refiriéndose a Makoto. La camarera no solamente se había obstinado en no decirle su nombre verdadero, sino que empezaba a mostrarse distante con él. Todo se hubiera arreglado si Makoto hubiera podido juzgar objetivamente la frialdad de Akemi como un indicio del enamoramiento de ésta, pero se empeñaba en preguntar por su nombre verdadero con la terca curiosidad con que un bacteriólogo no despega los ojos del microscopio.

Un día, cuando Makoto entró en Mond, vio a Akemi hablando con un joven con aspecto de golfo. La camarera lanzó a Makoto una mirada rápida y con la voz dulce pero algo forzada, le dijo:

—Hoy no te pongas en el papel de funcionario del registro civil, ¿de acuerdo?

—¿Qué es eso del registro civil? —preguntó el joven con aspecto de golfo.

—Pues ése, que dice que es mi queridísimo hermano pequeño del que me separé cuando yo tenía tres años. Quiere a toda costa saber mi nombre verdadero y que nos presentemos como hermanos.

—¿Por qué no se lo dices?

Así bromeaban los dos con la intención de ser escuchados por Makoto.

—Mi nombre verdadero lo sabe este chico.

Estas palabras las dijo la camarera dirigiéndose a Makoto, el cual, al darse cuenta, se puso pálido y se levantó. Al instante, lanzó el puño para golpear. Pero el joven con aspecto de golfo se echó a un lado e hizo un gesto exagerado como si fuera a caerse por el impacto del golpe imaginario. Este incidente, en el cual solamente una persona iba en serio y que se resolvió con el gesto burlesco del joven, habría podido convertirse en escándalo si la dueña del bar no hubiera intervenido. Cuando Makoto recibió de la dueña unos golpecitos cariñosos en el hombro y la recomendación de que se largara, le faltó poco para echarse a llorar.

Después, cuando se ponía a pensar en su imprudencia por lanzar de repente ese puñetazo estéril, Makoto sentía como si le recorriera por el cuerpo un sudor frío. Si los encargados de la moral pública del instituto hubieran presenciado la escena, no se sabe lo que le habría ocurrido. Se mire por donde se mire, su reacción, en contra del reglamento de conducta de Ichikõ, no tuvo nada de admirable, pero sí que sirvió —ese recuerdo del puño imprudente sin tener en cuenta a su contrincante— para hacerle comprender algo de lo que es el amor. A pesar de todo, este joven inteligente supo salvar sus tareas diarias del «tiempo del enamoramiento» (es decir, los puntos de su estrategia, a partir del número dos, se habían convertido en inútiles porque el primero había fallado) y derivar, de esa experiencia, una suerte de lección privada, una enseñanza cultural.

Orgulloso, al fin y al cabo, de su desengaño amoroso, un día le confesó todo a Otagi. Éste empezó por elogiar la habilidad que tuvo en llevar a cabo su plan sin que nadie de la residencia se enterara. Después, analizó el comportamiento de Makoto y la psicología de Akemi. Finalmente, sacó la conclusión de que su amigo era culpable de haberle arruinado a la camarera el gusto que ésta sentía en ser llamada por un nombre falso. Según Otagi, los hombres aman la esencia y las mujeres, la costumbre. Lo incitó a volver a Mond para atacarla de nuevo, pero Makoto se negó. Ya nunca volvió, en efecto, a empujar la puerta de dos hojas de ese bar. El placer de esta obstinación se asemejaba al de hacer dar vueltas a esta experiencia de su vida en la palma de la mano, como se hace con una cáscara dura, como la de una nuez, que sin romperla se acaricia una y otra vez.