Capítulo 4

La ceremonia de ingreso en la residencia de Ichikõ, una de las tradiciones más populares de esta institución, sobrecogió a Makoto. Los alumnos nuevos, reunidos en el salón de actos, tenían que escuchar atentamente el discurso del delegado de alumnos de la residencia. Esta verdadera perorata, que se alargaba ocho horas como mínimo, empezaba a las nueve de la mañana. Cuanto más largo era el discurso, más capacidad se le daba al delegado. Éste, en la ocasión, había subido a la tribuna con el aspecto típico de entonces: una barba descuidada y sandalias pobres de paja. Se puso a perorar sobre la honorable tradición académica de Korio[17], e incluso se atrevió a hablar de grandes cuestiones filosóficas e históricas.

A los nuevos ni siquiera se les permitía apoyar la espalda en el respaldo de la silla. Todos llevaban un pañuelo nuevo, preparado casi siempre por sus padres, colgado de la cintura y que era de puro algodón, un material que hoy, cuando el rayón está de moda, resultaría anticuado.

El orador, cada vez que se le agotaba el tema y para matar el tiempo, sacaba los documentos del instituto Korio y se ponía a leerlos durante un buen espacio de tiempo. Makoto estaba asombrado al comprobar la actitud obediente con que todos los nuevos a su alrededor escuchaban al orador, como si estuvieran cautivados por sus palabras. Se olvidaba de que también él fingía escuchar con gran atención. Las órdenes que les habían dado a todos anticipadamente eran severas: no se permitía una cabezada, ni siquiera levantarse para ir al servicio. En consecuencia, habían tomado la precaución de no beber agua desde la noche anterior. Los alumnos mayores responsables de la conducta del instituto, con su aspecto de guardaespaldas, estaban en fila junto a la pared y no les quitaban el ojo de encima. Así, los alumnos nuevos se encontraban paralizados por un miedo que les impedía incluso estornudar.

Pero Makoto se las ingenió para mirar de reojo hacia la derecha. Vio por allí el perfil de un alumno con el aspecto de haber repetido varias veces el examen de ingreso. Su rostro encendido con prominencias a ambos lados de la nariz le daba realmente un aire de insolencia. A veces sus orejas se le movían casi imperceptiblemente. Mientras Makoto pensaba en la transmisión genética de estas orejas móviles, se dio cuenta de que su dueño, este muchacho ejemplar que ahora parecía petrificado, de vez en cuando se mordía los labios para contener los bostezos que lo asaltaban.

Hay caracteres como el suyo. Jamás reconocen que la excepción no sólo son ellos mismos. Así, por ejemplo, cuando tienen calor creen que únicamente ellos lo tienen; o, cuando tienen frío, que solamente ellos sienten frío. Y esta creencia es tan firme en ellos que se muestran ofendidos cuando se les da una prueba de que todo el mundo comparte las sensaciones de calor o frío. «Me parece que este alumno nuevo de las orejas móviles está tan aburrido como yo. Es evidente que no está nada encantado escuchando el discurso». Este pensamiento hizo que el aburrimiento, soportable a duras penas hasta ese momento, súbitamente se tornara inaguantable. Y es que el descubrimiento de que todos los alumnos soportaban el tedio tan bien como él había destruido la idea de que, gracias su excepcional capacidad, él y sólo él estaba aguantando admirablemente esas largas horas de inmovilidad.

El delegado que hablaba era un joven de unos veintidós años de mirada aguda y cuerpo muy delgado, una especie de Danton fabricado en Japón. Carecía por completo de sentido del humor, como si creyera que provocar una simple sonrisa en sus oyentes habría de condenarlo al infierno eterno. A veces tomaba el pañuelo que le pendía de la cintura, se secaba el sudor de la frente y volvía a colgárselo en el mismo sitio. De tanto hacer este movimiento mientras hablaba, acabó por pasar el pañuelo por la mesa de la tribuna y después limpiarse con él la frente. Al principio, no pasaba nada porque la superficie de la mesa estaba limpia; pero, a medida que su perorata lo animaba, empezó sin darse cuenta a tocar con el pañuelo la parte inferior de la mesa. Como esta parte estaba llena de polvo, dejó en el pañuelo una suciedad negra como la tinta. No tardó en pasárselo otra vez por la frente, manchándosela de tal manera que todos los alumnos tuvieron que hacer grandes esfuerzos para contener la risa.

Fue entonces cuando a Makoto se le pasó por la cabeza este pensamiento: «Todos están aguantando las ganas de reír por puro miedo. ¿Qué hay de malo en reírse de algo gracioso?». Se dio cuenta ahora, en contra de su juicio anterior, de que pensar que sólo él era capaz de aguantarse resultaba un poco egocéntrico. Entonces, sin tiempo a reflexionar (más bien, siendo como era su carácter, deliberadamente no quiso tener tiempo para la reflexión), cruzó los brazos y soltó una destemplada carcajada.

—¡Idiota! —le gritaron al unísono los encargados de la conducta pública. Los demás alumnos nuevos, que estaban a punto de perder el control y de reírse siguiendo ciegamente el ejemplo de Makoto, metieron la cabeza entre los hombros y aguantaron la risa como pudieron. Hasta el orador se quedó callado un instante. El eco de esa exclamación, como la resonancia de una campanada, llenó el silencio. El público, compuesto de unas cuatrocientas personas en ese salón de actos donde empezaba a filtrarse la luz del sol poniente, se quedó como hechizado.

Acto seguido, el orador prosiguió tranquilamente su discurso, los encargados de la conducta se callaron, los alumnos nuevos volvieron a escuchar con atención y todo el mundo recuperó la compostura. Sin ningún sobresalto, cada uno había vuelto a asumir su función. Solamente Makoto parecía un manojo de nervios. Las manos le temblaban, el rostro le ardía y el corazón le latía con tanta fuerza que le daba vergüenza. «¡Ay, ya estoy empezando a arrepentirme! ¡Ya estoy contemplando el estado del arrepentimiento!».

Trató de resistir el caer en tal estado y apretó los puños con fuerza.

La ceremonia de ingreso acabó por fin a las siete de la tarde. Todos volvieron a sus habitaciones de la residencia. La de Makoto se encontraba en el ala sur del edificio. Hasta ayer no se habían acabado de formar los clubes a los que iba a pertenecer cada alumno, y la asignación de habitación había sido provisional. Hoy, conociendo ya a qué club iba a pertenecer cada uno, se les asignaba la habitación fija. A Makoto le correspondía la número ocho del club de kyûdõ[18], en el ala sur de la residencia. Podía haberse apuntado en un club de deporte más enérgico, como el de rugby o el de remo, ya que no tenía ningún interés en los clubes de arte. Pero había preferido no gastar mucha energía en el deporte para dedicarla al estudio. Por eso eligió la práctica del kyûdõ, que no parecía exigir excesivo desgaste físico.

Mientras colocaba sus pertenencias, se presentó uno de los nuevos, un poco gordito y con el semblante alegre. Llevaba al hombro una cesta con tapadera. Al verlo, Katsumi, uno de los alumnos veteranos, se lo presentó a Makoto.

—Mira, te presento a Otagi. Es de tu misma habitación, ¿de acuerdo?

Makoto se levantó, se sacudió las manos de polvo y lo saludó. En ese instante al tal Otagi se le movieron ligeramente las orejas.

—Hola. Estuviste sentado a mi lado, ¿verdad? —dijo Makoto.

Katsumi, como si tuviera algo que hacer, salió de la habitación dejando solos a los dos compañeros, que entonces se relajaron un poco. Se sentaron en la cama y se pusieron a hablar balanceando los pies.

—Tú fuiste el de la risa durante el discurso, ¿no? —dijo Otagi. ¡Vaya! En ese momento pensé que le echaste valor. Hablando honradamente, creo que no reírse de algo cómico cuando uno tiene ganas es faltar a la verdad.

—Bueno, fue sin querer. Tengo la mala costumbre de hacer cosas sin pensar en las consecuencias —mintió Makoto.

Y mintió porque temía no ser comprendido si le hubiera dicho que sólo quería ser imprudente. Entonces sintió cómo dentro de él se operaba un proceso psicológico. Prefirió hacerle creer que su risa había estado provocada simplemente por un impulso totalmente irreflexivo, sin pensar para nada en las consecuencias. A pesar de no tener en absoluto ningún remordimiento de su mentira, creyó que debía esconder su aguda osadía para no alarmar a este nuevo amigo que parecía sentir como él. Otra motivación era que, al exhibir la torpeza típica del provinciano, deseaba halagar a Otagi, cuyo fluido acento lo delataba ser de Tokio. Por eso preguntó con aire preocupado:

—¿No me pasará nada, verdad? Estoy muy inquieto. ¿Crees que me van a llamar y poner algún castigo duro?

—No, no lo creo. No debes preocuparte. Estoy seguro de que en este instituto no ponen castigos físicos. Ese grito que te lanzaron los mayores fue para descargar su tensión.

Por eso, al estar intercambiando confiadamente impresiones los dos compañeros, su sorpresa fue grande cuando vieron que uno de aquellos encargados de la conducta del instituto se les acercaba a pasos lentos acompañado de Katsumi. Los dos nuevos se levantaron de la cama sobresaltados y se pusieron firmes para recibirlo.

El encargado sostenía en la mano un cuaderno enrollado. Tocándose la nuca con el cuaderno contempló el interior de la habitación con el aire de un detective. En realidad se trataba de un gesto tímido que para nada les pareció tal a los dos alumnos nuevos.

—No estamos en el ejército, muchachos. No hace falta que os pongáis tan estirados.

Lo dijo con aire de disgusto. Hasta sus musculosos hombros y espalda parecían exudar un disgusto que resultaba opresivo. Y añadió:

—Fuiste tú el que te reiste, ¿no es eso?

Makoto sintió un nudo en la garganta; pero, justo en ese momento, alguien inesperado le echó una mano:

—No, fui yo —dijo Otagi ofreciéndose en lugar de su nuevo amigo.

—¿Ah, sí? Hubiera jurado que fue éste.

—Bueno, es fácil confundirse… Como estaba sentado a mi lado…

Makoto, perplejo y sin entender nada, miraba la cara de uno y otro, y perdía la ocasión de confesar la verdad.

Pero el asunto pareció resolverse con demasiada facilidad.

—Está bien. Anda con cuidado de ahora en adelante. A mí no me importa, pero hay otros más exigentes que yo. ¿Comprendido?

El encargado, tras haber hablado con frialdad, salió apresuradamente de la habitación. Makoto fue detrás de él en el acto. No podría perdonarse ser tan cobarde. Pero Otagi salió también al pasillo en pos de Makoto y lo agarró del brazo. El encargado se había metido en otra habitación y ya no se le veía.

—¿Qué vas a hacer?

—Pues decir la verdad. No quiero meterte en líos.

—Déjalo. No seas tonto.

Su nuevo amigo, completamente sereno, cambió el tono y añadió:

—¡Vamos, hombre! El asunto ya ha pasado.

—Yo no estoy tan seguro.

—¡Tranquilo! Vamos fuera. No nos conviene volver a la habitación porque está Katsumi.

Los dos compañeros salieron y caminaron por delante del ala norte hasta llegar a la arboleda de gingkos que había enfrente de la residencia. Otagi le dijo que había obrado como obraría un amigo y le ofreció un cigarrillo. Makoto, que no sabía fumar, lo rechazó. Al convencerse de que si confesaba la verdad traicionaría la amistad que le brindaba Otagi, se emocionó ante esta prueba de afecto. Esta primera muestra de afecto experimentada fuera del hogar, recién separado de su familia, lo volvió loco de contento. Era una noche de hermosa luna y se veían no pocas figuras humanas paseando por la arboleda y cantando el himno de la residencia. Pese a hallarse presa de esa emoción, Makoto recurrió a su manía natural de observar y se dio cuenta de que el carácter de este nuevo amigo tan jovial no era como el suyo. Y eso en mayor grado de lo que había imaginado. En realidad, era Otagi más que Makoto quien disfrutaba en mayor medida del placer de la emoción de sentirse chivo expiatorio en nombre de una nueva amistad. Esta complacencia de Otagi tenía un punto de desconsideración hacia Makoto. Efectivamente, en una reunión de todos los alumnos nuevos celebrada al día siguiente, Makoto habría de formarse una idea más cabal del carácter de su amigo.

Se habían congregado más de mil alumnos en el suelo entarimado de la sala Oomei. Tras las palabras de bienvenida del representante de la residencia, los nuevos tenían que presentarse a sí mismos. Hubiera sido interminable que se presentaran uno a uno los casi cuatrocientos alumnos nuevos; así que se decidió que solamente lo hicieran quienes tuvieran valor y ganas de ello. Otagi fue uno de ellos. Lo hizo después de que se hubieran presentado 155 alumnos antes que él, un turno que resultó sumamente favorable.

—Soy graduado escolar de la Escuela Secundaria Municipal número cinco de Tokio. Me llamo Hachiro Otagi y ocupo la habitación ocho del ala sur.

Uno de los veteranos, que se había graduado en la misma escuela, lo animó:

—¡Vamos! ¡Dinos qué ambiciones tienes en la vida!

—¿Ambiciones…? —Otagi se rascaba la cabeza—. La verdad es que no tengo ninguna.

—¿A qué has venido entonces a Ichikõ? —preguntó el veterano.

—Bueno, por haber pensado en mis ambiciones, me ha contado dos años poder entrar en Ichikõ.

Hubo una carcajada general. Y Otagi añadió:

—Cuando me riñeron ayer por meter la pata en el discurso de la ceremonia de ingreso, se me olvidaron las ambiciones…

El encargado de la conducta del instituto le dijo en broma:

—Pues recuerda que volveremos a reñirte.

Otagi, con esa intervención pública, se había ganado el afecto de todos.

Makoto contempló con asombro la admirable acrobacia de este muchacho criado en la gran ciudad, un asombro, tal como se reflejaba en sus pupilas limpias y puras, semejante al del campesino que llega por primera vez a Ginza[19] y se queda boquiabierto ante el tráfico de lujosos vehículos. La negativa de Makoto a aceptar su derrota lo llevó a sacar la siguiente conclusión: «Claro. Si él es así, su amistad me conviene porque entonces no sentiré ningún remordimiento de conciencia. De esa manera, podré relacionarme cómodamente con él».

Así empezó la amistad entablada por primera vez en Tokio.