Capítulo 3

Así fue como Tsuyoshi acabó por no enterarse de la existencia de esa composición. Este final feliz de la historia, sin embargo, se convirtió con el paso de los días en una carga penosa para Makoto. Su hipocresía empezó a resultarle odiosa. «¡Ya está bien de esta farsa del hijo ejemplar!».

Pero estaba en un error, pues la combinación de esa piedad filial ejemplar —manifestada en su excelente rendimiento escolar—, de su larga preparación para el examen de ingreso y de su irritabilidad era una mezcolanza peligrosa de —llamémoslo— sentimientos honestos y de neurastenia. El principal riesgo era que alejaba demasiado a la persona de la hipocresía haciéndole la vida difícil.

Una noche de verano, en una rara ocasión en que paseaba con su padre por el centro de la ciudad, Makoto se indignó al verlo lanzar generosamente unas monedas de plata a una mendiga ciega con un niño en brazos. Su indignación estaba provocada porque sabía que su padre, al hacer ese acto, no sentía en absoluto ninguna lástima por la mendiga. Así, con toda inocencia le espetó a su padre esta crítica indirecta:

«Padre, ¿hay que darle dinero a un mendigo aunque no sintamos lástima?».

Esta pregunta franca irritó a su padre aun antes de que tuviera tiempo de comprender su intención. Para Tsuyoshi, a un hijo le bastaba con aceptar el amor paterno sin andar metiéndose en conjeturas sobre las motivaciones de su progenitor.

—¡No digas tonterías! —rugió Tsuyoshi—. Con esta lógica tan retorcida e impropia de un niño, acabarás siendo comunista o pastor protestante.

Tsuyoshi se había enfadado de verdad. La prueba es que acababa de mencionar dos cosas que detestaba, para él, la ideología política o religiosa era una especie de enfermedad, y quienes la sustentaban, por dedicarse a agravar la enfermedad, eran enemigos de la medicina.

Makoto se entregaba con exceso al estudio y ésa era la razón de que Tsuyoshi, movido del amor paterno, lo hubiera sacado de paseo. Pero dejó de invitarlo a pasear después de que un día Makoto le dijera fríamente:

—Padre, ¿a usted no le importaría que no pudiera ingresar en Ichikõ?

Ocurrió la última noche de las vacaciones de verano. Makoto era entonces alumno del tercer curso de la secundaria[14]. Su padre, Tsuyoshi, sintió el capricho de pasar revista a los tres hijos juntos y en fila, como quien desea contemplar las tres piezas de un traje sacado del armario, tal vez porque al día siguiente los dos hijos mayores se reincorporaban a sus respectivos estudios, el mayor a Kiodai y el del medio a Niko[15]. Estaban tomando el fresco al atardecer en la terraza de la casa. Tsuyoshi le pidió a la criada que les sirviera unos granizados y que fuera al cuarto de Makoto para que se uniera al grupo. Pero Makoto se negó bruscamente a hacerles compañía con la excusa de que estaba estudiando.

—Este chico está volviéndose muy creído últimamente —dijo Tsuyoshi. Con esos aires no me extrañaría que suspendiera el examen de ingreso…

El rostro de Tsuyoshi cuando se levantó con una copa de granizado en la mano estaba tan pálido que la madre y los dos hermanos no dejaron de observarlo mientras doblaba la esquina del pasillo. Plantado con la copa en la mano ante la puerta de Makoto, llamó:

—¡Eh, Makoto! Te he traído un granizado. Sal para que pueda dártelo.

Desde el interior se oyó la voz indiferente de Makoto.

—No. Estoy en pleno estudio.

—¿Cómo? ¿Es que no tienes piernas? ¿No puedes caminar desde la mesa hasta la puerta?

—No, no puedo.

—Está bien. Te vas a enterar.

La puerta no tenía cerradura, pero estaba sólidamente atrancada desde dentro con el armario y las sillas, como la puerta de una fortaleza. Mientras Tsuyoshi forcejeaba intentando abrirla, un trozo del hielo de la copa que se había pasado a la otra mano se le cayó sobre el empeine poniéndolo furioso. Estrelló entonces la copa contra la puerta y lanzó un chillido de rabia con una voz más aguda de lo normal en un hombre.

—¡De acuerdo! ¡Pues no vas a salir del cuarto!

Y, llamando a su mujer, ordenó:

—Tatsuko, no hace falta ni que le des de comer, ¿entendido?

En muchas de las biografías de grandes hombres que circulan por el mundo las situaciones como ésta se resuelven cuando la madre intercede suplicante a su marido para que perdone al hijo; y el hijo, perdonado, estará toda la vida agradecido por esa prueba de amor maternal. Pero, por desgracia, en esta situación la madre no tenía ese coraje, ni siquiera el ánimo para protestar débilmente ante su marido. Incluso, la pobre tuvo que presenciar cómo su marido, preso de rabia, sacaba la caja de herramientas y desde el jardín se ponía a condenar con tablas la ventana del cuarto de Makoto. Su hijo mayor se prestó a ayudarlo con entusiasmo fijando las tablas con clavos.

No tardó Makoto en sentir ganas de orinar y, de momento, se conformó con utilizar para ello un florero que había en el cuarto. Pero un inoportuno dolor de vientre, imposible absolutamente de aliviar, lo obligó a pedir perdón. Le ayudó a obtenerlo y a no salir tan malparado la sagaz justificación que se buscó: no había tenido ocasión de disculparse debido al fuerte dolor de vientre que sentía ya antes. Así y todo, este alumno de dieciséis años se juró a sí mismo no olvidar jamás la humillación de esta rendición. Otro pequeño consuelo que le quedó fue que en realidad no estaba «en pleno estudio», al menos no para el examen de ingreso, sino preparándose con el alemán, una lengua que le tocaría estudiar cuando entrara en el instituto. Así de precavido era. Si, en lugar de haber estado estudiando un insípido libro de gramática alemana, hubiera estado leyendo a Heine, el incidente habría tenido al menos un poco de color.

Cuando, al cabo de bastante tiempo, Makoto fue a cortarse el pelo, el dueño de la peluquería le contó cómo su padre, Tsuyoshi, se había quejado de él la última vez que estuvo por allí. El peluquero le aconsejó que tuviera comprensión hacia los sentimientos paternos.

—Aunque no te lo parezca, tu padre está muy preocupado por ti, muchacho. Lo único que desea es que llegues a ser un caballero de honor. Tu padre sabe que eres el primero del curso y delegado de clase y, por eso, no puede dejar de creer que te espera un futuro brillante. En cambio, fíjate…, el tonto de mi hijo…, no hay un año que no me traiga suspensos. ¡Ay, a mí me ha tocado un hijo ingrato! En fin, muchacho… Tu padre me dijo incluso que tenía intención de hacerte profesor en Tõdai.

Makoto no dejó de sorprenderse de esa prueba recién descubierta de «afecto paterno». Tsuyoshi jamás habría revelado, ni siquiera a miembros de su familia, esa secreta ambición. El descubrimiento de que la ambición suya propia y la de su padre coincidieran, como una silueta y su sombra, le incomodó tanto que hasta pensó en cambiar de aspiración. Y Makoto esbozó una sonrisa al tomar conciencia de que este irónico cambio de planes podría convertirse en una venganza igualmente irónica contra su padre. El encanto de esta sonrisa en un momento así prestó a Makoto un aire de inocencia. Más tarde, esa sonrisa habría de ser uno de los pocos atractivos que encontrarían las mujeres en él.

Es posible que sean muchos los que juzguen como desagradable los cálculos mentales que Makoto hacía con tanta frialdad. En realidad, este adolescente, tan agudo en asuntos que le concernían, no sabía qué hacer con la causa de su insensibilidad, es decir, con esos fríos sentimientos que su carácter siempre había producido y que tenían como resultado aislarlo de los demás. Era cuando paseaba a su gusto solo, cuando no sabía qué hacer con esa insensibilidad. No deja de resultar sospechoso que un alumno de la escuela secundaria, con sus quince o dieciséis años, saliera a pasear solo. Pero a Makoto le gustaba pasear sin nadie y sin detenerse, como si tuviera algo que hacer a fin de no llamar la atención de la gente. En estos paseos a veces llegaba hasta el valle Nakago caminando vigorosamente a lo largo de la orilla del río Yana arriba. Entonces se tumbaba sobre la hierba y repasaba las fichas de inglés. «¿Por qué será que a veces siento que no puedo aguantarme a mí mismo? Es como si tuviera la sensación de tener el pecho lleno de un enorme témpano de hielo bajo el cual hay un corazón escondido. Un corazón semejante a un gatito tibio que me da pena, tanta pena que quisiera romper de una vez ese témpano. ¿Cómo es posible que puedan estar juntas dentro de una persona cosas tan contrarias como un corazón sensible y una impasibilidad helada? Sí, estoy seguro de que mi padre me quiere. Pero a pesar de eso, no siento nada de tristeza cada vez que me pongo a imaginar su muerte. Tengo confianza en mí mismo y estoy seguro de que no me saldrá ninguna lágrima cuando muera mi padre. Lo único que me inquieta es pasar apuros si se muere. Todo el mundo cree que soy retorcido y frío, Nadie está al corriente de mi lado tierno, de mi lado de gatito. Y es normal, porque pongo todo el empeño en ocultar al gatito que llevo dentro y que en algunos casos puede desatar la ternura de mi corazón…».

Pillado con la guardia baja, Makoto estuvo a punto de emocionarse. Se puso de pie y distraídamente se puso a cortar con la navaja las hierbas susuki que crecían a su alrededor. Tenía la afición de afilar cuidadosamente la punta de los lapiceros; y siempre llevaba, como un tesoro, una bonita navaja que le había traído su tío de Alemania.

Jadeando, volvió a tumbarse en la hierba. En el ciclo de otoño flotaban las nubes. De repente, se le vino a la mente el rostro de una enfermera que el pasado mes de mayo se había ido de la clínica de los Kawasaki para casarse. Quedaban dos enfermeras y las dos eran feas. Aquella otra era, además, cariñosa. Le sacaba cuatro años a Makoto, el cual generalmente intentaba tratarla con frialdad porque temía que, si no lo hacía así, podría volverse blando ante la ternura que ella le demostraba. Un día que su padre no estaba y llovía, Makoto fue al cuarto de las enfermeras para pedirle a alguna de ellas que fuera al centro a comprarle tinta. Cuando abrió la puerta del cuarto, le llegó un olor como de otro mundo. La mirada de las tres enfermeras se volvió hacia él, que se dirigió a una, la que era amable, para pedirle que saliera en plena lluvia a hacerle esa compra. Se dirigió a ella con el objeto cruel de marcar la distancia o, tal vez, con el propósito de tener la ocasión de hablar un poco con ella. «Tenía unos ojos bonitos. Cuando se reía, la superficie de sus pupilas parecía rizarse con la brisa», pensaba Makoto y se puso colorado.

Fue el año 14 de Showa cuando Makoto, en su cuarto curso de la escuela secundaria, aprobó el examen de ingreso al instituto de Ichikõ. Esta noticia se convirtió en una fuente de alegría para toda la familia y, a la vez, de honor para la escuela. La actitud del padre adoptó un giro de 180 grados. A todos y a cada uno de sus pacientes les hablaba del éxito de su hijo; un paciente incluso tuvo que oírselo tres veces y sufrir el consiguiente hartazgo de la noticia. Era ingenua su manera de insinuar a sus pacientes que le dieran la oportunidad de contarla. Así, después de probar repetidamente el fonendoscopio, que estaba en perfecto estado, y de quejarse malhumorado de que no funcionaba bien, comentaba que toda su familia andaba alborotada, un estado que alteraba incluso a su instrumental médico. Entonces, el paciente podía preguntar:

—¿Ha pasado algo en su familia, doctor?

—No, nada especial. Simplemente que mi mujer está muy inquieta. Anda tan atolondrada que se le cae el té de la mano, como si fuera una niña. No sé qué hacer con ella.

—Pero ¿qué le pasa?

—Bueno, es que Makoto ha aprobado el examen de ingreso a Ichikõ —y, fingiendo indiferencia, añadía—: Además, le han convalidado el cuarto curso. Para mí, como padre, es una buena noticia, pues así me ahorro el gasto de un año de estudios.

En febrero de ese mismo año el Ejército japonés ocupó la isla de Cainan[16], hecho celebrado en la ciudad de K con un desfile de banderas. En marzo, Hitler anunció la anexión de Bohemia y Moravia. Por el cielo de la ciudad de K volaban ruidosamente aviones todo el día; y los domingos la ciudad rebosaba de uniformes militares. Los oficiales, suboficiales y marineros jóvenes se convirtieron todos ellos en maridos imaginarios de las chicas de la ciudad. Naturalmente, las clases eran las clases. Así, las jóvenes de buena familia ponían la mira en los oficiales; las enfermeras, en los suboficiales; y las sirvientas, en los marineros. Esta proyección clasista que irradiaba el Ejército en el corazón de las chicas ciertamente contribuyó a reforzar el fundamento del sistema de clases sociales dentro de esa institución y tenía su importancia en el orden de la ciudad.

No había un solo niño que no se entusiasmara con los aviones y no se supiera de memoria el nombre de cada nuevo modelo que veía volar. Una exhibición de aeromodelismo, celebrada en la ciudad y organizada conjuntamente por el Ejército y el Ayuntamiento, sirvió para infundir en la mente infantil la seguridad metafísica de que podrían volar con toda seguridad cuando fueran mayores. El espectáculo del brillo de las alas de los aeromodelos al despegar todos a la vez les hacía soñar a todos aquellos pequeños que cambiar las alas pequeñas de sus queridos juguetes por las grandes no era más que cuestión de tiempo.

Tampoco la familia Kawasaki podía permanecer indiferente a los nuevos vientos que corrían. Tsuyoshi tenía muchas ocasiones de estar en contacto con médicos militares; incluso un día tuvo el gusto de invitar a una buena cena en su casa a un grupo de jóvenes oficiales de aviación asociados a la Marina. A él le caía especialmente bien la Marina porque, según sus palabras, había en ella muchas personas inteligentes. Lo que quería decir con esto era que tales personas no tenían nada que ver ni con idiología ni con religión. Los oficiales que fueron a casa esa tarde resultaron ser jóvenes sensatos pero con una vivacidad que los hacía ser el centro de atracción del entusiasmo juvenil. Eran verdaderos tecnócratas y apasionados, aun sin creer tampoco mucho en ideologías ni en asuntos religiosos. Una forma de ser, en suma, bastante rara de encontrar en los jóvenes de la preguerra.

Durante la velada con estos invitados, Makoto fingía indiferencia, al contrario de su primo segundo Yasushi, que había venido expresamente esa tarde, con el permiso de Tsuyoshi, para escuchar lo que decían los oficiales. A cada frase de éstos, Yasushi asentía emocionado con un «¡oh!», «¡ah!», y exclamaciones por el estilo. Esa noche se quedó a dormir en casa de su tío. Al día siguiente, que era un lunes y por hallarse en el periodo de vacaciones de primavera, salió con Makoto a dar un paseo hasta el monte Oka. Este monte está cubierto de una arboleda que se extiende al noreste de la escuela secundaria. Se había convertido en el lugar de simulación de maniobras militares de los chicos, obligados a ello en esa época, y también en el sitio favorito donde a veces los alumnos de los cursos superiores se metían con los de cursos inferiores. Era a finales de marzo. Los cerezos que había en los terrenos del dique del río Yana empezaban a florecer y las hierbas renovaban sus hojas. Los dos primos caminaban sin dejar de charlar. Resultaba llamativo que Makoto, el primero de su curso y delegado de la clase, congeniara tan bien con este primo segundo, un chico más bien retrasado en los estudios y que ahora, todavía presa del entusiasmo de la víspera, hablaba sin cesar de los episodios de valor de los oficiales.

«¡Qué extraño! —pensaba Makoto—, aquí estoy, harto del entusiasmo de éste, acompañándolo de mala gana y, en realidad, sintiendo desdén por él. Pero tampoco me resulta molesto este primo mío. Al contrario, cuando estoy con él, me gusta escucharlo tranquilamente. Es como si no pudiera interrumpirlo. ¿Por qué será? Aviones, botines de guerra, condecoraciones, alféreces de fragata, academia militar…, ésos son los temas de que habla, nada más…».

Tiempo atrás, su padre le reñía por carecer de entusiasmo juvenil. De repente, ahora que ya no se lo decía, se acordó de esto. Lo que pasaba es que su padre tenía una idea de la juventud demasiado fija. Aunque Makoto hubiera estado sobrado de entusiasmo juvenil, de jovialidad y hasta de acné juvenil, seguro que Tsuyoshi habría hallado en su hijo otros defectos, sobre todo si hubiera suspendido el examen de ingreso a Ichikõ. Por otro lado, era natural que este adolescente, que desde su infancia había entendido el valor de la modestia, se abstuviera de hablar del ingreso a Ichikõ a su primo, el cual ni siquiera estaba seguro de poder acabar la escuela secundaria. También era natural que no hablara mucho porque sentía cierta opresión de tener que mantenerse callado sobre temas que le interesaban. Pero si Makoto dejaba que su primo lo aventajara, era principalmente porque creía que sería imposible despertar el interés de Yasushi aunque el tema fuera el instituto.

—Últimamente me gusta más la Marina que el Ejército de Tierra. ¿No habrá alguna manera de que yo pueda ingresar en la Escuela Naval Militar? ¿Será demasiado tarde?

—No. Yo creo que estás a tiempo.

—Dices que estoy a tiempo. Me acuerdo del caso del 26 de febrero, ¿te acuerdas, verdad?

Así hablaba Yasushi, que se acordaba del caso del 26 de febrero, pero no del ingreso de Makoto en Ichikõ.

Subieron por el empinado sendero que flanqueaban vigorosos helechos y llegaron a la cumbre del monte Oka. Allí la arboleda se hacía rala. Se sentaron sobre un viejo tocón. El día era espléndido. Tenían la piel sudorosa por la subida y se quitaron la chaqueta. Mientras se la quitaba, Yasushi se acordó repentinamente de algo y exclamó:

—¡Ah, oye! Cuéntame de Ichikõ. Ya habrás ido a visitar la residencia, ¿verdad?

Makoto sonrió. Era una sonrisa sin sombra de sarcasmo, sino de ese lado tierno suyo, de su «gatito». «¡Qué natural es este chico!», pensó y miró a su primo admirativamente.

«Esta naturalidad es lo más grande que me falta a mí. Yo, en su lugar, hubiera estado esforzándome todo el tiempo por llegar al pensamiento de mi interlocutor. Aunque me olvidara de un tema de mucho interés para él, al recordarlo fingiría no haberlo olvidado. O si no, confesaría haberlo olvidado y me disculparía sinceramente disimulando lo mejor que pudiera. ¡Qué naturalidad la de este primo mío! Es una persona capaz de no prestar atención alguna a lo que no le interesa, es decir, es un hombre capaz de amar».

La confianza que Makoto tenía en sí mismo le provocaba este sentimiento de admiración por su primo; pero aun así dejaba de ver esa especie de ternura al reconocer fielmente su punto débil. Yasushi, cuando recibió la mirada admirativa de Makoto, se aturdió y esbozó una sonrisa forzada. Sobre sus hombros, cubiertos por una camisa blanca, caía desigualmente la luz que penetraba entre las hojas del árbol.

—¿Qué pasa? No seas malo y rompe ese silencio, hombre. ¡Háblame de Ichikõ, venga!

—Es que no te va a interesar.

—¡Claro que sí!

—¡Que no! Que te digo que no. Si se te ve en la cara…

Yasushi, al comprender que le habían calado el pensamiento, sonrió con timidez.

Tenía la manía de pestañear continuamente cada vez que sonreía. Y reconoció:

Tienes razón. Pero créeme que me das mucha envidia por poder ir a Tokio. Pronto serás alguien importante. Eres tan inteligente… Irás siempre para arriba, para arriba, siempre arriba. Pero me gustaría que no te olvidaras de engordar mientras subes. Los hombres como rascacielos acaban cayéndose porque Japón es un país con muchos terremotos.

Makoto se sintió alegre por la naturalidad y el espontáneo ingenio de su primo. Asintió con la cabeza y le agradeció sus palabras. Después, Yasushi prometió ir a visitarlo en la residencia y le preguntó por la localización precisa de ésta ya que no conocía nada de la ciudad de Tokio. Makoto, que no llevaba encima ningún plano de ln capital, se contentó con ir señalando con el dedo en el aire, a medida que su primo le preguntaba, el itinerario que tendría que seguir para llegar a la residencia. Después, alzaron la vista y contemplaron el horizonte despejado más allá de la bahía de Tokio. Resultaba extraño que se pudiera ver un horizonte tan lejano, no siendo otoño. Podían incluso divisar el distrito de Omori, reconocible por los depósitos de gas de Haneda, brillantes como pequeñas conchas. El dedo de Makoto vacilaba indeciso y su primo, que era un muchacho jovial, se puso a bromear al revelarse mejor conocedor de Tokio que él.

Una vez que Makoto entró en la residencia, a menudo habría de recordar con emoción los momentos un poco sentimentales pasados ese día en el monte Oka.