Capítulo 2

En este heroísmo, producto del invento incierto de un alumno del primer año de la escuela secundaria, se observaba una especie de amenaza de sombra; sin embargo, también Makoto podría haber llegad a ese concepto del heroísmo por instigación de la misma sombra. Lo cierto es que esta noción de heroísmo no era en definitiva más que una suerte de individualismo aprendido de la sociedad circundante.

Estas reflexiones adoptaban ya entonces el tono que Makoto habría de utilizar años después. Así como las personas aprenden el individualismo de una sociedad en estado normal, igualmente el adolescente, antes de eso, aprende el heroísmo de una sociedad anormal. El aumento de la amplitud de vibraciones de una sociedad provoca convulsiones en el individualismo. El heroísmo es, así, un individualismo armado en defensa propia y también un individualismo que grita elocuentemente contra la sociedad misma. Y de tanto gritar, los adolescentes que maduraron en la década de los treinta acabaron quedándose roncos.

Cuando Makoto pasó al segundo curso de la secundaria, su hermano del medio estaba en el quinto curso. Llamaba la atención que los tres hermanos Kawasaki fueran los primeros del curso respectivo y los delegados de su clase. Era como si hubieran sido fabricados con un molde. En la escuela primaria eran los únicos que iban a clase con hakama[12]. Daba la impresión de que esta prenda de vestir, convertida con ellos en emblema del pedigrí y de la inteligencia de la familia Kawasaki, no estaba reservada a ningún otro niño.

Makoto se llevaba bien con su hermano del medio, sobre todo en comparación con el hermano mayor. Cuando iban los dos a la secundaria de K, volvían juntos a casa cada vez que coincidían al salir de clase. Un día de principios de verano, su hermano del medio lo acompañó de escolta, pues corría el rumor de que unos chicos algo violentos de quinto curso estaban al acecho en el camino a casa. Mientras caminaban por la carretera provincial, vieron cómo se acercaba en dirección contraria una pobre demente de unos cincuenta años. Conocida por sus obscenidades, la llamaban «la vieja soldado». Cada vez que se encontraba con un soldado, lo detenía para preguntar por un hijo suyo que no existía. Mientras el soldado buscaba con apuros cómo contestar, la mujer, a pesar de su edad, se exhibía con coqueterías indecentes. Siempre llevaba colgado de la mano un envoltorio con porquerías, a pesar de lo cual iba vestida con pulcritud y maquillada con discreción, aunque el carmín le sobresalía ligeramente de la línea de los labios. Cuando se cruzaron con «la vieja soldado» y recibieron un saludo realizado con mucha cortesía, los dos hermanos se miraron y se rieron por lo bajo. Justo en ese momento se oyó desde atrás el sonido retumbante y el pitido de alarma de un vehículo que podría ser un camión militar. En efecto, al volver la cabeza, los dos hermanos vieron cómo un camión del ejército abarrotado de soldados se abalanzaba hacia ellos. Tuvieron tiempo de echarse a un lado de la carretera. «La vieja soldado», en cambio, al darse cuenta de la presencia de los soldados en el camión a escasos diez metros de ella, se lanzó sin vacilar contra el vehículo gritando:

—¡Eh, señores soldados!

El conductor no tuvo tiempo de esquivarla y el camión atropelló a la pobre mujer, parándose por fin en seco en la misma dirección en que venía ella. Los soldados, ante la sacudida brusca del frenazo, cayeron desordenadamente. El conductor, un soldado joven de cara pálida, se bajó de la cabina y preguntó a los hermanos si eran familiares de la mujer atropellada. Al escuchar la respuesta del hermano del medio, el conductor recobró el ánimo y aplacó las protestas ruidosas que venían del interior del camión diciendo con tono resuelto que se trataba de una loca.

El hermano del medio se asustó cuando vio que Makoto no estaba a su lado. Miró alrededor y lo vio entre los soldados que formaban un espeso corro alrededor del cuerpo atropellado. Con una expresión pavorosamente serena, incluso con un aire de orgullo, Makoto contemplaba absorto la masa de carne que todavía se movía mientras perdía el aliento. Se sentía a gusto y feliz de verse a sí mismo capaz de presenciar una escena tan horrorosa sin inmutarse para nada. «Así se muere la gente…, así, moviendo los dedos con dificultad, como un bebé…».

Makoto observaba el cadáver con detalle e imprimía todo en su mente. Había adquirido el conocimiento de cómo muere una persona. Más tarde recordaría con la satisfacción de una fidelidad borrosa y del deber cumplido que durante esos minutos había podido mantenerse como observador impávido. Se halló a sí mismo en poder de una especie de suprema exaltación.

Su hermano, ligeramente aterrorizado, sentía que era su deber acercarse al corro y tirar de la mano a Makoto. Por fin, armándose de valor, se aproximó a Makoto y lo puso de camino de regreso otra vez por la carretera. Después de ver unas mariposas de la col revoloteando por la carretera, se tranquilizó un poco y preguntó a Makoto:

—¿Cómo tuviste agallas para quedarte mirando una cosa así?

—Es que quería saber cómo se muere la gente —repuso alegremente Makoto mirando a su hermano.

Esta contestación dejó al hermano mudo de asombro.

El año 12 de Showa, Makoto pasó al tercer curso de la escuela secundaria. En julio de ese año tuvo lugar el incidente del puente de Roko[13]. Años más tarde, esa escuela secundaria llegaría a ser célebre por la excelencia de sus ejercicios militares. Especialmente, algunos deportes atléticos como la carrera de velocidad y el salto de altura alcanzaron un nivel tan alto que sus practicantes consiguieron el primer premio en los campeonatos de Jingû. También era una escuela destacada en la sección de moral cívica.

Makoto era el delegado de su clase y, al mismo tiempo, el encargado precisamente de la moral cívica. Parecía cumplir todos los requisitos para el cargo: las rayas de su uniforme escolar aparecían todos los días perfectamente marcadas, el cuello del uniforme jamás estaba sucio, las uñas siempre bien cortadas y el cabello limpio con corte a cepillo. No sólo eso: sus calcetines tenían remiendos, nunca agujeros; y la cartera de los libros había sido heredada de su hermano mayor. Cuando se cruzaba con alumnas del instituto femenino, hacía todo lo posible por no mirarlas, para lo cual caminaba sin parar con la expresión arrogante como si quisiera mostrarles su desdén. La frialdad de su expresión era acentuada por la delgadez del caballete de su nariz, lo cual aumentaba la antipatía que provocaba entre las chicas. Pero, a decir verdad, si Makoto no las miraba a la cara, era porque temía enrojecer de vergüenza.

Sería faltar a la verdad decir que la generación que alcanzó la adolescencia en la década militarista no había tenido tiempo de pensar en las chicas. Lo que sí es cierto es que aquellos adolescentes pensaban que el amor, las chicas y cosas por el estilo resultaba todo demasiado llamativo y especial para su energía dividida entre la turbación natural de la adolescencia y la confusión del ambiente.

Makoto, aunque a veces se mostraba tenso en el desempeño de sus obligaciones como responsable de la moral cívica, al mismo tiempo, cuando tenía que informarse sobre detalles de aventuras amorosas ajenas, empezó a sentir el mismo placer intelectual que debe de sentir un policía divertido al interrogar con curiosidad a un criminal. La misma naturaleza capciosa de las preguntas hechas descubría inesperadamente la ingenua intención del propio interrogador. Rápidamente Makoto se dio cuenta de que, a la hora de advertir a sus compañeros «inmorales», lo primero era necesario adoptar una actitud amable y que pareciera salir del fondo del corazón. Por eso, cuando un día escuchó a un compañero de curso, cuyo nombre figuraba en la lista negra de la clase, hablar con cariño de su amor, dio un ligero suspiro y le dijo:

—Lo que pasa contigo es que llamas mucho la atención. Pero, bueno, a mí también me gusta llamar la atención aunque no lo creas, ¿eh?

Este compañero maleducado, que llevaba desabrochado el cuello del uniforme en contra de las advertencias recibidas repetidamente, enseguida torció la boca y soltó una risa sardónica porque la forma de expresarse de Makoto le había revelado su verdadera intención, una intención propia de su edad.

—¡Puf! ¿Llamar la atención tú? ¡Vamos, no me hagas reír!

A la edad de Makoto esta reacción humillante de un compañero afectaba mucho. Se levantó con el semblante pálido, se mordió los labios y no dijo nada más. La piel delicada de su frente traslucía su nerviosismo y dejaba ver la curva de unas venas que parecían de adulto. «¿De quién es la culpa de una humillación como ésta? ¿Quién tiene la culpa de que me hayan educado así? Mi madre es débil y no tiene la culpa… Es mi padre… Mi padre tiene la culpa de todo».

La válvula de escape ideal para desahogar su malhumor se presentó esa misma tarde en la clase de redacción. El tema sobre el que debía escribir se titulaba «Sobre mi padre». Decidió estar lo más tranquilo posible y estuvo pensando un buen rato con la pluma apretada contra la mejilla.

El profesor de redacción, acabada la clase, se quedó aturdido al leer lo que había escrito Makoto. Su letra era maníacamente ordenada, sin un solo trazo que se saliese de las casillas del papel cuadriculado. Decía así:

«Sobre mi padre».

Nombre del alumno: Makoto Kawasaki.

Mi padre pasa por un hombre de carácter muy bueno y por persona de gran humanidad. Por supuesto que se trata de uno de los mejores médicos internistas de la provincia. Sin embargo, estoy preocupado por su lado anticuado y autosuficiente. No me parece de ninguna manera que mereciera graduarse en instituciones de tanto prestigio como el Colegio de Ichikõ y la Universidad Tõdai. ¿Era mi padre un hombre de buen carácter ya el primer día en que nació? Aunque no lo fuera, creo que es un gran error que los padres, movidos por amor, eduquen a sus hijos con rigor y traten de evitar que éstos cometan las equivocaciones que ellos cometieron varias veces. Los seres humanos sólo aprenden la verdad después de haberse equivocado ellos mismos. No puedo entender por qué mi padre se empeña en mantener a su hijo eternamente alejado de la verdad. O tal vez… Sí, también puedo pensar que está vigilando a su hijo para que no le robe la verdad, esa verdad que él alcanzó tras haber experimentado errores de varias clases. Mi padre tiene en su carácter muchas facetas detestables que la gente desconoce. Para empezar, es envidioso. Por ejemplo, el otro día mi padre, al que la gente toma por un hombre humanitario y de buen carácter, injurió con toda clase de palabras feas a un amigo suyo de infancia cuando se enteró por el periódico de que lo habían nombrado profesor en Tõdai. Me hizo sentir mal al escucharlo hablar así. También tiene envidia por sus hijos. Estoy dedicándome en cuerpo y alma a mis estudios en esta prestigiosa escuela secundaria de K porque simplemente tengo mucha fuerza de voluntad, no por obediencia a mi padre. «¡Vamos, padre, diablo del hogar, quítate de una vez esa máscara de hipocresía con que engañas a todo el mundo!». Creo que algo así es lo que me gustaría gritar.

Después de la clase de redacción estaba la de educación física. Al grupo de Makoto le mandaron correr fuera del campo de la escuela. Mientras corría, Makoto tenía la sensación de flotar entre las nubes. Se sentía simplemente exaltado tras su primer brote de rebeldía. A la izquierda del camino que llevaba al monte Ota se veía la sombría edificación en ladrillo del matadero. Los chillidos de los cerdos que estaban siendo sacrificados hicieron reír al grupo de corredores. Pero Makoto no se reía por eso, sino por una idea que acababa de ocurrírsele y que le pareció muy emocionante. «¡Sí! ¡Seré profesor universitario! O mejor aún: profesor de Tõdai. Así la venganza contra mi padre será formidable. Se enterará de mi nombramiento por la prensa y me criticará con dureza».

Esa forma de pensar de Makoto revelaba que todavía no sabía nada del mundo, al creer que lo que él odiaba eran los defectos del carácter de su padre. Al igual que ocurre con otros adolescentes, ignoraba que lo que odiaba en realidad era el amor mismo.

Por su parte, el padre de Makoto, Tsuyoshi, como cualquier padre, albergaba desde hacía tiempo la esperanza ingenua de que alguno de sus hijos cumpliera el sueño que a él se le había escapado. Era una esperanza inconfesada incluso a su esposa, pero para la cual había pensado en Makoto, el que parecía más capacitado de los tres. Se trataba de que en el futuro llegara a ser profesor universitario, Así, el odio entre padre e hijo, entre estos dos cobardes incapaces de sincerarse el uno con el otro, se asemejaba a la escena de dos viajeros que nunca se habían visto antes y que se ponen a discutir por cualquier trivialidad sin saber que, un poco más tarde, cuando lleguen a su destino, van a ser presentados por un conocido común.

Aunque tardamos mucho en darnos cuenta, la verdad es que odiamos a nuestro padre porque es la persona que más se parece a nosotros mismos. En esto Makoto tampoco era la excepción. Además, estaba el parecido físico, pues no hay cosa más desagradable que llevar el parecido impreso en la cara. La fisonomía de Makoto, en efecto, era un retrato bastante fiel de la paterna. A pesar de que la constitución física de uno y otro, tanto en altura como en grosor, era casi contraria, muchos rasgos faciales del hijo eran calcos de los del padre: las cejas claras, los pómulos salientes, los labios arqueados dando la sensación de inquietud, la barbilla muy firme. Las pupilas de Makoto, poco comunes y que irradiaban serenidad, y su cuerpo nervudo revelaban dos cosas: el capricho de un toque brillante y la torpeza de otro toque capaz de estropearlo todo, las dos pinceladas que un imaginario pintor hubiera podido añadir buscando originalidad tras haber imitado claramente una obra maestra. Tanto esa libertad casual como la torpeza natural serían motivos más que suficientes para embriagar al artista con el licor de su propia creatividad.

A Tsuyoshi le preocupaban ciertas carencias que veía en el carácter de Makoto: osadía masculina, jovialidad ruda y rasgos así. Evidentemente, ni siquiera el mismo Tsuyoshi poseía esos elementos en su carácter. Y, de hecho, la práctica de judo, iniciada cuando era estudiante de bachillerato, estaba concebida como una especie de ejercicio preparatorio para vivir muchos años. La gente se limitaba a burlarse de su espíritu de previsión, un espíritu que, tal vez por ser hijo de médico, le hacía desinfectar y ponerse esparadrapo en cualquier herida por insignificante que fuera. Todo esto, bien mirado, podría darnos esa desagradable impresión producida frecuentemente por una persona que, a pesar de su saludable fortaleza, cuida en exceso de su salud.

Makoto, por su parte, poseía un talento natural tan propenso a imaginarse desgracias o, exagerando un poco, calamidades, que su madre y hermanos lo llamaban, a modo de apodo, «el chico de los temores fantásticos». ¿No era eso debido a que él mismo era simplemente un poco más honesto que su padre? En realidad, la tendencia de Makoto a preocuparse excesivamente por el futuro tenía una vertiente contradictoria, la vertiente de un optimismo absurdo, algo parecido a lo que 1c ocurriría a alguien que, entusiasmado por los detalles del diseño de una casa, se hubiera olvidado de incluir la escalera para subir al piso de arriba. Por ejemplo, se divertía francamente anticipando de forma vaga pero real que su vida no habría de alargarse mucho por tener que ir a la guerra como soldado. Por su cabeza corrían pensamientos como: «¡Vaya!, sería gracioso que alguien con aspiraciones a ser profesor universitario acabara muriendo en el frente como un simple soldado raso…». Pensamientos como éste se convertían en ilusiones amenas, ingrávidas que, al igual que globos flotantes en el cielo, revoloteaban en su cabeza mientras realizaba las exigentes maniobras militares de la escuela con el fusil al hombro.

Al atravesar el paso de Otome, se divisaban los tejados monótonos del acuartelamiento militar donde el grupo de Makoto iba a pasar la noche, en las dilatadas faldas del monte Fuji. Cada vez que, tras un desvío del camino, aparecían los tejados, su volumen se iba agrandando. Durante la bajada especialmente, las ampollas que le habían salido en los pies empezaron a dolerle más y más; su buen humor, sin embargo, por el simple hecho de saberse activo, no lo abandonaba. Su estado emocional parecía necesitar constantemente estar rumiando ideas como éstas: «Bajo aquel tejado, el tejado aquel blancuzco de cinc, podré descansar cuando llegue. ¿Y qué voy a encontrar bajo él si no es una almohada llena de chinches y una manta desgastada por el uso? Pero ¿qué más da? ¡Hasta allí! ¡Hasta allí! ¡Ah, qué fuerza tiene la esperanza para limitar y hacer pequeños a los hombres! ¡Y qué agradable cobardía es capaz de enseñarles!».

No debe sorprender que impresiones como éstas nacieran en un muchacho del tercer curso de la secundaria con apenas quince años. Makoto, al igual que muchos otros adolescentes, confundía simplemente una idea con la admiración por su talento.

Los alumnos del curso superior al suyo ocupaban los puestos superiores del grupo. Por eso, a Makoto, pese a ser el delegado de su clase, no le permitían dar órdenes a los demás alumnos. Tampoco le importaba, pues él prefería hacer los trabajos más duros. Así, el peso del fusil aplastándole el hombro y que parecía estar pegado a él y que, incluso, le mordía la carne a medida que pasaban las horas, le producía una sensación placentera, la sensación agradable de estar cumpliendo de manera clara y sincera con el deber tácito que le habían asignado. Cuando entraron por la puerta de la barraca militar, el delegado del grupo gritó a sus compañeros:

—¡Marchen!

Los alumnos, exhaustos de la larga caminata, zapatearon con desesperación. El monte Fuji al atardecer, erguido majestuosamente más allá del triste jardín de la barraca y de la línea ondulada de las montañas, presentaba un color rosado que impresionó a Makoto.

Hasta la hora de la cena los alumnos se dedicaron a matar el tiempo limpiando sus armas, cambiando los brazales, dando un paseo o escuchando las conocidas historias de valor de los oficiales destinados en ese mismo lugar. Por su parte, Makoto, aliviado del cansancio y de la dureza de la marcha, recuperó su estado natural de muchacho totalmente carente de la jovialidad extrovertida de los demás. En ese estado se puso a limpiar sus armas. Enrolló en una varilla un trozo de tela impregnada de aceite, la introdujo en el cañón del fusil y se puso a mover la varilla una y otra vez. Mientras la movía, fue asaltado por un temor repentino y extrañamente complicado. «¡Ah!, me ha venido a la cabeza una preocupación», pensó y chasqueó la lengua. Cambió la tela impregnada de aceite por una nueva. «¡Vaya lío! Al día siguiente de haber escrito aquella redacción, sentí temor de que mi padre se enterara. Por eso le pedí a la mujer del profesor, con quien me encontré en la oficina de Correos de la calle Minamimachi, que no se la mostrara a mi padre. No quería humillarme pidiéndole esto al profesor mismo. ¡Ay, cómo siento ahora habérselo pedido a esa mujer! Ahora que lo pienso, es una persona que habla demasiado y, además, va a menudo a la consulta de mi padre por el beriberi crónico que padece. ¡Qué idiotez más grande he hecho! La tía ésa me prometió muy amablemente que cumpliría mi deseo, pero, pensándolo bien, lo que he hecho ha sido complicar el asunto sin ninguna necesidad. Ese profesor no suele ver a mi padre ni siquiera una vez cada dos meses. En cambio, su mujer va a su consulta una vez a la semana. Seguro que acabará sacando a relucir el tema. ¡Ay, qué tonto he sido! No quiero…».

Esta vana inquietud se convirtió en una buena aliada de las chinches para no dejarle pegar ojo gran parte de la noche. El toque de diana al amanecer sacó a Makoto de un sueño que apenas había podido conciliar dos horas antes. La primera tarea de la mañana era rezar mirando en dirección al Palacio Imperial, vueltos a un jardín rebosante de cantos de pájaros. Makoto se sintió mal al pensar que su padre, en la misma dirección adonde ahora dirigía sus oraciones, debía de estar en ese momento todavía plácidamente dormido.

Al volver a casa, no notó ningún cambio de actitud en su padre. Dedujo, entonces, que la esposa del profesor todavía no lo había delatado. Una vez tranquilizado, no tardó, sin embargo, en concebir un odio intenso hacia sí mismo que se sumergía en esa provisional calma. Salió de casa solo y se puso a vagar sin rumbo como un poseso. Llegó al centro de la ciudad. Mientras caminaba solo en medio del bullicio nocturno tuvo la sensación de que esa salida podría convertirse, si se topara con algún amigo alegre, en la noche absurda de un simple alumno estúpido de tercer curso de secundaria. Makoto, que concedía un gran valor en la vida a la reflexión (aunque, naturalmente, por ahora en su vida no había más que reflexiones), sentía que si no le daba vueltas en su cabeza al cúmulo de ideas depresivas que se le ocurrían, desaprovechaba las horas de esa noche. Precisamente su cultura brotaba del utilitarismo de sentimientos de este tipo.

Por fin, dirigió sus pasos hacia el río Yana. Caminó por la orilla del río en dirección al mar. El cielo de la noche estaba nublado. Pese a tener el mar enfrente, Makoto tenía la sensación de que esa masa de agua era una fiera gigante y negra que lo observaba conteniendo el aliento. El olor a mar impregnaba el paraje y el estruendo de sus olas retumbaba en sus oídos como un presentimiento. Makoto, que empezaba a sentirse irritado por su debilidad, no pudo evitar derramar lágrimas mientras caminaba Sí, se puede llorar cuando es por uno mismo. «¡Qué ser tan débil soy y, pobre de mí, cuántas veces me siento presa del terror! Por primera vez trato de desobedecer a mi padre sin que se entere, pero enseguida me dejo dominar por la inquietud. ¡Qué cobardía! Es mejor la muerte. Alguien como yo jamás puede llegar a ser una persona respetable…».

Finalmente se detuvo y clavó los ojos en el fondo del Ho, un río demasiado pequeño para poder buscar la muerte en sus aguas. Mejor en el mar. No tenía más que seguir avanzando sin volver la cabeza atrás, avanzar hasta meterse entre los dientes blancos y relucientes de esa fiera negra… Y acabar con todo. Al sentir cómo nacía en él la resolución de querer morir, descubrió un resquicio de valor en su impotencia que lo hizo seguir caminando con entusiasmo y con el rostro encendido.

Al acercarse al mar, pero a una distancia en la cual su brisa no le había secado aún las lágrimas de los ojos, Makoto divisó a un hombre y a una mujer que caminaban pegados por la orilla del río. Solamente cuando se acercaron mucho pudo reconocer en la mujer a la esposa del profesor de redacción.

—¡Ah! —exclamó ella, empujando suavemente al joven vestido con uniforme universitario y separándose de él rápidamente.

Makoto respondió a esa exclamación con una expresión muy seria. A pesar de no haber prestado mucha atención cuando, como respuesta, inclinó la cabeza con el semblante grave, a la señora esto debió de parecerle muy significativo pues, al poco rato de cruzarse con él, volvió corriendo a donde estaba Makoto gritándole:

—¡Señor Kawasaki! ¡Eh, señor Kawasaki!

«¿Se habrá dado cuenta de mi intención de quitarme la vida?» —se preguntó Makoto, que aceleró el paso en lugar de contestar. Pero ella corrió aún más.

—Por favor, un momento, tengo un favor que pedirle —dijo la señora. Makoto se sorprendió y por fin se detuvo—. Haga el favor de prometerme que no comentará con nadie haberme visto esta noche aquí, ¿de acuerdo? Si se lo dice a alguien, yo le contaré a su padre el asunto ese de la redacción. ¿Me lo promete, verdad?

Makoto afirmó que sí con la cabeza.

—Pues queda hecha la promesa…

Por fin, la mujer sonrió débilmente. Era una sonrisa para ella misma. Había perdido la compostura hasta el punto de no llegar a sospechar la razón de que Makoto anduviera por tal lugar a esa hora y de no darse cuenta de las lágrimas que le brillaban todavía en las mejillas. La mujer se despidió agitando suavemente sus blancos dedos y corriendo de vuelta hacia el hombre que la estaba esperando en la oscuridad.

Makoto se quedó callado con una extraña mueca en la boca que al poco rato se transformó en una agradable sonrisa. Una sonrisa de satisfacción o, más bien, de plenitud, como si acabara de cometer una mala acción totalmente irrazonable. Se rió. Olvidó por completo la resolución de suicidarse tomada hacía un momento y se dolió por no poder aguantar esta risa en medio del camino solitario de la noche. Prosiguió andando y sonriendo a solas mientras recordaba el incidente. Entró en una calleja y echó a correr dando un rodeo para no encontrarse de nuevo con la pareja.

Cuando llegó a casa, estaba jadeando, pero seguía con la sonrisa en los labios. No podía sofocar de ninguna madura su buen humor. Tan pronto como entró en su cuarto de estudio, dio dos volteretas sobre el tatami y, divertido, volvió a reírse. Su madre, que le traía un té, se asombró del exagerado buen humor de su hijo, y le preguntó:

—Pero, bueno, ¿dónde te habías metido, hijo?

—He estado corriendo. Me siento fenomenal. Muy fresco después de hacer deporte —contestó Makoto con una sonrisa.