Capítulo 1

Makoto Kawasaki nació en la ciudad de K, provincia de Chiba[2], en 1923. El año 1923 equivale al año 12 de la era Taisho[3].

Fue el año 18 de la era Showa[4]. cuando en la ciudad de K quedó establecido el régimen municipal. Este antiguo pueblo de pescadores, al que baña la bahía de Tokio, está situado en el suroeste de la provincia de Chiba, frente a la región de Keihin. Desde finales del periodo Edo[5] la gente de la capital acudía aquí al reclamo de su vida nocturna. También es célebre por ser el lugar donde se enamoraron a primera vista los protagonistas de la obra Yowanasake ukinano yokogushi, de Jõkõ Segawa[6]. Hacia el año 7 u 8 de la era de Showa se iniciaron las obras de drenaje del cauce inferior del río Obitsu donde, al final, acabaron construyendo un aeródromo. Desde entonces, la ciudad de K estuvo asociada a la base de operaciones de la aviación naval. Sin duda, gracias a esa circunstancia, había adquirido el estatus de ciudad.

K es una ciudad donde tradicionalmente ha habido un elevado número de niños con deficiencia mental. Tal vez haya sido la consecuencia genética de aquel apreciado rótulo que ponían en los viejos tiempos a esta ciudad: «Lugar de libertinaje». Pero en tal ciudad, el clan de los Kawasaki era un mirlo blanco en una bandada de cuervos. Una distinción apoyada tanto en el linaje como en la inteligencia y escrupulosidad moral de esta familia.

En la época de nuestros abuelos se pensaba que inteligencia y moral convivían naturalmente juntas en una misma persona. Una opinión, por lo demás, todavía dominante en algunas regiones. Tsuyoshi Kawasaki, el padre de Makoto, era en su ciudad el último dios superviviente gracias a viejas creencias como ésa. Este antiguo dios gozaba de una existencia honrada. Una fortuna con visos de prolongarse mucho tiempo. El abuelo de Makoto había sido un médico al servicio del señor feudal de Sanuki, en las afueras de K, y su hijo, Tsuyoshi, le había sucedido en el oficio. En cualquier caso, resulta difícil evitar cierta debilidad en una eminencia intelectual. Dejando a un lado el caso de Tsuyoshi, cuyo carácter parecía haber sido fabricado con el molde «natural» de la moral, el clan de los Kawasaki, en esta ciudad de nivel intelectual más bien bajo, descollaba como si se tratara de una especie vegetal cultivada para realizar con ella algún experimento de botánica. Tanto era así, que un vecino, dedicado a la pesca y tal vez desesperado por tener tres hijos que eran malos estudiantes, dejó correr el rumor de que los Kawasaki habían tomado en el más estricto secreto cierto brebaje importado clandestinamente desde Alemania a fin de tener hijos inteligentes. Fuera esto cierto o no, la madre de Makoto, dotada de una gran intuición pero no sobrada de inteligencia, empezó a sentir cierta preocupación de que su hijo, a medida que crecía, iba perdiendo no sabía qué naturalidad en su carácter.

La casa de los Kawasaki estaba cerca del puente de Shinden, en el cauce inferior del río Yana que recorría la parte sur de la ciudad con una anchura de cinco o seis ken[7] de aguas claras. La fachada de esta sencilla casa de dos pisos y con el gran portón de entrada flanqueado de dos pilares de piedra revelaba a primera vista la modestia e integridad del cabeza de familia, un hombre incapaz de beber ni siquiera una copa de sake. El único exceso de este hogar consistía en pescar gobios desde la terraza que colgaba sobre el río.

La playa, a la que se podía acceder directamente siguiendo la ribera del río, no era adecuada para bañarse. Tsuyoshi, por eso, solía llevar en verano a sus tres hijos a la playa de Torizaki, para lo cual tenía que atravesar la ciudad en dirección norte y llegar al mar dando un rodeo. A Makoto se le quedó impreso en la memoria cierto día de verano en la playa cuando apenas era alumno de la escuela primaria. Le habían puesto sobre su cuerpo desnudo una prenda llamada «bañador» semejante a la vestida como ropa interior por los monjes debajo del hábito. Ese día recordaba ir corriendo afanosamente detrás de su padre y de sus dos hermanos mayores que él. Éstos, no sólo evitaban llevar de la mano a su hermano pequeño, sino que, además, se negaban a aflojar el paso. Cualquiera de esos dos gestos de cariño hacia su hermano pequeño hubiera merecido sin ninguna duda la censura paterna.

Makoto tenía la costumbre de apresurarse hacia la papelería donde solía comprar su familia y plantarse delante de la entrada. Allí, del alero de la tienda, colgaba como reclamo de venta un lapicero gigante. Cada vez que hacía esto, su madre razonaba así:

—No, hijo, no. Ese lápiz no se vende. Debes estar contento con los lápices importados que te hemos comprado. ¿Qué es lo que te hace poner ese mohín de disgusto? ¿Eh, Makoto? Hasta nuestro emperador nos da ejemplo de sobriedad, ¿verdad? Todavía me acuerdo de lo que dijeron una vez de él: cuando era príncipe usaba lápices japoneses de la marca «El águila».

La insistencia de Makoto en que le compraran el lápiz gigante provocaba la risa en las dependientas de la papelería y la confusión en su madre.

A aquel lapicero hexagonal, del grosor de una chimenea pero que pendía de un hilo, lo mecía una brisa que le hacía mover su afilada punta de grafito y mostrar las letras de deslumbrante brillo dorado de sus seis lados cubiertos de lustroso papel verde. Por mucho que apresurara el paso, siempre detenía sus pies de niño calzados con geta[8]. delante del gran lapicero. «Me dicen que no está en venta. Pero ¿quién le habrá puesto tal excusa a este lápiz? ¿Por qué no puede ser mío? ¿Qué narices se interpone entre este lápiz y yo, que me impide tenerlo?».

Esa falta de naturalidad, motivo de preocupación materna, se echaba de ver en esta forma de pensar que, por otro lado, podría no ser ni más ni menos que la consecuencia del deseo caprichoso de un niño acostumbrado ti tener siempre lo que desea. Así y todo, el punto en el cual Makoto se diferenciaba de los demás niños cuando se encaprichan, por ejemplo, con un tren para poder jugar con él, era que su deseo, el deseo de este gran lapicero de cartón, carecía por completo de finalidad. Debía de ser una premonición de que en su alma de niño no había rastro de poesía.

Su hermano del medio, incapaz de quedarse de brazos cruzados ante la actitud de Makoto frente al lapicero, volvió para agarrarlo fuertemente de la mano y murmurarle al oído:

—¿Qué estás haciendo? Padre te va a reñir, ¿eh?

Makoto alzó la mirada de sus bonitos ojos redondos. No era un niño especialmente guapo, incluso el fino caballete de su nariz restaba puerilidad a su expresión; sin embargo, sus pupilas poseían una negrura de una limpidez deslumbrante. Ese rasgo le hacía destacar del resto de los niños cuyos ojos solían tener una especie de velo de somnolencia.

Pero la advertencia de su hermano llegó tarde. Su padre ya estaba allí. A la sombra del ala del sombrero de paja, el semblante de Tsuyoshi parecía sombrío y terrible matizado por el reflejo de una calle donde reinaba un sol ardiente. Bajo su barbilla, el barboquejo de su sombrero estaba atado escrupulosamente y sus dos puntas caían a derecha e izquierda del nudo exactamente con la misma longitud.

—¿Qué es lo que pasa, Makoto?

Pero Makoto no podía contestar. Sus rodillas temblaban. El hermano mayor, más cruel, tomó su lugar y fue quien contestó sin temor:

—Este crío siempre está dando la lata a madre pidiéndole ese lápiz.

Fue entonces cuando sucedió algo imprevisto. Tsuyoshi, que se había mantenido callado y sin mirar siquiera la cara de su hijo, entró de repente en la tienda y se puso a negociar con el dueño la compra de este lápiz que «no estaba en venta». El dueño, sin duda conmovido por tratarse de la petición cara a cara de alguien tan respetable, consintió en vendérselo con mucho gusto. Después de recibir cierta cantidad de dinero, ordenó a una dependienta que descolgara el enorme lapicero y lo pusiera en los brazos del niño, completamente desconcertado ante una suerte tan inesperada.

Makoto, desde detrás del gigantesco lapicero que llevaba en brazos, miraba comparando la expresión de su padre y de sus hermanos. Éstos, aún más asombrados que Makoto, contemplaban a su hermano con los ojos como platos, mientras que su padre desviaba la mirada con un gesto malhumorado. Makoto, que a pesar de su mente infantil comprendía ya las contradicciones del cariño paterno, estaba dispuesto a darle las gracias y a volver a casa solo; pero entonces volvió a ocurrir algo extraño. Fue que el padre, con el bañador, calzado con las geta y tocado con su sombrero de paja, le dio la espalda, esa espalda corta y recia de tercer dan de judo, y se puso a caminar de nuevo como si nada hubiera pasado. Sus dos hijos, con las mismas trazas pero en versión reducida, siguieron su ejemplo. Ante lo cual, Makoto, el más pequeño, no tuvo más remedio que seguirlos cargado con el lapicero gigante de cartón en los brazos. Unos segundos antes se había conmovido fácilmente ante la muestra de amor paterno, estimándola como superior a la materna. Pero ahora su cara de niño de seis o siete años reflejaba serias dudas. «¿Qué estará pensando mi padre? ¿Tendré que aguantar este peso hasta la playa?».

Así, poco a poco, el nuevo tesoro empezó a oprimir más y más al débil niño. Por la costa asomaban unas enormes nubes de verano. En el pueblo reinaba el silencio y apenas se veía gente en la calle. Las tiendas de ropa de aquellos tiempos, aunque situadas en una ciudad pequeña y provinciana como ésta, tenían en la entrada sus cortinas teñidas de azul oscuro en cuya parte superior mostraban unas letras blancas indicando la razón social de la tienda. Estaban recogidas con una piedra y proyectaban sobre la calle una profunda sombra de color añil. Las golondrinas, como disparadas por invisibles armas, volaban alocadamente en todas las direcciones. A pesar del escaso movimiento que se veía fuera, las personas que pasaban por la calle central saludaban respetuosamente con una inclinación de cabeza a Tsuyoshi, por lo cual cada miembro de este grupo de bañistas debía corresponder inclinando constantemente la cabeza. Todos los transeúntes se sorprendían ante el monstruoso lapicero que portaba el más pequeño del grupo, y después se sonreían. Hasta alguien, de aspecto amable, sin duda al corriente del asunto, dijo:

—¡Vaya! Por fin, se ha cumplido tu deseo. Estarás contento, ¿no?

Pero el pequeño tenía bastante con aguantar el peso de su regalo, que casi le hizo caer, y con seguir el paso de sus hermanos, que más de una vez lo obligaba a corretear. Por fin, llegaron a la playa. Tsuyoshi, todavía sin decir nada y con la expresión de malhumor, le dio una gaseosa a Makoto, que bebió deprisa y casi atragantándose.

En la ciudad de K la gente suele nadar muy bien. No resulta exagerado afirmar que no hay quien no sepa nadar. Incluso corre por ahí una anécdota, difícil de creer, sin embargo, según la cual un comerciante de arroz, natural de esta ciudad de K, se fugó una noche al quebrar su comercio en el barrio tokiota de Shiba. ¿Cómo lo hizo? Se ató sobre la cabeza un hato con los bienes que le habían quedado y cruzó a nado la bahía de Tokio hasta llegar a K.

Makoto era tan lento en aprender a nadar que su padre se impacientaba con él; sus dos hermanos, en cambio, que eran chicos simplones en todo, habían aprendido a nadar bien ya desde pequeños. Cuando llegaron a la playa, Makoto imaginaba que iban a ponerse a nadar enseguida, pero su padre había alquilado una barca desde la que llamó a sus dos hijos mayores y a Makoto, que seguía sujetando el lapicero con sumo cuidado. Cuando la barca se hubo adentrado en el mar, el padre, obstinado como nadie, se decidió por fin a hablar directamente a su hijo pequeño:

—Bueno, ¿lo has entendido ya, Makoto? Aunque se desee algo, un hombre tiene que saber aguantarse. De lo contrario, ocurre lo que te ha pasado a ti. ¿Qué? Ha sido dura la lección, ¿verdad? Bien, si has entendido, no vas a necesitar más ese monstruo de lápiz. Así que tíralo ya al mar.

Esta lección, semejante a una fábula, procedía del dandismo anticuado de Tsuyoshi, pero resultaba ineficaz como instrumento de transmisión de una moraleja a un simple niño. Tal vez por eso, Makoto respondió con un gesto de rechazo y apretando con fuerza contra su pecho el lapicero, que empezó a crujir ante la fuerza desesperada del niño. Cuando el padre hizo una señal a los dos mayores, éstos, peones fieles, levantaron el cuerpo del pequeño abrazado al lápiz, y fingieron que iban a arrojarlo al mar. Solamente entonces, Makoto, aterrorizado, soltó su precioso regalo.

El padre enderezó la barca hacia la playa. Los dos hermanos mayores se mantenían callados, con la expresión entre excitada e indiferente. Makoto, por su parte, con la barbilla apoyada en la popa de la barca, seguía con la mirada cómo se alejaba el lapicero flotando entre las olas. Esta visión desoladora parecía deshacerle el cuerpo por la tristeza, resultándole imposible mantenerse recto.

—¡El cuerpo recto! ¡El cuerpo recto!

Le pareció escuchar esta frase tan repetida por su padre, pero no: Tsuyoshi continuaba callado, obstinadamente callado.

El lápiz de cartón parecía que iba a hundirse cuando cayó, pero salió a flote y se mantuvo jugando al escondite con las olas que lo zarandeaban sin piedad de acá para allá, haciéndole mostrar los lados cubiertos de lustroso papel de color verde con letras doradas. Este tesoro, fruto de un capricho, puesto en las manos de Makoto como llovido del cielo, ahora se alejaba con rapidez para siempre. Finalmente, cuando la barca llegó a donde ya se podía distinguir la cara de los bañistas de la playa, el tesoro acabó desapareciendo de la vista.

Tal era el método empleado por Tsuyoshi para educar a sus hijos. Estaba suficientemente convencido del efecto educativo que tenía enseñar el autodominio masculino. Además, le complacía especialmente pensar que el dinero pagado en la papelería por nada a cambio de educar a su querido hijo era una prueba de que no era un padre mezquino.

El primer suceso grave aparecido en la prensa y del cual Makoto guardaba memoria (porque los asuntos acaecidos en Tokio sólo llegaban a K a través de los periódicos) fue el relativo al asesinato del primer ministro Hamaguchi el año 5 de Showa[9]. La Guerra de Manchuria al año siguiente, el 6 de Showa, y el incidente del 15 de mayo del 7 de Showa carecían todavía de interés para Makoto[10]. En cambio, el suceso del 26 de febrero del 11 de Showa[11]. resultó ser inolvidable. Makoto cursaba el primer año de la escuela secundaria de K, y Yasushi, un pariente lejano que había suspendido el examen de ingreso a la academia militar, se había incorporado al mismo curso que Makoto y, por simpatizar mucho con el ejército rebelde, había sabido inspirar en Makoto admiración por el heroísmo de los rebeldes.

Es una pena que no se haya indagado públicamente la Influencia que aquel golpe de Estado ejerció en la mente de los muchachos de entonces. Éstos aprendieron de aquel suceso el sentido cabal del concepto de «fracaso». Yasushi fue el encargado de infundir en este nuevo concepto una carga de heroísmo sentimental que ni en la escuela ni en casa se le había enseñado a Makoto. Un malentendido es evidentemente responsable de que el sentimentalismo sea atribuido por lo general al temperamento femenino. Pero lo sentimental, esa capa de maquillaje que cualquier hombre rudo y simple se coloca sin darse cuenta en el corazón, es un atributo masculino. La prueba está en la indignación que sienten los hombres, que detestan que se los tome por personas simples, cuando los llaman sentimentales. Makoto tenía la sensación de que ese amaneramiento llamado sentimentalismo no casaba con él tan bien como con Yasushi. O tal vez, se preguntaba, «¿existía un heroísmo que no fuera sentimental?». Ser capaz de enjuiciar una situación con lucidez y sin jamás llegar al fracaso, ¿no era acaso una cualidad contraria a la definición del heroísmo?