Capítulo decimoquinto
EL MILAGRO

LA NOTICIA DE LA LLEGADA de un barco lleno de beatas españolas que buscaban a Edipa Katastrós corrió como un reguero de pólvora por los pueblos de la isla, de manera que hasta la televisión quiso ocuparse del acontecimiento, no tanto por su importancia cuanto por su rareza. A fin y al cabo, una peregrinación como aquella no se había visto desde el medievo.

Elena Arquer sintió cierta inquietud. Ya hemos visto que las conexiones entre su sorpresivo amante y María Asunción Solivianto le eran desconocidas por la sencilla razón de que nunca salieron en ninguna charla. Algo tan simple como esto. Algo tan embarazoso también, pues la irrupción de las más acreditadas cotillas de Madrid afectaba directamente a la intimidad de Victoria Barget. Era fácil imaginar en qué estado se encontraría, y una visita a su habitación lo confirmó plenamente: por doquier reinaba el desorden, había algún jarrón roto y el equipaje estaba a punto para que se lo llevasen los criados.

Elena Arquer hizo gala de su flema habitual encendiendo un cigarrillo para cada una.

—Por lo que veo, está usted enterada.

—Mire si lo estoy que nos vamos inmediatamente a Heraklion y, desde allí, a casa.

—¿A cuál de ellas? El problema de ustedes los ricos es que tienen demasiados refugios. Por verse obligados a elegir entre tantos, acaban quedándose a la intemperie.

—Pues me iré a un hotel. El mejor de Singapur, como muy cerca.

—Usted no irá a Singapur ni a ninguna parte.

—La veo muy dictadora.

—Llámelo como quiera. Bombardearé su yate para evitar que siga usted haciendo la idiota. Sí, me ha entendido bien: acabo de llamarla idiota. ¿Qué pretende? ¿Pasarse la vida de isla en isla, huyendo de todo aquel que pretenda enfrentarla a la verdad?

—Yo sé perfectamente cuál es mi verdad.

—Si no es capaz de quedarse para defenderla ante los demás es que no sabe nada de nada. Usted huye de sus amigas como ha venido huyendo de mí durante tres semanas. ¿Conseguiremos algún día hablar del tema que me ha traído a Grecia? Lo dudo, porque usted es de las que arroja la piedra y después se larga. Y ¿sabe lo que ocurrirá cuando llegue a su isla? Que huirá también de su niño maravilloso porque la asusta su tremendo amor. ¿O le mandará a hacer surfing a la isla de los tritones, que para el caso es lo mismo?

—Usted es capaz de mezclarlo todo, ¿verdad? ¡Todo en el mismo saco! Mientras encaje con su idea de la razón, todo va bien.

—Lo meto todo en un mismo saco, y ese saco es su linda cabed ta, que no se aclara. Por cierto, que es un fardo difícil de llevar para sus amigos.

—No presuma tanto. Usted no es amiga mía.

—Lo soy, y no porque tuviese planeado serlo, sino más bien por insistencia. Hace tres semanas que me tiene usted de brazos cruzados, escuchando sus divagaciones y moviéndonos de un lado para otro. Puestas en esta situación, una mujer sólo tiene una alternativa: o se convierte en una buena amiga o acaba estrangulando a la otra. Le aseguro que no descarto esta posibilidad si no se decide a actuar con sensatez. Así que póngase divina y reciba a las chicas de Madrid. Será un buen comienzo para ingresar en la normalidad.

Aquellas razones eran tan evidentes que Victoria no tuvo más remedio que asentir. Se hizo un silencio mientras meditaba su resolución. Al final, dijo:

—Tal vez tenga usted razón. Pudiera ser que me ahorrase muchos problemas recibiendo de una vez a ese hatajo de burras. Después de todo, sólo será violento el tiempo justo de mandarlas a hacer puñetas. Además, también puede ser bueno no seguir huyendo… Ni siquiera de Borja, por supuesto. Mejor dicho, de él menos que de nadie.

Elena la miró con aire de aprobación:

—Así pues, ha tomado una decisión. Ya era hora, hija.

—En realidad, creo que la tenía tomada desde el principio. Usted lo dijo bien claro: sacrifiquemos a la juventud, antes de que nos sacrifiquen ellos por ley de vida.

—Ley de vida, sí. Decreto de estupidez, no. Tenga cuidado. Recuerde que también le dije que, al final, la que se va a quedar sola es usted. Y una vez el mal esté hecho, no espere que él rectifique. Nada tiene tantas defensas como la juventud.

Victoria Barget se permitió el lujo de mostrarse irónica:

—¡La juventud! ¡Menuda baratija! Si ellos supiesen que se obtiene a precio de saldo.

—Pues lo tenía usted muy fácil. Haberse liado con un octogenario, como la Petarden. Pero la belleza puede mucho; y, no nos engañemos, el niño del master es una monada.

—Sí que lo es —murmuró Victoria, para sí—. Demasiado lindo para ser verdad… —Y con acento fatigado añadió—: Es tan lindo que necesito quedarme a solas para pensar en él. O sea que váyase a pescar, a recoger fresas silvestres o algo por el estilo.

Despidió a Elena sin demasiadas contemplaciones. Tenía una excusa ideal: la inminente llegada de las españolas le había impedido dormir su siesta reglamentaria y, por si fuese poco, durante la comida el vino cretense había puesto cloroformo en su cerebro.

Tomó asiento en un diván situado junto a una persiana que impedía la entrada de la luz solar. En la dulce penumbra cayó sumida en una ensoñación que mezclaba imágenes dispersas de su vida de ayer, mezcladas con flashes violentos de su amor presente. Al recuerdo de sí misma cuando se casó con el hombre que ahora estaba en la cárcel, se añadía el rostro bronceado del niño Borja Luis, gafitas incluidas. Era una alternancia donde ella sentíase dominadora, mientras expresaba el deseo de sentirse dominada.

La penumbra trajo visiones más ingratas. El hombre que estaba en la cárcel no se molestaba en pedir ayuda: dictaba órdenes, como siempre. El niño de las gafas se limitaba a suplicar. Pero era una súplica tan muda que Victoria no la entendió.

De pronto, la escena cambió completamente.

Era ahora una plaza medieval, como las que había visto en Jania: una plaza presidida por un fortín amenazador, donde aguardaban los condenados a muerte. Era fácil deducir la pena: decapitación, descuartizamiento, la hoguera tal vez. Esta era, en todo caso, la suerte reservada al más joven de los condenados. ¿Tan joven? Mucho. Demasiado para semejante muerte. Casi era un infanticidio. Y aquí la sorpresa de la soñadora fue en aumento. El condenado no era su marido, sino el niño del master.

Imágenes siniestras. El joven reo arrastrado por los guardias de alguna temible inquisición. Su forcejeo para evitar que le atasen a la estaca. El clero preparando sus cantos de muerte disfrazados de cantos de vida. La leña crepitando alrededor del cuerpo.

Victoria vio cómo las llamas crecían y crecían. Apenas se veía el rostro del condenado. Sólo acertaba a entrever su rostro, contraído por el terror. Entonces, ella gritó:

—¡Ayúdame, pequeño! ¡Sálvame!

Pero el joven levantó la cabeza por encima de las llamas y le escupió:

—¿Me están quemando y todavía me pides que te salve? ¡No puede pedirse egoísmo mayor, tía cabrona!

Se despertó bañada en sudor y con muchas ganas de llorar. No había tiempo. Ya era noche cerrada y Minifac había decidido llevarlas a cenar al puerto de Retimnon, la ciudad donde los venecianos dejaron más palacios por metro cuadrado.

VICTORIA NO VOLVIÓ A TENER PESADILLAS en las horas que siguieron. En cuanto a Elena, tuvo horas muy agradables porque reposaba en brazos de alguien que había sabido despertar su intensidad. Fuera de aquellas pausas y algunas conversaciones impertinentes con Minifac Steiman, el tiempo se consumió esperando la llegada de las españolas, en el convencimiento de que los malos tragos cuando antes se pasen mejor.

Elena nunca pensó que llegarían tan pronto. No bien se lo comunicó Minifac, corrió a informar a Victoria, que se hallaba en el salón.

—No quiero asustarla, pero esas pájaras ya están en Creta.

—Lo sé. Acabo de verlas por televisión. Son todo un espectáculo. Han bajado del barco cargadas de banderas y estandartes. La princesa Von Petarden y la ministra de cultura van con peineta y mantilla. A alguna he visto vestida de faralaes. ¡Y no puede imaginarse lo que era María Asunción Solivianto, regalando escapularios a un grupo de turistas!

—Aunque no la conozco, puedo imaginarlo perfectamente. Como es natural, Stefanos…, quiero decir Edipa… ha salido a recibirlas para traerlas hasta aquí.

—¡No me asuste, por Dios! Una cosa es no huir de ellas, y otra tenerlas encima.

—Sin duda he exagerado. Quise decir que la gruta está en esta misma región, a media hora de nosotras. De todos modos, está usted a salvo. Edipa me ha aconsejado que no intervengamos.

—¿Por qué se lo aconseja a usted y no a mí?

—Porque no siempre va a ser usted la primera en todo. Las demás también tenemos derecho a figurar en el cartel.

Victoria la miró con desconfianza, pero no tuvo más remedio que acceder a su propuesta. En el fondo no era tan discreta como para abstenerse de saber en qué paraba aquella absurda romería y, sobre todo, la intervención de una vidente tan rústica que practicaba la halterofilia y leía a Valéry.

—Viviendo en el despropósito, ¿qué importa uno más?

Y Elena Arquer pensó: «El más gordo de todos los despropósitos no lo conoces tú, monada. Espera a que te cuente y veremos lo que eres capaz de aguantar…»

De momento se limitó a proponer:

—Minifac nos llevará hasta la gruta. Podemos agazaparnos tras una roca y observar sin ser vistas.

—Pero ¿cree usted realmente que esta Edipa habla con la Virgen?

—¿Quiere que le sea sincera? —La otra asintió—. De una mujer como ella ya no me extraña nada. Incluso estoy dispuesta a creer que juega al mus con el Espíritu Santo.

Victoria notó que su amiga acababa de pronunciar aquellas palabras con énfasis de orgullo. Y aunque no supo interpretar la razón, sí le pareció raro que pudiese hablar con tanto convencimiento de una mujer de quien ni siquiera había oído hablar una semana antes.

Pero no se detuvieron aquí sus pensamientos. Mientras el coche de Minifac las llevaba a la gruta, ella recapacitaba sobre su propia relación con Elena Arquer; una relación que, salida de la nada, se había ido afirmando hasta convertirla en una confesora indispensable. No dudaba que lo mismo le ocurría a Elena. Partiendo de un propósito inicial sin importancia —un compromiso de trabajo nada más—, había llegado a distinguirla con singulares muestras de afecto. ¿Sería una mujer de amistades rápidas y admiraciones fáciles? Cualquiera de las dos sospechas podía funcionar.

En este punto, Victoria sintió una leve mortificación parecida a los celos. No era nada sexual, nada que pudiera parecerse al amor. Eran esos celos de la mujer cuando se siente desplazada en un terreno que creía dominar. Y como todas las mujeres mortificadas, no supo callar y arrojó un retintín:

—Me extraña mucho esta súbita amistad con Edipa.

—Más le extrañará, querida. Más le extrañará.

Victoria Barget no tuvo de tiempo de manifestar su desconcierto ante aquellas palabras, porque la visión que de pronto apareció ante sus ojos colmaba todas las expectativas de la perplejidad.

Subían por un pequeño altozano desde cuya cima se dominaba la entrada a la gruta. Acababan de llegar dos autocares cargados con las peregrinas españolas, además de los distintos objetos que traían consigo para montar el escenario como si de la Feria de Abril se tratara.

Sin embargo, la expedición llegaba con algunas bajas. Tanto es así que María Asunción Solivianto podía exclamar:

—¡Qué pena! Nos faltan las dos marujas para darle a la Virgen una visión completa de la piedad española de hoy.

Y es que Emilia de Ruiz-Ruiz y Margot Sepúlveda habían bajado con el equipaje en la mano y algunos improperios en los labios. Lo primero que hicieron fue pedir que las trasladasen al aeropuerto. Tenían muy claro que en Madrid faltaba gente, mientras que en Creta sobraba mucha.

—El tiempo justo para comprar unas cositas para los niños —decía Emilia a su amiga—. Después, que les den morcilla a todas.

No entraba en la cuenta Rosa Marconi, que se acercó a Margot con gestos de camaradería y ánimos de amistad.

—Comprendo que no le queden ganas de quedarse. De todas maneras, sí espero que le apetezca llamarme cuando estemos en Madrid y necesite ocuparse en algo. Estoy segura de que en algún lugar faltan plazas para mujeres de envergadura. ¿Me llamará?

—Por supuesto. No puedo permitirme el lujo de desatender un ofrecimiento tan interesante.

Miranda se acercó haciendo todo tipo de alharacas y prodigando cariños, como si la escena del pim-pam-pum no hubiese tenido lugar:

—Pero cómo, Maru-Emi. ¿Se van sin echarle un vistazo a la Virgen?

Emilia de Ruiz-Ruiz reveló una vena completamente desconocida. La que le permitía abominar de Miranda Boronat mientras, con ganas de escupirle en la cara, decía:

—Métansela donde les quepa. ¡Menuda Virgen debe de ser si se les aparece a ustedes!

Miranda Boronat la vio partir derrochando humos y autosuficiencia. No le gustó nada. Es más, la encontró tontísima.

Al llegar a la gruta, todavía lo estaba comentando:

—¡Huy! ¡Pues qué groseras han resultado esas marujas! Tanto mejor. ¿Quiénes son ellas para que se les aparezca la Notre-Dame? Oye, tú, Marconi, linda: coge mi estandarte, que yo estoy herniada.

—Yo paso de Vírgenes. Voy a dar una vuelta por el campo.

—¡Sarracena! —gritó Pilar Prima de la Higuera. Y volviéndose a María Asunción Solivianto—: Amorosa: dile a la vidente que empecemos de una vez, que es de muy mal estilo hacer esperar a María Santísima.

La Solivianto tradujo el recado al francés. Edipa Katastrós dibujó una de sus sonrisas más esotéricas; es decir: la más vendible:

—No deben preocuparse —aclaró—. En esta caverna ha habido muchas apariciones a lo largo de los milenios, y ninguna deidad reparó en la hora. Algunas incluso se permitieron el lujo de ser impuntuales.

Pilar Prima de la Higuera, que estaba preparando su misal de honor, comentó:

—¿Dice que aquí hubo apariciones de diosas? ¡Pues es raro que Nuestra Señora haya elegido un sitio tan pagano!

—No le extrañe —dijo Edipa—. Siempre fue costumbre de las Vírgenes aparecerse en lugares donde antes hubo un santuario rival. Es la forma de manifestar su poder.

María Asunción Solivianto batió palmas en señal de admiración:

—¡Cuánta ciencia para una pobre rústica! Por cierto, querida, ¿cómo es usted tan musculosa? ¡Y esas espaldas!

—De cargar fardos, amiga mía. De fregar suelos. De tantos y tan arduos trabajos en el agro.

—¡Qué esclavizadas están las mujeres en estos países! En fin, la Virgen agradecerá que señoras liberadas como nosotras acudamos, gozosas, a su culto.

Apareció Fificucha Osváldez exhibiendo el modelito que estrenaba para la aparición: pichi de crep, camisa floreadilla y pantys de rombos. Pura delicia.

—Todo lo que ustedes cuentan es lindo, lindo —exclamó la niña—. Quiero decir que la mitología es una pocholada. Pero a ver si de una vez se aparece la Virgen porque tengo ganas de ver a mi mamacita y reunirme con mi noviete.

—¿Estamos todas? —preguntó Pilar Prima de la Higuera.

Totus tuus! Totus, tuus! —gritaron las peregrinas en un solo y conmovido grito.

Se formó una discreta comitiva encabezada por María Asunción Solivianto y Pilar Prima de la Higuera, que animaban al pío redil entonando uno de sus cantables predilectos:

Del cielo ha bajado

la madre de Dios,

cantemos el ave

a su concepción

Desde su escondite, Elena Arquer se permitió un sarcasmo:

—¡Qué chiste tan bueno! ¡Qué broma tan descomunal! ¡Si ellas supieran…!

—Nunca sabrán, porque son creyentes y el creyente no quiere saber… —murmuró Victoria, como para sí.

Elena la miró fijamente. Seguía intrigándole su comportamiento, sus opciones y sus rechazos. Pero ahora podía permitirse una pequeña ventaja sobre ella: «¿De qué presumes tú que tampoco sabes nada, tú, que ni siquiera intuyes? ¡Si supieras que acabo de alterar todos los órdenes! ¡Si supieras solamente lo que yo ya sé!».

Seguía avanzando la procesión. Desfilaba, solemne y circunspecta la Solivianto y, detrás, todas sus fieles: marquesas, condesas, baronesas, catalanas, andaluzas, mañas, vascas, todas, todas, las más puestas con el uniforme morado de las penitentes profesionales, las más elegantonas —como Celeste von Petarden y Amparo Risotto— ataviadas de Semana Santa. Una de las barcelonesas entonó una saeta con acento del Club de Golf. Y seguían avanzando. Las unas rosario en mano, las otras con un cirio, alguna con un pendón de los que habían confeccionado en el barco…

—Cantad, niñas, cantad —decía la Solivianto—. Forcemos con nuestras voces la aparición de la Señora.

—Nosotras en nuestro idioma —dijo Mariona Finestrell i Palautordera a sus amigas, esposas de consellers—: Refileu, nenas, refileu!

El meu ésser s’extasía

contemplant-vos, oh María!

La entrada en la caverna fue tan impresionante que algunas no supieron si iban de aparición o entraban a protagonizar una película de terror.

El suelo estaba lleno de rastros de cultos anteriores a cualquier época conocida. Por doquier había vasijas rotas, puntas de lanza, y hasta algunas calaveras que motivaron varios aullidos, especialmente de Miranda Boronat y Fificucha Osváldez.

En previsión de posibles sustos avanzaban todas unidas, con los estandartes bajos para no rozar el techo, del que colgaban cristales y estalactitas de las más fantasiosas formas.

Vieron entonces que en una de las paredes frontales había una especie de hornacina, que en otro tiempo sirvió de culto a alguna imagen, a juzgar por las vasijas amontonadas alrededor.

Poseída por una suerte de misticismo que fue muy aplaudido, Edipa Katastrós se arrodilló junto a un pozo del que surgían espesos vapores, que acabaron creando una densa muralla entre las peregrinas y el altar del culto.

—Sobre todo no hagan fotografías —advirtió Edipa a las chicas de la prensa—. Los derechos de la aparición pertenecen a la Iglesia griega.

—Nos ha fastidiado la exclusiva —dijo Bría Tupinamba, cerrando el objetivo de su cámara.

—De ningún modo —dijo Milena Sánchez Quirk—. Lo que vende no es la Virgen, sino el vestido de la Von Petarden, y eso ya lo tenemos retratado.

Edipa cayó de rodillas y, con los brazos en alto, empezó su invocación, utilizando el idioma francés en deferencia a tanta extranjera.

—Deja que cante, ¡oh Musa!, las alabanzas de los habitantes del cielo. Enséñame a reconocer la voz de las alturas, adiéstrame en la entonación de los salmos que claman a la virginidad sin mácula…

—¿Qué dice esa griega? —preguntó Pilar Prima de la Higuera, un poco mosca—. ¿De dónde ha sacado esta salmodia?

—Dejémosla hacer —aconsejó María Asunción Solivianto—. Cada país, cada cultura, tienen sus invocaciones, rezos y letanías. Y la Virgen, que es de ley, sabe atenderlas a todas.

Seguía Edipa envuelta en vapores, y recitando su copla:

—Revélanos, ¡oh Musa!, la presencia de la que todo lo puede. Tráenos en cuerpo mortal a la reina de las esferas, la hija del cielo, emperatriz de los astros.

Se oyó entonces una voz de trueno, que parecía provenir de las entrañas del mundo:

—Comparece la Gran Madre. La Gran Reina del amor hecha hembra.

No bien se hubo extinguido el eco de la voz en las profundidades de la caverna, los vapores que rodeaban a Edipa fueron adquiriendo muy variados colores, desde el más tenue al más llamativo. Y entre gases variopintos empezó a delimitarse una figura humana que parecía irradiar todas las luces de la creación.

Las nubes sólo permitían ver el rostro, que se anunciaba de belleza soberana. En realidad nunca se había visto una faz tan bella, ni de hombre ni de mujer, en toda la historia del mundo. Y a medida que las nubes se difuminaban, las peregrinas pudieron descubrir una larga cabellera rubia, parecida al oro fino.

El milagro llegó a su cénit cuando se fueron perfilando las perfectas redondeces de unos senos, la lisa muralla de un vientre perfecto, unas soberbias pantorrillas y, por fin, un pubis tan dorado como la cabellera.

De repente, María Asunción Solivianto exhaló un grito de horror:

—¡Está desnuda! —gritó—. ¡Está desnuda!

—¡La Virgen en pelota viva! —exclamó Miranda Boronat—. ¡Este cuadro no lo había visto nunca!

—Pero ¿de qué va esa Virgen? —exclamó Pilar Prima de la Higuera—. ¿Cómo se entiende este sacrilegio?

La propia Edipa no podía disimular su asombro.

—Yo tampoco lo entiendo —aclaró—. Vamos, que no tenía ni idea de que la Virgen se dedicase al strip-tease.

La hermosa visión abrió completamente los brazos para mejor mostrar su desnudez. Y así habló por los mil ecos de la caverna:

—Yo soy Afrodita, hija del padre Zeus. Yo soy la que soy y la que fui y la que siempre seré. No vengo en son de paz sino de guerra. Vengo a levantar al hijo contra el padre, al vecino contra el vecino…

—¡Tía guarra! —gritó Pilar Prima de la Higuera—. ¡Esto lo dijo Jesucristo!

A lo que contestó la diosa, en tono airado y burlón a la vez:

—Pues ahora lo digo yo, pepona, más que pepona. Mucho antes de que llegase vuestro Dios estábamos nosotras, las diosas de la tierra, las grandes amantes del cielo. Yo soy Afrodita, la más hermosa, Venus, la más carnal, Astarté, la más ardiente. Yo soy Ella, la que debe ser obedecida. Por eso os digo, desgraciadas, que nunca escuchasteis mis voces y así os ha ido la vida. Os digo sí, que sois pedorras, mentecatas, gilipollas, cretinas y burras…

—¡Qué diosa tan deslenguada!

—Eso no es una diosa. Es un putón verbenero.

—… majaderas, subnormales, desgraciadas, mamertonas, con vuestras vidas malgastadas, vuestros cuerpos quemados en altares de represión. Me ofendéis con vuestros hábitos monjiles, me humilláis con vuestros rostros ajados, me dais miedo con esa expresión avinagrada… ¿Qué sois? Una amenaza contra las veras fuerzas del mundo. ¿Adónde iréis? ¡Al infierno de las reprimidas!

María Asunción Solivianto se dio cuenta de que Edipa Katastrós escapaba apresuradamente, como si supiese de antemano que podía ocurrir algo más insólito todavía.

Y, en su veloz carrera, iba gritando:

—¡Juro que no sabía nada! Sólo sabía que la isla siempre sabrá más que todos nosotros.

La huida de Edipa coincidió con una tremenda carcajada de Venus Afrodita. Sonaba con la fuerza de un ultramundo más poderoso que todas las fuerzas de Natura. Y entonces, el prodigio alcanzó su culminación con un clamor ensordecedor que dejó sin habla a todas las peregrinas. Era como un gigantesco terremoto que la tierra escupía desde el suelo, los muros y el techo de la caverna. Era un cataclismo que parecía brotar del próspero sexo de la diosa.

La caverna empezó a dar vueltas sobre sí misma, los muros se cuartearon, las rocas se desprendieron de sus hermanas, las pétreas columnas se resquebrajaron, crujieron las estalactitas, y del fondo de la tierra surgió un volcán.

—Esto no va con nosotras —contestó la princesa Von Petarden—. La diosa puede estar contenta del empleo que hemos dado a nuestro cuerpo. Así que pongamos pies en polvorosa.

Fue dicho y hecho: ella y Beverly corrieron como una exhalación hacia la salida, seguidas por Miranda, siempre dispuesta a imitar a las más listas:

—¡Angélica! ¡Que se te cae la peineta y la mantilla!

—¡Te la guardas para el Corpus Christi! —gritó la princesa, sin mirar atrás.

Empujada en su huida por la ministra de Cultura, Miranda Boronat arrastraba de la mano a la marquesa del Pozo del tío Raimundo y esta a Perla de Pougy, que a su vez intentaba salvar a alguna de las chicas de los medios, no por humanidad sino en interés de su buena fama.

Miranda siempre se arrepintió de volver la cabeza, como la mujer de Lot, porque lo que acertó a ver fue espantoso. Ni siquiera su tendencia a la exageración servía para describir aquella carnicería. Era ya un mar de lava, sobre cuyas olas flotaban mantillas, rosarios, estandartes y pendones. Y alguna de las moribundas todavía se sentía con ánimos para soltar una frase célebre.

—¡España se queda sola! —gritaba Pilar Prima de la Higuera en el momento de ser aplastada por una roca ígnea.

Y oíase a las esposas de los consellers de la Generalitat invocando la ayuda del Presidentíssim todopoderoso. Fue lo último que dijeron mientras la corriente las arrastraba hacia el fondo de la caverna, donde Afrodita seguía con sus maldiciones.

Llegaban al exterior, jadeantes y escopeteadas, las escasas supervivientes.

En su escondite, Elena Arquer dijo a Victoria Barget:

—¿Esa que grita como una histérica no es su hija?

—Si grita como una histérica podría ser cualquiera de ellas; pero es, en efecto, mi hija.

Victoria estaba a punto de escapar, pero Elena la retuvo cogiéndole fuertemente el brazo.

—Naturalmente, no pensará huir de ella otra vez.

—Según lo que hemos hablado antes no debería, ¿verdad? —Elena negó con la cabeza. Victoria se encogió de hombros—. Pues no retrasemos uno de esos encuentros entre mujeres que tanto conmueven en los folletines.

De la cueva seguían saliendo mujeres, destrozadas, mugrientas, llenas de polvo. Unas tropezaban con las rocas que se habían precipitado desde las cimas. Otras se desmayaban a medio camino, algunas entonaban plegarias, las más se revolcaban en pleno ataque de histerismo…

La princesa Von Petarden, ya sin peineta, adoptaba actitudes regias:

—Nos hemos salvado por purito milagro. Se conoce que la ardiente Venus me recompensa por los años que la serví con tanto ahínco.

Mientras Beverly la abanicaba con su bolso de paja, la princesa reparó en Amparo Risotto, que avanzaba tambaleante, el vestido de raso reducido a harapos. Sobre el moño, demasiado revuelto para parecer tal, todavía se balanceaba la indómita peineta.

—Tendré que empezar a creer en Dios a partir de ahora. Estoy segura de que ha querido salvarme para que pueda reorganizar el Ministerio de Cultura.

Y cayó de rodillas mientras Miranda Boronat, con expresión alucinada, iba cantando:

Del terremoto de San Francisco

yo me he librao… zas, zas, zas.

MINIFAC STEIMAN APROVECHÓ EL BUEN TIEMPO para organizar en el jardín de su casa no un picnic encantador, como hubiera sido su gusto, sino un hospital eficaz destinado a curar a las peregrinas españolas que todavía quedaban con vida. En cuanto a las desahuciadas, nadie podría decir que murieron sin confesión, porque apenas transcurrida media hora del accidente, llegaba un autobús repleto de popes, dispuestos a distribuir un cúmulo de extremaunciones.

—Total, sólo se están muriendo tres —dijo Miranda a Minifac—. Y no crea usted que son muy conocidas. Segunda o tercera fila de la jet, como mucho.

Minifac Steiman estaba en su elemento. Se había puesto un vestido largo, mandil blanco y un pañuelo de lunares que le recogía el pelo. Iba de un lado para otro dando órdenes y consolando a las damnificadas. En un momento determinado se detuvo a lavar unas vendas en un caldero de agua hirviendo, y exclamó con ardiente fe:

—Me siento como la bondadosa Melania Hamilton en el sitio de Atlanta. ¿Lo ven ustedes? Nunca puede decirse de estas ficciones no beberé.

Contagiada por el elevado espíritu de filantropía que flotaba en el ambiente, hasta Miranda Boronat se atrevió a suplicar:

—Quiero sentirme útil, servir para algo, ayudar a mis prójimas…

—¿Qué sabe hacer, querida? —preguntó Minifac.

—Nada, pero si me da unas tijeras puedo cortar un brazo gangrenado, una pierna podrida, algún intestino, cosas así, de alta cirugía…

Minifac la mandó a la porra. Profundamente herida en su amor propio, Miranda optó por desarrollar otra faceta de lo que ella entendía como «servicio público». Así pues, se desplazó hacia una hamaca donde la princesa Von Petarden estaba recibiendo los solícitos cuidados de su secretaria.

—Traigo la lista de bajas —voceó Miranda, a modo de pregonero de pueblo—. A la pobre María Asunción Solivianto le ha atravesado la tripa una estalactita. Olivia Sotomayor ha muerto desnucada huyendo de la lava, que a su vez ha arrastrado a la pobre condesa de Saguntillo, dejándola reducida a cenizas. También han muerto abrasadas Almudena del Pedral, Mauricia Resclós, Sensita de Olot…

En este punto, la interrumpió Beverly Gladys Gutiérrez, en tono desbocado:

—¡Basta ya, pájaro de mal agüero! ¿No ve usted que la pobre princesa está malherida?

En realidad la Von Petarden era víctima de un ligero rasguño en la mejilla. Sus abundantes lágrimas se debían a otros motivos:

—¡Qué infortunio! ¿Cómo vamos a celebrar el Día de la Mujer Trabajadora con el pasaje diezmado? Ya no tendremos baronesas que organicen el rastrillo, ni marquesitas que condimenten deliciosas patatas viudas…

—¡Y esas pobres barcelonesas, que habían ensayado tantas sevillanas! ¡Ay! ¿De qué les servirán en el otro mundo?

—De muy poco —dijo Miranda Boronat—. Sobre todo porque la virgen de Montserrat, que es la de ellas, más bien se espera una sardana.

La princesa decidió que ya había agotado su cupo de lágrimas dedicadas al prójimo:

—Bueno, que cada cual se las entienda con sus Vírgenes. Nosotras debemos cumplir con los seres que tenemos en la tierra. Beverly, amorosa: telegrafíe al príncipe para que sepa que estoy sana y salva. Y añada que, de regreso, pasaré unos días en París para reponerme del susto y comprar quesos y patés.

Viendo que tampoco en aquel rincón era deseada su presencia, Miranda se perdió entre un grupo de enfermeros y policías que, por ser griegos, no le daban la menor oportunidad de palique.

Descubrió deambulando entre el caos a la marquesa del Pozo del tío Raimundo. Parecía una sonámbula: paso vacilante, los brazos abiertos en cruz, los ojos desorbitados. En aquella actitud iba formulando preguntas inconexas a los popes que se movían de un lado para otro, con la extremaunción a cuestas.

Miranda corrió en auxilio de la venerable dama, creyéndola, acaso, trastocada.

—¿Qué le ocurre, abuela? ¿Qué busca entre esos venerables, que parece como si fuese a sobarlos uno a uno?

La anciana entornó los ojos, y Miranda creyó verlos empapados por un exceso de agua del Carmen (o lo que Zenaida entendía como tal).

—¡Ay, Mirandilla! ¡Cuán y cuán vana es la esperanza de una madre! Por un instante imaginé que entre esos santos varones se hallaría mi hijo. Olvidé que su reino es de otra isla.

—Claro, mujer. Estará en su orfanato, cambiándoles los pañales a los niños de dieciocho años. No va a dejar que se les escalde el culín, pobrecitos. Por cierto, ¿usted cree que esos popes me dejarían confesar a alguna agonizante?

—¡Pero, bueno, ¿es que has de ser cotilla hasta en la hora de la muerte?!

Miranda prescindió de toda crítica. Al ver que un religioso provisto de barba hasta el ombligo estaba confesando a la siempre indiscreta Nenita Álvarez, se puso a su lado y se permitió sugerir:

—Señor pope, señor pope: dígale que le cuente si se acostó con Marcial Perrete; así no nos quedamos con la duda.

Pero el pope no entendía el español, de manera que dio la bendición a tontas y a locas mientras la moribunda dedicaba a Miranda una última mirada de saña:

—¡Bruja, más que bruja!

Y expiró con tan dulces palabras en la boca.

—¡Qué carácter! —exclamó Miranda, dolorida—. ¡Ha tenido que morirse insultándome!

Seguía Miranda deambulando entre malheridas, popes y ambulancias, sintiéndose rechazada en todas partes. Y estaba a punto de iniciar una meditación sobre la ingratitud de la humana especie, cuando vio aparecer a Rosa Marconi entre un montón de rústicos que habían acudido a contemplar de cerca el accidente.

Recordó que la Marconi, atea al fin, se había abstenido de entrar en la cueva. Todo esto había ganado su vestuario, que estaba impoluto. No podía tener Miranda mayor motivo de envidia. Así que, en medio del drama general, se le ocurrió decir:

—Eres la única que va monísima. Aquí se demuestra que el modelo safari es el mejor para ir de apariciones. ¿Me dejas que me pruebe los botines?

—Ahora no puedo. Es necesario que tome el primer avión. ¡Oh, Miranda! No te lo vas a creer.

Mientras vosotras estabais en lo de la Virgen, yo he hablado con Madrid. Si llego a tiempo de montar un reportaje lo pondrán en primera cadena y, además, en prime time

—¿Prime time es una tienda de ropa?

—No, burra. Es la hora punta. Esa hora mágica para las reinonas de la comunicación; ese momento privilegiado en que los españoles están cenando y tienen la tele puesta…

—¡Pues vaya cena les vas a dar, pobre gente! Si les pones un plano de María Asunción Solivianto atravesada por la estalactita, devolverán el cocido y sus complementos. Claro que la culpa será de ellos, por comer cocido de noche. No debe hacerse jamás de los jamases.

—Tampoco la paella —dijo Amparo Risotto, que acababa de oír las últimas palabras. Y añadió—: ¿De qué va la conversación, queridas? Por lo menos, que sea amena, porque esta situación me saca de quicio.

—Nuestra genio de la pequeñísima pantalla ha obtenido un horario especial para fastidiarles la cena a los españoles…

—Luego vuelves a la televisión. ¡No te puedo creer! ¿Y tus deseos de enmienda? ¿Y tus nobles propósitos de no seguir contribuyendo a la estulticia nacional? Aunque eso es lo de menos porque para solucionarlo ya está mi ministerio. Es que temo por ti y, más exactamente, por tu sistema nervioso. Te veo en un frenopático. Imagínate que pones todo tu amor en ese programa y transmiten un partido de fútbol en otra cadena. ¿A que vuelves a quedarte frustrada y colgada del prozac?

—De todos modos quiero probar de nuevo. Ahora puedo luchar desde un frente más favorable. El prime time es el sueño de los dioses; la primera cadena es el desafío de los conquistadores. Nada puede existir más excitante para una mujer. La posibilidad de ser amada por millones de personas. La seguridad de convertirse en un líder de opinión. ¡Con esa carta en mi mano me comeré el mundo! ¡Sabréis de mí, muchachas, sabréis de mí!

La vieron alejarse con la decisión de quien se sabe destinada al triunfo. Llevaba en su mirada semillas de futuro. Albergaba en su pecho el temple de la posteridad. Y al verla en aquel trance, la ministra se limitó a encogerse de hombros pensando, como buena filósofa, que cada loco tiene su tema y cada cárcel sus atractivos incomprensibles para quien nunca fue prisionero.

—Tantas desgracias juntas me han abierto el apetito —exclamó la Risotto—. ¡No sabe usted lo que daría por una buena paella!

—Vamos a la cocina, a ver si está disponible alguna esclava de Minifac. A usted no le negarán nada porque es ministrísima —dijo Miranda.

—Pero no es lo mismo. Para una buena paella se requiere el agua de Valencia. Es el secreto fundamental. ¡Ay, aigüeta de mi tierra! ¡Cuánta falta haces en las cocinas de otros mundos!

—Hija, ni que fuese chinchón.

Y mientras esas mujeres conversaban sobre el noble arte de la paella, la fuerza de los sentimientos volvía con otro tipo de voluntad que no ha dejado de prosperar en las almas nobles desde que el mundo es mundo. Esa voluntad que pone en el corazón de las madres un punto de sublimidad y en el de las hijas un no sé qué de redención.

Era Minifac Steiman quien transmitía a Victoria Barget la venturosa nueva:

—Amiga mía, su hija me ha abordado con ansias de información. Usted ya me conoce: adoro solucionar cualquier pleito relacionado con los sentimientos. Como si su caso fuese el de uno de mis personajes, he expuesto a esa hija suya cuatro pormenores de su situación. No ha sido menester discursos ni palinodias. Ella ha comprendido. Sí, ha comprendido tanto que quiere reconciliarse con usted. Recíbala con los brazos abiertos, por favor.

Se producía, pues, el esperado encuentro de la madre y la hija, entre los escombros, entre los cadáveres, entre las heridas y los enfermeros.

—¡Mamá! —dijo Fificucha con emoción contenida.

—Hijita —dijo Victoria, sin el menor asomo de emoción.

Fificucha señaló a Minifac, que continuaba cortando vendas y pasándolas a sus ayudantes.

—He hablado con esa escritora… ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí, la Martín Gaite…!

—No, hija. Minifac Steiman. ¿Por qué no pruebas a leer un libro de vez en cuando? Te asombrará lo que puedes aprender.

—No he venido a hablar de literatura.

—Es que no podrías. Ni de literatura ni de nada. Anda, di lo que quieres y vuélvete a Madrid cuanto antes, que tu papá te necesita.

—Sólo quiero decirte, mamá, que doña Minifac me ha contado toda tu historia…

—¿Y bien?

—He comprendido, mamá. He comprendido.

—Pues me alegro, pero de todos modos pensaba seguir adelante aun sin tu comprensión.

—Pero, mamaíta, ¿ni siquieras muestras un poco de arrepentimiento?

—Claro que sí, hijita. Me arrepiento de haberme casado con tu padre, de haberte dado a luz, de mi juventud sacrificada en un mundo de cretinos…

—¡Pero no, mamaíta! Para que yo pueda mostrarme comprensiva tienes que arrepentirte de haberme quitado el novio.

—Es que no es tu novio, hijita. Es mi amante.

—Mamaíta, me lo estás poniendo muy difícil.

—Pues con volverte a Madrid y llevarle tabaco a tu pobre padre lo tienes solucionado. Aquí no se te ha perdido nada.

—Mamá, yo esperaba que, después de yo comprender, tú serías más comprensiva aún y dirías: «Hija mía, renuncio a Borja Luis y me retiro para que triunfe la juventud. Y lo hago aunque me esté muriendo de dolor». Esto sería muy abnegado y bonito por tu parte.

—Es que yo no pienso sentir el menor dolor, hijita. Ni tengo por qué permitir que triunfe la juventud, si esta no se lo ha merecido. Los hombres, guapa, son para quienes se los trabajan. Y tú, en toda tu vida, no has dado ni golpe para conseguir algo. Podrías empezar buscándote un novio en Marbella. Porque a Borja Luis, hija mía, no lo catarás.

—He comprendido.

—También es un buen comienzo. La última vez que comprendiste algo empezabas a dar tus primeros pasitos.

Se besaron con ese cariño insustituible que presuponemos al amor materno y al amor filial felizmente conjuntados.

Pero antes de separarse Fificucha Osváldez se volvió por última vez:

—Mamaíta, cuando llegue a Madrid pienso renovar mi vestuario en las tiendas de costumbre. ¿Puedo decir que lo pongan en tu cuenta?

—Sí, hijita amada, pero procura que pongan algo en la de tu padre. Diga lo que diga, todavía le quedan millones en algún lugar del mundo…

Victoria se abrió paso entre la multitud hasta localizar a Minifac, que seguía disfrutando lo indecible en su papel de enfermera mayor.

—¿Se puede saber qué le ha dicho a mi hija para que comprendiese con tanta rapidez?

—He estado espléndida, como acostumbro. Le he contado que ella tiene toda la vida por delante, mientras usted se encuentra en el último tramo. «Piensa en esta pobre menopáusica (le he dicho), piensa en lo doloroso que ha de ser para ella encontrarse en la última playa de la vida. Es su última oportunidad para amar, porque dentro de poco estará toda arrugadita, arteriosclerósica, sin posibilidades de que se fije en ella ni el más tontito entre los chicos de tu edad». He dejado bien claro que el triunfo de su hija sería para usted un golpe mortal que la arrojaría definitivamente a la vejez del alma.

—¡Mujer! ¡Tiene usted una forma de decir las cosas!

—No olvide que soy una best-seller profesional. Por cierto: con la penetración psicológica que caracteriza a los de mi oficio he llegado ya al desenlace de mi novela.

—Conociéndola, imagino que aprovechará la presencia de mi hija.

—De ningún modo. Es demasiado tonta para dar un personaje medianamente interesante. Mi novela acaba bien para el personaje inspirado en usted. Vuelve con el adorable muchachito del master.

—¿Pese a lo que usted aconsejó?

—Una escritora puede aconsejar, pero el alma de una mujer tiene alas propias que nadie cortará.

—Después de todo, me consuela. Siempre temí que acabaría liada con mi amiga.

—No era necesario. Su amiga ha satisfecho sus afanes por caminos tan sorprendentes que, a su lado, los placeres de Cleopatra son de una normalidad estremecedora.

—¿Qué me está usted contando? ¿De qué parte de su rocambolesca mente ha podido sacar tal disparate?

Minifac Steiman dejó de lado el romance para introducirse en los vericuetos de la mitología, y aunque sus conocimientos apenas pasaban del fuego de Prometeo, supo exponer algunas nociones sobre el hermafroditismo gracias a la lectura de alguna revista de divulgación erótica.

Después de unos instantes de perplejidad, Victoria exhaló un aullido de histeria. De su boca salieron insultos varios y en absoluto refinados. No esperó más. Abriéndose paso entre popes y enfermeros corrió hacia el porche de la casa. Allí estaba Elena Arquer, dándole cucharadas de caldito de hierbas a la marquesa del Pozo del tío Raimundo.

—Minifac me ha contado el final de su novela… y, claro está, no ha omitido esa sucia historia de Edipa Katastrós.

—¡Cuidado con los adjetivos! —contestó la Arquer, en tono bélico—. Edipa es muy limpia. O muy limpio, como usted prefiera.

—¡Calle! ¡No quiero oírla! Acabo de llevarme la mayor decepción de mi vida. Yo la tenía por sensata, la tomé por confesora, le he brindado mi amistad y mi admiración. ¿Y con qué me sale? ¡Usted es una coleccionista de indecencias! Primero tiene dos hijos incestuosos. Ahora se lía con un hermafrodita. ¡Estoy escandalizada!

La marquesa del Pozo del tío Raimundo no daba crédito a sus oídos. Por un momento temió que, al hablar de un hermafrodita, se refiriesen a su hijo. Desdeñado este temor, albergó otro: Victoria estaba a punto de dejar calva a la otra señora a fuerza de tirarle del pelo.

—¡Escandalizada usted! —gritaba la Arquer—. ¡Esta sí que es buena! ¿Cómo se atreve a escandalizarse? Viene del mundo del fraude, ¿no es así? Busca ponerse a resguardo de una sociedad donde las apariencias más respetables esconden el canallismo más vil, y se asombra de que aquí, en Grecia, algunas descubramos que, tras las apariencias, puede esconderse una nueva vida. ¿Y sabe cuál? La de la transgresión, señora. La que conocí en mi juventud vuelvo a conocerla ahora. ¿Qué demonios me importan los caminos por los que me llega? Por lo menos no me caso con un estafador, como hizo usted.

—¡Cuidado con lo que dice! Yo seré la esposa de un estafador, pero es un hombre a fin de cuentas. Por lo menos no tiene tetas.

—¡Menudo hombre! No tendrá tetas, desde luego, pero con lo que tiene ha arruinado a más familias que un terremoto. No sabe lo que se ahorraría el pueblo español si su marido fuese un hermafrodita y no un canalla.

—¡Muy bien! Por lo menos es la opción de una mujer normal. Algo que usted nunca entenderá.

—¡No me haga reír! ¡Usted será normal, pero mujer, ni hablar! ¡Usted es un témpano! Todo le ha sido muy fácil, ¿verdad? Incluso abandonar. Pero le ha sido fácil porque nunca ha amado a nadie. Ni a su marido, ni a su hija, ni a usted misma. Lo único que le ha importado es pescar un buen dinero y echar a correr.

—Querrá decir a navegar. Pero, sea lo que sea, a usted no le importa.

—Sí, desde el momento en que se atreve a hacerme reproches. ¡Usted, a quien todas sus amigas pueden reprochar que sea una choriza!

—¡Ellas! Menudas lagartas. ¿No inventaron sus maridos el choriceo? Pues quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón.

La marquesa del Pozo del tío Raimundo permanecía inmóvil entre las dos, sin levantar los ojos del suelo, en el temor de que se escapase algún tortazo. De momento seguían escapándose los insultos, y en tropel.

—¿Verdad, abuela, que esa tía es una fresca?

—Yo no sé nada —dijo la marquesa, temblando—. Yo quiero volver a Madrid y no moverme nunca más del barrio de Salamanca.

—¡Pues es una fresca! —siguió gritando Elena—. Y, además, una devoradora de hombres que ahora juega inplacablemente con un jovencito inexperto, después de haberle dejado compuesto y sin novia.

—¡Le prohíbo que toque este tema!

—¿Prohibiciones a mí? Pues toco este tema y todos los que puedan demostrar su crueldad. Porque está a punto de hacer desgraciado para los restos a un angelito que sólo tiene en la vida un master de no se sabe exactamente qué.

—No tiene usted razón. Le quiero. ¡Le quiero mucho!

Victoria había pronunciado aquellas frases con un gemido angustioso, capaz de estremecer, por un instante Elena supo que la bronca había terminado. Mientras repetía sus votos de amor estalló en un llanto convulsivo, que participaba también de una tensión acumulada durante varios días.

Era ese momento en que las almas nobles se conceden un escape de piedad.

—Ande, cálmese —dijo Elena—. Así está deplorable. Parece una de las ochenta mejores amigas de Miranda Boronat.

—¡Es que le quiero!

—Entonces ¿por qué se complica tanto la vida? Y, sobre todo, ¿por qué me la complica a mí?

—Porque el miedo puede más que yo. Cuando la comedia termina sólo me queda esa realidad. El miedo de no poder controlar. Y cuando esto ocurre, ya no estoy segura de nada.

—Si le consuela, tampoco lo estoy yo. ¿Cómo iba a estarlo con lo que me ha caído encima? Pero una cosa tengo por cierta: necesito saber que en el mundo todavía existe alguna cosa capaz de sorprenderme, luego susceptible de excitarme, sólo le estoy hablando del día de hoy. No quiero pensar en el futuro ni machacar la memoria con los días de ayer, los de anteayer y todos los que vinieron antes…

En aquel punto apareció Edipa Katastrós, que entre susto y susto había ido a cambiarse. Las botas de montar, los pantalones de pana, el chaleco de piel de cabra y el pelo aplastado hacia atrás favorecían cualquier equívoco.

—¡Qué campesino tan guapetón! —exclamó, admirada, Zenaida del Pozo del tío Raimundo.

—Es un caso muy especial —murmuró Victoria—. Pero, en fin, alguno habrá que lo sea todavía rnás. No desesperemos.

—Si quieres te presentaré a mi hijo —sugirió la marquesa, con extrema prudencia.

—¿Es realmente especial?

—Es archimandrita. Pero, ahora que caigo, igual es monja y yo no me he dado cuenta.