EL KING POSEIDÓN LLEGÓ A SANTORINI cuando el atardecer prodigaba sobre los acantilado extrañas formas de lúgubres tonalidades. Pese a su extraordinaria popularidad entre el turismo universal, no parecía una isla optimista, aunque pocas pasajeras supieron precisar la razón. Sólo las que se dignaron escuchar las explicaciones de Margot Sepúlveda, que se había tomado la molestia de leer la guía. Mejor hubiera sido para el ánimo de Emilia de Ruiz-Ruiz seguir ignorando que aquella isla era portadora de un siniestro pasado que la emparentaba con el origen mítico de la Atlántida. En el segundo milenio, cuando la isla se llamaba Thera, fue arrasada por una tremenda explosión volcánica cuyas consecuencias se dejaron sentir en puntos tan lejanos como Creta y Palestina. Fue el trágico final de la civilización minoica, tan encantadora, tan idílica a juzgar por sus restos.
Poco dadas a la historia —y mucho menos a una historia con repercusiones tan funerarias—, las mujeres del crucero optaron por un desembarco sofisticado; exhibieron sus mejores modelitos por las calles del pueblo moderno, sacaron sus tarjetas de crédito en las mejores tiendas y hasta alguna se atrevió a subir los fatigosos peldaños del acantilado a lomos de un borrico acostumbrado a todo. Antes de regresar al barco para la cena, se hicieron fotos con un fondo que consideraron idílico y no era sino un resto del antiguo cataclismo. Asimismo la negrura cavernosa de las aguas indicaba que el volcán podía volver a estallar de un momento a otro.
Llevada por su costumbre de la extrema puntualidad, la marquesa del Pozo del tío Raimundo se hallaba ya instalada en el comedor, en espera de la princesa Von Petarden y Miranda Boronat, que sólo necesitaban tres horas para arreglarse. Disfrutaba la noble Zenaida de esos incomparables instantes de paz anteriores a cualquier cita, y los aprovechaba para leer, con ayuda de sus graciosos impertinentes, un opúsculo sobre la leyenda de la Atlántida. Fue un tema que trajo a su mente el recuerdo de lecturas infantiles y el atractivo legado de los sueños. ¿Era esa memoria la que ponía gracia en sus ojillos o acaso el aguerrido sabor de un licorcillo que le habían dado a probar los camareros griegos?
En cualquier caso, sentíase repleta de un júbilo que dio fin antes de lo esperado. En realidad coincidió con la entrada, tan severa como decidida, de Pilar Prima de la Higuera.
Al igual que todas sus compañeras de peregrinación, parecía un cuervo, con su uniforme morado, el cordón al cinto y la crucecita de diamantes en la solapa.
Amenazaba con abordar a la marquesa y lo hizo sin la menor piedad:
—¿Puedo departir un ápice de instante con usted, dilecta Zenaida?
—Departamos, hija, departamos —dijo la marquesa, poniendo su verbo a la altura del de la otra—. ¿En qué puedo complacer sus muy diversos futrís?
—Llévame ante usted un pleito nada grato, se lo anticipo; aunque conste que no llego sin una conversación previa con María Asunción Solivianto. Abusando, abusandillo, queremos solicitar la intervención de usted. Y no se extrañe: tanto por años cuanto por alcurnia la vemos revestida con una autoridad que es, a no dudarlo, la más indicada para deshacer los entuertos de Satán.
—¿Tan grave es el asunto que anda el demonio de por medio?
—El Enemigo, sí. El Maligno. En confianza: entra y sale con tal libertad del camarote de la princesa, que temo acabe contaminándonos a todas las que nunca quisimos trato con él. Máxime si se piensa que es un demonio singularmente apuesto.
—Luego no es un miembro de la tripulación…
—Es un piloto de la flota de Iberia.
—La princesa es españolísima en todo. ¡Con lo barato que le resultaría montárselo con un nativo!
—¡Zenaida! Sus palabras, un tanto ligeras, no dicen mucho en su favor, al tiempo que confirman mis temores: cuando no está su príncipe, la princesa se muestra casquivana.
—Y también cuando está él. ¿Qué quiere que haga, pobrecita? ¡Casada con un octogenario, sin nada sólido que llevarse al cuerpo…!
—¡Marquesa! ¡Usted está insinuando…!
—… que sean ustedes un poco más indulgentes. «El que esté limpio de culpa que tire la primera piedra», dijo Jesús en buena hora. Porque todos los humanos tenemos algo que reprocharnos. Incluso mujeres como usted y María Asunción habrán pensado en el sexo en algún momento de su vida.
La expresión de Pilar Prima de la Higuera fue lo más parecido a un infarto.
—Inspírame gran aborrecimiento. Con sólo imaginarlo viénenme ganas de vomitar.
—Mujer, tampoco hay que tomarlo así. El sexo, si sano, es bello. ¿Que insano? Pues una ricura como cualquier otra. Pero ¿qué voy a contarle? Usted estuvo casada. Algo cataría, digo yo.
—Casada estuve, sí, con un eminente lingüista. Para lengua el que más, no lo niego. ¡Qué lengua la suya!
—Bien lo recuerdo: Blasín Ferreral. Conocí a su madre, gran señora de Logroño y un monumento de mujer. En cuanto a su padre, aquel magnífico vasco… ¡Qué torreón!
—No se dijera del primogénito. Era menudo, delicado, sutil, casi un suspiro de hombre. Enseñóme propiedad en el decir y discreción en el adjetivar, mas prefiero no hablar de lo otro. ¿Qué obtuve de su cuerpo? ¿De qué sirvióme compartir el tálamo con él?
Al notar la desazón en que se estaba sumiendo la Prima de la Higuera, la marquesa no pudo reprimir su compasión:
—¡Amiga mía! ¡Está llorando!
—Sí. Y no es la primera vez que me acontece, antes al contrario: cuando me vienen remembranzas de aquel infausto evento, no puedo sino lagrimar. Yo no soy una tarasca. Lejos de mí el ludibrio de un mal pensamiento. Faltóme siempre el coraje para ser corrida. Yo llegué al sexo a través del amor, que de otro modo nunca hubiera llegado. Por eso mi historia es triste, Zenaida, y en cuanto a mortificación no tiene desperdicio. ¿Usted sabe lo que fue mi noche de bodas? Treinta años hace y su recuerdo me taladra el alma cual tenacilla de la Inquisición. ¡Qué golpe para una acérrima lectorcilla de los romances de Rafael Pérez y Pérez y Luisa María Linares! Pobre de mí, pobre «vestidita de tul», pobre «palomita torcaz»… Yo, sí, delicada doncella; yo, purísima integral. Acabadita de salir de las «madres», alimentaba sueños ideales respecto a lo que debía ser el amor. Pensaba: «Seré amapola de la pradera y él, mi galán, será un gentil zagalón que, olisqueándome la corola, depositará el polen destinado a engendrar nuevas florecillas». De esas imágenes núbiles nació el seudónimo de «Flor que fecunda», que me servía para contar en el consultorio radiofónico de la señora Francis todos los pormenores de mi noviazgo. «Flor que fecunda», sí, porque esto esperaba ser, convenientemente aleccionada por mamá, las monjas y el padre Fernando, mi dilecto confesor… Voces ejemplares, todas ellas, que me decían que me correspondía ser, para mi esposo, campo feraz del que él sería labrador. Y si encima obtenía yo algún placer, pues ganga. ¡Ah, pero no era tan fácil atender a tan ejemplares preceptos! Hete aquí que a partir de un determinado momento la posibilidad del placer apoderóse de mí con una fuerza que no me atrevía a comunicar a mi dulce prometido, siempre tierno y delicado como los caballeros de antaño. Así era él y así le amaba: un Romeo puro, inmaculado, siempre encerrado entre sus libros, sus conferencias, sus artículos y reseñas de pinturera variedad. Sólo salía del limbo para susurrarme al oído: «Capullito de alhelí, tocinillo del cielo, yemita de santa Clara…» Pero insisto, el solo hecho de saber que existía una remota posibilidad de placer hízome caer a menudo en pecado de pensamiento. Y arrepentida de corresponder a las delicadezas de mi Blasín con un punto de vicio, confeséme a quienes debía.
—Y… ¿riñéronla?
—Recordáronme que en las calderas de Pedro Botero siempre hay un lugar para esas féminas que confunden el matrimonio con el deseo.
—No acabo de entenderlo.
—Porque usted pertenece a otra época: la de la República, la de las cupletistas descocadas, la del funesto liberalismo. ¡Yo, no! Yo nací en la España de la Victoria y fui educada en la moral de la Sección Femenina; así pues, albergaba principios acreditados; y el reconocimiento de mis picardías nocturnas hízome llorar. Si algún sueño núbil quedábame acabó desengañándome una amiga muy pizpireta que iba a la universidad y leía a Camilo José Cela. Con esto queda dicho todo: ¡una bohemia!
»Papá y mamá ya habían dado su consentimiento a mi boda, tía Eutiquia y tía Cleofás bordaban mi nombre en las sábanas, y la muchacha me gastaba las acostumbradas bromas: “Hala, niña, hala, que pronto te estrenarán”. Y en aquellas fechas idílicas, absorta yo en los preparativos, vino esa alocada amiga, Cristinita Mensua, y me informó de cuatro quisicosas que me horrorizaron. ¡Estremecíme hasta un punto culmen! ¿Placer? ¡Y ca! Aquello podía ser una carnicería, un torrente de sangre. ¡Qué guarra era Cristina, de saber esas cosas! Ya ve usted lo que le enseñaban en la universidad. Indignóme. No podía ser cierto. Desconfiada en grado máximo, echéselo en cara. Burlóse ella y díjome si yo era Antoñita la Fantástica o qué. Yo, orgullosa, contéstele: “Sí, roja, más que roja: quiero ser Antoñita y, si tengo la desgracia de crecer, que sea Isabel la Católica”. ¡Ay, gallarda ilusión! Ser siempre nínfula, candorosilla, con tirabuzones dorados y jauja metida en lo más hondo de la tenaz ideología. No obstante, cuando quedé a solas lloré pensando que mi Príncipe Gentil era una bestia destinada a causarme un gran dolor. Como lo oye, marquesa: nuestro idilio no era como el de Tyrone Power y Loretta Young en Suez. En la noche de bodas, yo no descendería por escalinatas de mármol luciendo un miriñaque color de rosa; él no vestiría levita y, al verme, no exclamaría: “¡Qué bien os sienta la diadema, majestad!”. No. ¡Nada de eso! En la habitación de un hotel de las Mallorcas yo no sería Eugenia de Montijo ni él Fernando de Lesseps. Seríamos como el león y la leona, el conejo y la coneja, el elefante y la elefanta, el toro y la tora…
—Vaca.
—Vaca, su madre, marquesa…
—La vaca es la pareja del toro, burra.
—¡Ay, qué más da! ¿No entiende que es una metáfora para significar que mis sueños ideales íbanse al cuerno? ¿No ve que equivale a decir que él venía a despachurrarme? ¡Uag! ¡Uag! Paséme dos días seguidos vomitando. Para colmo, a los Martínez, del segundo primera, no se les ocurrió nada mejor que regalarnos una copia de Rembrandt para el comedor. «Un Rembrandt siempre es un Rembrandt, aunque sea copia», dijeron en tono obsequioso. ¿Sabe de qué cuadro se trataba? ¡De la ternera desollada, abierta en canal, chorreando sangre! ¡Ay, casi desmayéme cuando trajéronmela, la víspera de la boda! Aquella noche no pude conciliar el sueño. Sólo veía el Rembrandt por toda la alcoba. Sobre el vestido de novia chorreaban gotas de sangre. Sobre el lecho, gotas de sangre… ¡Ah, yo una ternera abierta en canal! Y él, un cafre, un huno, un carretero, un antropófago… Horror, horror, sí: angustia del sexo hecho martirio. Mas no he de negarle que, al mismo tiempo, fuerzas nuevas y estrambotiquillas inspirábanme una suerte de estremecimiento que empezaba a complacerme. ¡Oh, oh, oh! Pensé mucho y, como siempre fui cristiana vieja, acepté que mi deber era servir a mi marido aunque me abriese en canal. Así dirigíme al tálamo, dispuesta y aun deseosa de agonizar en manos de la bestia furibunda. Estrené una «reconciliación» monísima: un sueño. Mientras poníamela, díjeme: «Ese King-Kong te la arrancará de un zarpazo, de un zarpazo, de un zarpazo…» ¡Cuántos nervios, marquesa! Esperóle en el lecho, fingiendo que leía un capitulillo de El filo de la navaja, tan de moda aquel año. Él no llegaba. ¡Atroz espera! Estaba… en el cuarto de baño. Hacía gárgaras… ¡Sí, sí, mi amada bestia hacía gárgaras, pero su ruido era como las cataratas del Niágara! ¡Qué fuerte sería, qué avasallador, cuán varonil! Tendíme larga cual era, abrí los brazos de par en par. No sé qué me ocurría. Fuego interior acaso. Oí que salía del baño. ¡No quise mirar, no! ¡Qué pasos tan rotundos! Aquel no era mi marido: era un primate de los de Hace un millón de años. Cerré los ojos. ¡Iba de cabeza a la prehistoria! Ya se acercaba. Díjeme para mis adentros: «¡Olisquéame la corola, Blas! ¡Insúflame con tu polen!». Y dispuesta a ser olisqueada como nunca lo fuese flor alguna, noté que ya lo tenía encima. Aplastada por su cuerpo, sentí un piélago de sensaciones encontradas. Miedo al placer y ansia del mismo. Su cuerpo no tardaría en profanar el mío. Presa del pánico, grité: «¡Salvaje, bestia, carretero, Atila, Stalin…!».
De pronto, la gentil oradora se interrumpió. En su rostro se había operado una extraña transmutación: acababa de cambiar el dolor por el odio abierto.
—¿Y entonces? —preguntó la marquesa—. ¿Qué ocurrió en el supremo instante de la desfloración?
—Nada.
—¿Cómo que nada?
—Nada de nada. Como lo oye, marquesa. Él levantóse de golpe, víctima de su propia desesperación. Yo, al sentir su ausencia, abrí los ojos, y le descubrí arrodilladito a los pies del lecho. Al verle desnudo, cayóme el alma a los pies. Era tan minúsculo, tan poca cosa, tan sumamente ridículo, que sólo quedábale el recurso de llorar. Y apenas se atrevía a besarme la mano mientras iba repitiendo: «Capullito de alhelí, tocinillo del cielo, yemita de Santa Clara». Quedóme de piedra. Pasóme la excitación para los restos. Desinflóme.
—¿Y después?
—Nunca hubo un después.
—¿Ni con otros?
—¡Marquesa! Propia era yo y propia soy. Mientras vivió mi Blasín no tuve ojos para otros hombres. Cuando murió, ya no veía a ninguno por culpa de la vista cansada.
—¿Y no consultó con sus amigas más fiables?
—Claro que sí. Pero a todas les pasó igual.
—¿Qué me está diciendo?
—Todas sin el consuelo de una noche feliz.
Menos las que tuvieron hijos, claro. Pero los tuvieron sin ver jamás a su marido en paños menores. ¿Usted vio alguna vez al suyo de esa guisa?
La marquesa enarcó las cejas y exhaló un suspiro tan profundo, tan satisfecho, que era toda una declaración de fe.
—Mi Wifredo era muy torero. Antes de fugarse con aquella domadora de focas, se empelotaba ante mí y se ponía a bailar la danza del sable de Rimsky Korsakov…
—Será de Kachaturian, marquesa.
—¡Anda que me importa mucho el autorcito! Lo de Wifredo, hija, no necesitaba firmas ilustres. ¡No sabe usted lo que tenía el perillán! Mientras bailaba, eran dos sables los que sacudía: el de su regimiento y el que Dios le dio para bien servir a las hembras de este mundo.
—¡Y lo dice en plural! ¿Es que amó a muchas?
—No había en el Madrid de aquel entonces taller de modistillas ni teatro lírico donde él no mostrase el sable a las adeptas a la esgrima.
—Sería usted muy desgraciada.
—Sólo al principio, porque era joven y creía en las exclusivas del amor. Pero como sea que, al regresar a casa, mi Wifredo desenvainaba el sable y me endosaba cuatro o cinco estocadas maestras, se me iban todos los males y más que hubiera habido. ¡Mi pobre Wifredo! Gracias a él aprendí que vale más un buen sable en casa, que cien navajas en la calle.
—Compadézcame a mí y a mis amigas que, por no tener, no hemos tenido ni un triste cortaplumas. ¿Y qué puede una hacer ahora? ¿Qué podemos hacer todas las que sufrimos tantas carencias por guardarle un respeto a la honra?
—Pues lo que hacen, hijas: rezarle todo el día a la Virgen y organizar tómbolas.
—En esto estamos —dijo la otra, con un suspiro de resignación—. Y en insistir en el tema que me obsesiona. En que esa Von Petarden no puede asistir a la aparición de la Virgen si, por las noches, abre sus cancelas al primero que se presenta.
La marquesa la consoló, garantizando su rápida intervención en el asunto. Fue, sin embargo, una promesa edificada sobre la indiferencia más absoluta y el convencimiento de que cada uno podía hacer lo que quisiera en su camarote.
Vio alejarse a la Prima de la Higuera, derrochando insipidez y tedio a su paso. Por cierto que su uniforme morado, de penitente, hizo un contraste de estrépito con los colores psicodélicos que ostentaba Miranda Boronat.
Las dos mujeres se cruzaron sin dirigirse una sola palabra, pero Miranda hizo una mueca de asco que divirtió mucho a los camareros.
Recompensado que la hubieron con un vodka sobrecargado con otra marca de vodka, Miranda fue a tomar asiento junto a la marquesa, que seguía pensando en Pilar Prima de la Higuera.
—Esa mujer me asusta, Miranda. Es demasiado severa para ser buena. Además, he visto la envidia en sus ojos.
—Y con razón. ¡Mire que contarle lo del sable de Wifredo! Yo misma la hubiera estrangulado la primera vez que me lo contó. Porque, no sé si se acuerda, hizo usted en la cuenta del restaurante un dibujo de su sable a escala reducida, y aun así se salió del papel.
—Es que en aquel tiempo los hombres eran otra cosa y las medidas otras medidas. En fin, menos mal que no le he contado a esa pobre mujer lo del griego…
—¿El padre del archimandrita?
—Ese mismo. ¡Ay, Yannos, qué noches me diste en la Riviera! Sólo tengo que decirte una cosa, Mirandilla: si el sable de Wifredo era un prodigio de agilidad, lo que esgrimía Yannos era la maza de Hércules.
—Querrá usted decir las columnas.
—También tenía algo de columnas, hija. También tenía algo de columnas.
—Pues sabe qué le digo, abuela: aunque no consiga que su hijo diga misa en los Jerónimos, puede usted morirse bien tranquila. Que lo que ha tragado ese cuerpo suyo no lo tendrá el archimandrita con esos niños del orfanato.
Acertó a pasar Perla de Pougy, vestida de verde intenso como su ánimo. Al oír las últimas palabras de Miranda se le abrieron los ojos de par en par.
—¿Alguien hablaba de niños? —preguntó, nerviosa.
—Sí, guapa; pero tú no entras, que te conozco.
—Claro que yo no entro, mona. Entran ellos. ¡Y con cuánta gracia entran, los angelitos!
Miranda fingió escandalizarse con un gesto que abarcó toda la mesa.
—Pero ¿ha oído lo que dice, abuela? ¡Y encima asegura usted que va de redimida!
—Es que la redención no es cosa de un día. ¿Cuántas veces insultó Saulo a Cristo antes de recibir la luz?
—Cuando este pendón reciba la luz habrá desvirgado a toda una generación de escolares.
—A toda no, mona. Una parte ya está desvirgada.
—¿Quién es la infame?
—Tu madre, guapa. Y, además, cobraba. Abur, marquesa, que el tiempo vuela y todavía tengo que convencer a un grumetillo que me ha salido indeciso.
—¡Perra! —exclamó Miranda—. Si yo no fuera una señora la insultaría, pero como soy una dama me limito a desearle un cáncer de cejas.
Llegó Fificucha Osváldez, saltando como era su costumbre; pero, en esta ocasión, acompañaba su trotecillo con movimientos circulares de las manos que recordaban a las coristas de los años veinte.
—Mirandilla, ven, que me están haciendo una entrevista sobre el dinero de papá y sus múltiples bifurcaciones… y de dónde sale y adónde va.
La marquesa supo disimular, pero Miranda se puso lívida:
—¡No te habrás atrevido! ¡No nos habrás dejado en porretas delante de la opinión pública!
—¡Pero si lo sabe todo El Mundo! Además, la revista Cuchicheos me da otra portada. Así que tendré tres: la que digo que estoy encinta, la que niego estar encinta y esta que me revela como la lista del día.
—Muy lista —murmuró la marquesa, a punto de estallar—. Pero que mucho.
—Puedes tener una cuarta portada —dijo Miranda—. Ya estoy viendo el texto: «Adolescente mema asesinada en un crucero. No se sospecha de ninguna pasajera en concreto, pues todas tenían motivos para estrangularla». Porque a ver si te enteras de una vez: casi todas esas señoras que ves aquí han dejado su dinero en manos de tu padre.
—Ya lo sé. Ya lo he dicho.
—¿Y has dado nombres?
—Sí, claro. Si no das nombres no te dan portada.
—Estas cosas las solucionan muy bien algunas bestias —murmuró la marquesa. Y añadió—: Se comen a sus crías.
Ante la dificultad de cortarle la lengua a Fificucha, Miranda decidió no trabarse la suya. Habló en tono ácido, violento, desacostumbrado en ella:
—¿Sabes qué le dijo Demóstenes a Lope de Vega? Le dijo: «Idiota». Y se fueron cada uno por su lado. Así que lárgate mientras la marquesa y yo decidimos cómo puede arreglarse ese lío.
Abandonada por su cómplice más fiel, Fificucha empezó a deambular en busca de nuevos aliados, hasta que descubrió a la ministra y la princesa. Cuchicheaban de manera tan íntima y reservada, que la niña Osváldez vio tema donde meter sus lindos hocicos.
—¿Hablan ustedes de dinero? —preguntó entre risitas.
La princesa la miró con notorio desprecio:
—Sí, mona, pero tú no lo entenderías.
—¿Cómo que no? Yo sé el dinero que mi papá tiene de todas ustedes. Y lo que le deben cada una. Y que sus maridos lo han ganado de manera guarrísima.
—¡Qué mona es la niña! —refunfuñó la princesa.
—Sí que lo soy. Y usted también. Papaíto siempre lo dice. Papaíto dice: «La princesa es una monada. Estás con ella en la cama y te empieza a contar todas las estafas de su marido…»
La princesa frunció las cejas como la madrastra de Blancanieves. Sus intenciones no serían muy distintas.
—¿Cuántos años tienes, niña?
—Dieciocho.
—Pues eres un prodigio. Porque aparentas cuarenta y tres y tienes cerebro de siete. Y ahora lárgate, que cuando te pones a escupir me dejas el café perdido de arsénico.
Fificucha Osváldez se fue dando saltitos mientras la princesa y la ministra reanudaban su conversación:
—A lo que íbamos, Amparo… Dice usted que no está contenta con su ministerio. Si es así mi marido podría hablar con quien usted sabe para que le favorecieran las cosas.
—¿Contenta? ¿Descontenta? Ese no es el problema, princesa. Es lo que me he encontrado al empezar mi mandato. Me da auténtico horror que alguien pueda ver las cuentas. En la Expo de Sevilla se invirtieron ochocientos millones en un montaje teatral que sólo tuvo tres representaciones. Se hizo venir a un asesor del extranjero que cobraba diez millones al mes. Le estoy hablando sólo del teatro. En lo demás, no quiero ni imaginarlo. Hay millones y millones que no aparecen por ningún lugar y, si aparecen, es peor, porque entonces se ve lo desorbitado de la situación. En estas condiciones, a mí no me ha quedado dinero ni para montar un descampado de chabolas. ¿Sabe una cosa? Tengo la sensación de que algo se va a pique y yo estoy metida hasta el cuello sin comerlo ni beberlo.
—¿Y por qué aceptó el cargo?
—Eso es otra cosa. Es que me gusta volver a mi calle de Valencia v que salgan las vecindonas a gritar: «Mireu, és la xiqueta de la Vicenta, que l’han feta ministra».
—Pues una cosa va por la otra, rica. Y si no, haberse quedado en la Albufera recogiendo cañas y barro… Por cierto, ¿no le parece que este crucero está muy aburrido?
—Es un funeral. Podría usted haber invitado a alguna folklórica que le echase duende.
—Lo pensé, pero me dije: «Igual sacan en la prensa que me he liado con ella». No sé qué pasa últimamente, pero a todas las folklóricas las ven tortillerísimas. Y me consta que no es así, porque entre ellas hay mucha rivalidad y mucho decir: «Con mis castañuelas dejo más alto el pabellón español que tú, tía guarra».
—No me hable de folklóricas. El otro día me vino Chipirón Sesostris, el director del Ballet Indígena, y me dijo: «Auméntame la subvención, mi arma, que yo soy la Argentinita reencarnada». Entre nosotras: nunca creí que hubiera tanta mariquita suelta en el mundo de la cultura.
—Haberlas haylas, querida. Sé de uno a quien han dado el premio Príncipe de España que más debieran haberle dado el Princesa de los Ursinos. En ñn, veamos qué distracción nos ofrece hoy el pasaje. Mire la animada conversación de las catalanas. Igual se encuentran interesadas en algo que, por casualidad, no sea Cataluña.
Llevada por su propia voluntad de cosmopolitismo, Miranda Boronat acababa de acercarse al grupo formado por las esposas de los consellers, una alcaldesa de pueblo llamada Montserrat Galldindi i Pous y dos simpáticas hermanas que ostentaban nombres entrañables: Vilanova se llamaba la mayor y Geltrú la más pequeña (grados por demás relativos: cada una avanzaba hacia los cincuenta años, mejor o peor contados).
Estaban las catalanas hablando de su Liceo y lamentando las hermosas historias que habían quedado entre sus cenizas. Porque toda burguesita barcelonesa ha encontrado marido en un palco del Liceo y por eso han odiado la ópera para el resto de su vida. La Galldindi i Pous alardeaba de los chicos que la cortejaron en la temporada de 1948. Debían ser los únicos que se le acercaron en toda su vida, pues se acordaba como si cada uno de los quince fuese su marido. El cual, dicho sea de paso, no estaba en el grupo ni ya en este mundo. Murió de una embolia, en su palco, en la gala inaugural de otra temporada más cercana.
—¿Qué cantaban ese día? —preguntó Mariona Finestrell.
—El crepúsculo —dijo Montserrat, con un suspiro tétrico.
—¿El crepúsculo no es una tienda de tejidos? —preguntó Miranda Boronat.
—No, mujer, es una ópera muy sonada —dijo la Vilanova.
—Y tanto. No paran de bramar —comentó la Geltrú.
—Pero es vistosa. Siempre que sale el rubio llamado Sigfrido hay un dragón, una hoguera y tres o cuatro arbolitos…
—Es que cuando un montaje del Liceo es espectacular, vale un Potosí… —dijo Mariona Finestrell—. Será por su influencia que a mí siempre me han gustado las películas de mucha presentación y miles de extras. Aquella tan preciosa de los diez mandamientos, ¿cómo se llamaba?
—Los diez mandamientos —dijo la Geltrú, que era cinéfila.
—¿Está segura?
—Va a misa.
—Últimamente no tanto como debiera. Bueno, pues aquella película de los diez mandamientos en la que salía aquel artista que en el Planeta de los simios era el único que no hacía de mono…
—Era el Ben-Hur, mujer.
—Pues ese, el Ben-y-Ben, en la película de los mandamientos tiene que enfrentarse a aquel artista de la calva, que hace de monarca de las pirámides y no quiere permitir que los judíos le monten el éxodo…
—¿Qué dice que hacen? —preguntó Miranda.
—Sí, mujer: el éxodo. Representa que los judíos se largan de Egipto.
—Dicen que estuvieron allí no sé cuánto tiempo.
—La tira. Los egipcios estaban hasta las narices.
—Pues haberlos soltado antes.
—No pudo ser porque el faraón calvo y el profeta Ben-y-Ben se detestaban por culpa de la faraona tentadora…
—¡Ahora me acuerdo! Ella era una zorra.
—Para mí que los quería llevar a la perdición a los dos y al pueblo de Israel…
—En cambio, a la pastora que se casa con el profeta, la encontré yo más de fiar, siempre pensando en el bien de los suyos y en que no se apagase el zarzal ardiendo…
—¿Y eso qué tiene que ver con el éxodo, perdone?
—Era para significar que aquella escena en que salía tanto gentío (porque se larga todo el pueblo de Israel al unísono), pues también era espectacular como la función de que hablaba usted…
—¡Qué quiere que le diga! ¡Donde esté el Liceo de Barcelona que se retire la Metro Goldwyn Mayer esa!
—No fastidie, señora. La escena del éxodo era tan espectacular que si hubiesen faltado diez judíos ni se hubiera notado.
—Es que diez no se nota. En Alemania, hasta que no llegaron a faltar cinco millones nadie se dio cuenta…
—¡Calle, calle! Yo de los alemanes no me fío ni para ir de aquí al Walpurgis.
—Dicen que ahora se han vuelto a juntar los de una Alemania y los de la otra Alemania. ¡Mientras no les dé por empezar a fabricar hornos!
—Yo, cuando veo a un alemán en una barbacoa me pongo a temblar.
—Una desdichada amiga se casó con un diplomático oriundo de Munich y un buen día la encontraron muerta. ¡Había sido un escape de gas!
—La mató el alemán, claro.
—No, porque estaba en Moscú ese día, pero todo el mundo lo encontró muy casual. Y sobre todo muy alemán.
—Pues a mí los alemanes me encantan —dijo Miranda—. Sobre todo cuando tocan valses y te traen recuerdos de la Viena imperial.
—Pero Viena no está en Alemania, tontita.
—¿Pues dónde está?
—En Viena.
—Claro —dijo Miranda, tras una profunda meditación—. ¿Dónde iba a estar?
Como sea que continuaban hablando de alemanes, hornos crematorios, gases y demás desgracias poco idóneas para una perfecta sobremesa, Miranda se alejó hacia otro lado del salón; pero como todas sus amigas se habían acostado ya, decidió leer un libro de los que adornaban la biblioteca. Cogió al azar una novela policiaca y buscó ávidamente la última página.
Al llegar al tercer párrafo ya se hallaba profundamente dormida.
EL MAR DE LOS MITOS HACE QUE LOS DÍAS, normalmente apresurados, se conviertan en una eternidad puesta al alcance de las peregrinas. Pasado Santorini, el mar ya no ofrece reposo. Hasta llegar a Creta ya no hay islas que descubrir. No existe la limosna de una escala. El mar prosigue vasto y silente, revestido con la prudencia de los clásicos. El viaje en barco depara entonces la posibilidad que sólo conocieron los antiguos: la continua ida y el eterno regreso.
No es un itinerario demasiado largo, pero algunos barcos prefieren prolongarlo para dar placer a sus dueños. Una especie de calma chicha se apodera de las almas. El letargo se desploma sobre los cuerpos, que aparecen en cubierta tendidos de bruces, panza arriba, medio sentados, pero siempre como objetos inertes, abandonados a la nada.
Esa calma que se ha apoderado del barco siempre es enemiga de las almas inquietas; siempre se muestra hostil con los amantes del propósito. Estos se rebelan, mostrándose más activos de lo normal. En el salón, protegidas por el aire acondicionado, algunas personas se dedican a planear excursiones para la próxima isla. En la zona de popa, cubierta por el amplio toldo, otros se entregan a la acción. Puede ser un deporte liviano, una partida de naipes o la inagotable práctica de sevillanas a cargo de las frenéticas barcelonesas. Siguen sin darse tregua ni pedirla; saltan, brincan, para atrás, para adelante, como si no fuese con ellas otra cosa que dejar bien alto el pendón de la bravura catalana. Pendón que, por cierto, es puesto en tela de juicio por las esposas de los consellers áulicos, cada vez más convencidas de que sólo ellas tienen exclusiva sobre la catalanidad, mientras las otras, por muy finas que parezcan, no dejan de ser unas pobres colonizadas.
El tiempo, al detenerse, favorece que otras den rienda suelta a su disposición de hormiguita y, además, de hormiguita beata. Allí, apartadas en un último rincón de la zona de sombra, las damas de María Asunción Solivianto cosen estandartes y banderas para enarbolar en el cortejo que piensan dedicar a la Virgen, cuando caminen hacia la gruta del milagro. Y es tal el buen gusto, tanta la exquisitez de esas señoras, que en uno de las estandartes han cosido, con primorosas puntadas, una lámina que reproduce la Concepción de Murillo.
¡No dirá María Santísima que le falta espejo donde mirarse!
También en el saloncito reinaba gran actividad. El comité organizador de los festejos para la mujer trabajadora discutía con fervor algunos detalles que quedaban por ultimar. Como no faltaban opciones, abundaban los litigios. Y, como siempre, había las que, llevadas por su afán de perfeccionismo, llegaban a incordiar. En este caso era la ministra de cultura.
—Yo debo manifestar mi perplejidad ante un hecho singular —dijo en el tono docto acorde a su alto ministerio—. ¿Se ha hecho publicidad en la isla de Creta? Lo digo para que sus habitantes puedan subir a bordo y, así, comprar que si un objeto decimonónico, que si un pastelillo de carne, que si un tapete cosido con las primorosas manos de nuestras marquesonas preferidas…
—¡No queremos publicidad de ningún tipo! —exclamó, airada, la marquesa de Vallecasburgo—. No está calculado, ni por asomo, que los recuerdos de nuestras egregias familias salgan de nuestro círculo.
—Pues ¿cómo piensan reunir el dinero?
—Muy sencillo. Yo veo el anillo de bodas de la bisabuela de Piluca, lo compro y ella da el dinero para la campaña. Piluca ve las enaguas de mi cuñada la Montepisón, me las compra y yo doy el dinero para la campaña. Entre esto, el concurso de sevillanas, el campeonato de canasta y la gymkhana de cocina se puede conseguir fácilmente medio millón de pesetas.
—¿Y eso para cuántas obreras da?
—Depende. Hay obreras muy gastonas. Sin ir más lejos, mi asistenta se compró unos pendientes de oro el otro día.
Aburrida de aquella conversación, la princesa hizo sonar el timbre llamando al orden. Cedió entonces la palabra a la vizcondesa de Saguntillo:
—Estoy muy ilusionada porque creo haber solucionado un pequeño problema de las ludópatas, que han venido quejándose por falta de juegos. Siempre ansiosas de contribuir a la causa, Olivia Sotomayor y yo hemos improvisado uno que es una pocholada.
—¡Es de cuco…! —exclamó la Sotomayor—. Veréis, está inspirado en los entrañables pim-pam-pums de nuestra infancia.
Un rastro de nostalgia apareció en la faz de la princesa:
—Recuerdo que, de niña, me divertía mucho; pero le veo un inconveniente: ¿quién va a poner la cabeza para recibir los pelotazos?
Aquí se negaron todas sin dudarlo un segundo.
—No es necesario que ninguna de nosotras se quede con la cara hecha un mapamundi, porque todas sabemos por experiencia lo que cuesta entrar en un quirófano. Para eso están nuestros marineros. Con lo feos que son, no tendrán reparo.
—No confíes mucho. Piensa que a cualquier hombre le violentaría hacer ese papel.
—¡Anda que no deben de ser machistas los griegos!
—Pues entonces, uno de los grumetillos…
—¡De eso ni hablar! —exclamó, indignada, Perla de Pougy—. Humanamente, no tenemos derecho a desfigurar a esos pobres niños.
Y pensó para sus adentros: «Luego no los podré alquilar ni a obispos ni a ministros ni a militares».
Estaban a punto de desestimar la brillante idea de la Saguntillo, cuando Miranda Boronat dio un paso al frente y, con actitud de suficiencia, proclamó:
—Yo tengo a la persona adecuada. Alguien que se pirra por hacernos un servicio. Alguien que, con sólo recibir el encargo, se sentirá henchida de orgullo.
Dejándolas a todas con la palabra en la boca, echó a correr hacia cubierta, donde Emilia de Ruiz-Ruiz tomaba plácidamente el sol mientras leía una preciosa novela de Barbara Catland.
Después de elogiarle el bikini con escudos de las distintas provincias de España, Miranda le explicó que las señoras más distinguidas del crucero —la flor de la flor y la nata de la nata— habían decidido por votación pedirle un favor muy especial.
—¡Dios mío! —exclamó Emilia, a punto de desmayarse—. ¿Un favor a mí? ¿Está usted segura, doña Miranda? ¿Cree que me lo merezco?
—Naturalmente. Nadie más merecedora que usted. Al fin y al cabo, ganó ese concurso inmortal…
La llevó a rastras ante el comité y, sin que ella se diese cuenta, hizo una indicación a las demás, que al punto elogiaron su bikini y sobre todo los escudos, de carácter tan patriótico.
Temblaba de emoción la dulce Emilia, pero se le fueron los temblores no bien escuchó la explicación del juego a que pretendían someterla. Pasó de la emoción a la perplejidad sin dar un solo paso.
—¿Me está usted pidiendo que haga de blanco en un pim-pam-pum? —preguntó, con vocecilla de desamparo.
—Es su única oportunidad para convertirse en la estrella del crucero. Piense que será la gran fiesta que justifica tantas idas y venidas. Imagínese a todas esas damas sólo pendientes de usted. Y allí, en el centro, su carita maquillada de payasito.
—¿Es que, además, quiere pintarme de payaso?
—Pues claro. Las cosas hay que hacerlas con propiedad. Si la dejamos así, tal cual va, no dará más risa que la que inspira en los días de diario.
—Es que me da mucho apuro.
—Le aseguro que quedará divina. Como Fofito, pero con más gracia, porque usted la tiene por arrobas. Es graciosilla por naturaleza… ¡Niñas! ¡Pedidle al capitán un poco de pintura, a ver cómo queda Maru-Emi de payasita!
—¡Por Dios, doña Miranda!… ¡No me haga hacer eso!
Se adelantó la princesa, arrastrando tules para dotar a su avance de empaque y majestad.
—No me irá a negar su colaboración, ¿verdad, monina? Ande, mujer, que le daré una foto mía para sus hijos. Y si aguanta usted diez pelotazos, incluiré una de mi marido cuando todavía estaba sereno.
—Pues irá vestido de húsar —comentó la maligna Perla de Pougy.
—¡Qué insolente eres a veces, puerca! —gritó la princesa. Pero al punto recuperó su tono más dulce para decirle a Emilia—: Piense en mi ofrecimiento. Piense en cuántas lectorcillas de Sueños de oro se matarían por un regalo así.
Llegó Beverly Gladys con dos botes, uno de pintura azul y otro rojo.
—¡Fantástico! —exclamó Miranda, cogiendo un pincel—. El rojo irá muy bien para pintar una bocaza enorme, enorme, enorme…
Dicho y hecho: con un par de pincelazos diseñó en el rostro de Emilia una bocaza que iba de oreja a oreja.
—¡Parece usted un payaso de verdad! —exclamó Fificucha Osváldez, batiendo palmas.
—A mí me recuerda a Botones, el payaso de «El mayor espectáculo del mundo»… —dijo Nenita Lafuente.
Mientras Miranda y Beverly Gladys consumaban su obra maestra, la baronesa de Vallecasburgo y Olivia Sotomayor transportaban una especie de tablero pintado de verde, con florecitas que pretendían parecer campánulas. Las habían pintado con sus propias manos, en Madrid, mientras el hijo pequeño de la baronesa, que disponía de serrucho propio, había abierto un círculo por donde cabía perfectamente una cabeza humana.
—Espero que no sea usted muy cabezona, querida —dijo Miranda.
—¿Por qué lo dice?
—Porque tiene que sacar la cabecita por aquí.
—No me haga hacer eso, por favor…
Y nadie la apartaba de aquella súplica.
—Pues claro que sí. Tiene que salir sólo la cara para que podamos tirarle las pelotitas. ¿Tan difícil es de entender?
La agarró por el pescuezo y empujó la cabeza hacia el agujero, hasta que Emilia quedó en la posición tan aplaudida en ferias, agua-parks y fiestas mayores del ancho mundo.
En vano seguía Emilia gimoteando. De nada servían las lágrimas que empezaban a brotar con violencia. Estaban ya todas las damas equipadas con pelotitas de ping-pong, y dispuestas a ensayar el acto destinado a convertirse en la gran atracción del Día de la Mujer Obrera.
—Usted primero, princesa —dijo Miranda, en actitud complaciente.
—Yo no. Podría estropearme el esmalte de las uñas. Como de costumbre, delego en usted, mi fiel Beverly.
La secretaria arrojó con furia una pelota que no dio en el blanco deseado.
Miranda sentíase llena de afecto y, además, henchida de orgullo por servir a los intereses de la comunidad.
—Es la maruja más dispuesta que he visto en mi vida, Se presta a todo.
Y arrojó gentilmente una pelotita que fue a dar contra la frente de Emilia de Ruiz-Ruiz.
—¡Mirad la maruja! —gritaba Fificucha Osváldez—. ¡Mirad qué mona está!
Empezaron a llegar más señoras, y una arrojaba una pelotita a Emilia, y otra se acercaba con el pincel para pintarle una estrellita en la frente. A todo lo cual la improvisada payasita sollozaba sin cesar y, además, sin poder sacar la cabeza del agujero, pues la mantenía aferrada por el cogote Olivia Sotomayor.
Inesperadamente, Amparo Risotto se colocó delante del pim-pam-pum, con los brazos abiertos de par en par como una Juana de Arco imaginada por la mente de un francés de clase media.
—Esto no se puede tolerar. Esta mujer es una de las protegidas del Ministerio de Cultura.
—¿Y en qué se nota? —preguntó la princesa, desafiante.
—Para ella y millones de mujeres como ella fomentamos el teatro, el cine, los libros, las exposiciones y los museos. Ahora, lo que no está previsto en los gastos oficiales es el pim-pam-pum. O sea que se ha acabado la broma.
Atraída por el jolgorio, Margot Sepúlveda se levantó del rincón de proa donde había estado tomando el sol y fue hacia el improvisado teatrito. Cuál no sería su asombro al ver a su amiga representando el patético papel de un bufón medieval, trasladado en el tiempo y el espacio.
—¡Sácame de aquí! —gritaba Emilia—. ¡Sácame, que esto no lo había previsto Raffaella!
Margot no tuvo vacilación. Fue directamente hacia Olivia Sotomayor y la zarandeó con brutalidad hasta que el cuello de Emilia quedó libre de sus manazas. Acto seguido, la empujó con tan mala fortuna que arrastró en su caída a la marquesa del Pozo del tío Raimundo.
—¡Grosera, más que grosera! —gritó la princesa, enfrentándose a Margot—. ¿Quién le ha dado a usted vela en este entierro?
—El entierro lo montaba yo con todas ustedes, cretinas de mierda. ¿Quiénes se han creído que son? Pues yo se lo diré: piojos resucitados las unas… y usted, princesa, un putarrón. Y esto es lo que hay, y más habrá si me provocan.
—¡Cuidado, guapa, que está hablando con señoras de toda la vida!
—Otro empujón así y yo seré señora de toda la muerte… —gemía la marquesa, en brazos de Miranda y otras socorristas.
Pero nadie pudo socorrer a la princesa Von Petarden de la furia de Margot que, entre otras cosas sirvió para sacar a la dama sus aspectos más barriobajeros.
Lo que salió de aquellos labios no es para ser contado. Si lo fuese, ¡qué no hubieran sacado en exclusivas las chicas de los medios de comunicación! Cuando menos, un curso de expresiones malsonantes en tres idiomas.
Pero ninguna reportera lo recogía porque a todas continuaba interesándoles más una Von Petarden refinada que una pelandusca. En cuanto a los gritos de Margot: ¿a quién podrían importarle? Sus imprecaciones no eran noticia, porque ella misma nunca lo sería. Y como no tenía la menor necesidad de serlo, se enfrentó a las señoronas, con gesto firme y decidido:
—Vamos a zanjar la cuestión de una zorra vez: son ustedes una panda de bordes. La mejor de todas, colgada… —Y observando a Emilia, con fingida serenidad, añadió—: ¡Y ahora no me digas que no sé comportarme, porque te doy una zurra!
Evidentemente, no era el caso, pues Emilia de Ruiz-Ruiz seguía llorando sin cesar.
—¡Qué vergüenza! Quiero irme con mis niños. Quiero volver a la urbanización.
—Lo creo, mujer, lo creo. Y ¿sabes qué te digo? Sigue soñando con tus revistas. Pero si ves que una de sus fotos se pone en movimiento, echa a correr.
Fue entonces cuando el capitán hizo sonar la campana, anunciando a lo lejos las costas violáceas de Creta.
En el centro, dominándolo todo, las cumbres nevadas del monte Ida, cuna de los milagros.