Capítulo decimotercero
RECOVECOS

AJENAS A LA LLEGADA DEL MUJERÍO, Victoria Barget y Elena Arquer continuaban buscando en Creta sus propios caminos, si así puede llamarse a sendas que se extraviaron en algún momento de sus vidas.

Minifac Steiman estaba empeñada en proporcionarles una estancia ideal, donde el olvido no sólo estuviese disculpado, sino requerido. Cada momento de aquellos días abiertos sobre el mar inmortal parecía responder a un proyecto donde sólo importase el bucolismo. Y este se realizaba plenamente en los letargos de la playita privada, por las mañanas, hasta las ya calurosas tardes a la sombra de la veranda o los crepúsculos entrevistos en la terraza superior, desde cuyas hamacas se dominaba el mar y la montaña. Y todos los distintos momentos del día derramaban sobre el paisaje un apogeo de luces que contribuía a desnudar a la realidad de sus aristas más violentas.

Mientras Victoria seguía esbozando su teoría del sacrificio —precipitar el fin antes de que otro lo precipite—, Elena Arquer se dedicaba a combatir el espectro de la niña que había dejado en aquella isla, tantos años atrás. La que tuvo el valor de transgredir, sin conocer el alcance exacto de su transgresión.

Instaladas en sendas tumbonas, consumiendo refrescos de yerbas tan olorosas como nunca habían olido, dejaban que el crepúsculo las envolviera sin el compromiso de un quehacer, sin la obligatoriedad de una decisión.

—Debo felicitarla… —murmuró Victoria, desde la galbana absoluta—. Hace ya dos días que no me da usted la lata con el asunto de mi marido.

—A lo mejor debe atribuirlo a mi incapacidad. Se lo confieso: fue dejar de leer periódicos españoles y quedarme fuera de combate.

—¿Y qué le dice su conciencia?

—No la traje conmigo. Comprenda que me urge recuperar la que dejé en esta isla. Dos conciencias, y además acusadoras, son demasiadas para una pobre mujer indefensa.

—En cuanto salga de esta bahía idílica comprenderá que ya no le será posible recuperar el espíritu que dejó en Creta.

—Quiero intentarlo, en cualquier caso. No voy a resignarme a pensar que todo muere por los antojos del tiempo.

Por no resignarse Elena Arquer conoció la magnitud del fracaso, pues, como había pronosticado Victoria, el turismo de masas había convertido su isla soñada en una gigantesca multinacional. El mundo que conoció había sido sustituido por un alucinante walpurgis de alemanes groseros, franceses insolentes, italianos destrozones, todos los ejemplares de las razas cuya prepotencia económica les permitía sentirse como nuevos dominadores de los países menos desarrollados. En Heraklion, alrededor de la fuente veneciana que tanto encanto tuvo, se había ido desarrollado una ingente cadena de hamburgueserías. Pasear de noche por el viejo puerto de Haghios Nicolaos, antes recoleto y solitario, equivalía a rememorar los excesos de un Benidorm. En la carretera de la costa habían aparecido monstruosas edificaciones tipo bungalow barato e interminables cadenas de supermercados…

Puesta ante evidencia tan brutal, Elena Arquer luchó con todas sus fuerzas para encontrarse a sí misma en una realidad ancestral, algo no calculado por las fuerzas del progreso. Fue entonces cuando los enigmas de Edipa Katastrós reaparecieron con toda su intensidad, sin que ella pudiera precisar por qué. Sus miradas agresivas, su musculatura excesivamente desarrollada, la avasallaban con poderío masculino, mientras la delicadeza en el trato, las constantes caídas en el misticismo la envolvían en el halo seductor de una encantadora damisela victoriana.

En aquel juego de opuestos, Elena Arquer sentíase prisionera de un remordimiento que era sin duda el fruto de su propio deseo. Eran, en cualquier caso, sentimientos de los que la razón le aconsejaba abominar. Y una noche en que la razón se manifestaba más vulnerable que de costumbre, ella huyó hacia el campo sin mirar atrás. Una heroína de Minifac Steiman no habría efectuado una salida tan espectacular.

Echó a pasear por el sendero que llevaba al pueblo de la bahía. Todo propiciaba la ensoñación, empezando por la soledad absoluta de las calles. Todas las tiendas estaban cerradas; así pues, la emoción de la noche no se veía interrumpida por esos souvenirs enojosos, esas manifestaciones del mal gusto que habían arruinado su reencuentro de Creta. Sin embargo no consiguió eludirlo completamente, porque centelleaban las luces de algunos locales nocturnos cuya apariencia no podía ser más trivial.

Había un club que llevaba el nombre demasiado pomposo de «Minos by Night». Su frivolidad era fruto de una emergencia que sólo en los meses del verano se cumplía. Había cuatro míseras luces que pretendían alcanzar un psicodelismo barato, incorporado, además, con algunos años de retraso. Para rematar el despropósito, un cartelón exhibía la estatua del bello Antínoo con vaqueros cortos y una camiseta con el nombre de un rockero.

El cartel prometía bailes cretenses, pero Elena no veía a su alrededor ninguno de los disfraces con que se visten los aldeanos cuando pretenden ofrecer al extranjero un color más o menos autóctono. En el interior, sólo había un grupo de jovencitos que bebían y reían junto a la pista de baile. Un televisor emitía vistas de Suiza, perfectamente estúpidas si se considera que, con sólo salir a la calle, uno se encontraba con los hechizos de Creta. ¿O sería, a fin de cuentas, otra noche de sustitutivos?

¿Qué ocurrió, sin embargo, que la noche de Elena Arquer sufrió una transformación total y el mito se integró a su percepción de la belleza? ¿Qué propina de algún turista despistado empujó a los mozos del pueblo a saltar a la pista e iniciar, con los brazos abiertos y reposando sobre los hombros de los otros, unos movimientos que captaron la atención de la única mujer del local y, poco a poco, la cautivaron con su fogosa vitalidad?

Fue como si se apareciera el dios-diosa a que en cierta ocasión se había referido Edipa Katastrós.

¿A qué sexo pertenecían aquellos bailarines tan furiosos y a la vez tan disciplinados? Llevaban vaqueros ceñidos como una segunda piel y camisas negras abiertas hasta el ombligo. Resumían en su porte una elegancia que Elena sólo había visto en los museos. Se exhibían para ella con un control riguroso de cada músculo; gestos desinhibidos, majestuosas afirmaciones de las piernas, rotaciones de la cintura en una extraña mezcla de gestos guerreros y giros de odalisca. Las ancestrales leyes de la danza favorecían aquella ambigüedad. La música respondía a la influencia oriental que domina el folklore cretense; pero no bien los jóvenes se cogían de las manos, formando un círculo parecido al de la sardana, componían una figura mucho más antigua: una figura que ya estaba en la cerámica minoica del gran museo.

El trío terminó sus evoluciones, pero la pista no quedó vacía: se efectuaba la representación de uno solo, seguramente el máximo experto, un bailarín estrella en potencia. Su danza fue como la encarnación de un aullido, una invocación de la soledad del hombre, un supremo gesto de ira por el que el ejecutante se arrojaba a todo tipo de actividades gimnásticas, sin que en ninguna de ellas se excediese; todas eran interrumpidas en el momento preciso, exacto, que el ritmo pedía. Pero tan importante como el de la música era el ritmo del cuerpo; un ritmo cuya apariencia, entre férrea y delicada, daba a cada movimiento la apariencia de la coquetería.

De pronto, desobedeciendo las exigencias de la danza, otro joven más corpulento saltó a la pista profiriendo un grito salvaje. Se arrodilló frente al otro, como en señal de adoración, para dar al instante un brinco tremendo, hasta quedar a su misma altura. Entonces, con el brazo extendido le ayudaba a realizar sus acrobacias y los dos seguían el ritmo, más frenético, de un sirtaki de la costa.

La armonía absoluta con que los dos bailarines, enamorados de su propio cuerpo dirigían su fuerza vital, recordaba la fuerza y el equilibrio de cierto Heracles de espaldas y muslos prodigiosamente redondeados que releva a su compañero Atlas, en el soberbio esfuerzo de sostener la órbita celeste.

Elena pensó si también Edipa Katastrós podría sostenerla y esta idea le provocó un ligero estremecimiento. ¿Era lógico? Lo era, sí; y mucho. En realidad, el aspecto de la vidente evocaba un cortejo de cuerpos extraordinarios, seguros de su propia seguridad, orgullosos del deseo que pide el deseo ajeno. Algo que escapaba a las leyes de la lógica, porque Elena ni siquiera sabía en qué sexo estaba pensando.

Pero los mozos del bar le habían producido una esquiva sensación de envidia. Habría querido formar parte de aquella pequeña comunidad masculina, fundirse en ella, sentirse hombre para recobrarse a la mañana siguiente como mujer. Habría deseado reunir los dos sexos en uno e inventar todavía otros muchos para permanente complacencia de los sentidos.

¿Y no eran esos los mensajes que, sin duda, siguieron sus dos hijos malditos? Pensó en ellos y en su ambigüedad y en cómo los había concebido cuando estaba imbuida en la libertad de aquella tierra; una libertad tan profundamente arraigada que el deseo carnal podía convertirse en baile de la misma manera que siglos antes se convirtió en escultura o poesía.

¿Y si los dos gemelos fuesen un grupo escultórico de perfección sin igual? Esto justificaría que hubiesen optado por ser inseparables y que sólo pudieran encontrar satisfacción en la propia belleza. En cierto modo, más que un incesto sería una masturbación.

Los había admirado de museo en museo. Desde los atletas de masculinidad agresiva a los tiernos efebos de piel suave, el mundo plástico de aquella gente glorificaba excesos y rechazaba reparos. En la absoluta consagración había algo que excedía el sentido cristiano que niega la vida en nombre del dolor. ¡Maldito legado este! Sin duda todavía dominaba sus percepciones, por mucho que ella lo creyese superado.

¿Lo había conseguido con el padre de sus hijos? Él también era hermoso como las esculturas de aquella tierra, y por un tiempo sus sentidos vibraron al unísono. Fue un instante tan breve que ella pasó toda la vida añorándolo. Y ahora, al hacerlo de nuevo en el sitio donde fue feliz, descubría que no se le ocurrían himnos de gloria.

Echó a andar hacia el puerto, destino último de los paseos en esas islas. Reinaba una atmósfera agobiante, un calor que acaso llevaba dentro y proyectaba a una tierra que nunca fue parca en calores. Tampoco era el cielo avaro en estrellas. Estas representaban un permanente reclamo del infinito. Sólo la luna faltaba. Había ido decreciendo hasta convertirse en un triste reclamo de sí misma. A falta de su luz, Elena buscó la constelación de los gemelos.

Cástor y Pólux. ¿O acaso Lucio y Javier? Gemelos entrelazados en la eternidad del mito. Gemelos entrelazados en el escándalo del siglo. ¿Qué hace una madre cuando el incesto va más allá del incesto mismo y se introduce en el terreno de la mariconada? Temores que había aprendido a superar en Creta veintidós años atrás. A superarlos, sí, mientras concerniese a los demás. Diablos vencidos a condición de que no entrasen en la familia.

Y de nuevo el recuerdo del marido. Nunca se fundieron completamente, como el dios/diosa da a entender que ocurre con los amantes. Hubo en esa isla, en una playa como la que estaba contemplando, un lugar en el que se sintió plenamente realizada. Fue, como contó a Victoria, un impacto que le sirvió para romper con sus ataduras familiares, sus costumbres retrógradas, sus creencias pacatas. Ahora debía repetirlo, ahora debía romper de nuevo, pero seguía sin saber cuál era el alcance de ambas rupturas.

Creta no le daba lo que estaba esperando. Cástor y Pólux haciendo el amor en las alturas. Y en la tierra, ¿qué refugio, qué solución, qué consuelo?

Regresó a la casa lentamente, sin dejar de mirar de vez en cuando hacia lo alto, hacia la constelación de los gemelos. Pudiera ser que a fuerza de buscar su complicidad acabasen por caerle simpáticos.

La casa estaba completamente a oscuras, a excepción de la luz del porche, que alguien habría tenido el detalle de dejar encendida hasta su regreso. Disponía de llave, pero no la necesitó: la puerta estaba ligeramente entornada. Era extraño. Quedaría alguien despierto. Los criados, tal vez.

Oyó una música que procedía de la bodega. Creyó reconocer un canto perteneciente a la liturgia bizantina. El volumen no estaba muy alto, en atención a los que dormían, pero sí lo suficiente para atraer su curiosidad.

Tendida sobre una colchoneta, aparecía Edipa entregada a sus ejercicios gimnásticos. Ataviada con un maillot de competición, quedaba tan poderosa como los jóvenes danzarines que habían deslumbrado a Elena Arquer una hora antes. Pero aún había más: aquellos brazos musculosos, que sostenían en alto una pesada mancuerna, recordaban a las esculturas con más clarividencia que el baile de los mozos.

Al verla entrar, Edipa dejó la mancuerna en el suelo y, levantándose de un salto, se le acercó sin molestarse en afectar gentileza.

—La estaba esperando.

—¿Por alguna razón especial? —tartamudeó Elena.

—Por ninguna, salvo su seguridad. Hace rato que Minifac y Victoria se acostaron. Su amiga me pidió que la esperase.

Hubo una pausa. Inconscientemente, Elena acarició una de las pesas que Edipa utilizaba para sus ejercicios.

—Usted podría defenderme, en caso de amenaza… —murmuró.

—No lo dude. Y apuesto a que lo haría bien.

—No lo sé. Nunca he tenido ocasión de ser defendida. Siempre me ha tocado defender a mí. Y estoy cansada, muy cansada, de ir batallando por la vida.

—Esto se arregla con un buen masaje en la espalda.

—Sé cómo puede terminar ese tipo de masaje.

—¿Tanto le molestaría?

—Empiezo a pensar que no tanto. Ya le dije que en esta isla conocí un momento en que el sexo me liberó.

—¿Sólo eso? ¡Qué falta de vocación para la eternidad! Usted sólo recuerda de Creta un triste añadido de su siglo caótico. Unos cuantos niños revoltosos que tocan la guitarra y encienden hogueras en la playa. Y apuesto a que mucha yerba. Con sólo recuperar esta imagen cree recuperarse a sí misma…

—A mi juventud. O, para ser exactos, el derecho al extravío que ella implicaba.

—Nuestra juventud siempre fue más antigua. ¿Nadie se lo ha contado? Claro que no. En aquella época sólo leíamos autores americanos, convencidos de que ellos habían inventado el extravío y la libertad; pero en esta tierra existían desde hace milenios. En realidad fueron dones que nos hicieron los propios dioses.

Elena Arquer se entregó a las manos de Edipa, que empezaron a deslizarse suavemente por su espalda, como caricias acompañadas por una voz queda, susurrante, llena de adormideras verbales…

—Cierre los ojos y piense en otra Creta. —Elena la obedeció—. Jóvenes atletas de anchas espaldas y cinturita de avispa. ¿Son príncipes o princesas? Sus largas cabelleras se confunden con las de esas damas que avanzan con los pechos saltando del escote. ¿Son diosas o mortales? Y esa tauromaquia de los frescos palaciegos… ¿puede verla usted? Los jóvenes de ambos sexos, ataviados con un escueto taparrabo, saltan entre los cuernos del toro. Yo no sé qué sexo atribuiría a esos atletas y a esas doncellas. ¿Qué sexo tiene el peligro, cuál el coraje, cuál la muerte?

De pronto se interrumpió y, echándose sobre la espalda de Elena, le susurró al oído:

—¿Sigo con el masaje?

—Se lo ruego.

—Usted debería rogar otras cosas. Muchas le serían concedidas.

—Estoy a punto de suplicar. Así que no me tiente.

La suavidad había ido derivando hacia la violencia. Elena sentía en sus hombros unos dedos férreos que se hundían en la ropa y parecían taladrarla, Y estaba también el sudor compartido; un aroma intenso, seguramente de gusto áspero si hubiera podido saborearlo.

Entonces hundió sus dedos en los muslos de la atleta e intentó que sus uñas fuesen garfios tan poderosos como los de ella.

—Usted ha ganado, Edipa. Me rindo sin condiciones.

La masajista se echó a reír, mientras la abrazaba furiosamente.

—Aunque yo gane, la que sale ganando es usted.

Fue entonces cuando las manos de Elena se encontraron con el respetable pene de Edipa Katastrós.

LO HABÍA DICHO MINIFAC EN VARIAS OCASIONES: donde ha ocurrido un prodigio tiene que ocurrir de nuevo. Y era cierto que no eran prodigios lo que faltó en aquella isla. El prodigio, cualquiera que fuese, engendraba retoños para maravillar a las generaciones que, por cierto, ya no recuerdan los arcanos de los orígenes y así les luce el pelo, inventando pretendidos misterios que no valen un chavo.

Cierto: donde ocurrió un prodigio antiguo tiene que ocurrir otro. Hermafrodito sería uno de ellos, si no el mayor que vieron los siglos. Un joven de rara belleza en absoluto casual, ya que nació de los afortunados amores de Hermes y Afrodita. Asombro del mundo, pasmo de las esferas, envidia del empíreo.

Cierto día, Hermafrodito paseaba su apostura por los caminos de Frigia y tuvo ganas de bañarse, mas no le estaba permitido hacerlo en lugar público, pues despertaba la admiración y acaso la locura de todo aquel que acertaba a contemplarlo. Y así, en la búsqueda del anonimato, descubrió entre los bosques la fuente de la ninfa Salmacis, fuente de aguas tan límpidas que nadie podía resistir el antojo de bañarse en ellas.

La ninfa titular era, al parecer, extremadamente sensible a los prodigios de la belleza, pues al ver desnudo al hijo de Afrodita y Hermes no pudo resistir la necesidad de unirse a él para toda la vida, y elevó una súplica a Zeus en este sentido, aunque no el único. Pues su amor fue creciendo de tal modo que quiso llevar su unión hasta el extremo: formar con Hermafrodito una unidad inseparable; ella en él y él en ella, ambos estrechados totalmente hasta fusionarse en uno. Es decir: en ese ser que carece de sexo porque los posee ambos, con todos sus atributos.

Pero aun en el terreno de los prodigios nunca anduvo sólo Hermafrodito, También dijo el filósofo que en los lejanos tiempos de la creación eran así todos los mortales: seres que poseían la naturaleza femenina y la masculina a la vez, rozando la rara perfección de lo completo, aunque no de lo indivisible. Pues los dioses, temerosos del poder que esta unidad concedía a la raza humana, la cortó en dos mitades, creando así el sexo femenino y el masculino.

Exactamente lo que Elena acababa de descubrir en Edipa Katastrós, cuyo pene era tan poderoso como sus pechos, y estos tan seductores como sus músculos.

EN EL DELIRIO DE LA POSESIÓN Elena Arquer supo que el dios/diosa tenía muchas cosas que ofrecer, aunque pocas preguntas que contestar. Decidió pues no interrogar, aprovechar la sorpresa del instante, el prodigioso desarrollo del imprevisto. O de lo que nadie desde hacía siglos había querido prever. Los siglos que Edipa había invocado desde su extraña condición.

Y ahora yacían en la cama, tras una fornicación que, según Elena, sólo podía equipararse en monstruosidad con la que siempre había atribuido a sus hijos.

—Adivino tu sorpresa… —dijo Edipa, encendiendo un cigarrillo.

—¿De qué voy a sorprenderme? —dijo Elena con recién inaugurada tranquilidad—. ¿Acaso no concebí en esta isla un incesto como no suele darlos nuestro siglo? Todo lo que venga a partir de esto no es nada en comparación. Sólo se me presenta una duda: no sé si me atrae tu parte femenina o tu lado masculino.

—En primer lugar, llámame Stefano para variar un poco. En segundo lugar, pregunta a la naturaleza. En esto, como en todo, ella tiene la última palabra.

—No juegues conmigo. Todo el mundo ha oído hablar de muchos hombres que han querido enmendarle la plana a la naturaleza.

—No es mi caso. Yo nací así.

—No me hagas reír, que no es momento. Estoy preparada para oír los mayores despropósitos, así que cuéntame la verdad. ¿Qué te hiciste? Sé de algunos que se inyectaron hormonas femeninas.

—No fue menester. Te repito que nací así. ¿De qué te extrañas? ¿No vive tu amiga en una isla que es la hermana de Alejandro?

—Comparado con la historia que tratas de inculcarme, ese parentesco empieza a parecerme de una lógica aplastante.

—Desde tu lógica no puede comprenderse. Déjalo, pues.

—Escucha: si la naturaleza tiene que decir la última palabra, vamos a acatarla de una vez. Se le supone cierta autoridad, a fin de cuentas. Yo sé que en mi interior la naturaleza ha hecho estragos. Desde el primer día me sentí irremisiblemente atraída hacia ti. Creyéndote mujer, luché con todas mis fuerzas para rehuirte. Y seguía creyéndote mujer cuando me iba sintiendo más empujada hacia tu cuerpo de macho.

—Comprende de una vez que no soy hombre ni mujer. Deberás aceptarme como una rareza. Algo que esta tierra ha dado sin razonar por qué.

—¿Eres, entonces, el hermafrodita?

Stefano-Edipa la besó tiernamente y ella acarició sus senos voluminosos a la par que sus músculos hinchados por la fuerza del abrazo.

—El hermafrodita. El gran caos de los orígenes. ¡Qué desconcierto para nuestra época! Y, sobre todo, ¡qué desconcierto para uno mismo! No puede pedirse mayor injusticia. Sobre los cielos de Patmos, el Evangelista desencadenó tremebundas visiones tan raras como yo. ¿Acaso es mi cuerpo más monstruoso que el de la Gran Bestia? ¿Serán mis besos más terribles que los de Gog y Magog? Tú debes decirlo.

—Y si lo fuesen, ¿qué más da? Nada entiendo del Apocalipsis como nada comprendo de ti, pero acaso mi vida estaba necesitando ese impacto terrible, que ni la razón ni la cultura podrán explicar. Sólo sé que tus senos femeninos me excitan tanto como tu miembro viril y que todo mi cuerpo está deseando tenerte dentro, cualquiera que sea tu ley.