Capítulo duodécimo
BAGATELAS CRETENSES

MIENTRAS EL KING POSEIDÓN LLEVABA SU CARGAMENTO de sinrazones de isla en isla, Victoria Barget y Elena Arquer descubrían los placeres de la exploración en las partes de Creta menos contaminadas por los tumultuosos viajeros del siglo. Las montañas, turnándose en curiosa multiplicidad, iban revelando contrastes entre la placidez y la brutalidad; confabulaban enormes lienzos en cuyos trazos parecía posible el regreso al origen que Elena pretendía descubrir.

Sin darse cuenta, cruzaban el río que conduce al otro lado de los mitos; a la Grecia áspera y violenta que yace escondida tras los aspectos clásicos. Se exaltaban continuamente. Improvisaban comentarios apasionados de cada paisaje que, en sus variantes y alteraciones, exigía todos los excesos, aun los más profundos. Ni por un momento incurrían en el pintoresquismo falsificado de una postalita. Todo lo contrario. El aspecto idílico de un valle al que miles de girasoles otorgaban los colores del oro, cedía bajo el impacto de los riscos, ásperos, intrincados, que cabalgaba en roquedales más clamorosos hasta alcanzar una altura tan gigantesca que el paisaje parecía las simas del mundo.

Elena conducía y, en un momento determinado, Victoria observó que no se dejaba guiar por el menor sentido de la precaución. Por el contrario, movía el volante con inercia, con bruscos intervalos, y apretaba el acelerador con una violencia peligrosa.

—No me gustaría matarme aquí. Recuerde que dejo un hijo-amante en mi isla.

Elena Arquer efectuó un brusco desvío. Se encontraron así en un descampado abierto entre las últimas casas de un pueblo y los viñedos. Elena dejó caer la cabeza sobre el volante. Tras unos instantes de meditación, dijo:

—No le ocultaré que desde anoche estoy inquieta.

—Pues no se le notaba. Pero, ya que lo dice, es cierto que la he encontrado rara en la comida. ¿Le ha ocurrido algo con Minifac?

—Todo lo contrario. Es de una pesadez encantadora. Se ha pasado dos horas habiéndome de su nueva novela. Me sorprende su capacidad de improvisación. Resulta que la protagonista es una mujer de nuestra edad.

—No me extraña —dijo Victoria, sin inmutarse—. Últimamente las mujeres de nuestra edad se llevan mucho en literatura. Los autores acabarán convirtiendo a las hermanas de Mujercitas en cuatro menopáusicas.

—¿Sabe adónde viaja esa mujer como nosotras que se ha inventado Minifac?

—A Creta, naturalmente.

—Veo que conoce la obra de su amiga. ¿Sabe qué problema se encuentra esa mujer como nosotras al llegar a Creta?

—Lo más probable es que tenga que enfrentarse a un aborto. A Minifac le encantan. Le hacen parecer progresista.

—Conoce a otra mujer, extranjera como ella y también en la edad difícil.

—Es muy de Minifac. Cada tres novelas saca a dos mujeres que empiezan haciéndose confidencias y, poco a poco, se atraen.

—En esta igual. ¿Y sabe qué le ocurre a una de ellas?

—Que vivió en Creta en otro tiempo, rodeada de hippies. En cuanto a la otra, no me lo diga: ¿dejó acaso a su marido en la cárcel y anda por esos mares con un jovencito?

—Exactamente. Un jovencito que quiere ser pintor.

—Minifac lo considerará más decorativo que un vulgar master. En fin, esta historieta no me sorprende en absoluto. En las últimas novelas de Minifac me he reconocido en por lo menos dos personajes.

—Debiera reaccionar como usted, pero cuando ella me lo contaba, en lugar de echarme a reír, sentí un malestar que no me ha abandonado.

—¿Porque la historia se refiere a algo que ocurre entre usted y yo? También es una moda reciente: las pobres mujeres, ante la inutilidad de los hombres, acaban confortándose entre ellas. ¿Le ha dicho Minifac si acabamos liadas?

—Esta posibilidad queda completamente fuera de mi alcance y supongo que también del suyo. Lo que me angustia es algo más lejano en el tiempo. Esa experiencia de juventud de la que usted se burla a veces, esos días que viví en Creta, se abren ahora ante mí como un abismo. Es como si se me exigiera una repetición.

—¿Pues no quedamos en que no había venido a recobrar su juventud?

—No se quede con lo superfluo, por favor. Mi zozobra nada tiene que ver con la juventud. Si se perdió sería en buena hora. Es que en esta isla, de alguna manera, tuve el valor de hacer algo que cambió mi vida. Algo que, además, me anticipó a mi tiempo. En mil novecientos setenta y tres ese tipo de rupturas todavía tenían algún valor. Pero ¿qué me ofrece la vida ahora mismo? ¿Qué me exige? No sé si debería pensar en un cambio tan vertiginoso como el de entonces.

—¿Cómo es posible que usted, una mujer tan feliz, necesite ahora dar la campanada?

Era evidente que Victoria acababa de recurrir al sarcasmo. Pero Elena fue completamente sincera al decir:

—Se está acabando el cachondeo, Victoria. Se está acabando.

Aquella noche, de regreso a Villa Arcadia, Minifac Steiman les propuso cenar en la menos griega de todas las ciudades del mundo. En Jania, la Canea de los conquistadores venecianos.

Elena destacó como un detalle de exquisito gusto que Edipa se hubiese afeitado para la cena. No era tan retrógrada para prohibir a las mujeres llevar bigote, y hasta barba si gustaban, pero ciertas tradiciones culturales obligan siempre y, en la suya, españolísima, una dama con bigote le recordaba directamente a su abuelo Román, notario de pro.

También le recordó a uno de sus primos más corridos la caricia que Edipa depositó en sus nalgas. Una caricia que derivó hacia el apretón, como la noche anterior.

No pudo evitar comentárselo a Victoria, con notoria incomodidad.

—Será una costumbre de aquí —dijo la Barget, en tono ligero—. Esas mujeres viven tan marginadas del mundo de los hombres que se ven obligadas a montar cofradías. Algo parecido a un serrallo. Influencia de la dominación turca, sin duda.

—Más que serrallos, diría gimnasios. Hoy he visto a Edipa en traje de baño y parecía un campeón de lucha libre.

—No debe extrañarle. Esas griegas acostumbran hacer trabajos muy pesados. Las he visto, en mi isla, arrastrando sacos de escombros o soportando sobre sus espaldas montones de leña.

—Usted parece dispuesta a encontrarlo todo normal —protestó Elena.

—Naturalmente. Para anormalidades ya tengo las que me he traído de España. Entre ellas yo misma.

Después de un baño con sales de romero, se pusieron muy femeninas para la cena: vestido negro, de tirantes, y collar de perlas, que funciona con todo. En cuanto a Minifac Steiman, llevaba un modelo ibicenco que, al ondear sobre su opulenta mole, parecía un toldo. La más discreta era Edipa: tejanos y blusa blanca y un jersey verde oliva anudado a la cintura. Sólo unas botas altas hasta la rodilla denotaban que podía ser guerrera.

Como cada noche en cualquier isla cenaron en uno de los animados restaurantes del puerto. El de Jania estaba presidido por un fortín que se introducía en el mar. Se imponía, una vez más, el recuerdo de sucesivas invasiones: un eco de belicosidad que realzaba el aspecto dominante de Edipa Katastrós. Como si acabase de llegar a la ciudad para defender sus murallas contra un enemigo que, a lo mejor, se encontraba en aquella misma mesa.

Minifac Steiman no dejaba de ponderar las secretas vibraciones de la isla. Edipa Katastrós asentía con una sonrisa siempre ambigua. Elena Arquer sentíase estudiada y, en un momento concreto, decidió estudiar a su vez.

—¿De verdad cree usted que se aparecerá la Virgen? —preguntó con cierta coquetería, impropia para su pregunta.

—Siempre ha cumplido su palabra… —contestó Edipa.

Y Elena Arquer notó en su voz un deje de burla que la intrigó vivamente, como si hablase con una creyente incrédula o una fanática cínica.

—Perdone, pero a la luz de los comentarios del otro día, no consigo entender cómo puede usted combinar las poesías de Cavafis y Valéry con esas supersticiones.

Edipa le dedicó una sonrisa que quiso parecer enigmática. Se salió con la suya, pues lo era.

—¿Y quién le dice usted que la poesía no es una superstición y acaso la mayor de todas? ¡El misterio de un poema y el misterio de una epifanía! Cosas que se realizan más allá de la razón.

—¿Qué Virgen es la que se va a aparecer? —preguntó Victoria.

—No puedo precisarlo con exactitud. Sus mensajes van y vienen de una manera muy imprecisa. Sólo sé de su predilección por las grutas. Antes tenía que ser la del Apocalipsis; ahora, las de esa isla… casualmente, una de las que se encuentran en la ladera del monte Ida.

—¿Dónde dijo usted que nació Zeus?

Intervino Minifac Steiman, acariciando con dulzura sus seis anillos mágicos:

—No tiene por qué ser necesariamente la misma. Existen infinidad de grutas mágicas en Creta. Mi mejor amiga en el condado de Exeter, lady Sofre Lamertume, pasó varios años investigándolas. Llegó a catalogar más de trescientas.

—Yo viví en cierta ocasión en unas grutas de esta isla… —recordó Elena con lánguido acento.

—¿Grutas de culto? —preguntó Edipa, sin dejar de mirarla fijamente.

—Las tumbas romanas de Matala.

—Esas no cuentan. En la época romana el sentido de la magia se había perdido en provecho de las supersticiones, y aun de la especulación mercantil más descarada. Yo me refiero a una época muy anterior: algo que se pierde en la noche de los tiempos. Cuando los propios dioses estaban aún por definir.

Minifac levantó los ojos a la luna, en señal de invocación. ¡Apetecía, sí, acogerse a los decretos de la Casta Diva!

—Pidámosle un deseo. Su halo ilumina los más inesperados caminos. Recuerden lo que les dije ayer: donde ocurrió un prodigio tiene que volver a ocurrir. Y no son prodigios lo que faltó nunca en esta isla.

Edipa encendió un cigarro turco de proporciones considerables. Después de succionarlo ávidamente, preguntó a Victoria:

—Hablemos de cosa más divertidas. ¿Ustedes dos son amantes?

—¿Por qué habíamos de serlo? —contestó Victoria, asombrada.

No se asombró Elena Arquer, aunque no sabemos explicar la razón de su pasmosa tranquilidad.

—¿Por qué se le ha ocurrido semejante disparate? —insistió Victoria, optando ahora por divertirse.

—Porque encajan —dijo la griega—. Claro que esto podría ser también la razón de que no lo fuesen. Al fin y al cabo ningún amante encajó nunca con otro.

Es posible que si María Asunción Solivianto hubiese oído hablar a su rústica favorita en aquellos términos se hubiese desmayado. Y Elena Arquer pensó que si Edipa seguía con aquellos discursos, en lugar de la Virgen podría aparecerse Virginia Woolf.

De pronto sintióse incómoda. Necesitaba una huida hacia algún lugar o alguna cosa no prevista en aquella cena, pero que sin duda estaba en la noche de Candia.

—Me gustaría pasear un rato a solas… —dijo bruscamente.

—No se lo aconsejo —dijo Edipa—: Los paseos solitarios conducen a la depresión.

—No, si son para recordar.

—Precisamente cuando son para recordar. El recuerdo más consolador siempre es el olvido.

Elena la miró a los ojos: tenían algo mágico, en efecto. Como dos piedras encastradas o, mejor aún, dos pedazos arrancados del onfalo[11], ombligo del mundo. Pero ese artilugio del destino estaba en Delfos y ninguna de sus grandes sibilas podía haber viajado hasta tan lejos. A no ser que el propio Apolo le prestase su delfín alífero. A no ser que todo se estuviese desarrollando en las entrañas del mito, como ella misma quería creer sin saberlo.

Elena cerró con un golpe seco su bolso de noche y dijo en tono decidido:

—Acompáñeme usted, Edipa. Así dejamos solas a esas dos mujeres. No lo han estado desde que llegamos, y sin duda tendrán muchas cosas que contarse.

No dio tiempo a respuesta alguna. Se levantó y, en un arrebato, cogió a Edipa de la mano, arrastrándola tras de sí.

No se dijeron nada durante un buen rato. Paseaban por callejas oscuras donde destacaban portales señoriales que recordaban la época de la dominación veneciana. De vez en cuando, balcones y celosías delicadamente labradas recordaban la ocupación de los turcos. Más allá, Elena creyó percibir la sombra de un minarete. Todo parecía calculado para crear una escenografía donde la historia demostraba su afición al desatino. Dominada por esta percepción, Elena se detuvo contra un muro y estalló:

—Edipa, creo que ha llegado el momento de quitarnos la máscara…

Edipa la miró con expresión dominadora.

—Quítesela usted. Yo no uso.

—No la creo. Usted me desea.

—Eso no es usar máscara, puesto que usted lo ha notado.

Elena la miró con ojos de leona. Pero era una leona acobardada.

—Nunca ha entrado en mis planes amar a una mujer.

—El amor nunca entra en los planes de nadie. Sucede y basta.

—No me ha entendido. Quiero decir que no me atrae el sexo femenino… —De pronto se interrumpió. El brazo de Edipa, apoyado en la pared, le rozaba la mejilla. Notó que había bastante músculo para desplomarla de un sopapo. En tono balbuceante musitó—: Y, sin embargo, usted tiene algo que no es femenino en absoluto…

—Será la halterofilia. Ninguna mujer se pasa el día haciendo pesas para quedar, después, como una ninfa.

—Es algo parecido a una doblez. Más aún: como varias cosas al mismo tiempo. Me repugna, pero también me fascina.

—Usted dijo que vivió en esta isla algo muy intenso. Tuvo que serlo para que el recuerdo haya durado tantos años. Y lo está siendo ahora; pues, aunque no quiera reconocerlo, Creta puede con su voluntad.

—Será Creta, pero nunca usted.

—Yo soy algo que usted vivió en Creta. No debería olvidarlo tan aprisa.

—Tengo miedo de usted, Edipa. No me había ocurrido nunca. Esos ojos me causan pavor.

—Cuidado. No confunda el pavor con el deseo.

—Confundo lo que me da la gana. Y le aseguro que mis problemas, si los tengo, no tienen nada ver con mi sexualidad.

—¿Está segura? Recuerde que en otro tiempo, muy, muy lejano, regía los caminos del sexo un dios/diosa abierto a todas las sorpresas. Lo masculino y lo femenino unidos en una divinidad que exigía, como culto, la transgresión.

Elena se notaba torpe. La insolencia de aquella mirada pétrea la taladraba. Era como si, de repente, se encontrase viviendo una novela de Minifac Steiman, a quien, no obstante, nunca había leído.

Entendía que algo profundamente falso se estaba introduciendo en su vida. Algo imprevisto, un juego de artificio para el que no estaba preparada. En su decisión de combatirlo, apartó a Edipa de un empujón y echó a correr por una de las callejas.

—¡Déjeme en paz! —gritaba—. ¡Lo que tenga que recordar de Creta lo recordaré sola!

Edipa optó por no seguirla. Fue una decisión acertada. Al fin y al cabo, una vidente profesional debe saber a qué insondables visiones suele arrojarse el alma humana.

¿Lo sabría también Minifac Steiman, que era en cierto modo vidente de las letras? Cuando menos, este era el cargo que parecía ejercer en su conversación con Victoria Barget. Una plática que, pretendiendo ser relajada, escondía, sin embargo, recovecos nerviosos.

Dejadas a su intimidad, en la terraza del restaurante, habían permanecido en silencio durante un buen rato. Saboreaban sin demasiado interés un granizado de café. Victoria no podía disimular un deje de incomodidad, que acabó por manifestar:

—Usted me conoce, Minifac. Si no digo lo que pienso, reviento.

—No reviente, por Dios. Hable de una vez y se ahorra el trance.

—Elena me ha contado el plan de su nueva novela. Francamente, encuentro insólito que haya podido trazarlo en una sola noche.

—No la comprendo.

—Fue llegar Elena y yo a su casa y poner en marcha su imaginación. Las indirectas de esa Edipa me lo confirman. ¿No podría dejar de tomar a sus invitados como conejillos de Indias?

Minifac la miró de hito en hito. Su asombro parecía sincero.

—No sé de qué me está usted hablando. Tengo planeada esta historia desde la pasada Navidad. De hecho, la tenía muy avanzada cuando usted llamó. Sólo me falta el final.

—¿Y cuál será?

—No lo sé. Ya le he dicho que me falta.

Victoria guardó silencio, obligada por la duda y la desconfianza, en una mezcla que le producía un desconcierto que no tenía por costumbre acatar. Al cabo de la larga pausa, preguntó tímidamente:

—¿Debo creerla?

—Se lo aconsejo. Piense que, después de todo, yo sé muy poco de usted.

—¡Cómo! ¿Después de las largas conversaciones que sosteníamos en Mallorca?

—No conviene elogiar en exceso aquellas noches. Recuerdo que eran sumamente plácidas: horas y horas conversando en la cubierta de su yate. Pero nunca hablamos de usted. Nos limitábamos a cantar las gracias de su marido.

—Es cierto. Y, la verdad, tampoco tenía tantas.

—Tardó usted mucho en descubrirlo.

—Se equivoca. Lo sabía mientras le elogiaba. Lo sabía mientras imaginaba que le quería. Siempre he pensado que las mujeres no somos tan tontas como parecemos. Damos nuestro amor, nos entregamos a él, pero nunca a ciegas. Eso creía, por lo menos, hasta ahora.

—Usted no es feliz.

—Estoy a punto de serlo. Sólo que sé que debo tomar una decisión directamente emparentada con la crueldad.

—¿Una decisión para anular cegueras de amor?

La confianza de Victoria Barget retrocedió ante aquella pregunta. Algo le decía que es peligroso confiarse a un autor que tiene una historia sin final, pero al mismo tiempo necesitaba contar lo que se sentía incapaz de confesarse a sí misma en soledad. Su propia vacilación le hizo estallar:

—¡Oh Dios! ¿Por qué tenemos que ser tan sinceras las mujeres? Nunca deberíamos tomarnos como confidentes, nunca. ¡Cuánto mejor no es contar las penas a un hombre! Ellos no se atreven a llegar al fondo de la herida. Se contentan, a lo sumo, con ser cómplices.

—Pero usted va dejando a los hombres atrás. Señal que esta complicidad tampoco le compensa.

—Yo no he tenido hombres cómplices, Minifac. He tenido un marido omnipotente que se proyectaba sobre mí como una sombra. Ahora tengo un niño delicioso y me proyecto sobre él, como una sombra más gigantesca todavía.

Y se dijo para sí misma: «Te estoy ofreciendo en bandeja un buen capítulo para tu novela. Sólo espero que dejes a mi niño bien parado».

Como atendiendo a aquellos pensamientos, Minifac advirtió:

—No tenga miedo de una indiscreción. Además, no habrá motivo: la última vez que hablamos me dijo que su niño era prodigioso.

—Seguramente lo es. La que no soy prodigiosa soy yo. Él se ha entregado al amor de una manera que me complace y, al mismo tiempo, me horroriza. Comprenda que todo es demasiado excepcional. Pero ¿qué ocurrirá cuando deje de serlo?

—¿Quiere un consejo? Rompa.

—Es que le quiero. Y, además, mucho.

—Más motivo para romper. Se sentirá mejor siendo renunciadora que esclava de un cariño desorbitado.

Eran ya las últimas en la terraza. Los bares y restaurantes vecinos estaban recogiendo sus mesas. La luna abría en el mar rutas demasiado oscuras para tanta claridad. Era como si las olas y la luna se hubiesen divorciado.

A las dos les extrañó que Edipa volviese sin Elena Arquer. Tuvieron que contentarse con una respuesta escueta: tenía ganas de pasear a solas. Y Edipa se consideraba demasiado discreta para atosigarla como una hambrienta catadora de clítoris.

Aquí se produjo una pausa incómoda. Victoria necesitó un buen rato para romperla, mirando directamente a Edipa:

—¿Se puede saber por qué me hizo antes una pregunta tan absurda?

—Muy sencillo. Porque tuve celos de usted.

Era evidente que si Victoria buscaba una aclaración, no la obtendría por aquellos medios. Y esta dificultad contribuía a aumentar su nerviosismo. Nada censurable si se piensa que Edipa continuaba hostigándola con su sonrisa más sarcástica:

—Pero ¿qué pretende, Edipa? ¿Quién es usted?

—Soy esta isla —dijo Edipa, tranquilamente.

—¡Basta ya de tonterías! De la isla donde vivo dicen que es la hermana de Alejandro. De otras aseguran que son hijas de Poseidón. Ahora resulta que usted es Creta, como yo podría ser Calatayud. ¡Estoy harta de símiles absurdos! ¡Denme de una vez una isla que se limite a ser un vulgar terruño en un mar todavía más vulgar!

—Tanta vulgaridad es indigna de usted —dijo Minifac—. Nunca hay que desearla. Ni en islas, ni en mares, ni en personas. ¡Mucho más atractiva ha de ser la anormalidad que nos asalta desde cualquier frente! Así nosotras. Edipa y yo. Sí. Estamos aquí desde hace miles de años. Y los hemos dedicado todos a ayudar a pobres tontas como usted y su amiga del alma.

Victoria se incorporó, impulsada por un resorte de indignación. No había nada racional en su actitud, pero la explotó hasta las últimas consecuencias.

—No es mi amiga —exclamó—. Apenas hace dos semanas que la conozco. Es una pesada que se me ha pegado como una lapa. Estoy harta de que me asocien con ella. ¡Harta!

La vieron alejarse con paso rápido, por un camino opuesto al que antes tomase Elena. La mejor opción para perderse por una ciudad desconocida.

—¡Qué mujeres! —comentó Edipa, con una risotada llena de tabaco duro—. Ahora nos tocará esperar a que se desahoguen. Y de aquí están a punto de echarnos.

En efecto, el camarero imitaba a los de los restaurantes vecinos levantando las mesas, mientras dos compañeros plegaban las sillas y las iban amontonando bajo un cobertizo de uralita.

—Esperémoslas en el coche. No serán tan tontas como para no reconocer un Studebaker.

—Excelente idea —dijo Edipa—. Mientras ellas se buscan a sí mismas, nosotras podríamos aprovechar para rezarle a la luna.

—Pues recémosle. Que Lilith, su halo perverso, no llegue a dañarnos.

Pero el halo de la luna ya extendía sobre Creta un manto, si no perverso, sí, cuando menos, travieso y juguetón.

ENCENDÍANSE LOS HORNOS DEL MEDIODÍA sobre el cielo de Patmos cuando Tina Vélez entró en la habitación de Visnú De Meller, sin molestarse en llamar y rompiendo un florero a su paso. No lamentó su exceso de descortesía, antes bien lo consideraba la mejor manera de despertar a alguien que era víctima de una cogorza descomunal.

Visnú De Meller estaba impresentable: tendida de bruces, con la mitad del cuerpo colgando de la cama y una pierna sobre una mesita de noche de aspecto rústico. Con una sábana se había confeccionado un turbante y la otra aparecía cerca del lavabo, indicando que se había levantado durante la noche para algún vómito de urgencia. Como sea que en la frente lucía un chichón del tamaño de una nuez, cabía suponer que el viaje había sido accidentado.

—¡Arriba, gandula, beoda! ¡Despierta ya, informal!

Creyendo que aquella voz era la de su amado loro, Visnú correspondió con la más dulce de sus sonrisas, pero al reconocer el rostro avinagrado de Tina Vélez, dio un salto fácilmente confundible con el terror. Máxime cuando la otra seguía instándola con palabras severas:

—Levántate de una vez. Tienes que utilizar tu lamentable inglés para ayudarme a encontrar un barco ahora mismo.

—Pero ¿qué dices? ¿Es que no quieres localizar a Edipa?

—Calla, no me hables de ese asunto porque estoy que trino. Pero, ahora que caigo, tienes que hablarme para que yo pueda contártelo. ¡No te imaginas lo que he averiguado! Sólo te diré que por fin he entrado en casa de esa mujer. Me ha costado un soborno de mil pesetitas, que no es moco de pavo.

—Deja de pensar en el vil dinero. Lo importante es que has hablado con la santa.

—Con ella no. Con su criada.

—¿Cómo? ¿Una pobre rústica tiene criada?

—Tiene dos filipinas.

—¿Hasta aquí llegan esas siervas?

—Inclusive. Pero es más: el interior de esa casa es un palacio. ¡No sabes tú qué mobiliario! Yo misma no podría permitírmelo a menos que obtuviese la representación de un García Márquez. Y aun así lo pongo en duda. Al parecer, esa Edipa es hija de la principal familia de la isla. Fueron ricos en otro tiempo, vinieron a menos, pero ella mantiene su prosapia. ¡Si vieras qué lujo!

—¡Lujo! ¡Quiero verlo! Yo nací para el lujo y, ya ves, tengo que conformarme con el de un cine de estreno preferente. ¡Llévame, por favor! ¡Déjame sentir suntuosa!

—La resaca te hace ser insensatona. No tenemos tiempo para turismo; ni de lujo ni de alpargata. Es necesario que tomemos el primer barco para Creta.

—¡Creta! Me suena que es una isla, pero, aparte de esto, ¿qué es?

—El nuevo punto de aparición. Me han contado las filipinas que la Virgen ha cambiado de idea y se aparece allí. En consecuencia, Edipa se ha ido a Creta, y nosotras deberemos ir detrás, como burras. Yo es que tengo la sensación de estar haciendo el primo. Este desplazamiento implica un nuevo gasto. Aunque consiga que Edipa me firme el contrato, nunca conseguiré amortizarlo. Me está saliendo la torta un pan. Además, todos los datos que me proporcionó Ruperta Porcina Boys están equivocados. ¡Tanto presumir de influencias y amistades y no sabe que esa Edipa, aunque santa, cohabita con un hombre!

—¿Qué me estás contando?

—Lo que oyes. En la planta baja tiene instalado un gimnasio en toda regla, con unas pesas que sólo las levanta un Rambo. Y, por si fuese poco, la casa huele a macho por todas partes. Te lo digo yo que, en cierta ocasión, olí a mi difunto marido. ¡Esa Ruperta!… ¿Cómo no me avisó? Porque yo tengo formada una imagen del producto que quiero vender; porque sé que en España está volviendo la seriedad y el decoro; porque es como si, de repente, el Papa escribiese un libro aconsejando la masturbación a las viudas.

—A lo mejor esa Edipa acepta silenciar lo de su macho. Piensa que hoy en día, en nombre de la imagen, todo el mundo las hace de todos los colores. Yo misma me llamo Pepita, pero no hubiese llegado a nada sin llamarme Visnú.

Tina Vélez —que se llamaba así y sin remedio— no quiso ser caritativa con Visnú. Así que se limitó a decir:

—Para llegar donde tú no hacían falta tantos cambios. Ahora, que la que va a necesitar árnica es Ruperta Porcina Boys. Cuando me la encuentre en el barco la voy a poner de vuelta y media. Y, desde luego, no va a sacarme lo que esperaba. Te aseguro que no venderé su novela a Bulgaria ni al Kurdistán.

—Pues es lástima, porque allí la entenderían. Yo siempre he dicho que Ruperta escribe en kurdistano y por eso no la entendemos las pobres cristianas.

RUPERTA PORCINA BOYS SE HUBIERA consolado al saber que ocupaba una conversación en algún lugar del mundo, sólo que en aquellos momentos sus pensamientos estaban muy lejos de la isla de Patmos, de Tina Vélez y aun de una posible traducción al kurdistano, a la que por otro lado se hubiera acogido como un clavo ardiendo, ya que para una lamentable ocasión en que la tradujeron fue al valenciano sólo se enteró una vecina de una aldea perdida en las soledades del Maestrazgo.

Decidida a esfumarse de un crucero donde sus tejemanejes ya no tenían razón de ser, había pedido a un par de marineros que le llevasen el equipaje. Este, que al llegar a Atenas era exiguo, ahora estaba a rebosar de platos robados en las comidas del barco y libros chorizados en las librerías de tres islas consecutivas.

Partía con la desagradable sensación de que, después de su escena con la princesa, tendría que renunciar a su teatro y demás prebendas y acostumbrarse a vivir con el triste estipendio de las escritoras sin chollo.

Quiso hacer una salida en beauté, de manera que se mojó el flequillo con saliva para medio disimular la calva y se dirigió a cubierta golpeando el suelo con un paraguas arrebatado a la marquesa del Pozo del tío Raimundo.

La decisión de la escritora experimental había pasado completamente inadvertida en todos los camerinos menos en el de la princesa Von Petarden. Acababa de irrumpir Beverly, dando saltitos de ardilla:

—Princesa, princesa, una buena noticia: la maligna Ruperta se va.

—¿Al otro mundo? —preguntó la Von Petarden, sin disimular su ilusión—. Por mí, que se pudra… —De repente se detuvo, esbozando una sonrisa que no carecía de perversidad—: Claro que, siendo yo anfitriona de ley, es mi deber despedirla convenientemente.

—¿Después de lo que le ha hecho?

—Pues por esto. No olvide que el máximo placer de cualquier chantajeada es la posibilidad de devolver el golpe. Y yo puedo permitírmelo, no por ser princesa, sino porque soy hembra bravía.

—Así me gusta oírle hablar —exclamó Beverly Gladys—. Que sepa el mundo que desciende usted de un dogo de Venecia.

—Ese es mi marido, querida. No nos pasemos. Pero mi abuela, que era planchadora en la plaza de Cascorro, sabía darle buenos mamporros a las vecinas que se le insolentaban a la hora de soltar los cuartos.

Envuelta en un suntuoso kimono de satén rojo con dragones dorados y el nombre de los Von Petarden en letras góticas salió como una exhalación, mientras su secretaria celebraba que por un momento reapareciese Fifí la Tomate para invocar los derechos de las pobres mujeres ultrajadas.

Sin embargo, en la cubierta los ultrajes los recibían los hombres. En efecto, Ruperta Porcina Boys agredía con un paraguas a dos marineros que, a su juicio, no trataban con suficiente delicadeza sus maletas Louis Vuitton. (Sabemos que eran falsas, naturalmente. Son las que los negros venden, junto a otras marcas falsificadas, en las aceras de la Quinta Avenida. Y es que todos los artículos que distinguían a Ruperta eran de esas características. Igual los polos Lacoste que había comprado, a seiscientas pesetas la pieza, en las calles de Estambul).

Beverly Gladys deseó que la pescasen en una aduana por viajar con tantas marcas falsificadas con pretensiones de sofisticación. La princesa, cuyo buen corazón era proverbial, se inclinó por una venganza inmediata. Una flagelación verbal era más que suficiente.

—No lamento que se largue —dijo, con altivez—. Y la culpa es suya, no lo dude. Podría haberme ganado por el afecto, pero es usted antipática, grosera y burra. Que Dios la tenga en su gloria.

—Esto no va a quedar así —exclamó Ruperta Porcina Boys con un bufido bovino—. No olvide que tengo una tribuna pública en el periódico más influyente de España.

—Sí, guapa, pero recuerde que mi marido es uno de los principales accionistas de ese periódico donde usted hace las veces de asistenta. Porque ¡hay que ver lo que le sale, linda!

—Hay otros periódicos. Por suerte vivimos en un país libre.

—¡Ingenua! Vivimos en un país libre, pero el director de cualquier medio se pirra para que yo le invite a cenar una noche. O sea que si tienen que elegir entre usted y servidora, ya puede adivinar el resultado…

—¡No puedo seguir escuchando esas afirmaciones de poder propias de la vieja guardia! ¡Yo soy la modernidad, señora!

—Pues ha chupado usted más que las antiguas —dijo Beverly Gladys, mientras Ruperta bajaba por la pasarela, dando patadas y empujones a los marineros que pretendían ayudarla.

Su aparatosa salida coincidió con la llegada de una mujer que parecía un anuncio de la Semana Santa sevillana. Llevaba un vestido de raso negro, con gran lazada en el costado, y una elevada peineta de la que colgaba, majestuosa, una mantilla de blonda. En todo ello se entendía que Amparo Risotto se había pasado sus dos días de Atenas dejando bien alto el pabellón español, tal como se espera en el mundo.

Al revés de Ruperta Porcina Boys, la ministra se dirigía a los porteadores con singular gentileza, tratándolos de cantaradas. La seguía a distancia prudencial Rosa Marconi, ataviada con un vestido caqui salteado aquí y allá con un verde camuflaje. Nadie podía dudar que era una exploradora de la noticia, pero su aspecto hosco y su andar violento indicaban que en aquel viaje no había cruzado un mal Rubicón.

Antes de efectuar las presentaciones pertinentes, la ministra reparó en el alboroto que se había formado alrededor de Ruperta Porcina Boys.

—¿Dónde vas con esas maletas? —preguntó Amparo, con sincera extrañeza.

—Primero a Atenas y, desde allí, a Madrid.

Algo huele a podrido en este barco, ministra. Y no sé si es la entrepierna de la princesa o el alma de todas ustedes. ¡Están perdidas para la democracia! ¡Perdidas!

Aquella Atenea furiosa prosiguió su camino, tambaleante, cojeando a causa de un tacón roto y sin que nadie se preocupase por su destino.

Pero la ministra, considerándose responsable de todas las ovejas que integraban el rebaño de su ministerio, preguntó a la princesa:

—¿Han tenido palabras?

—Y palabrotas, querida.

—Mal asunto. Se nos irá a las derechas.

—No la querrán. ¡Pobrecita! Ella ignora que las derechas buscan triunfadoras, no fracasadas. —Y, al reparar en la acompañante de la ministra, comentó—: Por cierto, no me dijo que llegaba usted tan bien escoltada.

—¿Se refiere a la Marconi? Cenamos juntas la otra noche. La pobrecita estaba a punto de arrojarse al Nilo, y yo le dije que se había equivocado de país. Porque, vamos, una que se arroja desde una ventana del Meridien no da en las aguas del río sagrado, sino en el perro suelo de la plaza de la Constitución, que además está en obras. ¿Por qué digo eso? ¡Ah, sí: para explicarme! Bueno, pues la Marconi (muy deprimida por su programa de televisión) tenía que reunirse con ustedes y, como sea que el ministerio griego había puesto un helicóptero a mi disposición, me dije: «Ampariues, xiqueta, esa compatriota se dedica a la cultura»… Y aunque yo no sé si la televisión tendrá algún día algo que ver con la cultura, pero como de todos modos ella es española, grité: «¡Damas a bordo!». Y aquí estamos, divinas las dos.

Nadie se había esforzado lo más mínimo en seguir tales razonamientos. La princesa se limitó a celebrarlos a ciegas, mientras decía:

—Bueno, pues sean bienvenidas y, sobre todo, sean felices.

—Yo tengo una depresión de caballo y un mal humor de perros —anunció la Marconi—. Ya lo saben: la que avisa no es traidora.

Al verla alejarse, mascullando desgracias, la princesa no pudo por menos que exclamar:

—¡Por Dios, qué panorama! Esa nos va a dar el viaje.

La ministra de cultura se quitó por fin la mantilla, luego las horquillas y por fin el moño postizo, hasta que volvió a lucir su famosa melena negro azabache.

—Pues yo vengo rebelada. Esos griegos son intratables.

—¿Es que no le prestan el Partenón?

—No quieren ni oír hablar del asunto. ¡No sé qué se han creído que tienen! Vi ayer el edificio y está muy deteriorado. Con decirle que ni techo hay. No quiero pensar lo que diría en España la oposición si el gobierno socialista tuviese un monumento en semejante estado. Fíjese usted el zipizape que me armaron por los destrozos de no sé qué catedral. Y le aseguro que está mucho más nueva que el Partenón.

—En realidad, esos griegos tienen las ruinas en un estado deplorable.

—¡Ay, sí! No les han pasado una triste bayeta desde los tiempos de Guzmán el Bueno.

—Dejemos el Partenón de lado. ¿Ha sabido algo de España?

—Un desastre, querida. Están saliendo estafas hasta debajo de los hongos. Francamente, estoy anonadada. Nunca pensé que pudiesen ocurrir tantas atrocidades.

—No me dirá que era confiada hasta este punto.

—¡Mujer! Una había oído contar que fulano, mengano y zutano se llevaban un pellizquito de aquí y otro de allá, pero poca cosa: quince millones, veinte a lo sumo. Esas cantidades que se barajan ahora resultan sorprendentes. Y además se las llevan con muy mal estilo. Yo lo encuentro todo como muy de chapuza. En confianza, ayer, un ministro griego me contó cómo evaden ellos los capitales y, la verdad, tenemos mucho que aprender.

—Me encantará escucharla. ¿Querrá usted compartir mi mesa para la cena?

—No sólo querré, sino que me corresponde. ¿O es que vamos a pasar del protocolo, guapa?

Y se fue con la cabeza muy alta y arrastrando mantilla y peineta.

—¡Toma castaña! —exclamó la princesa. Y volviéndose a Beverly—: Ya ve usted cómo son los altos cargos, querida. ¡Y pensar que dentro de diez meses puede estar remendando calcetines en su casa!

A la hora de la cena, la ministra se presentó despampanante como solía. Es decir, cargada con todo el lujo desaconsejado para producir una impresión de seriedad. No vamos a censurarla. A fin de cuentas, lo más serio que había en aquel crucero era un grumetillo que estaba aprendiendo electrónica por correspondencia.

Ante aquella y otras muestras de exhibicionismo, Angélica von Petarden pensó con ternura en su príncipe octogenario. Recordó cómo la había educado en muchas facetas de la vida mundana, no para adquirir un refinamiento nato —¿quién puede hacerlo a los cuarenta y tantos?—, pero sí, cuando menos, para presentar la agradable prudencia de quien sabe aprender. Y decidió una vez más que el agradecimiento también podía ser amor y que, si no lo era, peor para el amor.

Pero había otras cosas de gran utilidad que su príncipe le había enseñado, especialmente los mil variados empleos que puede darse al dinero. Así que preguntó ávidamente a la ministra sobre las últimas estafas.

Salieron ministros, secretarios y subsecretarios de ministros, jefes de la Policía, abogados, curas, amantes de los curas, banqueros, queridas de los banqueros, y así una interminable retahíla que convertía a la antigua picaresca en un cuento para niños.

La princesa, que tenía alma de niña, se apresuró a felicitar a su invitada por un motivo singular:

—¡Qué satisfecha ha de estar usted al ver que en esta lista no ha salido ni un nombre de su ministerio!

—No le extrañe —dijo Amparo Risotto, con amargura—. En España, la cultura es lo último incluso en las estafas.

Omitió intencionadamente los bolsillos que se llenaron con las celebraciones del Quinto Centenario, cuando la cultura fue lo primero para estafar con pretextos de servicio público. Pero era cierto que todo ocurrió antes de la llegada de Amparo Risotto. A ella no le habían dejado ni las sobras.

Estaba a punto de contar a la princesa lo difícil de administrar un presupuesto con lo poco que habían dejado los jefes anteriores —y, sobre todo, los amigos de estos—, pero prefirió obviarlo en nombre de una lealtad que la honraba. Además, ¿a quién puede importarle la política de anteayer cuando puede hablarse del libre fluir del dinero que permite la política de hoy?

Ninguna de las dos cosas interesaba a Emilia de Ruiz-Ruiz quien, en su afán por ver de cerca a las importantes, acababa de descubrir a Rosa Marconi, vestida como siempre de exploradora, pero esta vez con falda tobillera. La ilusionada Ruiz-Ruiz pensó que, con el simple añadido de un salacot, se hubiera parecido a Deborah Kerr en Las minas del rey Salomón. Imbuida en aquel espíritu aventurero, salvó las distancias de un salto y se plantó junto a la Marconi pidiéndole un autógrafo para sus hijos. Y aunque la reina de la televisión sintióse ligeramente humillada al ver que su admiradora utilizaba una vulgar servilleta de papel, la acogió con su mejor sonrisa, que no significaba en absoluto la más sincera.

—Con mucho gusto. Entiendo que sigue usted mi programa…

Si algo caracteriza a los admiradores de la televisión es una sinceridad que no tiene el menor inconveniente en mostrarse brutal. Y Emilia de Ruiz-Ruiz no era una excepción:

—Siempre lo he seguido, pero en la presente temporada se me pasa muchas veces, porque lo dan a la misma hora que el show de Ana Bodegón y, claro, ella saca a los humoristas Pimentón y Chocolate, al ballet italiano de Mariela Tarantela y el concurso «Que te doy, que te doy, que te doy…».

Sin saberlo, la fiel admiradora acababa de poner el dedo en la llaga. ¡El programa rival de una Marconi afectada por la crueldad de los índices de audiencia!

—No hablamos el mismo idioma —murmuró con fiereza la Marconi—. Además, es evidente que Ana Bodegón y yo tampoco seguimos el mismo camino.

—Usted siga el camino que quiera, pero eso no quita que me sienta moralmente obligada a aconsejarla. ¿Puedo?

—¡Qué remedio! El público tiene sus derechos.

—Yo le aconsejaría que buscase más variación en su programa. Y sobre todo más amenidad. Piense que mientras Anita Bodegón rifa un coche, usted nos tiene crucificaditas con lo de los presupuestos del Estado.

—¿Sabe qué le digo? ¡Váyase a la mierda!

—¿Y eso? ¿No dijo que el público tiene sus derechos?

—Sí, guapa, pero también los tengo yo cuando mando al público a la mierda.

Y la dejó con la servilleta en la mano, y otro cúmulo de decepciones en el alma. Pero como los admiradores de la televisión, acostumbrados a la lógica de los concursos, siempre tienen respuesta para todo, Emilia de Ruiz-Ruiz encontró al punto la más apropiada, y se la comunicó a su amiga Margot, que acababa de unírsele para la cena.

—Creo que esa altiva le tiene envidia a Ana Bodegón porque tiene más share que ella en el ranking diario y en el tele-top.

—Creo que Ana Bodegón es una imbécil —comentó Margot.

—Eres demasiado desdeñosa. Un día, Dios te castigará.

—Ya me castigó en mil novecientos setenta y tres, querida.

—Es verdad. Cuando se puso enferma tu pobre madre.

—No, guapa. Cuando tú te viniste a vivir a la urbanización.

Cenaron sin demasiado interés. Emilia por interesarle más los modelos que lucían las viajeras; Margot porque no le interesaba en absoluto aquel motivo de conversación ni cualquier otro inspirado por el pijerío.

A la hora del café se les acercó Miranda Boronat, que también se aburría lindamente escuchando las interminables disertaciones de la marquesa del Pozo del tío Raimundo sobre la posible redención de Perla de Pougy en brazos de su hijo, el archimandrita, y las relaciones del prodigio con el caso de la Magdalena, el de la adúltera y aun el de Lázaro, aquel que anduvo inesperadamente.

Miranda se cuidó mucho de contar que Perla de Pougy estaba en aquellos momentos trabajándose al más apuesto de los grumetillos, un niño llamado Aléeos, que, de paso, no hubiera desagradado en absoluto al señor archimandrita.

Obligada a callar, Miranda se dirigió hacia la única persona que sabría apreciarla mejor cuanto más quebrantase aquella regla.

—¡Qué mona está usted esta noche, Marujita!…

—Emilia, doña Miranda —protestó dulcemente la otra.

—Pues eso, Maru-Emi. ¿Su amiga sigue sin querer hablarme? Pues mire, yo ya la he perdonado. Para que vea lo que somos las almas nobles y sin embozo. —Y, dirigiéndose a la otra, preguntó con altivez—: ¿Le apetece unirse a mi grupo, Maru-Margot?

—¿Cuál?

—Yo y Miranda Boronat. ¿Le parece poco grupo?

Emilia aplaudió vivamente con sus manecitas regordetas.

—Pues entre las dos Mirandas, mi amiga y yo hacemos cuatro.

—Como las cuatro jinetísimas del Apocalipsis… —dijo Miranda.

—Y las chicas de la Cruz Roja —añadió Emilia—. Una era rubia, otra morena, otra pelirroja y otra Conchita Velasco.

Ahora fue Miranda la que aplaudió, con sus manos cuidadísimas.

—¡Qué memoriona es usted! ¿A ver si recuerda quién dijo: «A Dios pongo por testigo que no volveré a pasar hambre?».

Margot Sepúlveda contestó rápidamente:

—Yo.

—¿Qué dice esa?

—Es lo que dije cuando mi madre tuvo la excelente idea de morirse. Pero en lugar de echarme a la calle y darme un hartazgo, cometí el error de apuntarme a este crucero para escuchar gilipolleces. O sea que, con su permiso, bajo al puerto a tomarme un trago.

No les dio tiempo a contestar. La vieron partir, desafiante, moviendo su cabellera negra, a la manera de una odalisca que descubriese, de pronto, las placenteras obligaciones de su oficio. Y Miranda pensó que, de haber perseverado en su vocación de lesbiana, habría dado entera satisfacción a aquella potra. De todos modos, prefirió no asustar a Emilia con sus pensamientos de ayer, optando por el despecho de hoy, que le convenía demostrar para parecer medianamente digna:

—Su amiga sigue tan esquiva. Y eso que me he humillado tope, pidiéndole perdón; que no debí hacerlo, pues, aunque las dos seamos de clase media, tirando a baja, yo vivo en La Moraleja y ella no.

—A mí lo que me preocupa es que, después de tantos años reprimida, le dé por tirarse al monte.

—En casos así una mujer no se tira al monte. Se tira a un camarero o a un contramaestre de la flota pesquera de estas islas.

—Pues peor. Igual comete este exceso y luego tiene que abortar por el qué dirán de la urbanización.

—A mí me encanta cuando alguna de mis ochenta mejores amigas aborta, porque hay tema para unos días. De manera que si su amiga decide hacerlo, avíseme y lo comentamos largo y tendido tomando el té en el Ambigú del Palace, que me priva. Hablando de abortos, por ahí viene Fificucha Osváldez.

—Pues no es tan fea.

—Claro que no. Sólo las caderas son horrendas. Lo del aborto es por el futuro que le espera al niño que lleva dentro.

—¿Está encintilla? Pues no se diría. Le falta aquel halo de luz que caracteriza a las preñadas.

Llegaba, en efecto, la niña Osváldez con lo que ella consideraba un traje de noche: vaqueros blancos y un jersey con las letras de Mikonos y un delfín de las islas.

—¿Has hecho la prueba de la rana? —preguntó Miranda. Y volviéndose a Emilia—: ¡Hay que ver cómo cambian los tiempos! Yo siempre creí que la prueba esa era que le dabas un beso a una rana y según la buena fe de ella se convertía en un príncipe.

—Hay ranas muy reconcomidas —dijo Emilia—. Una vecina de la urbanización besó a una y en lugar de un príncipe le salió un herpes en el labio.

—¡Ocúpense de una vez de mí, «porfa»! —se quejó Fificucha. Y con expresión compungida, añadió—: Sepan que he hecho la prueba y no me ha salido nada de nada.

—Pues hija, mejor para ti —dijo Miranda—. Te pierdes el lujo asiático de la clínica, pero te ahorras la incomodidad de estar un rato con las piernas abiertas de par en par. O sea que miel sobre sanguijuelas.

—Pero sigo estando preocupada porque las almorranas me duelen más que ayer y menos que mañana. O sea que debo de estar tope preñada.

A Emilia le salió la madre de familia acostumbrada a aconsejar a mil futuras madres de lo mismo.

—Usted perdone, hijita, pero asociar las almorranas con la preñez es comparar los cojones con el rosario, como dijo el clásico.

Miranda Boronat recibió una iluminación inesperada:

—¡Ahora que caigo! Lo que dice Maru-Emi es verdad. ¿Qué tienen que ver las almorranas con estar encinta?

—Lo más —contestó Fificucha, con aire de suficiencia.

—Perdone, yo he tenido tres hijos sin almorranas.

—Felices ellos —celebró Miranda.

—Quiero decir sin tenerlas yo.

—¿Ni siquiera la primera vez? —preguntó Fificucha, ansiosa—. ¿Ni siquiera cuando le costaba abrirse? Porque yo vi las estrellas.

—Pero, niña, ¿por dónde se abrió usted?

—Por donde Borja Luis me dijo. Miren ustedes qué ironías tiene la vida; él me dijo: «Fificucha, tronqui, vamos a hacerlo de manera que no quedes comprometida». Y lo hicimos como él dijo. Verbigracia: por hacerle caso he quedado comprometidísima. Además, deduzco que mi Borja Luis no debe de ser demasiado experto.

A Miranda le salió la cotilla:

—Pues hija, con lo poco que lo es tu madre, cada noche que pasan juntos debe de ser un funeral.

Intervino de nuevo Emilia de Ruiz-Ruiz:

—De todas maneras, a mí me intriga saber qué le sugirió su novio.

—Bueno, yo siempre había visto en las películas que estas cosas se hacían por delante, pero Borja Luis me hizo arrodillar sobre la cama, y él se puso detrás. Y así actuó: al revés que en las pelis.

—¿Y qué más? ¿Y qué más? —inquiría Miranda, con la avidez de las mironas profesionales.

—¡Es que tú quieres todos los detalles!

—Mujer, es que en esta posición pueden hacerse muchas cosas. ¿Dónde te dolió?

—En el culín —dijo Fificucha, con un asomo de rubor—. Y, además, fue hiper daño. Como cinco lavativas a la vez, para entendernos.

—¡Acabásemos! —exclamó Emilia—. Querida, puede usted descansar tranquila: si lo ha hecho por detrás, se justifican las almorranas, pero no hay modo de que quede usted preñada.

—No sé qué tendrá que ver una cosa con la otra.

—Pues, mona, que nadie ha quedado preñada por el pompis.

—Lo que usted dice no tiene base científica. Un coito es un coito, después de todo.

—Hijita mía: ¿a usted no le ha informado nadie sobre los variados y sublimes caminos que es necesario recorrer para llegar a la maternidad?

Esbozó Emilia un digest tan preciso y exacto que Fificucha Osváldez pudo comprender, por fin, las delicadas diferencias entre romper aguas y una diarrea. Así pues, sabiendo su honra intacta, corrió a comunicarlo a las chicas de los medios, que ya se habían apresurado a enviar a Madrid la noticia de su maternidad. A lo que ella contestó, alegremente:

—¡Qué bien! Así tendré portada dos semanas seguidas. Una diciendo que estoy preñada, y otra negándolo.

Derivando del aburrimiento al tedio, y de este al sopor, Miranda decidió recurrir a la originalidad uniéndose a las pías damas de la Solivianto, que por cierto estaban en lo de siempre.

—A mí no me gusta criticar, ya lo sabéis —decía una.

—A ninguna nos gusta criticar —afirmaba otra.

—Pues no critiquemos —sugirió Pilar Prima de la Higuera.

—Tampoco es eso, mujer. Puede no gustarnos criticar y, sin embargo, vernos obligadas a hacerlo llevadas por los tiempos.

—Y es que hay que ver, hay que ver y hay que ver.

—Esa Perla de Pougy, sin ir más lejos.

—Ella siempre va más lejos que nadie. Lo que cuentes no ha de asombrarnos. Así que cuenta, cuenta…

Pilar Prima de la Higuera se inclinó hacia ellas:

—La he sorprendido en cubierta, detrás de un montón de cuerdas de amarraje. Pero ella era la que estaba más amarrada. ¿Sabéis a quién? No a uno de esos admirables ancianos de la tripulación, no. ¡Para senectos está ella!

—Pues no hay otros hombres a bordo.

—Los grumetes, querida.

—¡No puede ser! ¡Si son niños de teta!

—Es precisamente lo que Perla estaba dando a uno de ellos. ¡Como lo oís! Estaba el mocito sentado en su regazo, y ella con el seno puesto en aquella inocente boquita.

—Eso es el afán maternal de Perla. No dudéis que le está haciendo falta un hijo.

—Perdona, guapa, yo siempre he sido muy maternal, pero todos mis hijos estaban ya destetados a los catorce años. Oséase, que lo que busca Perla de Pougy con esos grumetillos es tomate, y del maduro.

—Lo que dije: hay que ver, hay que ver y hay que ver.

—Tanto hay que ver que ahí viene esa loca de la Boronat para que la veamos.

—Cada vez que se acerca temo un desastre.

En efecto, Miranda se acercaba irremisiblemente. Al llegar junto a ellas, las abordó con la más ancha de sus sonrisas. En realidad, era un buzón.

—¿Cómo van sus rezos, señoronas?

—Perfectamente. A ver si se apunta usted a uno de ellos, que le irá muy bien para el alma.

—A mí no me hace falta. Tengo el alma fresca como una lechuga.

—Lo de fresca se nota.

—En cambio lo de lechuga no, porque la lleva usted en el pelo, tía burra.

Dio media vuelta y, cogiendo a Emilia del brazo, dijo:

—Fíjese qué malas pueden ser las ancianas cuando son abyectas. Yo es que no las puedo ver. Venía a proponerles que jugásemos al juego de la verdad, y me pagan con espinas. ¿Y sabe por qué obran así? Porque tienen mucho que esconder. Yo, como siempre soy clara y diáfana y tengo el alma limpia como los chorros del oro, puedo jugar al juego de la verdad sin temor alguno. ¿Que me preguntan la edad? Pues la digo: veintiocho años. ¿Que me preguntan la hora? Pues las diez y media. Así hay que ir siempre por la vida: con la verdad por delante.

—Es usted fantástica, madame Boronat. No entiendo cómo no la hacen reina de la jet.

—Es que en la jet no hay reinas, querida. En la jet todos somos iguales. Somos lo más democrático que tiene España porque sabemos que todos los componentes somos importantes, y ninguno más que otro.

Regresó nuevamente Fificucha, dando saltitos de boba a pesar de su ardiente dolencia anal.

—¡Chicas, chicas! La princesa y otras cuantas van a hacer espiritismo.

—¡Ah, yo no me apunto! La última vez me salió mamá y me puso como un pingo.

—Algunas madres somos demasiado severas. Yo intento serlo sólo lo justo.

—Si bien se mira, la obligación de las madres es ejercer la severidad. Pero también lo es que, una vez muertas, se queden donde están.

—En la muerte todos seremos iguales.

—Usted y yo ni en la muerte. Pero da igual. La aprecio como si estuviese a mi altura.

Acertaron a pasar Rosa Marconi y Amparo Risotto. Esta sonreía a diestro y siniestro. La otra seguía mostrando el aspecto de una furia desatada.

Al descubrir el pequeño jaleo que se había armado en el rincón de la princesa, preguntó la Risotto:

—¿Y esas qué hacen con las mesas?

—¡Estamos preparando un party de espiritismo! —gritó Fificucha Osváldez—. ¡Apúntense! ¡Apúntense!

—Conmigo que no cuenten —dijo Rosa Marconi—. Estoy tan obsesionada con los problemas de la televisión que igual me sale el espíritu del primer Hombre del Tiempo.

Intervino la ministra con acento frivolón:

—Si se apareciera el espíritu de Melina Mercouri me iría fantástico. A ver si me decía cómo se hace para tratar con sus sucesores en el ministerio ese.

La Marconi le dirigió una mirada de indiferencia. Más ajena no podía estar:

—Me apetece pasear por el puerto. Tú puedes apuntarte a los juegos de esas locas. Te encontrarás con tus empleados. Me han dicho que tienes un ministerio habitado por espíritus errantes.

—He acusado el alcance de tu mala bilis —dijo Amparo Risotto, adoptando una actitud digna—. Te metes conmigo porque no quisimos darle una subvención a tu amante para hacer su película.

—No. Porque se la diste al amante de tu primo para que realizase aquel documental sobre la horchata valenciana.

—Una es que barre para la Albufera. —Y, suspirando profundamente, añadió—: ¡Ay, esa patrieta meua! ¡Cómo la añoro!

Las observaba, desde el puerto, Margot Sepúlveda. Había bajado a tomar una copa en la esperanza de encontrar algún tipo de jolgorio que la ayudase en la resurrección pretendida. Fue, desde luego, un error de cálculo. Sonaban las músicas atronadoras de alguna discoteca, pero aquellos sonidos, más que una solución, se le antojaban una amenaza. Eran la evidencia de que el dorado tiempo de la juventud ya no estaba a su alcance. Poco importaba que no lo hubiese vivido. Los años jóvenes pasan inexorablemente sin reparar en quién supo aprovecharlos y quién los desperdició. Claro que, si bien dejan atrás a los rezagados, ofrecen a cambio un consuelo: también acaban arrastrando a quienes los vivieron intensamente.

Sentada ante una copa de lo más vulgar —una cerveza sin alcohol siquiera—, Margot recapacitaba sobre sus posibilidades de recuperación. No es tan fácil soltarse el pelo después de veintidós años de llevar un triste moño. Una puede sentirse seductora, pero ¿cómo se aprenden las artes de seducir? Y, sobre todo, ¿cómo se practican sin parecer una ramera? ¿En qué modelo inspirarse, si todos los de su juventud estaban ya ajados, sobrepasados por el paso atroz de las generaciones? ¿En qué mujer fijarse, si todas las de su generación ya sólo eran la sombra de un recuerdo?

Sin darse cuenta, su mirada regresó al barco. A través de las ventanas del salón veía a las beatas de María Asunción Solivianto, reunidas en círculo cerrado, como en torno a un brasero ancestral. Veía evolucionar a Miranda Boronat, a Fificucha Osváldez, a Perla de Pougy y al resto de las damas más o menos de moda. ¡Menuda definición! ¿Qué eran esas mujeres, a fin de cuentas? La mayor parte de ellas no tenían otro valor que el de sus fortunas. Algunas eran dinero antiguo, por tanto vanidad de más solera; otras, eran dinero reciente, más chillón, con más estridencia; pero, en cualquier caso, todas habían pasado a sentar plaza de importantes gracias a un poderío que nada tenía que ver con sus valores reales.

Se preguntó si había permanecido demasiado tiempo encerrada para no percibir los cambios que había experimentado su sociedad. A través de las damas reunidas en aquel crucero, comprobaba que los españoles revivían hábitos que creía perdidos y, entre ellos, el antañón de la cursilería. ¡Cáspita! ¿No decían que había sido desterrado con las sucesivas invasiones de la modernidad? Si algunas veces veía sus muestras por la televisión, ya que de casa no salía, Margot comprendía que la modernidad no rechazaba ciertas dosis del mal gusto agazapadas bajo la ambigua transgresión del cutrerío. Los españoles sabían que podían ser esas cosas —horteras y cutres—, pero tenían muy claro que ya nunca volverían a ser cursis. Se acabó tomar el té con el meñique enhiesto, esconder una sonrisa tras el abanico, dejar caer el pañuelo y pasearse a la sombra de una sombrilla de encaje y seda. Los españoles enterraron todas esas cosas —y a los Quintero, y a Benavente, y a las rimas de Bécquer— con el extinguido pálpito de las últimas abuelas; y, como mucho, la televisión lo recobraba en alguna zarzuelilla con ribetes de opereta.

Pero nuevas formas de cursilería empezaron a asomar en los años ochenta, cuando el dinero cambió de manos y fue a parar a los que sabían gastarlo con menos provecho y sin estar remotamente preparados. Ya empezaba a saber Margot de qué iba el asunto: en todos los rincones de las Españas los privilegios del poder habían favorecido la aparición de personajes que, en pocos años, se habían hecho con enormes capitales nacidos de la especulación más descarada y, en casos más piadosos, del ilimitado aprovechamiento de amistades y parentescos. Así nació el «importante» nacional, fenómeno que, dicho sea de paso, era una versión del chulillo de siempre, equipado esta vez con teléfono portátil, ropajes de alta costura —pero mal lucida—, discos compact de música clásica, carta de vinos en el bolsillo interior de la chaqueta y la Visa Oro a cuenta de la empresa. Unas gotas de pacharán daban al figurón su remate característico.

Los novísimos ricos se distinguían por la voluntad de olvidar su vulgaridad inicial. De la noche a la mañana se encontraron ocupando puestos de responsabilidad y convirtiendo esta loable virtud en fuente de hacer dinero. Ellos y sus esposas reinventaron la cursilería. Aunque en los años sesenta algunos fueron transgresores de costumbres, en los ochenta no dudaron en recuperar las de las clases altas. Como todos los parvenúes que en la Historia han sido, el novísimo rico de la transición española quiso parecer aristócrata. Llevado de tal afán, dio prosperidad a flamantes academias que enseñaban buenas maneras y convirtió en best-sellers los libros que tratan del protocolo por si sus majestades los recibían en alguna de sus celebraciones. En cuanto a las suyas, no ofrecían grandes secretos: se sabía que algunas empresas hacían su agosto alquilando mobiliario noble y hasta cuadros de antepasados, con tal abuso que un amigo de Margot vio en cuatro fiestas distintas el mismo retrato de una distinguida abuela decimonónica, que pasaba por ilustre antepasada de cada anfitrión.

Si Margot hubiese tenido ocasión de frecuentar el mundo, sabría que la variedad de la novísima cursilería era y es infinita, si bien no tarda en delatarse: aplausos a destiempo en la ópera o los conciertos, errores en las citas culturales (¿de verdad escribió Umberto Eco El perfume?), meteduras de pata en las subastas de antigüedades, anclaje permanente del yate en aguas mallorquinas —otra vez por sus majestades—, esposas vestidas de tweed cuando lo suyo eran las batitas de boatiné, y querindongas cuya máxima aspiración consistía en usurpar el papel de la propia en las páginas de ¡Hola! o bailar sevillanas teñiditas de rubio de frasco.

La plaga de la ostentación no era nueva, pero sí su espantosa falta de contenido. Aquellos petimetres y sus mujeres ostentaban lo que nunca intuyeron y que, al tenerlo en la mano, sólo conseguían ridiculizarse a sí mismos. Era, en realidad, la riqueza contemplando su propio esperpento en los espejos del Callejón del Gato. Y no era lo menos patético que, sin darse cuenta, esos ricos novísimos se limitaban a invertir un concepto que siempre inspiró mucha grima en la literatura decimonónica: el quiero y no puedo. Y la inversión era justa y precisa porque, en realidad, ellos podían por dinero, pero en rigor no debieran por temor al ridículo.

Y Margot Sepúlveda pensó, con tristeza, que este era el inconcebible mundo que alimentaba los sueños de miles de mujeres parecidas a su amiga. A Emilia Redes de Ruiz-Ruiz, sí, que tuvo la humorada de oxigenar el pelo a tres hijos de piel más renegrida que el luto.

PERO HABÍA EN AQUEL BARCO OTRAS MUJERES que no respondían al esquema apuntado. ¿Cómo encajaría la princesa Von Petarden, que había pasado del burdel al Gotha? Era una profesional, sin duda. La práctica del oficio más viejo del mundo le había dado, cuando menos, el mérito del esfuerzo continuado. El mismo que tenían las chicas de los medios, la ministra de cultura, la animadora de televisión o Beverly Gladys Gutiérrez. Mujeres que, por lo menos, estaban luchando para ser ellas mismas, al margen de las circunstancias favorables que las habían acunado.

Y ahora Margot Sepúlveda veía aparecer a dos especímenes tan curiosos por sus semejanzas como por sus diversidades. Dos verdaderas profesionales, que paseaban por el puerto, conversando pausadamente, pero sin demostrar el menor signo de amistad.

Eran la ministra de las paellas y Rosa Marconi, campeona de las fumadoras a juzgar por la rapidez con que encendía un cigarrillo sin haber consumido el anterior.

—¡Es que tenemos unos oficios…! —exclamaba Amparo Risotto, exhalando un profundo suspiro.

—No sé el tuyo, pero del mío empiezo a estar harta. Estoy por plantarlo todo y dedicarme a la pesca submarina.

—No sé si te ganarías la vida. ¿A cuánto está el pulpo?

—Si no es para ganarme la vida. Si es porque es lo que más me gusta. Entre otras cosas, tienes la ventaja de pasar inadvertida. No te ve todo el mundo en una endemoniada pantallita llena de colorines.

—Yo, que tú, no me preocuparía tanto. Umberto Eco ha declarado recientemente que a la televisión sólo le quedan diez años de vida.

—Sí, guapa, pero en este tiempo nos habremos cargado toda la cultura occidental. Por cierto, que de la española ya se encargará tu ministerio.

Amparo Risotto acusó un golpe que le parecía fuera de lugar y, desde luego, de horario.

—Cuando una mujer sale arisca lo es hasta el final. ¿Sabes qué te digo, rica? Me voy a consultar a los espíritus, que son menos impertinentes.

—Si te sale Salvador Dalí, dile que le necesito para mi programa.

Se echó a reír desaforadamente, no sabía si a causa de su ocurrencia o de las dificultades de Amparo Risotto para subir por la pasarela con afilado tacón de aguja.

Siguió riendo hasta llegar a las mesas del bar donde se hallaba Margot. No le prestó atención. Tomó asiento sin dejar de reír y, de pronto, su risa fue derivando hacia un llanto convulso, casi histérico.

Ya se ha visto que Margot no era una mujer entrometida, ni ansiosa de relacionarse, pero el cambio repentino operado en aquella mujer la llevó a pensar que sin duda tendría algún problema mucho más interesante que todos los del crucero juntos.

Sin pensarlo dos veces, se acercó a la mesa de la Marconi:

—Perdone, ¿le ocurre a usted algo?

—Ya ve que sí. Ya ve que no es el momento para pedirme un autógrafo en una servilleta de papel.

—Jamás he pedido un autógrafo y, desde luego, no se me ocurriría pedirlo en una servilleta. El reciclaje, tan de moda, no debería traspasar los límites de la estupidez.

Rosa Marconi sintió un momento de curiosidad hacia aquella mujer, no prevista en el índice de sus relaciones. Ni, por cierto, en los de audiencia al modo típico. Recordó que, momentos antes, había manifestado su rechazo de Ana Bodegón, paradigma para Rosa Marconi de la horterez nacional y, dicho sea de paso, una de sus Némesis particulares. No porque la aventajase en audiencia, sino porque la obligaba a medirse con la tontería. Y este es un combate en el que una mujer superior siempre tiene las de perder.

—Perdone, creí que usted era tan televisiva como su amiga.

—Nadie es tan televisiva como ella. Creo que nació con dos pantallas en lugar de ojos. Pero no sé si debemos censurarla. Con tal de que los ojos no vean una realidad ingrata es lícito ponerles las antiparras que convenga.

—Me niego a creerlo. Por suerte para algunos, siempre habrá cristales más favorecedores que otros. Y, sobre todo, más dignos.

—Para usted es muy fácil decirlo, ya que se mueve en un mundo mucho más interesante. El nuestro es muy mediocre, se lo aseguro. Tanto como para que un concurso adquiera el valor de una revelación.

—Pero usted no parece ser así.

—No tengo por qué serlo. Mi amiga se evade a partir de la ilusión. Yo he pasado años evadiéndome a partir de la necesidad de ser algo mejor. Supongo que es la diferencia que va entre aceptar un presente y desear un futuro.

Fumaron amigablemente, ampliando la conversación a temas más personales. Margot contó sin el menor tapujo todas las experiencias de su encierro de veintidós años e hizo hincapié en las dificultades de reconvertir una vida, pasados los cuarenta. Y, sobre todo, de reconvertirla encaminándola hacia aquella realidad superior a que había aludido antes.

Aquel panorama no dejaba de reconfortar a Rosa Marconi. Pensó por un instante que los años vividos por Margot en el anonimato —más aún, en el encierro— eran precisamente los que ella había vivido construyendo su carrera. En comparación, pudo sentirse triunfadora, pero este efecto no duró mucho. Pronto volvieron a toparse con la amargura fundamental, y ella quiso llegar hasta el fondo:

—Quien no haya vivido los círculos profesionales del Madrid de los noventa no sabe lo que es la histeria. En ese imperio de trepadores de todo tipo (donde cualquier tuerto puede ser rey), la lucha se establece con características selváticas, que saltan de su propio círculo para afectar a los aspectos más variados de la vida de relación. Todo el mundo anda crispado, todo el mundo vigila a su alrededor, viendo en cada prójimo un enemigo. Los enchufados se ven de pronto privados de enchufe; los consagrados se encuentran con la consagración puesta en duda; los iniciados descubren que su iniciación puede vacilar de un momento a otro… En resumen: yo no sé si le aconsejaría salir de su mediocridad para meterse en la que me rodea…

Se levantaron como impelidas por un resorte que les exigiera un poco de acción para contrarrestar lo ingrato de las ideas. El cuerpo, así impulsado, se liberaba de amarguras… sin que la mente dejase de invocar otras nuevas.

Rosa Marconi arrojó el cigarrillo al mar, espeso en esa zona a causa de los detritos de los yates.

—Usted es una desconocida. Es probable que no volvamos a vernos nunca; luego puedo permitirme el lujo de una confesión en toda regla.

—Confiese si le hace bien. Pero me extraña que necesite hacerlo. En las revistas tiene usted fama de guerrera.

—Incluso una guerrera descubre, un buen día, la posibilidad de otra vida y otros ámbitos. Paseando a solas por la noche de Atenas pensé que había en el mundo muchas cosas que me estaban esperando sin yo saberlo.

—Francamente, esa ciudad nos decepcionó a todas. Claro que no puede descubrirse mucha belleza cuando se va rodeada de un grupo que sólo piensa en comprar souvenirs. ¡Y qué souvenirs! En mi vida he visto cosas tan feas.

—Pero a su amiga le parecerían bonitos. ¿A que sí?

—Los encontró divinos —dijo Margot, no sin ternura—. La verdad: era muy desagradable ver las cosas que compraba y no poder disuadirla.

—Yo he sido más afortunada. Las viejas calles, las placitas recoletas me han revelado secretos que sólo los desesperados están en condiciones de apreciar. Mientras paseaba he recordado a algunas amigas, magníficas profesionales que, después de pasarse años en el candelero, se han visto desplazadas como yo.

—Protesto. Usted no ha sido desplazada. Simplemente, no ha dado con el programa que esperaban mujeres como mi amiga. ¿No piensa que las que más pierden son ellas?

—No deja de ser un consuelo pero, a la postre, ineficaz, porque la verdad última es que el público manda y en su nombre los ejecutivos aceptan o rechazan en bloque. Ya no somos personas, sino figuras de marketing. Me lo cuentan mis amigas escritoras: las editoriales están empezando a funcionar así. También está ocurriendo en la prensa. No le digo las profesionales del cine y el teatro. Incluso las más colocadas viven pendientes del teléfono, esperando esa llamada de la que depende su supervivencia. ¡Ha de ser terrible supeditar tu vida a la llamada de un director o un productor! Ha de ser terrible que ese teléfono no suene y, en cambio, vayan cayendo los años sobre una… Yo no tengo que pasar por ese suplicio, porque he optado por la autogestión. Yo planeo un programa, reúno a mi equipo, lo vendo a una cadena… No le negaré que resulta más satisfactorio elegir que ser elegida, pero el precio de esta elección es siempre arduo. Llevo diez años tirando de un carro que, al final, no lleva a ninguna parte. Siempre parece que has llegado a lo alto, pero no es verdad. Un lapsus en el índice de audiencia significa un fracaso, pese a tus éxitos de siempre. ¡Y a seguir tirando!

—En cualquier caso, es una suerte poder tirar de algo. ¡Ya quisiera yo tener un carro, cualquiera que fuese!

—¿El mío, por ejemplo? Se lo cedo voluntariamente. ¿Sabe usted cómo vivo? Toda la semana preparando un programa; y, una vez grabado, me encierro para preparar el siguiente. Ni siquiera una pequeña pausa para recapacitar, ni siquiera el descanso para hacer un pequeño balance. Vivo las veinticuatro horas del día con mi equipo, pensando en personajes interesantes, haciendo llamadas para conseguirlos, redactando preguntas, peleándome con los técnicos, reuniéndome con los ejecutivos de la cadena, que son como muros de piedra, insensibles a cualquier novedad. Me estoy matando día tras días, hora tras hora; por las noches sueño con el programa, me despierto temiendo que algún invitado no va a llegar. No hay días ni noches. Y al final, ¿para qué? Para que ese público que tanto nos quiere descubra un día que prefiere a Ana Bodegón, con sus frases de mongólica y sus tetas de silicona. Antes que luchar con tales armas, me largo y punto. Vamos, que me cambio por alguien que no existe. Bueno, como mucho ese alguien se parece a Victoria Barget. Es la que ha sabido montárselo mejor. Ponerle viento al viento, echarse el mundo por montera y empezar de nuevo.

—Con sus millones yo también lo mandaría todo a la porra.

—¿Y dejaría a su marido en la cárcel?

—Para empezar, no tendría un marido. Sería capaz de llenarme de hijos y entonces no podría hacer lo que hace usted. No podría pasarme horas con mi equipo ni soñando con mi programa porque tendría que pasar la noche en vela, cuidando a un rorro. Entonces, si me diesen a elegir, estoy segura de que renunciaría a un marido para vivir con un equipo como el suyo, planeando cosas tan apasionantes como las que hace usted.

Las dos se echaron a reír, siempre en tono amical, casi entrañable.

—He cogido el mensaje —dijo la Marconi—. Será, pues, que Dios da pan a quien no tiene dientes, como decía mi abuela. En cualquier caso, renuncio a la entrevista que pensaba hacerle a Victoria Barget. Si la veo, sólo le pediré que me aconseje una isla para pasar un año sabático. El mejor refugio para olvidarme de la televisión. Lo tengo bien decidido. No voy a hacer ese último programa. Llamaré a mi equipo y que lo monten con los mejores fragmentos de los treinta anteriores. No será una novedad: muchos lo hacen para satisfacer su vanidad; para mostrar lo conseguido a guisa de trofeo. No es este en mi caso, porque hace tiempo que se agotó mi cupo de vanidad. Es cierto que, hace sólo un año, esta decisión me hubiese frustrado, pero hoy no me duele en absoluto. De un fracaso profesional siempre puede sacarse un triunfo personal. Y esto es un alivio. No tendré que batallar día tras día con jefes incompetentes, que se sienten reyezuelos. No viviré pendiente del veredicto de un público compuesto por imbéciles adormilados… que, por cierto, tienen una paciencia a prueba de bomba, a juzgar por su amiga.

Señaló hacia la pasarela, por donde bajaba una excitada Emilia de Ruiz-Ruiz, con actitudes completamente miméticas. Y es que empezaba a moverse como Miranda Boronat e imitaba sus grititos incontrolados:

—¡Ven, Margot! ¡Ven a la mesa de espiritismo! ¡No adivinas quién se nos ha aparecido!

—Espero que no sea mi querida madre —dijo Margot, secamente.

—Mucho mejor que eso. ¡Se nos ha aparecido el espíritu del rubio de Bonanza! ¿Te acuerdas que murió de mala manera, el pobrecito?

—Seguro —dijo Rosa Marconi—. Murió de un empacho de rayos catódicos.

—Haga el favor de no ser morbosa. Usted, que es de la tele, debería ponerse muy contenta de que se aparezca un colega.

—Me he puesto como unas castañuelas, guapa. ¡Como unas castañuelas!

Subieron al barco en el preciso instante en que la voz de la princesa Von Petarden sonaba por los altavoces para anunciar al selecto pasaje que la Virgen había decidido aparecerse en la isla de Creta. En consecuencia, el King Poseidón efectuaría un veloz viraje para perderse en aguas más cálidas y costas más misteriosas.