Capítulo undécimo
ABORTILLOS

AJENO A LOS DEVANEOS DE VISNÚ DE MELLER en Patmos, el King Poseidón hacía escala en la isla de Sifnos, la tercera de las islas Cicladas según se tuerce por el cabo Sunion.

Todas se pusieron sus mejores modelos y complementos para bajar a recorrer tiendas. Buscaban oro y plata a buen precio y, las más resabidas, algún icono para el vestíbulo. Pero ninguna descartaba las espectaculares esponjas que tanto lucen colocadas en un cestito de mimbre, en los cuartos de baño de mármol rosáceo.

Se habían formado distintos grupos que cenaron en los restaurantes del puerto, a entera satisfacción porque unos guitarristas les rindieron homenaje cantándoles Que viva España y Arrivederci Roma. Otras, más exigentes con el color local, pidieron que las obsequiasen con un sirtaki, pero los mozos griegos estaban en la discoteca bailando músicas del último aullido y ellas se quedaron con la fiebre puesta.

Regresaron después al barco para hacer un poco de tertulia en cubierta, pero como el fresco de la noche era traidor decidieron trasladarse al salón, donde, pese a todo, el aire acondicionado estaba puesto a temperatura polar.

Se hallaba Miranda Boronat meditando sobre el funcionamiento del alma humana en momentos extremos —por ejemplo: ¿qué hace el alma humana si debe elegir entre un bolso de Prada y otro de Hermes?— cuando llegó Fificucha Osváldez con el rostro compungido y la chaquetilla de vinilo rojo anegada en lágrimas.

—¿Puedo hacerte una hiper-pregunta superconfidencial? —dijo, sin dejar de sollozar.

Miranda se puso en guardia.

—No tengo un duro.

—No, si duros ya tengo yo.

—No lo digas dos veces. A saber si tu madre se habrá pulido toda tu herencia por las tabernas de esas islas. ¿Es esto lo que te preocupa? ¿O es que el horóscopo te ha anunciado horas negras? Si es así, no le hagas caso. Ponemos una conferencia a mi vidente Satanasa Berzal y te anunciará días maravillosos sólo con que le pagues el doble.

—Si no es eso, Miranda, si no es eso. Es que creo que estoy encinta.

—¡Cielos! ¿Del novio de tu madre?

—¡Calla! Borja es mi noviete. De mi madre, como mucho, es amante ilegítimo y espurio.

—Eso ya lo discutiréis las dos, que para eso están las madres y las hijas: para coserse a puñaladas traperas. Pasemos a lo que más me apasiona: ¿tienes motivos para sentirte encinta?

—Me parece que sí, porque una vez hice el amor con Borja y desde entonces tengo almorranas.

—¿No será que algo te ha sentado mal? El año pasado vi cómo te comías unas ostras que parecían tísicas.

—No, Miranda, no. Siento latir en lo más interno de mi propio interior un feto que es el vivo retrato de Borja. Por eso me repugna traerlo al mundo: porque será la viva imagen del engaño, la traición y el timo sentimental.

—Pero ¿qué estas diciendo? ¿No te sientes iluminada y extasiada?

—Todo lo contrario. A mí me gustaría abortar. Pero dicen que es muy problemático…

—¡Qué va! Si tienes dinero hay en Londres una clínica divina, con vídeo en las habitaciones. Es donde abortan las despistadillas de algunas casas reales europeas. O sea que problema ninguno. Lo sería si fueses pobre, porque tienes que abortar sin comodidades ni nada, pero pagando a toca teja abortas como Dios de bien.

Fificucha se lanzó a una profunda meditación:

—Bueno, si eres pobre todo debe de ser problemático. Son tantos que no sé cómo alcanzan a repartírselo todo.

—Yo siempre que hablo de pobres me pongo de mal humor, porque pienso que nosotras tenemos tanto y ellos tan poco. O sea que es mejor hablar de nosotras, las que tenemos de todo, y así, por lo menos, no nos deprimimos.

Acertó a pasar Mauricia Resclós, con una copa de coñac en la mano.

—¿De qué estáis hablando, niñas?

—De abortos —dijo Miranda.

—Entonces me voy. No me gusta hablar de política.

—No, si la que quiere abortar es la niña.

—¡Ah, yo que tú no lo haría! No se lleva en absoluto.

—Entre las del rojerío, sí.

—Porque ellas no tienen nada que perder. Una roja no tiene honra. En cambio tú te expones a que un día llegues al Club de Polo y todo el mundo diga: «Mira, es la asesina de su pobre hijo». Si lo que te apetece es entrar en el quirófano para ser noticia, hazte una liposucción, que siempre va bien.

—¿Cómo va a hacerse la liposucción, si no tiene barriga? —protestó Miranda—. ¡Fíjate qué cinturita!

—Pues que se haga las caderas. ¿No ves cómo las tiene?

—Es verdad. Las tiene feísimas.

—Pero ¿qué están diciendo? —exclamó Fificucha, ya desbordada.

—Vamos, asquerosas. Fificucha, hija, yo no sé cómo, a tu edad, puedes ir con esa caderas por el mundo.

—¡Yo quiero hablar de mi aborto, no de mis caderas, que son divinas! Borja Luis siempre me decía: tienes caderas de yegua.

—¿Lo ves? Tú misma te delatas. En una yegua, esas caderas quedarían finísimas, pero en una chica quedan caballunas.

La dulce Fificucha se fue con la depresión puesta y prometiéndose que en la primera escala entraría en una farmacia y se compraría la prueba de la ranita.

A Miranda la decepcionó la interrupción de Mauricia. Acababa de malograr una de sus ocupaciones preferidas, que consistía en sentirse útil a los demás mediante sanos y eficaces consejos, ya fuese sobre un aborto, ya sobre las cortinas del saloncito. Además, al espantar a Fificucha, la Resclós la dejaba sumida en el aburrimiento, y en parecido trance podía llegar al extremo de hojear un libro: lo peor para la belleza de los ojos, pues se fatigan.

Se puso a vagabundear de nuevo hasta que dio con el grupo formado por las amigas de la Solivianto.

Presidía la conversación Pilar Prima de la Higuera:

—Últimamente me están entrando mis dudas sobre este viaje. ¿Y si nuestra María Asunción estuviese un poco locandis? ¿Y si la tal Edipa fuese una impostora?

—Es verdad —dijo Olivia Sotomayor—. Tampoco la Virgen se aparece así como así.

Intervino Sensita, la esposa del banquero Zarrúllez:

—Depende. A veces se ha aparecido sin que viniese a cuento. Sin ir más lejos, mi hija Covadonga vio a la Virgen en cierta ocasión.

—Es que su hija, desde que le da a la bebida… —comentó Olivia Sotomayor, con retintín.

—Oiga, señora, eso su hijo de usted, que le llaman Míster Litrona. De mi niña, si la sacas de sus fiebres del sábado noche, nadie puede decir ni tanto así… Además, soy testigo de que vio a la Virgen porque yo iba su lado.

—No sé si emocionarme o mandarla a la porra.

—Le digo que vimos a la Virgen como la estoy viendo a usted, sólo que era ella más guapa. Y debo confesar que, al principio, también yo desconfié una pizca.

—¿Estaban ustedes en la iglesia? —preguntó la Prima de la Higuera.

—Salíamos de la modista, porque me había llamado el encargado diciéndome que les quedaban unas piezas de giepur del de antes, y como le estoy haciendo un evasée a la niña, y el imbécil de mi marido tenía reunión de «bisnis», pues me dije: «Vamos a elegir el giepur con Covadonga y después nos tomamos un piscolabis en la granja y aprovechamos para hablar de cosas de mujeres». Y estábamos ya bajando por Velázquez (a plena luz del día, no piense usted) y de repente a la niña le da como una basca y empieza a gritar: «¡La Madonna, la Madonna!». Y yo estuve a punto de darle cuatro bofetadas porque creía que iba a pedirme un disco y eso, en plena cuesta de marzo, no es nada adecuado… Pero, a medida que hablaba, su rostro iba empalideciendo, hasta que le quedó blanco como la nieve. Señalaba hacia un cubo de basuras en cuya cima se hallaba, efectivamente, la Virgen en persona…

—¿Cómo iba vestida? —preguntó Miranda.

—Monísima. Un conjunto sastre morado y un broche de precio.

—Ya. Estilo duquesa de Feria.

—No. La trenza era más bien Koplowicz.

—¿La Virgen con trenza? —exclamó, airada, Solá—. ¡Eso no se había visto nunca!

—Vamos a ver: ¿es algún pecado llevar trenza? ¿O es que tenemos que volver a la Edad Media, con esas vírgenes tan pavisositas que salen en las tallas?

—Para mí que era una diablesa encubierta. Por esto se le apareció a su hija.

—No sé en qué se basa para decir esas cosas de una niña que estudió en las Dominicas.

—No tiene nada que ver. Mi cuñada fue a las Damas Negras y es adúltera.

Viendo que la pía charla amenazaba con derivar hacia una grosera discusión sobre las taras de las familias respectivas de Petrita y Sensita —taras que todo el mundo sabía de memoria—, Miranda se dirigió hacia otro grupo. Estaban las catalanas de la Generalitat hablando de las finanzas de sus maridos los consellers, pero salían en la conversación tantos números, nombres raros y teléfonos secretos que Miranda se alejó en busca de otro grupo más ameno. Pensó que acaso las amigas de la princesa estarían un poco más divertidas, pero cuando oyó que estaban organizando los actos para el gran día de la mujer trabajadora, se escabulló rápidamente en el temor de que le encargasen algún trabajito.

Tampoco quedaba el recurso de las de la jet barcelonesa porque seguían ensayando sevillanas con incansable fervor.

Por fin descubrió en una mesa del rincón a dos señoras que no recordaba haber visto en ningún festorro. Le atrajo lo enfrascada que estaba una y lo aburrida que parecía la otra. Le atrajo también la acumulación de marcas que llevaban encima. Entre ambas sumaban más que todas las del crucero juntas.

La aburrida se limitaba a maldecir su suerte. La atareada le iba diciendo:

—Pues sí, hija, la manzana tiene muchas virtudes: las fibras que contiene regulan el tránsito intestinal y, además, su pectina impide al colesterol pasar a la sangre y, por si fuese poco, es rica en vitamina C.

—¡Pues caray con las manzanitas! —refunfuñó Margot.

—De todos modos, lo más milagroso es el efecto que la leche hervida produce en las grietas que afean algunas tazas o platos de nuestras vajillas preferidas. El resultado es espectacular. Mira: se sumerge el objeto en un recipiente con leche. Después lo pones a hervir hasta la ebullición y dejas que cueza por espacio de una hora aproximadamente…

Intrigada por aquellas fórmulas tan alejadas de su órbita, Miranda se les acercó con un gesto que, queriendo ser simpático, derribó una botella de agua mineral y dos vasos:

—Perdonen, bonitas, ¿a ustedes quién las envía?

Visiblemente nerviosa, Emilia de Ruiz-Ruiz contestó:

—«Hola, Raffaella».

—No. Me llamo Miranda Boronat.

—Ya lo sé, señora. Siempre la veo en las revistas, y la admiro un no va más por estar en ellas. Pero «Hola, Raffaela» es el nombre del concurso más providencial que se ha inventado desde el «Un, Dos, Tres».

—Nunca veo concursos. Siempre me pescan en horas de póker.

—Pues hace usted mal, porque un concurso bien ganado te cambia la vida completamente.

—Pero, en fin, ¿ustedes qué son? ¿Locutoras, presentadoras, taquilleras?

—Servidora es empleada del hogar y mi amiga es…

—¡No vuelvas a decirlo! —exclamó Margot, de muy mala gaita—. ¡No se te ocurra siquiera!

Pero Miranda Boronat había captado la onda, y era evidente que le apasionaba:

—¡Son dos marujas! —exclamó a voz en grito—. ¡Qué maravilla! ¡Fificucha, Perla, Olivia! ¡Venid, venid! ¡Dos marujas auténticas!

Llegó corriendo Fificucha, todavía entre lágrimas pero no por ello desinteresada de los asuntos sociales:

—¿Cómo son? ¿Cómo son?

Perla de Pougy llegó más relajada y desprendiendo un aura de superioridad destinada a molestar.

—Mira, Perla, qué marujas tan monas y tan puestas…

Incluso Emilia, en su inocencia, estaba a punto de indignarse:

—Oigan, guapas, que vamos vestidas de marcas como ustedes.

—Sí, pero no les sientan como a nosotras… —dijo Fififucha.

Aquí intervino Margot, dando un golpe en la mesa:

—Nos sienta mucho mejor, porque al menos nosotras no tenemos esas caderas horrendas.

—Pues mi novio, que estudia un master y algo sabrá, me dijo que son caderas de yegua de raza, para que se entere.

—Pues son de vaca y de burra. Luego de vacaburra.

Miranda Boronat estaba en plan conciliador, y así lo demostró cogiendo tiernamente la mano de Emilia:

—Me hace mucha «ilu» conocerlas porque, ¿saben?, yo siempre me he sentido como ustedes. En realidad, soy como ustedes. Soy una viva representación de la clase media.

—Pero si dicen que usted es muy rica —protestó Emilia.

—No, corazón. La rica es la princesa Von Petarden. Ella tiene cinco coches. Yo sólo tres. Ella tiene quince personas fijas de servicio. Yo sólo tres. Ella tiene veinte fincas. Yo sólo tres, porque los cortijos no se cuentan.

—Usted todo lo tiene de tres en tres. Yo, en este plan de trío, sólo tengo a mis hijos.

—¡Ah, porque son ustedes madres…!

—Ella sí. Yo no —se apresuró a decir Margot.

—¿Ni siquiera madre soltera?

—Ni eso. Ni me queda la madre que me parió. ¿Qué le parece a usted el panorama?

—Desolador. Porque si no es usted maruja, ni madre, ni hija, ¿qué leche es usted, bonita?

—Persona.

—Es lo más original que he oído en mi vida. ¡Persona! Últimamente no he conocido ninguna…

—Ni creo que la haya conocido usted en toda su vida. Y, desde luego, no se le ocurra mirarse al espejo porque no la encontrará.

—Es verdad —gimió Miranda—. Acaba usted de tocar mi punto débil. Yo siempre he querido ser persona, pero después me da pereza. Es mucho esfuerzo y, al final, quedas menos divertida que antes. ¡Sniff! Me ha hecho usted daño, marujona, porque me ha revelado de la manera más brutal el espantoso vacío de mi vida. Debo olvidar ya mismo. ¿Me dejan que me emborrache con ustedes?

—Para esto falta que nos emborrachemos —dijo Margot—. Y no entra en nuestros planes.

En este punto, Emilia de Ruiz-Ruiz hizo una declaración sorprendente:

—Bueno, yo a veces me he emborrachado sin querer.

—¡Angelito! —exclamó Miranda—. ¿Usted también tiene penas en el alma que no las mata el alcohol y en cambio ellas sí la matan cuando más borracha está?

—Yo no tengo penas. Soy muy feliz, pero que mucho. No me falta de nada. Quiero a mi marido. Tengo unos hijos preciosos Los tres son oxigenaditos. Parecen niños rubios de la tele.

—¡Alma noble! —exclamó Miranda, admirada—. Si tan feliz es, ¿por qué se emborracha?

—Habrá sido en algún banquete —dijo Margot, en un intento de disculpar a su amiga.

—Eso es comprensible —dijo Miranda—. Yo, en algún banquete, he saltado encima de la mesa y me he cantado todos los boleros de María Callas.

—Yo a tanto no he llegado, pero he contado chistes verdes… —confesó Emilia, con una risita traviesa—. A veces puedo ser muy picarona, ¿sabe usted? Pero beber, beber, lo que se dice beber, siempre lo hago a solas. Más que nada para distraerme. Entre que plancho, entre que ayudo a la asistenta, entre que hago la comida…, ¿qué voy a hacer? Pues un traguito aquí y otro traguito allá.

—A mí me pasa exactamente igual —exclamó Miranda—. Yo también bebo para encontrar en la botella una comadre de batalla. ¿Lo ven? Yo soy como ustedes. Sí, amigas, sí, las diferencias sociales no existen. —Y volviéndose a los distintos grupos, gritó como enloquecida—: ¡Niñas! Soy de clase media y no me había dado cuenta. ¡Pobrecita de mí! Soy más normal de lo que nunca pensé.

Todas aplaudieron, francamente admiradas de que Miranda Boronat pudiese ser algo. Y ella, para celebrarlo, pellizcó con cariño las mejillas de Emilia de Ruiz-Ruiz.

—¡Insisto, insisto, insisto! Soy una perra esclavizada, como ustedes.

—¡Alto, señora! —gritó Margot—. Hasta aquí podríamos llegar. Nosotras seremos esclavas, pero aquí la única perra es usted y todas sus amigas.

Emilia de Ruiz-Ruiz estuvo a punto de desmayarse.

—¡Margot! ¿Cómo te atreves a hablarle así a madame Boronat? ¿Ves cómo no sabes comportarte? Estoy perdiendo el tiempo contigo.

Margot le dirigió una mirada furiosa. Una de esas miradas que esconden a una asesina en potencia.

—Escúchame bien: estoy harta de tanto sermón, tanta urbanidad y tantos consejos para deslumbrar a esas pijas. Si quieres saberlo de una vez, estás haciendo el ridículo.

—¡No sabes comportarte! —gemía la otra—. ¡No sabes comportarte!

—¿Conque no? Pues mira, ya que te gustan los chistes te voy a contar uno muy gracioso. Además, te juro que no lo han dado por televisión. Consiste en lo que sigue: que estoy hasta las narices de que recuerdes a cada momento lo que es fino y lo que es vulgar, lo que queda bien y lo que queda fatal. Y que me he soltado el pelo para gozar de la vida y desde que salimos de Madrid me estas agarrotando con tu cursilería. ¡Así que abur, guapa! Tú te quedas con esas cretinas y yo me voy de parranda, que se me acaba el tiempo… ¡Bastantes años he estado haciendo el primo!

Emilia recibió cada una de aquellas palabras como saetas en su corazón de amiga desprendida. Y cuando ya estaba toda atravesadita, todavía tuvo que soportar que Margot se levantase bruscamente, sin dignarse siquiera a hacer una reverencia a Miranda Boronat. Y esta, como reacción, increpaba vivamente a la descarada, que ya se alejaba hacia una de las puertas de cubierta:

—¡Bruja! ¡Víbora! ¡Mire qué daño le ha hecho a su amiga! ¡La ha herido en lo más hondo! ¡Escorpiona, más que escorpiona!

La violencia de aquellos gritos, así como los aspavientos y bufidos que los acompañaban, atrajo la atención de la princesa Von Petarden.

—¿Qué le pasa a Mirandilla?

—¿Qué quieres que le pase? Que ya está borracha.

—Protesto —dijo la marquesa del Pozo del tío Raimundo—. Yo no la he visto beber en ningún momento.

—Ni falta que le hace. Subiría borracha al avión y todavía le dura.

Por la misma puerta que acababa de salir Margot, entró a toda prisa Beverly Gladys Gutiérrez. Llegaba con expresión agitada y un brillo muy intenso en sus ojillos parduscos. La princesa no necesitó más para comprender que había en el aire un recado o, mejor aún, secretillos. Con el fin de recibirlos en plena intimidad, se dirigió a su secretaria y se la llevó aparte.

Como el lector recordará, la princesa Von Petarden había enviado una nota al piloto que tuvo el detalle de mostrarle el Peloponeso desde la cabina de vuelo. Y si toda mujer sabe que, en un viaje, no es bueno dejar teléfonos al marido, tampoco ninguna mujer ignora que siempre conviene dejar una lista de las escalas a cualquier hombre más apetecible de lo que el marido fue jamás.

Y Beverly, siempre servicial, se congratulaba de que el truco hubiese surtido efecto.

—Princesa…, ¡ha llegado el piloto! ¡Su piloto! Le he hecho pasar a su camarote.

—¡Ese centauro del aire! ¡Dios mío! ¡Y nosotras con estos pelos!

—Los llevamos divinos.

—No, si me refiero a los de otro sitio.

—Pasaré por mi camarote y les daré un cepillado, ya que no hay tiempo para un champú. Y usted corra, vuele, que el galán está esperando. Yo la excusaré ante esas cotillas.

La princesa corrió a su camarote y, en efecto, allí estaba él, notablemente mejorado, además. Llevaba una camisa azul, muy ceñida y revelaba hombros de gimnasta y cintura de nadador. Diríase que en los tres últimos días se había dado rayos ultravioleta, porque estaba más moreno que en el avión. Lo cierto es que parecía un gitanazo, y ante semejante evidencia, ¿qué mujer pierde el tiempo analizando artificios?

—¡Ramiro! —exclamó Celeste Angélica von Petarden. Y después de repetir varias veces el nombre del macho, se puso melosa y añadió—: Sin uniforme todavía está usted más guapo. ¡Qué audaz ha sido, Ramiro! ¿Le importaría, además, ser comprensivo? Claro que lo será. Escúcheme bien: está esperando fuera mi secretaria. La pobrecita no es exactamente fea. Le prometo que no le repugnará. Y esto es importante porque quiero pedirle, dulce Ramiro, que le permita acompañarnos. Piense que donde comen dos, comen tres.

El piloto Ramiro se encogió de hombros, completamente indefenso, pero no desconcertado. Al fin y al cabo siempre había oído contar que las princesas no hacen nada sin su séquito.

Y, sin embargo, no era la única sorpresa que le deparaba el incierto destino de la carne…

LA SORPRESA SE PRESENTÓ por medio de un intercambio no precisamente favorecedor. Don Ramiro del Aire quedó anonadado al ver que la princesa no aprovechaba su viril poderío y, en cambio, tenía que entregarlo con creces a una secretaria que, en pleno éxtasis, volvíase a su jefa para preguntarle con ansias de complacer:

—¿Va bien, princesa? ¿Lo estamos haciendo como Dios manda?

—No sé cómo lo manda Dios, querida, pero lo hacen ustedes muy fino.

La princesa se había puesto las gafas para mejorar su visión de la escena. Con ligeros movimientos de cabeza iba indicando que el ritmo de la pareja era muy de su agrado y el físico del macho seguía correspondiendo a sus apetencias. Para mejor distraerse sacó su labor de petit-point y empezó a bordar la falda de una campesina dieciochesca que recibía las galanterías de un petimetre junto a un molino encantador.

Cuando la pareja llegó a un clímax perfectamente interpretado, la bordadora dijo con singular dulzura:

—Me gusta que se lo pase bien, Beverly. Que le dé al cuerpo lo que el cuerpo merece después del trabajo que le da a la mente.

Tanto gozó su Barbie particular que don Ramiro del Aire acabó extenuado en una butaca. Y Beverly, siempre pendiente del bienestar de su jefa, comentó:

—Pues usted, aunque no pegue golpe en todo el día, también merece darle al cuerpo un gustirrinín. Sobre todo, que el señor se lo merece.

Mire cómo es, observe qué cosucha tiene, el muy canalla…

Es fácil comprender que las calidades y medidas del varón no cogían de nuevas a la Von Petarden. Pero acaso por esa excesiva prudencia de que se revisten las princesas de nuevo cuño, decidió mostrarse más distante de lo que correspondía:

—El hombre tiene que ser espectáculo, pero no debo darlo yo ofreciéndome al descontrol. Me gusta que se exciten conmigo, porque es una forma de halago personal y la autoestima se pone a cien, que es mucho. Pero, después, cada uno en su casa y Dios en la de todos. Bastante sexo tuve cuando tenerlo era un modus vivendi de lo más enojoso. En esa etapa de mi vida me prometí que acabaría contemplando a los que tanto me hacían currar. Hágase cargo, linda Barbie: ese oficio que yo tuve es muy esclavo. Cuando ya eres liberta no te quedan más ganas de practicar, ni siquiera pour le plaisir.

Considerando, pues, que la faena ya estaba hecha —y muy bien hecha, además—, Beverly se apresuró a despedir al galán, no sin antes recordarle la próxima escala del Kirig Poseidón: la isla de Mikonos, que también tiene aeropuerto.

Ya puesta su brillante camisa azul, tan ancha y ceñida, el héroe manifestó un pequeño capricho que ha de resultar conmovedor a quienes siempre desconfían de la capacidad de ternura del macho ibérico.

¡Ramiro sólo pedía la merced de depositar un tierno beso en la mejilla de Angélica von Petarden! Y ella le dio satisfacción otorgándole, además, la mano.

—¡Ay, dulce sabor de un besito al pasar! —Suspiró, cuando él ya hubo salido—. Es bueno, muy bueno que los humanos nos demos ternura de vez en cuando. Y, ¿sabe una cosa, dilecta mía? En momentos así es cuando echo de menos a mi Ludovico. Cuando comprendo que le quiero, porque es cierto que ningún ser humano se ha portado con otro como él conmigo.

Beverly se dedicaba a elegir para la princesa un vestido de noche. Tendría que ser, como siempre, un color llamativo combinado con otro cauto. La mejor manera de alternar la elegancia con la horterez.

De igual modo combinaba Beverly el trabajo con su papel de consejera:

—Cuidado, princesa, cuidado. ¿No confundirá sus sentimientos con la gratitud?

—¿Y estar agradecida no es una forma de amor? Alcánceme el hilo azul, por favor. Le estoy haciendo a mi príncipe una almohada para que pueda recostar la cabeza cada vez que se emborracha… ¡Y con cuánto placer coso y coso y más cosería para complacerle! Lo que él ha hecho por mí no se paga con un polvo salvaje, ni siquiera con un polvo reposado.

—En el caso del príncipe sería el polvo de los siglos, si me permite decirlo. Porque, se ponga usted como se ponga, tendrá usted afecto, besitos al pasar y algún pellizco, pero ¡lo que es sexo, hija mía!… Claro que, si bien se mira, está usted en situación de darse un reposo. ¡Curró tanto en las cosas de la carne!…

—Y a este paso podrá decirlo usted, Beverly. Porque hay que ver la racha que lleva. Espero que, después, no se le ocurrirá pedirme aumento de sueldo.

Comprendió Beverly que nadie da un favor sin pedir algo a cambio, pero no le importó porque lo que los Von Petarden le escamoteaban en el jornal se lo compensaba con creces la princesa cediéndole varones que en cualquier agencia cuestan carísimos, como saben muchas señoras principales de Madrid, que los usan a discreción y sin secreto.

¿Era posible mantener discreción y secreto en aquel barco? Beverly lo puso en duda cuando sonaron en la puerta tres rotundos golpes acompañados por una voz melosa y relamida:

—¡Ah del castillo! ¿Puede entrar una humilde servidora sin causar molestia?

Reconocieron el inconfundible tono pajaril de María Asunción Solivianto.

—Pues molesta, la muy pelmaza —exclamó la princesa de mala gana. Pero supo sobreponerse y, en voz alta y sumamente dulce, canturreó—: Pase, reina, pase. Estamos abiertas para las santas mujeres, que no molestan nunca.

María Asunción Solivianto entró en el camarote agitando un telegrama que parecía presagiar tormentas.

—No me atrevería a interrumpir su intimidad de no ser por una noticia que nos cambia la vida… Por cierto: he visto salir a un hombre de este camarote.

—Sería un camarero —dijo la princesa, sin dejar de coser.

—¿Tan guapo? ¿Pues no quedamos…?

—Quedamos divinamente —cortó la princesa—. No se preocupe más. Cuénteme lo del telegrama. No serán malas noticias… ¿Se le ha muerto alguien en Puerta de Hierro?

—El telegrama es de la casta Edipa.

—Yo creí que ustedes se comunicaban por la mente o así.

—No diga usted frivolidades, Angélica, que no está el horno para croissants. Sepa que Edipa, esa santa, me comunica que Nuestra Señora ha decidido no aparecerse en Patmos.

—¡Anda! Pues menudo chasco. ¿Y qué va a decirles usted a sus compañeras, con toda la que han armado?

—No me interpreta usted bien. La Señora no se aparece en Patmos porque quiere aparecer en Creta.

—Pues lo encuentro de una frivolidad alarmante para una Virgen. «Hoy me aparezco aquí, mañana allá…» ¡Qué caprichosa!

—Las Vírgenes siempre saben lo que se hacen. Al parecer, en las montañas de Creta hay una gruta más presentable que la de Patmos. La elección de la Señora me consuela, en cierto modo. Si no quiere aparecerse en el lugar donde se hicieron las tremebundas revelaciones del Apocalipsis es que viene en son de paz. O sea, que nos anunciará horas prósperas.

—Entiendo que usted me pide cambiar el rumbo.

—Claro. ¿A usted qué más le da celebrar su fiesta frente a unas costas u otras?

—La verdad es que nada. Tampoco creo que haya mucha diferencia entre Patmos y Creta. Todas esas islas son calcaditas. Sólo hay un problema. Algunas de mis invitadas (vamos, las afectadas por el caso Osváldez, que son casi todas) querían aprovechar este viaje para detenerse en la isla de Victoria Barget y entrevistarse con ella.

—Tampoco hay problema. Me ha dicho ese capitán tan consoladoramente feo que la isla está cerca de Creta. Una vez aparecida la Virgen podemos visitar a Victoria. Incluso le llevaremos una bendición, a ver si así se decide a volver al recto camino.

—Pues no se hable más. En cuanto recojamos a Rosa Marconi y a la ministra de las paellas diré al capitán Popeye que desvíe el rumbo y santas pascuas.

—Bueno, la santa pascua ortodoxa ya pasó. Pero podemos hacer la vista gorda, hacerla coincidir con la aparición de la Virgen y comernos el huevo ritual como si tal cosa.

—Sí, reina, sí. Por huevos que no quede.

Y cortando el hilillo con los dientes, dio por terminada su labor de aquel crepúsculo.