Capítulo décimo
APOCALIPSIS

MIENTRAS EL BIGOTE DE EDIPA KATASTRÓS TRIUNFABA en Creta, la noche desplegaba sobre Patmos mantos amorosos. Algo irreal flotaba en el cielo. Como un cortejo de fantasmas nunca identificados por mujeres modernas.

Dos representantes de este espécimen buscaban afanosamente a Edipa en su isla natal. Eran Tina Vélez y Visnú De Meller, dispuestas a llegar antes que las demás españolas y, por supuesto, antes de que la aparición de la Virgen tuviese a la escritora demasiado ocupada o acaso borracha de misticismo, luego incapacitada para estudiar las ventajas de un contrato con la agencia Vélez, de fama internacional.

De momento, la casa de Edipa Katastrós estaba cerrada a cal y canto, inconveniente que no podía arredrar a dos mujeres de empuje. Al contrario, buscaron a la interfecta durante seis horas, sin reparar en fuerzas y, más aún, en desgaste.

Patmos es una pequeña isla perdida entre las doce que forman el Dodecaneso, un cúmulo de rocas a donde fue a perderse Juan el Evangelista, en época inmemorial, aunque no tanto para que no quedase memoria de sus manías. Aseguran que en una humilde cueva dictó el Apocalipsis a un discípulo llamado Prochoros, a quien le dio un pasmo ante tan tremebundas revelaciones. El pobre joven nunca volvió a ser el mismo desde que se le abrió el séptimo sello.

Pero la Bestia del Apocalipsis no dejó huellas evidentes en aquella isla idílica, que la Vélez y Visnú habían recorrido con admirable paciencia. Al anochecer ya estaban de regreso a la diminuta localidad de Skala, típico conjunto de casitas escalonadas en torno a una potente fortaleza.

Ese subir y bajar por callejas empinadas podrá tener encanto para un turista, pero una mujer de mundo, adepta a los zapatos de tacón de aguja, acaba viendo las estrellas aun de día. Y este era precisamente el caso de Visnú De Meller, insólita andariega como jamás la viesen los habitantes de Patmos.

—Yo, francamente, no puedo más —exclamó de pronto, con un desgarro—. Estoy extenuada de tanto buscar. Desde que hemos llegado a esta isla sólo hemos visto iglesias.

—Se me ocurre que es el sitio lógico para encontrar a esa Edipa, ya que no está en su casa. ¿Dónde demonios se habrá metido? Si la Virgen tiene que aparecerse aquí, ella no puede andar muy lejos.

De pronto, Tina Vélez se asustó. Visnú se había dejado caer en el suelo. Parecía más destrozada de lo que ella misma decía. ¿Y si fuese un soponcio? Por suerte, sólo era una maniobra para quitarse los zapatos; pero, por desgracia, no cesaba en sus lamentaciones.

—¡No te quejes! —gritó Tina Vélez—. Haberte puesto zapatos planos. Ya te dije que iríamos por ambientes rústicos. Pero tú dale con la sofisticación. Pues ahora te fastidias. Te comprometiste a acompañarme en mis pesquisas, así que aguanta el tipo.

—Tú me diste a entender otra cosa. Pensé que todo serían fiestas, como las que sueles organizar a tus escritores internacionales; y, en cambio, lo más internacional que he visto es aquel borracho sueco que vomitaba junto a una higuera.

Cierto articulista publicó que incluso los empresarios más bordes conocen en alguna ocasión los beneficios de la piedad, y Tina Vélez confirmó este axioma invitando a su acompañante a un copetín y cuatro tapas. Sólo se trataba de localizar el lugar adecuado, y lo encontraron en un pequeño restaurante situado en el interior de un viejo molino de aceite.

Era un patio encantador, con los muros forrados por plantas trepadoras, entre las cuales una glicinia en plena floración. Como techo, el cielo increíblemente negro y perforado en sus mil rincones por tribus de estrellas tintineantes.

El ambiente era tan familiar como las constelaciones; la comida sencilla; la decoración escueta. Todos los excesos quedaban reservados a los aportes de la naturaleza. Además de las plantas y el cielo había unas cuantas mesas cubiertas con tapetes de hule y manteles a cuadros. Tina Vélez lo celebró por recordarle algunos locales de la Costa Brava, cuando todavía no estaba contaminada por el turismo. Pero Visnú seguía quejándose sin parar.

—¿Para eso necesitabas una mujer de mundo? ¡Si por lo menos hubiésemos ido, qué sé yo, a un bataclán, a un casino!… ¡Pero esto es una isla tan seria, tan mística! Y no te digo la que visitamos ayer, ¿cómo se llamaba…? ¡Tinos! ¡Eso era el Lourdes de los griegos!

—La verdad es que había muchos tullidos.

—¿Muchos? ¡Era la tullidez misma! ¡Todos esos enfermos incurables subiendo de rodillas las escaleras de la basílica! Y los exvotos colgando del santo: bracitos, piernecitas, corazones, pulmones… ¡Por Dios, qué depresión me ha entrado después de ver tantas calamidades! Ni mi Prozac podrá salvarme de esta.

—Recuerda que en el episcopado nos dijeron que Edipa pasó por Tinos para hablar de la Virgen a un grupo de leprosillos paquistaníes.

—A lo mejor pasaría, pero no se quedó. Quiere decir que será santa, pero de tonta no tiene un pelo.

—Esas rústicas ya se sabe: tienen una inteligencia natural que puede con todo. Precisamente es este aspecto el que quiero explotar. El mercado está harto de intelectuales pretenciosas, como Ruperta Porcina Boys. Se necesitan almas nobles, Cándidas, tirando a burras, que escriban con la misma simplicidad que el papa Woytila. Y sobre todo que no sean agresivas. El mercado está saturadísimo de agresividad, palabras gruesas, ataques y contraataques…

—Yo creo que el mercado está saturado de todo. Por no ser, ya no es ni mercado. Figúrate que en la editorial hemos sacado a Herodoto en bolsillo y no ha salido ni la mitad de la edición.

—Porque Herodoto es tonto. Si me dejase llevar sus asuntos, otro gallo le cantara. Por cierto, ¿no estás bebiendo demasiado?

—Nunca en toda mi vida bebí demasiado. Soy una mujer New Age, no lo olvides.

—Mucho New Age y mucha espiritualidad, pero te has tragado tres whiskies. No lo niegues, que lo he visto. Si continúas así acabarás como esa piojosa.

En efecto, acababa de hacer su entrada una joven de larga melena, tejanos raídos y mochila al hombro. Era el típico ejemplar de vagabunda de las islas, oficio que sólo la extremada juventud permite ejercer impunemente. ¿Sería este pequeño detalle el que motivó la inmediata repulsa de Tina Vélez?

—Fíjate qué facha —exclamó, agriando aún más su tono—. Si a la edad de esa golfa hubiese ido yo tan desharrapada, mis padres me matan… ¡Dios mío! ¿Tendrá el valor de acercarse?

En efecto, la muchacha se les acercó con una sonrisa que pretendía ser cómplice:

—¿Ustedes son españolas?

—¿Se nos nota, monina?

—Más que nada en el hablar.

—A usted también —comentó Visnú, con voz cantarína—. Y diga, linda: ¿qué se le ha perdido por este Patmos de Dios?

—Hago Grecia.

—Grecia acaso; gracia ni pizca —dijo Tina Vélez, insistiendo en su desagrado.

—Es monísima —dijo Visnú—. Es como los hippies de antes.

—Eso me temo. Seguro que nos pedirá dinero para un trago.

La muchacha exhaló la humareda de cigarrillo que apestaba a baratura. A no dudarlo eran Papastratos.

—Para un trago no —dijo—. Para un bocadillo. No he comido desde que dejé la isla de Kios, por la mañana.

Sin darse cuenta, la muchacha acababa de incurrir en la fobia predilecta de Tina Vélez:

—¡Muy bonito! —gruñó—. Grecia arriba y Grecia abajo, gorreando a la gente honrada. Así también viajaría yo. Así también sería yo bohemia. Pero yo no puedo perder el tiempo haciendo turismo porque tengo que trabajar… ¿Sabe usted lo que significa esa palabra? ¡Trabajar, mona, trabajar!

Visnú De Meller empezaba a sentir vergüenza ajena:

—Mujer, por darle unos dracmas que, al cambio, son quince pesetitas…

—Si no son las quince pesetas. Si es la desvergüenza que hay por el mundo. Si es que a esta juventud hay que educarla, que sepan lo que vale un bocadillo, y aprendan a ganarlo con el sudor de su frente y no la de sus mayores…

—Y no la de Mérimée… —dijo Visnú, por decir algo.

—Tú eres tan tonta como esa guarra —gritó la Vélez.

La muchacha estuvo a punto de darle con la mochila, pero, temiendo que se estropeasen los escudos de las islas que llevaba recorridas, optó por mandarla a la mierda. Y como sea que nadie se había atrevido a tanto desde que la agencia Vélez empezó a prosperar, Tina conoció la deliciosa sensación de vérselas con un contrincante a su altura.

—Espere. Le doy el equivalente de veinte pesetas. Las cinco que sobran no se las gaste en vino.

—Las acepto porque no tengo otro remedio, pero conste que continúo mandándola a la mierda.

—Pues entonces tome dos duritos más para un libro de urbanidad. —Y mientras la otra se alejaba, iba diciendo—: ¡Qué juventud, Dios mío! ¡Qué juventud! Si llego a tener un hijo lo hubiese estrangulado para que no me saliese así…

—Pero nunca lo tuviste… —dijo Visnú, ya obnubilada.

—¡Cállate, estúpida! —Y comprendiendo que estaba golpeando donde no correspondía cambió rápidamente de tono—: Perdóname. Sé que estoy a punto de sacarte de tus casillas. Y de las mías saldré yo si no encuentro pronto a esa beata. ¡Ya hemos descansado bastante! Tina Vélez no se rinde hasta que el autor está muerto a sus pies. Haré guardia a la puerta de la casa, por si las moscas. Igual Edipa tenía pendiente una aparición por las montañas y regresa de madrugada. O sea que vamos ya.

—¿Y cómo? ¿Sin una copichuela? ¿Sin darnos una vuelta por algún baile típico?

—No estoy yo para bailongos. Me juego un negocio que puede dar muchos duros. Además, tengo que amortizar tu billete y el mío, que, según decíamos, no está la industria editorial para dispendios. De todos modos, no puedo exigirte que me sigas. Es cierto que llevamos siete horas subiendo cuestas. Anda, ve y diviértete un poco. Lo tienes bien ganado.

Era uno de aquellos momentos en que Tina Vélez podía parecer casi humana. Momentos que la hacían acreedora a un poco de afecto. Si los demás no se lo concedían era por miedo a sentirse rechazados, o simplemente porque no tenían que sacarle nada, destino este de las personas que anteponen su importancia a su humanidad.

Esta es la impresión que recibió Visnú De Meller, abandonada a su suerte en una isla que se le antojaba cercana a Australia. No por lo remota sino por lo inconcebible en su código de valores.

—¡Qué tristeza! ¡Una relaciones públicas sin compañía es lo más aburrido del mundo! ¿Con quién voy a conversar?

—Con nadie, guapa. Todo eso que ganamos los demás.

Visnú la vio alejarse, con la expresión avinagrada que era habitual en los últimos tiempos. No parecía una mujer feliz. No podía serlo. Además, por mucho que fingiese dinamismo, se la veía en exceso fatigada. Y no era extraño. Todo el mundo sabía que Tina Vélez vivía demasiado absorbida por su trabajo; es decir, se había convertido en la sombra de su trabajo. Ya no era una mujer. Era una agencia literaria que desparramaba por el mundo focos de irradiación inhumana.

Llevada por las lecciones de la nueva espiritualidad, Visnú De Meller le hubiera aconsejado: «Rompe con tus ataduras en este mundo vil. Haz como san Pablo: vete al desierto a meditar, después de haber abandonado la esclavitud de las cosas materiales. Quema tus archivos, fusila a tus autores, y vive sólo para ti. Que, además, ya empiezas a ser muy mayor, preciosa».

Le hubiera aconsejado todo esto, pero ¿qué consejos se habría dado a sí misma? Dejada de la mano de Dios en una isla insulsa —¡ni siquiera una isla a la moda, ni siquiera un Mikonos!— vagabundeaba entre callejas blancas que, de puro típicas, empezaban a asquearla. Esas, son las trampas que se tienden a sí mismas las mujeres New Age: añoran el campo, la vida libre, las noches solitarias, la verdurita sin aceite ni sal, pero enfrentadas al retorno a los orígenes se aburren mortalmente, descubren que el campo sólo es bueno para las vacas, que la vida libre no tiene sentido cuando no hay miles de cosas donde elegir, y que la verdura sólo es buena cuando una quiere recuperar aquella cintura de avispa que tuvo en su juventud.

Así ocurre con el tipismo. Visnú soñaba con él cuando se hallaba encerrada en las cuatro paredes de su despacho coquetón, pero en la alevosa nocturnidad de aquella isla conseguía agobiarle. Cierto que no faltaban colorines y formas pintorescas, todo apto para complacer a los amantes del exotismo. Cierto que había, además, hermosura. Paredes color añil intenso que permitían destacar las puertas verde esmeralda y, en las ventanas, el apasionado bermellón de algunas ristras de tomates o el rosa agresivo de una mata de geranios. Más allá, balcones de madera pintada de rosa, paredes lila, ventanas amarillo cobije. Ante las puertas azules, tinajas pintadas de todos los colores de las cuales surgían aguerridas buganvillas que se emparraban por otras paredes blancas como la nieve. Y a todo esto, volúmenes cóncavos, líneas quebradas, curvas que se interrumpían para dar nacimiento a otras, deformes tal vez.

Era el sueño de un esteta desaprovechado por una relaciones públicas que, tras muchos años de soñar con estar a solas consigo misma, descubría que, como compañía, no era tan divertida como le hacían creer los demás.

Subiendo y bajando callejas entró en una taberna con la pretensión de que le sirviesen champán. La tabernera, una viejuca enlutada y con el primer premio en el concurso de arrugas faciales, le enseñó lo más parecido al champán que supo encontrar: un aguardiente de moras hecho con las manos de su vecina, la mismísima señora Teodorika Kalapoulos.

No había ningún problema para que aquel bar de mala muerte se pareciese a Maxim’s; así pues, Visnú De Meller tomó asiento en una mesa de pata coja y decidió que era Cléo de Mérode esperando la llegada de su capitán de húsares favorito. Vio pasar un burro cargado de alfalfa, cosa insólita a aquellas horas de la madrugada, y todavía le pareció más insólito cuando al burro le salieron alas y echó a volar. Fue entonces cuando Visnú se dijo para sus adentros: «Cuidado, reina, que te estás poniendo piripi». Y al ver a tres musas del Parnaso orinando en una fuente pública comprendió que la amenaza se estaba cumpliendo inexorablemente.

El aguardiente estaba rico, pero en la mesa reinaba el aburrimiento. Cuando una mujer no sabe estar consigo misma, lo mejor que puede hacer es pensar en los demás, imaginando que están peor que ella. Así, para matar su aburrimiento, decidió compadecerse otra vez de Tina Vélez. Esa mujer forrada de dinero e incapaz de disfrutarlo porque sólo pensaba en ganar un poco más. Esa mujer que había ahogado el drama de su viudez bajo un alud de papeles, contratos, cheques, comidas de negocios, reuniones incesantes y viajes a capitales que nunca llegó a conocer porque debía pasar todo el tiempo soportando la tabarra de autores ilustres —o que creían serlo— y las exigencias de editores prepotentes.

Cierto que aquella actividad le había permitido dominar un terreno muy vasto, donde incluso podía permitirse ser dictadora. Cierto que en muchas ocasiones sus drásticas exigencias mantenían a los editores atados de pies y manos, pero ¿valía la pena gozar de tanta autoridad? ¿Había alguien que sintiese verdadero afecto por Tina Vélez cuando esta salía de los estrechos muros de su agencia?

Y en este punto, Visnú De Meller le dijo a la pared:

—Por lo menos una viuda ha conocido a un marido. Otras, ni eso. Pero ¿de qué me lamento? Una profesional de éxito nunca debe echar de menos lo que cualquier maruja puede conseguir.

La soledad de la taberna la devolvió a Madrid, a su apartamento, a sus domingos viendo película tras película en compañía de Valmont. Lindo acompañante, el lorito. Pero ¿bastaba? Guapo animal, simpática bestia, entrañable, cariñoso, dulce elemento, pero loro al fin. Bueno para hablarle, mas no para esperar el consuelo de sus respuestas. Excelente para contarle sus penas, pero no para esperar que la consolase. Todo lo más las cuatro palabras que Visnú le había enseñado —«cherie», «Romeo», «precioso»—. El momento para sentirse querida por algún ser vivo o levantarse en busca de pipas mientras el animal meneaba la cola, llevado por la excitación o la gula.

A falta de loros isleños, vio gatos noctámbulos haciendo equilibrios sobre los muros encalados. Su mirada, fija en aquellos paseos parsimoniosos, se fue prolongando hasta dar con el puerto, muy empequeñecido al fondo del paisaje. Y allí, relucientes y opíparos, los yates de los ricos, distinguidas moles que pregonaban en su mera apariencia todo el hechizo del lujo.

Fue entonces cuando Visnú De Meller sintióse más desamparada que nunca. Se levantó con un gesto brusco y avanzó hacia la puerta, dando traspiés para asombro de la tabernera negruzca, que sólo había visto piripis a los pastores y los carreteros.

Visnú empezó a caminar por las mismas calles serpenteantes, bajando ahora la colina que antes escalara. Sintióse otra mujer. ¿Tal vez una oronda campesina que iba a buscar agua a la fuente pública? ¡De ninguna manera! Estaba en la cubierta de un lujoso transatlántico, bajo una luna absolutamente mágica. ¿Pues no sonaba una música? Cierto: llegaba del fondo dé la noche, como reclamo de mil fantasías. Era El humo ciega tus ojos, seguramente. Nada más apropiado para la ensoñación de un instante. Ella iba vestida como Ginger Rogers. Sí, el vestido de gasa siempre fue ideal para efectuar unos pasos de baile. ¡Qué vuelo el de las faldas, tan airosas! Sentíase bellísima, sofisticada, evanescente. Burbujas en su copa de champán. Burbujas en su mirada. Estaba rodeada de galanes. Había un maharajá, un vizconde, un multimillonario. Jugaba con sus sentimientos.

—Soy una mujer misteriosa. No, señor maharajá, es imposible que me conozca: yo nunca ha estado en Ranchipur. Seguro que su alteza me confunde con otra. ¿Yo en el casino de Montecarlo? —Ríe con frivolidad exagerada—: ¡Ja, ja, ja! No, no, insisto: debía ser otra. Yo sólo sé jugar a la brisca. ¡Oh, no, señor Rockefeller, si nos hubiésemos visto antes me acordaría! ¿Yo cruel? No, no. Es sencillamente que nunca he esquiado en Cortina d’Ampezzo. En efecto, todas las mujeres somos iguales, no me lo reproche. ¡Ja, ja, ja! Dios mío: ¿este brazalete es para mí? No, no puedo aceptarlo. Sí, claro que tengo precio, pero es un precio muy elevado, de española honrada. Usted nunca podría pagarlo, ni siquiera todo su dinero podría comprar mi afecto… ¡Ja, ja! ¡Champán, champán! Me encanta el champagne rosé, y nunca el cava. ¿No teme usted que se entere madame la baronesa? ¿Yo, coqueta? ¡Ay, otra vez lo de la crueldad! No, no: nada de despótica. Soy, simplemente, una mujer de mundo. Le advierto que soy peligrosa. Los hombres sólo son kilómetros en mi camino. Los voy dejando atrás, según la marcha de mi Bugatti dorado. No, no soy bailarina. ¿Soprano griega? ¡Ja, ja, ja! ¿Princesa repudiada? ¡Chicas, chicas: me ha confundido con Soraya! ¿Hollywood, Cinecittá? No: calle Ventura de la Vega. ¿Quién puede saber quién soy, de dónde vengo, adónde iré? Sufran, caballeros, sufran. Sólo les diré que no soy la que parezco. ¡Ja, ja, ja! ¡Oh, frivolidad, don de los dioses de Maxim’s, ofrenda de los dionisos de Biarritz, néctar de las cocottes de Baden-Baden! Estoy ebria de sensaciones sofisticadas, borracha de sueños de plata que se hacen realidad… Soy la Viuda Alegre o la Viuda Glicquot, ¿qué más da una que otra? Soy burbuja que huye de la copa y se derrama, soy espuma de oro que se desliza por las salas de juego y los hoteles de moda… Soy, finalmente, una mujer realizada… Escuchadme, muchachas del mundo: ¿cuál sería el destino último de una mujer, si no gustar? Me han llamado enigmática. ¡Qué estremecimiento! Me dicen que tengo carisma. ¡Oh, nunca me sentí tan feliz! No mantengo otra llama que no sea la de mi realización. ¡Gustar, gustar, gustar! Tener en la mano la autoridad de decidir en el amor, aun en los fugaces galanteos. ¡Ah, los hechizos del flirt! Conceder, mostrarme despótica, aceptar, rechazar… ¡Lujo, lujo, lujo no más!

Giraba sobre sí misma, como una peonza enloquecida. El vuelo del vestido creaba un punto de magia en el limitado espacio que dominaba. Era el momento para dejarse caer en brazos de uno de sus galanes.

Estaba a punto de darse de espaldas en el suelo, pero unos brazos la sostuvieron. Y ella supo que eran brazos surgidos del ensueño.

—¡Oh, monsieur l’ambassadeur! Diga: «Je suis a votre disposition…»

—Debería usted vomitar. Le haría bien.

Se deshizo del abrazo con tan mala fortuna que fue a dar contra el tronco de un tilo:

—¡Vomite usted, imbécil, más que imbécil! ¡No, no, espere…! Es usted muy guapo… Parece un galán de película…

—Pareceré un galán, pero me llamo Merche y soy asturiana.

Los vapores de la borrachera no permitían distinguir entre una asturiana con tejanos y Tyrone Power vestido con esmoquin de chaquetilla blanca. No permitían distinguir que se trataba de la vagabunda española, que había dejado la mochila en el suelo para sostener a una beoda.

—¡No me contradiga! —gritó Visnú—. Póngase unos pasos más atrás, que le dé la luna. ¡Ay, galán, galán! ¡Columpiada por sus brazos, como si estuviese en una góndola veneciana!… Deme más champagne rosé… Y ahora diga: «Mañana, cuando lleguemos a Shanghai, te entregaré a la policía, muñeca…»

—Antes de llegar a Shanghai la abofetearé por gilipollas.

—¡Qué mal tratas a las mujeres, bruto…! —La abrazó, frenética; cogió su rostro con las manos crispadas, estuvo a punto de besarlo y, de pronto, se apartó con un grito de horror—. ¡No, no, eso no! ¡Que aparten los focos! ¡Fuera el tecnicolor! No estoy necesitada. No soy una buscona, señor vizconde…

Se desprendió del abrazo de la muchacha y empezó a caminar hacia un arco que separaba dos callejas más estrechas. Sus pasos perdidos le llevaban por caminos donde había estado horas antes, pero no podía reconocerlos siquiera para evitar tropezones. Afortunadamente, la muchacha la seguía de cerca, con los brazos extendidos para evitar que cayese en el vacío.

Sin darse cuenta, se encontró de nuevo ante la casa de Edipa Katastrós. Sentada en un pedernal, bajo una farola, estaba Tina Vélez, con su expresión de vinagre acentuada por el tiempo de la espera. Dejaba pasar el tiempo manipulando una calculadora que le permitía dirimir lo que había ganado con el último libro del colombiano Fulánez Valdivieso.

Al ver llegar a Visnú De Meller preguntó en tono seco:

—¿Te has divertido? Seguro que sí, porque tienes hipo.

—Me he sentido Viuda Alegre… No, no, perdona, no quería mentar la viudez. Quise decir que me he sentido burbujeante. ¡Sí, sí! Soy una burbujita loca, loquísima…

—Muchas burbujitas, diría yo. Estás borracha como una cuba. —Al descubrir a la muchacha preguntó—: ¿Usted no es la de antes? —Mientras la otra asentía, Tina Vélez añadió con voz ruda—: Es cierto que la española, cuando sigue, es que sigue de verdad. ¿Piensa usted pegarse a nosotras como una lapa?

—A mí, señora, me la trae floja usted y esa borracha. Si la he seguido es para que no se dé de narices contra un muro.

Comprendiendo que se había equivocado en su apreciación, Tina Vélez se apresuró a decir:

—Espere. Ayúdeme a transportarla y le daré unas perras para otro bocadillo…

—Con lo que pesa, tendría que pagarme una cena en el Ritz.

—Es verdad que pesa, la condenada. Y eso que es anoréxica.

La agarraron las dos con mano férrea, y la otra se dejó caer, larga cual era, de manera que parecía una heroína antigua a la cual transportaban a la pira. Sólo desmentía esa trágica condición la romanza que iba cantando a todo pulmón:

No sé lo que sentí,

no sé lo que pasó,

no hay vino para mí

como el Cháteau Margaux.

De pronto la asturiana se detuvo, mirando a Tina con expresión admirada:

—Por cierto: ¿usted no es la famosa Tina Vélez?

—¿Yo, famosa? Ni hablar. Los famosos son mis representados. Además ¿por qué me lo pregunta? ¿Qué quiere sacarme?

—Es que hace poco vi su foto en un suplemento literario.

—¿Lee usted suplementos literarios? ¡Albricias! Escríbales una carta. Estarán contentos al ver que no están solos.

—Es que soy escritora.

Tina Vélez oyó sonar la señal de alarma. Y además muy fuerte.

—¡No jorobe! ¡Una escritora del demonio!

—Bueno, novelista novel. He mandado un original a varias editoriales sin obtener respuesta…

—¿Novelista dice? ¡Lagarto, lagarto! —La apartó de un empujón, quedándose ella con el cuerpo casi yacente de Visnú—. Deje, ya la llevaré yo sola. Sí, sí, váyase. Tengo fuerzas para cargar con este trasto y más… ¡No nos siga, eh! ¡No nos siga, que puedo con ella!…

Cantaba un gallo en una casa de puertas verdes cuya fachada recorría, altiva, una parra de hojas mustias. Y Tina Vélez iba diciendo para sus adentros:

—¡Sólo me faltaría otra novelista, maldita sea!