Si LAS CHICAS DE LOS MEDIOS hubieran dado un brazo por intervenir el teléfono privado de la princesa Von Petarden, darían el otro sin vacilar por la posibilidad de fotografiar el yate de Victoria Barget o, para ser más exactos, el que había sido honor y loa del banquero Osváldez (decían que hasta el rey había cenado a bordo, en las doradas noches de Mallorca).
Lo importante es que, a fuerza de dar brazos a cambio de noticias, se habría quedado como la Venus del Milo más de una cronista social.
En el yate Artá Victoria y Elena habían tenido una travesía placentera, que les permitió detenerse en una isla para tomar un baño y obsequiarse, después, con almuerzo ligero a base de ensaladas y pollo frío. Todo perfecto. Pero cuando ya se divisaban las primeras rocas de Creta, Victoria Barget manifestó signos de preocupación.
—Estoy a punto de hacerle confidencias…
—¡Bravo! —exclamó Elena Arquer—. Por fin hablaremos de su marido.
—No sea pesada. Se trata de otro hombre.
En realidad, necesito algún consejo. Por ejemplo: si tuviese usted que sacrificar a alguien muy joven…
—Supongo que se trata de Borja. —Victoria asintió con un ligero movimiento de cabeza—. Francamente: es usted incomprensible. Tiene el marido con el que sueñan las mujeres de media España y lo abandona cuando está en la cárcel. Le quita a su hija el novio ideal, con master incluido, y ahora está pensando en dejarle en la cuneta. ¿Qué pretende con todo esto?
Pero Victoria Barget parecía obstinada en una sola respuesta para una única pregunta:
—Insisto: ¿si tuviese que sacrificarle?
—Por lógica y por humanidad pensaría dónde está la culpa. Si en él o en mí. Me preguntaría si no le he pedido cosas que están fuera de su alcance.
—¿A qué se refiere?
—A que pudiera no ser como usted le ve. ¿No se le ha ocurrido pensar que ese chico maravilloso a quien tanto ponderaba usted la otra noche, puede ser un joven vulgar y corriente? Después de todo, un master mejor o peor aprendido no le convierte a uno en el geniecillo de la lámpara.
La expresión de Victoria cambió radicalmente. Pasó de cómplice a hostil en un breve instante.
—Este es un aspecto de la cuestión que no pienso tocar.
—¿Por qué? ¿Le da miedo reconocer que se ha equivocado? ¿Tanto pierde en la intimidad el niño maravilloso?
—Insisto en que quiero evitar este tema. Volvamos al principio: ¿debo sacrificarle?
—Yo lo haría sin la menor vacilación… antes de que lo hiciera él.
—¿Así de tajante?
—Tal cual. Es ley de vida que los jóvenes acaben sacrificándonos, pero no debemos ponérselo tan fácil.
—Parece hablar por experiencia. ¿Ha tenido algún amante de esa edad?
—Ni de esa ni de ninguna. Todas mis infidelidades han sido pasajeras. Pero tengo dos hijos que saben llevar el sacrificio a sus últimas consecuencias. En lo que se refiere a su relación conmigo han convertido el asesinato espiritual en una de las bellas artes.
—¿Los dos? ¡Ah, claro! Ya me dijo usted que todo lo hacen juntos.
—Todo. Hasta odiarme y conseguir que los odie yo. Y para complicar la situación no tengo la suerte que tiene usted con su hija. No, no se ría. Su niña es mema, luego resulta fácil menospreciarla. Mis hijos son brillantes, cultos y más listos que el hambre; así pues, duele mucho reconocer que sólo los quiero cuando están lejos.
—Usted siempre pide perdón cuando va a preguntar algo. Ahora se lo pediré yo para preguntarle cuántos reproches guarda en su alma.
—Como no soy en absoluto animista, los guardo en el cerebro.
—¿Cuántos reproches, en cualquier caso?
—Un montón. Pero es fácil rechazarlos porque son completamente irracionales.
—No lo serán tanto si le torturan.
—¿Me ve usted torturada?
—La veo luchando para que no se le note. O, acaso, para no notarlo usted misma.
Elena dejó de lado su bebida.
—Me rindo ante su perspicacia. No crea que es mucha, de todos modos. Mi situación no es nada original. Por decirlo de alguna manera, me encuentro sobrepasada por las circunstancias. Igual que muchas mujeres de mi generación y de lo que podríamos llamar mi entorno cultural.
—Universitaria de los años sesenta, imagino.
—Exacto. Y de las más avanzadas. No sólo en los estudios, que lo fui mucho, sino también en el terreno de las costumbres. La época lo propiciaba, pero muchas no supieron captar el mensaje. Yo lo oí y lo acaté sin rechistar. Le conté que mi marido y yo educamos a nuestros hijos de forma muy liberal, pero es que, para empezar, los tuvimos así. Por cierto, quiero aclararle que cuando me refiero a mi marido es una forma de hablar. En realidad, no estamos casados.
—Entiendo. Y sus hijos se lo reprochan.
—Por supuesto que no. Ya le he dicho que recibieron una educación muy liberal. Tanto que la que queda carca, antigua y retrógrada soy yo. Por decirlo de algún modo: estoy pasando la vergüenza de quedarme atrás en muchas cosas, cuando siempre creí estar por delante en todo. Y pasar de la vanguardia a la tercera línea no es consolador, se lo aseguro. Por lo menos cuando una todavía se siente joven para batallar.
—¿Su marido es de la misma opinión?
—Guillermo, que cuenta en muy pocas cosas, tiene mucho que decir en esta cuestión. Verá, a fuerza de liberalidad se ha convertido en un progre envejecido. Son personajes muy tristes. No hay hijo que lo respete.
—Conozco montones de casos así. A padres que fueron revolucionarios les han salido hijos puritanos y derechistas. Yo no tengo ese problema. En casa siempre fuimos conservadores; resultado: mi hija no es nada. Por lo menos sus hijos tienen carácter. Ya es algo.
—No sé qué diría usted, si supiera que se aman.
—Como buenos hermanos. Eso está muy bien.
—Como buenos amantes. ¿Sigue estando muy bien?
Victoria tuvo que recurrir a un trago para guardar su compostura.
—¿Estoy entendiendo lo que debo entender?
—Entiende usted perfectamente —dijo Elena, con otro trago—. Ya le dije que mis hijos todo lo hacen juntos, empezando por el amor. Un buen día decidieron que eran demasiado guapos, demasiado inteligentes, demasiado idénticos, en resumen, para compartir sus dones con el prójimo vulgar. Ni hombres ni mujeres. Ellos dos. La unidad absoluta. O así fue como lo racionalizaron. A mi marido se le derrumbó todo su edificio teórico. A mí todavía me está tambaleando.
—Nadie podría reprochárselo.
—Se equivoca. Yo debo reprochármelo. Porque después de tantos años esbozando teorías, defendiendo libertades individuales y atacando lo reaccionario, me encuentro incapaz de comprender lo que sucede bajo mi propio techo.
Ya vestidas de manera ligera pero impecable —de blanco la una, de beige la otra— subieron a la torreta para contemplar a placer la llegada a Heraklion. Victoria se dejó caer en una tumbona, pero Elena, más pendiente de su pasado, se acodó en la baranda y recobró lejanas instantáneas del tráfico del puerto, que se iba convirtiendo en barullo a medida que se acercaban a él.
—Era exactamente así cuando vine por primera vez. Fue en un barco de línea regular y el billete sólo nos daba derecho a dormir en cubierta. Entonces no teníamos dinero para más. Desde luego, no para el avión. Pero daba igual. La llegada a este puerto, a la luz del amanecer, era una experiencia maravillosa. Ningún aeropuerto podría superarla.
—¿Le hace daño recordarlo?
—En absoluto. Es como una película que no hubiera merecido el honor de una reposición.
—¿Cuántos años tenía entonces?
—Tan pocos que me hace daño recordarlos.
—Si es así se contradice.
—En absoluto. Lo que duele no es Heraklion. Son los años.
—Creí que eran los kilos, como en los anuncios.
—Jamás. Tengo la suerte de no aumentar un gramo comiendo de todo. Y los anuncios siempre despistan. Nada hay que pese tanto como el tiempo. Todo lo demás son buñuelos de aire. —Calló un instante, como quien prepara una nueva sorpresa. Y, por supuesto, la dio—: Olvidaba decirle que mis hijos fueron engendrados en esta isla.
—No me asuste al decir por quién…
—No hay necesidad. Fue Guillermo. No hubo otro durante muchos años.
Victoria se echó a reír.
—¿Cómo puede estar tan segura de que fue aquella vez?
—Es que nunca volví a sentir otra tan intensa. Ni siquiera con el propio Guillermo.
Apareció el viejo fortín veneciano, con sus piedras teñidas de piel pardusca. Más allá, las murallas, oscurecidas por los primeros tonos del crepúsculo. En una de las dársenas, las aparatosas moles de los barcos de línea; en otra, la zona reservada a las embarcaciones de placer.
En la rada destacaba un viejo Studebaker cuyo desusado brillo demostraba que a sus dueños les interesaba mantenerlo siempre joven. De hecho era un hermoso ejemplar, que destacaba con categoría de clásico frente a la tosquedad de las murallas.
Victoria señaló a un curioso personaje que daba vueltas alrededor del vehículo. Era una mujer de porte ciclópeo; no gordinflona como Ruperta Porcina Boys, sino sencillamente grandiosa. Tan alta y cuadrada era que parecía una de las torres del fortín veneciano.
—¿Ve a esa mujer que está junto a ese automóvil tan aparatoso?
—Eso no es una mujer. Es una pamela con patas.
—Es Minifac Steiman.
—¿Cómo no se ha puesto un parasol en la cabeza? Encajaría con su estilo.
—Siempre dice que odia el sol, porque tiene la piel muy sensible.
—Leí en una revista femenina que había elegido pasar su vida en el Mediterráneo. ¿Quién mentía? ¿La periodista o ella?
—Ninguna de las dos. Minifac vive en Mallorca durante el invierno y en Creta durante el verano. En ocasiones hace escapadas a la Costa Esmeralda, y sólo pone los pies en Londres para firmar contratos.
—Está haciendo señales con los brazos. ¿Pretende dirigir el tráfico?
—Mientras no sean insultos porque llegamos con retraso… Tantas vueltas alrededor del coche significan que está un poco nerviosa. No debe usted extrañarse de nada. Minifac puede ser la mejor anfitriona del mundo y al mismo tiempo la harpía más odiosa. Depende del humor. Con ella nunca se sabe.
AUNQUE SIEMPRE QUE TRATAMOS de Minifac Steiman apetece hablar sobre las trampas implícitas en cierta literatura de consumo que pretende sublimarse con disfraces de osadía, es más conveniente destacar esa mañana su gentileza al recorrer cuarenta kilómetros en un estado, si no decididamente lamentable, sí compadecible. Y es que la resaca de una madrugada con sesión de espiritismo y whisky a porrillo colocaba sobre su espalda una joroba comprometedora; y en la frente, justo donde terminaban las gafas de sol se acumulaban varias arrugas delatoras. Era el proceso de acartonamiento propio de las mañanas que siguen a la bebida. Por lo menos en el caso de la aparatosa momia de Minifac Steiman.
Al principio se manifestó descontenta e irascible: se había calentado una cosa mala escuchando las voces de Marco Antonio y Lord Byron a través de una médium de Canea, pero tuvo que contentarse haciendo el amor con un notorio macarra de Mikonos en un rincón de la cocina. El equívoco era tan grave que se vio obligada a aclarar su posición:
—Es fácil entender que no me quejo por el dinero. ¡Noblesse oblige, señoras! Pero eso de encenderse con machos de prestigio y terminar la noche debajo de un sin nombre, eso tiene muy poca gracia.
La aclaración y la voluntad de estar de vuelta eran típicos del savoir faire de la Inefable, especialmente cuando se trataba de disculpar, sin necesidad de citarlo, un orgasmo fallido. Su espíritu de amazona sofisticada se levantó en más de una ocasión contra el egoísmo de los machos que la poseían y, después de disfrutar ellos, dejaban su placer femenino como colgado de un hilo muy tenue, que no tuvieron el detalle de romper. Su sentido práctico, propio de mujer acostumbrada al éxito, la había llevado a guardar experiencias de ese tipo en la despensa creacional, y fue trascendiéndolas continuamente por la comunicación con los lectores…, aun cuando los malintencionados siempre pudieron decir que, en lugar de establecer una comunicación, se trataba de entretenerlos a cualquier precio, incluso el de la falta de exigencias literarias. La despensa de los orgasmos frustrados de Minifac Steiman nunca llegó a vaciarse del todo, y alguien añadió que no habría tenido tantos como quería hacer creer, pero que en cualquier caso constituían un material dramático de primera calidad; por lo menos para un tipo de lectora anglosajona que encontraba aleccionador el ejemplo de heroínas de su estólida raza que descubrían cuán engañosa puede llegar a ser la agresiva masculinidad de los machos mediterráneos. Los orgasmos imposibles de las selectas heroínas de Minifac Steiman escondían, sin embargo, una verdad última, que no se sabe demasiado qué cosas pretendía justificar. Llegaban al Mediterráneo desde la insipidez de un verano británico, desilusionadas por un matrimonio que ya duraba demasiados años, y que en algunos casos había sido absolutamente blanco. Como una mezcla de Constance Chaterley y heroína de Antonioni, esas damas ofrecían el aspecto de lunática propio del estado que Minifac Steiman, demasiado pomposamente, llamaba «incomunicación». Paseaban su tedio vital por decorados que variaban entre la sofisticación de los hoteles más exclusivos (era impensable que una heroína Steiman sospechase siquiera en qué consistía una pensión) o paisajes de una naturaleza apasionada, acantilados tumultuosos ante cuya violencia la hembra incomunicada iba descubriendo las potencias de todas las diosas madres del Mediterráneo, y acababa por encarnarlas. Lejos de su sociedad superdesarrollada, sentíanse, de repente, símbolo de fecundidad de la tierra, y reclamaban que la fuerza erótica que las agredía fuese, como mínimo, tan poderosa como las rocas de Sunion. Las descripciones de machos «de piedra» (una especialidad Steiman) respondían a esa pretensión de las Bovary viajeras, y más de una lectora provinciana, al devolver la novela a la biblioteca popular o intercambiarla en los drugstores de inmaculados pueblecitos ingleses, sentía en su interior la necesidad de ahorrar para lanzarse a un viaje inmediato; pero no deslumbrada por los monumentos que la cultura mediterránea pudiese proponerle, sino ansiosa del estremecimiento que pueden producir determinadas rocas peludas, de nombre Gino o de nombre Antonio, cuando se refriegan contra un pezón ansioso que llegó del frío.
No obstante, Minifac Steiman, o acaso sus editores, había previsto el peligro de los malos ejemplos, y ofrecía, siempre a punto, una moraleja final: la felicidad que se basa en el erotismo sólo dura un verano (título revelador de su novela Passion is just a summer). Gracias a las reminiscencias de una perfecta educación anglosajona, la Diosa Madre convertida en turista comprende que malgasta sus capacidades ofreciéndolas a machos que, culturalmente, suelen serle inferiores. Cuando Pamela Malcolm, heroína de la novela The Magnificent Matador, descubre que el torero que en la cama le hace aullar de placer no ha leído jamás a Simone de Beauvoir, recapacita sobre la inferioridad del macho y hace las maletas a toda prisa, los ojos llenos de lágrimas, mientras Minifac se acoge a la tercera persona (siempre tan cómoda) para contarnos el trauma de ese abandono provocado por la lucidez:
«… con los senos aplastados bajo la coraza de la autodeterminación, Pamela miró por última vez el sol que tostaba los tejados salvajes de Torremolinos. Jamás olvidaría aquellas dos semanas de pasión y fe, pero las guitarras habían enmudecido, la sangría tenía ahora un sabor de ceniza, y la cama, antes vega fértil, se convertía en un yermo sin mañana. Y el nombre de Roberto Cruz, a quien tanto llegó a amar, parecíale ahora el sinónimo de todo lo bárbaro, de todo lo brutal. ¡Ah! ¡Ah! Aún agradecería, a pesar de todo, aquel dolor de la renuncia, aquella decisión que la devolvía a sus esencias. Y, con la renuncia, sintió que se engrandecía. Ahora sentíase… ¡por fin mujer! Ahora, Pamela echaba al vuelo las británicas campanas de su albedrío».
Cualquiera que fuese el grado de pasión y calentura que las heroínas anglosajonas llegasen a sentir en brazos del robusto representante de la mediterraneidad, salían completamente decepcionadas al final de las cuestiones. La única ventaja de que aquellos machos les dejaban recuerdo eran las excepcionales medidas de su miembro viril, pero sin otros atributos que pudiesen evitar el desenlace fatal, predestinado por la falta de cultura. En la vida real, una Minifac Steiman sumamente práctica habría considerado que la eficacia de un tamaño fuera de lo corriente bastaba e incluso sobraba. Pero, en sus creaciones literarias, las protagonistas se daban cuenta de que la adoración de aquellos tamaños las alejaba del imperio de una razón consagrada históricamente. Regresaban siempre a esa razón anglosajona, aunque su madre literaria eligiese vivir en el Mediterráneo durante todas las estaciones del año, aferrada a los tamaños más excepcionales de cada costa, y burlándose de la razón y el prestigio racial en su propio terreno.
Era fácil comprender que Minifac Steiman, especialista en orgasmos fallidos, mentía cuando fallaba y mentía cuando escribía. Pero sus hijas literarias eran sinceras cada vez que, después de algún intento de suicidio bajo los olivos de Pollensa, regresaban al hogar nativo, a aquel imperio de la razón en el que, desde niñas, habían aprendido que lo único que las razas bárbaras pueden aportar es la pasión y nunca la inteligencia; los penes descomunales, jamás la medida justa, equilibrada, civilizada en resumen.
La continuidad de esa moral variaba muy poco, y una simbología basada en una terapéutica de los senos aplastados por pechos más poderosos (y, además, peludos) fue, para las lectoras de Minifac Steiman, la metáfora de realización erótica más fácilmente reconocible. No es broma, aunque lo parezca. Imbuida por una trivialización de los símbolos eróticos-poéticos de un García Lorca, destilados por el estilo de la página literaria del Times, Minifac Steiman encontró definiciones que la crítica inglesa, incluso la más conspicua, llegó a considerar «originales, ardientes y provocativas». Efebos de Sierra Morena con cintura de junco; hombres maduros de Capri, con la chispa de un sexo de fauno brillando en el volcán de sus ojos color de noche; camareros griegos con la altivez de un Alcibíades destilando en sus labios de manzana madura; marineros turcos con bigote frondoso y criminal como las noches de Estambul; y, en fin, atletas negros con todo el sol de África tostando la dureza incontaminada de su miembro viril, fueron imágenes que Minifac Steiman se dedicó a prodigar en sus novelas, acaso con la intención de valorar extraordinariamente unas virtudes físicas que, sacrificadas en nombre de la razón anglosajona, hacían todavía más admirable la renuncia de las protagonistas.
Sin embargo, la metáfora de los senos tenía aplicaciones de una complejidad mucho más elevada. Las protagonistas solían empezar su periplo con los senos duros, secos, estériles como «un manantial al que durante años no había regado lluvia alguna» (sic), pero al terminar la novela, los pezones se habían convertido en «fuente de miel, caricia de dalia y espuma de aquella playa entre cuyas olas fueron a disolverse los testículos de Urano».
Lo milagroso de tales metamorfosis hizo que la contribución de las novelas de Minifac Steiman al turismo femenino de habla inglesa fuese mucho más importante que la publicidad de las grandes agencias turísticas. Las metáforas poéticas a cuenta de los senos que se secan o endulzan según la frecuencia de machos con piel de roca que los lamían, gozó de tanta aceptación que las lectoras de Minifac Steiman hicieron cola en los locales que proyectaban las versiones cinematográficas de aquel gran fenómeno literario; y cuando la productora convocó una encuesta para elegir a la protagonista de Las guitarras del pecado, las lectoras de Minifac opinaron que las únicas actrices capacitadas para dar vida a Merle La Bruñe eran Jeanne Moreau, Glenda Jackson o Liv Ullman; es decir, mujeres no precisamente jóvenes, no exactamente bellas, pero dotadas de una aureola de inteligencia, autoridad y determinación que les permitía caer en los desmanes de una voluptuosidad de verano para, acto seguido, resurgir triunfantes de entre sus excesos, por los caminos de la Razón. Las frases publicitarias hacían el resto:
«Le quedaban pocos años para gozar del sexo, pero su cuerpo se abrió a él por entero». O bien:
«En la ardiente Sevilla, el torero Roberto significaba la vergüenza, pero ELLA la asumió, sin mirar atrás».
Tales frases eran reclamos perfectos para acompañar a un dibujo de la primera actriz, ojerosa, en combinación, las mejillas aplastadas contra el pecho de un serrano que evocaba el estilo del joven Alain Delon. Pero la asiduidad de semejantes reclamos no engañaron jamás a las seguidoras oficiales de Minifac Steiman, quienes conocían la capacidad de la autora para redimir a sus heroínas al final de cualquier calvario pasional. Y si nunca hubo menopáusicas más atractivas y elegantes que las de Minifac Steiman, también es cierto que jamás se escribió tanta retórica sobre la inteligencia superior de la mujer, especialmente a la hora de descubrir que el macho la ha estafado en algún orgasmo. Así pues, el proceso de identificación con la lectora resultaba infalible: amas de casa, taquimecas y telefonistas sentíanse de repente vengativas, y tomaban conciencia de todas las estafas sexuales a que habían sido sometidas.
En las peripecias eróticas inventadas por Minifac Steiman, los protagonistas masculinos quedaban tan minimizados como la raza latina. Ya fuesen camioneros, boxeadores o príncipes italianos, resultaban egoístas desde un punto de vista erótico y casi deficientes en el aspecto mental. Tanto en las novelas como en sus adaptaciones cinematográficas, los atletas debían ser más hermosos que la mujer para que esta tuviese a honor el poderlos comprar (era impensable que una heroína de Minifac Steiman comprase algo feo). Tenían que ser bellos y, además, callarse. El hombre era sólo objeto, pero lo era de lujo y, a veces, monumento nacional como la Fontana de Trevi o la Mezquita de Córdoba. Y si en alguna ocasión, como hiciese Lord Elgin con los mármoles del Partenón, una heroína de Minifac Steiman se llevaba a Londres algún macho latino, sólo era para establecer una nueva moraleja, que los editores encontraron prudente y el público admirable. La moraleja consistía en insinuar que las fuerzas de la naturaleza, trasplantadas de su ambiente, pierden mucho. Cuando alguna heroína de Minifac Steiman trasladó a Londres a alguno de sus machos de verano, ningún Bvron femenino compuso una Maldición de Minerva contra la hembra que se había atrevido a robar al monumento físico; pero la lógica narrativa —o acaso la moraleja— decretó que aquel joven pescador que resultaba una bestia tan magnífica cuando se bañaba desnudo en el agua opalina de una cala de Haghia Gallini, se convirtiese en una especie de títere impersonal, no bien quedaba encerrado en el apartamento de Elm Park Mansions, esperando que volviese del trabajo aquella Caroline Douglas que, bajo el sol del estío, fue tierna, volcánica y «con los pechos surcados de anémonas» (sic).
¡Y pensar que el regreso a la vida profesional de Londres la convertía en una mujer dominante, seca, pendiente sólo de su trabajo y una vida social activa y brillante!
La inversión de valores, o el mero cambio de estación, daba escenas tan propias del estilo Steiman como aquella en que Juan Enrique, prisionero en el pisito de un Londres hostil, ve transcurrir las horas sin que Caroline Douglas regrese de la redacción de la revista de economía que dirige; y, cuando regresa, es para comunicar a su machito que esa noche no podrá llevarle a cenar, porque le toca corregir las galeradas de su artículo sobre Locke. Histérico, el Tarzán trasplantado sabe exclamar: «¿Y para esto me he vestido? ¿Para no salir de casa he pasado toda la tarde arreglándome?». Ella sigue corrigiendo, impasible. Él protesta. Gritos. Histeria. La mujer le echa en cara que es ella quien mantiene la casa. El atleta le reprocha su abandono, su pensar sólo en el trabajo. Un acto sexual furioso, un conato de reconciliación sólo servirá para que Caroline comprenda que las cosas ya no son lo que eran. Tiempo de incomunicación. Ligeros toques del más añejo Ingmar Bergman. Sentada en la cama, Caroline fuma un cigarrillo y juega, distraída, con las gafas mientras dirige una mirada de desprecio a la espalda musculosa del macho, que duerme como un bendito. Es esencial para el estilo Steiman que la mujer no derrame ni una sola lágrima («no podría llorar, no le quedaban sentimientos, sólo un pozo muy profundo, allá donde antes hubo una alma…»). Es esencial que sea ella quien domine la situación, ella quien decrete el final, la necesidad de una separación que el hombre no tiene siquiera el valor de asumir. Y, en última instancia, los editores de Minifac Steiman también encuentran importante que, pasado algún tiempo, cuando Caroline Douglas entra en un restaurante de Chelsea, seguida de algunos compañeros periodistas con los que discute sobre la crisis del papel, finja no conocer a aquel camarero tan desmejorado, huérfano del sol de la Costa Brava, que le sirve un Chateaubriand y la mira con expresión bovina, a punto de llorar. (Recordemos que, para tales ocasiones, las heroínas de Minifac Steiman suelen vestir traje sastre, que siempre fue la indumentaria de la autodeterminación femenina).
Tal vez a causa de su extremada fe en el ejemplo de las mujeres superiores, Minifac Steiman, la embustera, no se arriesga a trasladar a Inglaterra sus conquistas de una noche o de unos meses, y prefiere vivir todo el año en la cantera de la que puede arrancar directamente penes de mármol, sin problemas de aduana ni maldiciones de Minerva. Ninguno de sus amigos se engañó jamás en esa predilección de Minifac por los países subdesarrollados, aunque sea a riesgo de orgasmos fallidos; los cuales, por otro lado, han cimentado una parte tan importante de su fortuna literaria. Además, nadie cree que esos orgasmos sean tantos como sus heroínas hacen suponer.
Tampoco podía creerla Victoria Barget, aquella mañana, mientras el coche daba saltos por la imposible carretera de los montes. Conociendo a Minifac, estaba segura de que, si no hubiese habido un orgasmo medianamente satisfactorio, el macarra de Mikonos no habría recibido ni un penique.
Y Minifac, en plena resaca, no paraba de quejarse:
—¡Santo cielo! Los penes griegos se están llevando más de la mitad de mis derechos de autor.
ANTES DE QUE MINIFAC avanzase hasta la pasarela del yate para darles la bienvenida, Victoria se había dedicado a instruir adecuadamente a Elena:
—Cuando le pregunte si ha leído alguno de sus libros, diga por lo menos que conoce Las guitarras del pecado.
Elena Arquer se encogió de hombros, mientras se ponía unas gotas de Opium detrás de la oreja:
—¿Si no he leído nada de ella por qué voy a mentir?
—Minifac es eso que llaman una best-seller mundial. Puede molestarle que, en España, donde reside, una mujer inteligente no sea una de sus devotas. Olvidaba decirle que ella es un poco… extravagante. Con razón la llaman la Inefable.
La llegada de Minifac Steiman fue espectacular. Aunque estaban delante de ella, fingió no percibirlas. Cuando lo hizo fue para soltar un grito fenomenal. Estuvo a punto de herir a Victoria con la pamela a causa de un beso que, pretendiendo ser cortés, resultó un estropicio. Esto permitió a Elena Arquer hacer un retrato robot en pocos segundos.
Seguía pareciéndole tan aparatosa como su pamela. «No se llevan esas monstruosidades por casualidad. Hay que nacer de una determinada manera», pensó Elena. Y en efecto, mujeres tan descomunales como la Steiman no se hacen con los años. Al nacer, ya debía de presentar el aspecto de un paquidermito.
Miranda Boronat habría decidido sin la menor vacilación; «Al ser tan superior se sentiría inferior y entonces se hizo escritora para compensarlo». Cualquier psicoanalista le daría la razón. A condición, claro está, de que fuese un psicoanalista argentino.
Victoria Barget prescindió de las razones que llevaron a Minifac a dedicarse a la literatura: una infancia pasada en la India y un padre coronel serían explicaciones satisfactorias si a Minifac le hubiese dado por ser Rudyard Kipling. Ya se ha visto que no fue así, luego sería lícito buscar sus antecedentes literarios en una madre de la rancia nobleza británica que, aburrida de ser coronela en Nueva Delhi, acabó en brazos de un mayordomo hindú y, posteriormente, en un manicomio de Exeter.
Prescindiendo de antecedentes, Victoria Barget hizo las presentaciones. Fueron muy casuales. Como de paso, que es lo chic.
—Esta es Elena Arquer. Y es una mujer feliz.
—Interesante —dijo Minifac—. Tendré que escribir algo sobre el caso.
—Siempre puede usted mandarlo al Guinness de los récords —bromeó Elena.
—¿Tanto hace que es usted feliz?
—Desde que llegué a Grecia, hace exactamente diez días.
Victoria Barget, que conocía a la perfección las reglas del juego, sacó a la palestra la obra literaria de Minifac encajándola a los gustos de Elena Arquer. Minifac sintióse extraordinariamente gratificada al saber cuál de sus novelas prefería aquella mujer tan distinguida.
—Me halaga que sea usted fan mía, pero no quiero creérmelo. ¡Con la de buenos escritores que hay por el mundo!
—¿Como cuáles?
—No lo sé, pero alguno hay. Lo leí en un titular de no sé qué revista francesa.
—En cualquier caso aprecié sobremanera Las guitarras del pecado. Creo que es… una gran novela.
—Really? Casualmente le gusta a usted la que es mi preferida. Y me halaga doblemente que lo diga una española. Me siento orgullosa de haber podido captar la excitación, el romance, la íntima alegría de vivir de su ardiente país… He querido demostrar a mis compatriotas que España no es sólo unas bonitas playas y un vaso de sangría.
—Menos mal que alguien lo ha notado en Inglaterra.
—He querido demostrar que España también es el flamenco, las noches de Sevilla, las serranas con la navaja en la liga y muchos claveles reventones en todas las ventanas…
—Yo que usted pondría también una muñeira. Verá qué variado le sale.
Se dirigieron al Studebaker, precedidas por Stavros y otros tres marineros, que transportaban el equipaje.
Mientras la escritora daba órdenes a los marineros, tratándolos de acémilas, Victoria tuvo tiempo de coger a Elena aparte:
—Casi ha estado usted desagradable.
—Me falta la virtud del patriotismo, pero empiezo a estar hasta las narices de que cualquier inglesa pedorra nos confunda con una obra de los Quintero.
—No continúe así, por favor. Minifac es mi única oportunidad de pasar inadvertida.
—Seré amable si usted me promete que hablaremos por fin de su marido.
—Le sugiero algo mejor: pasamos por cualquier videoclub y compramos una película de gangsters. Me ahorraré muchas explicaciones. Si no entiende usted eso, es inútil que hablemos.
Una vez al volante, Minifac advirtió:
—Conduzco divinamente, nunca he tenido un percance, jamás una multa, pero eso no significa que no podamos despeñarnos por un acantilado, porque el destino de una mujer está escrito en un libro que ninguna de nosotras ha leído.
Tardaron en salir de Heraklion porque, en el cuarto de siglo transcurrido desde la famosa visita de Elena Arquer, la pequeña ciudad se había convertido en un imprevisible caos circulatorio. Era espantoso comprobar que, también aquí, el tráfico ya no permitía ver las bellezas de la ciudad antigua, y Elena Arquer cerró los ojos y aspiró profundamente para imaginarse en otro tiempo, incluso anterior al suyo propio. Poéticamente anterior, para ser exactos.
Por fin se encontraron lejos de la ciudad, en la carretera que, apartándose de las nuevas autopistas, remonta las montañas del interior, sin pretensiones en el asfaltado, antes bien, con las deficiencias de épocas ancestrales. En este punto, el viaje ofrecía su primera recompensa en forma de una naturaleza libre y exultante, que aprovechaba las postrimerías de la primavera sin someterse todavía a los rigores del estío.
Minifac Steiman quiso revelar a Elena su más acreditada vena lírica:
—Querida, está usted en la tierra de los mitos. Aquí, todo es posible.
—Muchas cosas lo fueron para mí en otro tiempo… —contestó Elena—. Me gustaría creer que sigue siendo igual.
Ante la mirada de extrañeza de Minifac, Victoria aclaró:
—Elena estuvo en Creta en los años sesenta.
—Todas estuvimos en algún lugar maravilloso en los años sesenta —dijo Minifac, con un suspiro—. A mí ya me cogieron mayor y, sin embargo, supe vibrar. Pero me refería a otros mitos.
Detuvo el coche a la entrada de una aldea, poniendo en peligro la vida de un anciano que estaba paseando a su cerdo Pascalis. Prescindiendo del incidente, Minifac señaló hacia un monte de tamaño gigantesco, que se erguía por encima de valles y bosques.
—¿Se acuerda usted de esa montaña?
—Me acuerdo perfectamente —dijo Elena—. Es el monte Ida. Es lo primero que vi cuando el barco entraba en el puerto de Heraklion. Había una leyenda que he olvidado.
—No debe olvidar las leyendas. La Historia sí; las leyendas nunca. Sobre todo esta. En una cueva del monte Ida nació Zeus y allí fue alimentado por la divina cabra Amaltea. Recuerde que es la bestia de la fortuna… —Y volviéndose a Victoria con sonrisa picarona—: Seguro que Amaltea se portó muy bien con usted, pero no es bueno que abuse.
—No abuso. Me defiendo, que es distinto. Como hace usted con las leyendas. Seguro que las utiliza para su defensa.
—En efecto, ciertos lugares me protegen. Donde sucedió algo cósmico ha de repetirse un prodigio de igual magnitud. Por eso vengo a Creta todos los veranos. Para esperarlo.
Arrancó de nuevo, no sin pedir a Victoria que le encendiera un cigarrillo. Y antes de recibirlo entre los labios, añadió:
—Pero resulta que el prodigio se renueva a diario, porque en verdad les digo que esta isla fue soñada por un dios.
Más allá de ese sueño divino, el hogar cretense de Minifac Steiman parecía construido por las musas de Apolo. Era un viejo palacete de gusto veneciano que ocupaba el punto más alto de un pequeño valle de olivos colindante con una pequeña playa. Había otras mansiones —«todas de gente selecta», se apresuró a aclarar Minifac—, pero ninguna interfería en la intimidad de las otras gracias a los inmensos jardines que las separaban.
La primera impresión que recibieron al entrar en Villa Arcadia fue una sensación de inmensidad. Era enorme el zaguán y también las diversas salas casi desnudas que atravesaron hasta llegar al salón, de techo muy alto y vigas muy pronunciadas.
No habían tenido tiempo de dejar su equipaje en manos de una sirvienta, cuando Minifac les anunció en tono pomposo:
—Les tengo reservada una sorpresa. Una huéspeda excepcional. Una muy querida colega de este país.
Apareció una mujer de mediana edad, completamente vestida de rojo. Un perfecto ejemplar de potra rural, alta, enjuta, muy bronceada y cuya principal característica era un frondoso bigote lucido con gran orgullo.
Tanto Victoria como Elena decidieron que la invitada merecía ser estudiada con detenimiento. Era como una reencarnación de las antiguas cariátides, con esa belleza que ya no se estila y que, al no estilarse, no nos parece belleza. Pero presentaba y resumía lo que más amamos en el alma griega: algo telúrico y celeste a la vez, patético pero también desenfrenado; algo que combina la inspiración festiva y el rigor religioso. El altercado entre lo apolíneo y lo dionisiaco en una mezcla que recordaba lo que un crítico dijo en cierta ocasión de la actriz Irene Papas: «Nunca hasta ahora creí que llegaría a ver el perfil del Apolo de Olimpia tomando vida».
—Tengo el honor de presentarles a Edipa Katastrós —anunció Minifac. Y añadió en tono no menos pomposo—: Edipa la grande. ¿Qué digo la grande? La única.
Era, en efecto, la virginal Edipa en persona. Sólo que presentaba un detalle no especificado por ninguno de sus exegetas. Tenía un cuerpo de atleta consumado y una musculatura parecida a los Hércules de los museos.
—No se asombren —comentó Minifac, por lo bajo—. Practica la halterofilia y las artes marciales. Las pesas, combinadas con la poesía, dan esos resultados tan excitantes.
Como ni Victoria ni Elena habían oído hablar de ella, sólo pudieron interesarse por los hechos que, en su nombre, iba contando Minifac Steiman. Supieron así que Edipa mantenía línea directa con una virgen de Patmos, pero ella no le daba mayor importancia que la que se da a una conferencia internacional. Lo que en Madrid llenaba de admiración a María Asunción Solivianto, en aquellas islas pasaba por una cosa más. Al fin y al cabo se sabía con certeza que unas mil trescientas campesinas charlaban amigablemente con otras tantas vírgenes cada tarde, al ponerse el sol.
Edipa gesticulaba muy a la brava, pero si se detenía para meditar su rostro adquiría una robustez clásica rota al punto por una broma abrupta, formulada en una divertida mezcolanza de idiomas —del español al inglés pasando por el italiano— que la desnudaba de su refulgente coraza de hija del Sol para mostrarla atemorizada por preocupaciones como la que sigue: estaba indignada con una traducción de Kavafis aparecida en el mercado francés y que, a su juicio, traicionaba la ambigüedad lingüística del escritor alejandrino.
—Conociendo la petulancia de los franceses, ¿cómo se pondrían si los griegos obrásemos del mismo modo con Verlaine, Valéry o Apollinaire?
Aunque Minifac Steiman se aburrió de lo lindo —ella era seguidora de Somerset Maugham—, las dos amigas siguieron con interés una disertación mucho más inteligente de lo habitual en aquella casa.
Elena Arquer sintióse ligeramente incómoda cuando Edipa le acarició las nalgas a guisa de despedida. Pese a todo, encontró gentil el ofrecimiento que les hizo a continuación:
—Si les apetece, les enseñaré el pueblecito donde vivió Damaskinós, el maestro del Greco. Está en las montañas y, desde allí, se divisa toda la isla.
Quedaron en levantarse temprano. Y mientras avanzaban por un largo pasillo sobrecargado de cuadros naíf y alfombrillas de confección isleña, Elena Arquer decidió ser sincera con su acompañante:
—Quiero decirle algo: anoche hice el amor con Stavros.
—Me extrañaba que esperase tanto. ¿Ha sido satisfactorio?
—Igual que tomarse una aspirina. Es un hermoso ejemplar de macho, pero contemplándole se obtiene el mismo placer que siendo suya.
—La experiencia me dice que siempre sucede así. A los demasiado guapos les falta técnica.
—Y a los que tienen técnica les falta belleza. O sea que no hay solución. Por cierto, ¿se fijó en el bigote de la griega?
—Cómo no iba fijarme. Esa Edipa se parece a Clark Gable en sus mejores tiempos.
Demostró en esto su bisoñez, si no su provincianismo. Al fin y al cabo, Rhett Butler nunca llegó a tener un bigote tan frondoso como el de las mujeres enlutadas que hacen guardia a la puerta de las casas, en los villorrios de la montaña cretense.