Capítulo octavo
FRUSLERÍAS

ANTES DE QUE NUESTRAS MUJERCÍSIMAS zarparan del Píreo, habían sucedido algunas cosas en la noche de Atenas. Nada sabemos de la ministra de Cultura, a quien recogió un coche escoltado por cuatro motoristas que tocaban Yesterday con las bocinas. De Ruperta Porcina Boys se supo que había ido a la librería de la calle Nikis para comprobar personalmente qué autores españoles habían sido traducidos al griego. Y aunque no ha sido posible confirmarlo, se dijo que fue reprendida por unas dependientas que la vieron esconder detrás de otros libros las novelas de algún colega a quien apreciaba, sí, pero nunca hasta el punto de no envidiarle.

Otras señoras, pertenecientes a esa clase de viajeros que no saben ir solos por el mundo, formaron un grupo para cenar en un sitio típico y recorrer juntas las tiendas de souvenirs del Plaka, abiertas hasta altas horas de la noche. María Asunción Solivianto y sus feligresas, poco proclives a la frivolidad, se fueron a oír tres misas seguidas en tres iglesias de los alrededores de Monastiraki. La princesa Von Petarden cenó en el aristocrático Club Náutico, atendiendo así a la invitación de unos parientes de su marido. En cuanto a la marquesa del Pozo del tío Raimundo, acudió a cerrar el pleito que la mantenía intranquila desde hacía tantos años: la entrevista con cierto archimandrita a quien parió en otro tiempo y de una manera poco recomendable.

Después de las compras y el inesperado encuentro con Victoria Barget, la marquesa se había dirigido al Hilton, acompañada por Miranda Boronat, quien, además de prestarle su solicitud, estaba dispuesta a no perderse bola de aquel encuentro conmovedor. Y ya estaba imaginando cómo lo contaría a treinta o cuarenta de sus ochenta mejores amigas, cuando tuvo que soportar una férrea decisión de la marquesa:

—Hija mía, no ignoras que nadie como yo sabe apreciar tus bondades. Por valorarte tanto, me atrevo a abusar un poco más, pidiendo que me permitas estar a solas con mi hijo…

—¡De ninguna manera! —protestó Miranda—. ¡No conseguirá que me largue!

—No debes pensar tanto en mí…

—Si no pienso en usted. Es que me voy a quedar desamparadita en esta ciudad hostil, cuando todas las demás se han ido ya de picos pardos y es imposible localizarlas.

—Hija, métete en un cine. Y, si puede ser, quédate tres sesiones seguidas.

—¿Cómo voy a meterme en un cine si ni siquiera sé los títulos de las películas? ¿No ve usted que están escritos en alfabeto raro?

—Estamos en Grecia. Esto quiere decir que en todos los cines ofrecen adaptaciones de tragedias clásicas. Te será de gran provecho ver Electra, Antígona o Morena clara.

—Una vez fui al teatro y me dormí nada más levantarse el telón. O sea que nada de tragedias. Miraré los anuncios del vestíbulo y si la película es de Walt Disney entraré. Al fin y al cabo, conozco todos sus argumentos de memoria. Además, una amiga mía que fue a Moscú a comprar matruskas vio Dumbo hablada en soviético y quedó de lo más esnob.

—Gracias, hija mía, por ser tan comprensiva con la intimidad ajena. Y no temas por mí. Dios está de mi lado por partida doble.

Miranda se fue sin albergar temor alguno. Primero, porque tampoco le importaba tanto el destino de los demás si ella no estaba presente para contarlo; después, porque la princesa Von Petarden había prometido enviar el coche de la agencia a recoger a la marquesa y llevarla al barco. Quedaba mucho tiempo, pues la anciana tenía la costumbre de llegar a las citas con media hora de antelación.

Miranda Boronat no era partidaria de las películas que no pudiese comentar a pleno pulmón con alguna amiga, de manera que prescindió del cine y se lanzó a ver templos, en la creencia de que habría muchos, y estarían todos enteros y repletos de un público ataviado con togas, clámides y chitones. Incluso se acordaba que para preguntar una dirección era muy apropiado decir «Quo Vadis?», y para pedir la carta de un restaurante «Ora pro nobis».

Con ánimo tan decidido salió a la puerta del Hilton y preguntó a un encopetado portero si hablaba inglés. Cuando el hombre contestó con el «yes» ritual, dijo ella:

Alors, appelez moi un taxi.

Oú est-ce que vous desirez aller?

I don’t know. Anywhere. Typical greek cachondeo, for instance.

—Si la señora lo prefiere, hablo español.

—¿De verdad? No me lo creo. A ver: ¿qué sabe decir?

—¿Dónde demonios quiere ir la señora? ¡Dígalo de una puñetera vez, que hay mucha gente esperando!

Empujó a Miranda al interior de un taxi, mientras daba al conductor una dirección que ella no entendió. Ni falta le hacía, en cualquier caso. La parte moderna de Atenas la estaba obsequiando con una serie de desilusiones. Era como el tráfico de un sábado normal en una ciudad que ella consideraba anormal. No había un solo templo clásico; como mucho, pequeñas iglesias con un cúpulas que comparó con gorros de baño. Y muchas tiendas, pero todas cerradas a aquella hora, de modo que ni siquiera le quedaba la posibilidad de hacer sudar las tarjetas de crédito, que era lo que más le divertía en cualquier ciudad de cualquier cultura.

El taxista la depositó donde el portero del Hilton le había indicado: la preciosa plaza Adriano, en el corazón del Plaka.

Es una plaza particularmente propicia a las almas sensibles porque se halla junto a las ruinas de la biblioteca de Adriano, el emperador que quiso llenar Atenas de cultura en lugar de expoliarla de sus riquezas. Las columnas de lo que fue un recinto descomunal aparecen hoy tímidamente apuntadas tras las copas de los numerosos árboles que alegran la plaza, y son ellos los que acaban triunfando en el ánimo del visitante, que siempre hará bien sentándose en una de las mesas de los restaurantes al aire libre y dedicarse a observar, como en un letargo, el discurrir de la vida cotidiana.

Sintiendo en todos los poros de su piel la filosofía de la Grecia eterna, Miranda decidió ampliar tan poderosa sensación con una buena cena en un restaurante chino. Andaba buscando los farolillos y dragones que caracterizan a este tipo de locales cuando, en una mesa de uno de los restaurantes al aire libre que rodean el ágora romana, descubrió un rostro que le resultaba muy conocido.

Gritó tan fuerte que algunos vecinos se asomaron a los balcones, asustados por la eventualidad de un accidente:

—¡Que me aspen si no es Rosa Marconi atragantándose de espaguetis!

En efecto, era la Marconi pero no atragantándose, antes bien cenando plácidamente mientras leía una pequeña guía sobre los rincones secretos del Plaka; las innumerables callejas que van ascendiendo, en pendiente o escalinatas, por las laderas de la Acrópolis.

La roca sagrada recibía a aquellas horas una iluminación espectral, y Rosa Marconi, situada a los pies de la parte posterior, acertaba a vislumbrar el delicioso recinto del Erecteion y el olivo de Atenea. Era el lugar idóneo para reposar la mente de todos los líos de su vida profesional. Era un fármaco mucho más eficaz que el Prozac y todos sus sucedáneos. Y como sea que a su izquierda tenía la Torre de los Vientos y a su derecha las columnas del mercado romano, decidió que el lugar producía el efecto del aneurol. Además, las acacias, cariñosamente balanceadas por la brisa, parecían desprender efluvios de espliego y valeriana, en letárgica combinación.

En aquel ambiente idílico la irrupción de Miranda fue algo parecido a un martillazo. Rosa Marconi había conseguido pasar inadvertida llegando un día antes a Atenas para organizar sus conspiraciones en torno a la posible entrevista con Victoria Barget. Si se dio a conocer en el consulado, fue sólo para conseguir alguna información sobre su paradero y, casualmente, uno de los agregados le dio el teléfono de Borja Luis, con quien había coincidido días antes en la islita de los tritones. Una llamada, por otro lado inútil, era el máximo trabajo con que Rosa pensaba castigarse hasta el momento en que el destino —o la fatalidad— la reuniese con sus compatriotas en un crucero que no podía inspirarle más pereza.

De momento, el tiempo de Atenas le pertenecía por completo. Era suyo para conocer, suyo para reposar, pero también para meditar sobre sus más recientes experiencias profesionales, en absoluto satisfactorias. Sentíase libre por vez primera en mucho tiempo. Y ahora, para arruinar esa impresión divina, llegaba la Boronat haciendo muecas y aspavientos, como si un molino frenético hubiera sido incorporado al paisaje urbano.

Rosa Marconi improvisó una excusa a toda prisa. En realidad fue una excusa desesperada.

—Casualmente, ya me iba… —tartamudeó, levantándose de repente.

Miranda la cortó sin contemplaciones:

—¿Cómo te vas a ir si acabo de llegar yo?

—Es cierto, ¿cómo me voy a ir? —repitió la otra, indefensa. Y de repente decidió que tenía que recurrir a la grosería si deseaba salvarse—. Claro que, si bien se mira, tú y yo nunca hemos sido muy, muy, muy amigas.

—¿Qué estás diciendo? Amiguísimas no hemos sido, pero más amigas que de todos esos que nos rodean sí. ¿O es que vas a dejarme por embustera? —Y, señalando a las mesas vecinas, empezó a gritar—: ¿Vas a decirme que eres más amiga de esa gorda que mía? ¿Y ese alemán que come con los dedos? ¿Y aquella cerda que nos mira con cara de mala uva? ¿Somos más amigas de toda esta gentuza que no la una de la otra?

Avergonzada por las numerosas miradas que convergían sobre ellas, Rosa Marconi se rindió sin condiciones:

—No quería decir esto, mujer. Quería decir… que te sentases. ¡No sé cómo quería decírtelo, pero esto y no otra cosa es lo que quería decir! ¡Siéntate de una vez, coño!

—Te noto un poco histérica… —dijo Miranda, tranquilamente—. Deberías tomar Prozac. Todo el mundo lo hace últimamente.

—He empezado a tomarlo.

—Pues no te ha hecho efecto, hija. De todos modos no debes preocuparte: dicen que tarda quince días en funcionar. Claro que en este tiempo una amiga mía se cortó las venas cinco veces.

—Esto es algo que deberían enseñar en las escuelas a algunas personas que yo conozco…

—Yo nunca me cortaría las venas. Luego viene la prensa y te encuentra hecha una lázara. Yo sería más del gas. Es muy limpio. Ahora que lo más limpio es no suicidarse. Sin ir más lejos, esta noche, no me suicidaría por nada del mundo. ¡Con la poesía que se respira en el aire! Oye: ¿esa montaña tan bien iluminada es famosilla?

—Es la Acrópolis, mujer. Vamos, donde está el Partenón.

—¡Fíjate tú! Toda la vida soñando con verla y ahora que la tenemos delante no daríamos ni un duro por ella… —Sin molestarse en pedir permiso cogió el libro que estaba leyendo la Marconi—. Atenas secreta. ¡Huy, qué picarona llegas a ser! Apuesto a que estás buscando rameras, proxenetas, drogadictillos y mariquitas para tu programa…

—Que no, Miranda, que no. Que este libro se limita a proponer itinerarios artísticos por la ciudad antigua…

—¡Huy sí! Todo es arquitectura y planos raros… Bueno, también debe de ser bonito hacer culturilla. Si quieres podemos dar una vuelta y, después, regresar las dos al barco, cogiditas de la mano y cantando himnos del colegio.

—Es que yo no me embarco hoy. Todavía tengo trabajo en Atenas. He quedado para entrevistarme con Amparo Risotto, que al parecer tiene una noticia bomba que comunicarnos. O sea que me reuniré con vosotras en Mikonos.

Se levantó precipitadamente, dispuesta a pagar su cuenta y largarse.

—Quiero seguir paseando. ¿Te molestaría cenar sola?

—Sí que me molestaría. Me molestaría mucho. Además, me parecerías una mal educada y una mala amiga y pensaría que así te dé un infarto.

Ante estos y otros improperios, Rosa Marconi optó por sentarse de nuevo y, con actitud resignada, preguntó:

—Está bien. ¿De qué quieres que hablemos?

—A mí, así de repente, me parece imprescindible hablar de Bill Clinton.

—¡De Bill Clinton! ¿Desde cuándo te interesas por la política?

—Por la política nada de nada, pero Bill Clinton no es político, sino presidente, que es otra cosa como de más alcurnia. A mí es que ese hombre me da la mar de ternura porque se parece a uno de los tres cerditos; todavía no he decidido cuál, pero es un cerdito monísimo, aunque, según como le da la luz, tiene cara de bollo. Tú dirás lo que quieras, pero tanto moflete inspira más confianza que Nancy Reagan, que acuérdate cómo era: medio momia, medio bacalao y con expresión de Cruela de Wille, mismamente. No me digas que no era así porque mentirías y una mujer que tiene un programa como el tuyo no puede mentir más que ante las cámaras. Pero volviendo a Bill Clinton: yo creo que es bueno para los ricos de los United States y que si los socialistas fuesen tan buenos como él para los ricos de España no tendrían que irse como se irán; con los bolsillos llenos, sí, pero odiados a muerte por toda la gente que tiene algo que defender. Por esto te digo que yo, en las próximas elecciones, votaré que venga Clinton a gobernar España. Sobre todo por su mujer, que creo que es simpatiquísima y da unas fiestas de mucho tono.

—Miranda, me parece que no sabes exactamente lo que estás diciendo.

—¿Cómo que no? Lo sé de buenísima tinta porque me lo contó una prostituta de las que iban con aquel alto cargo de no sé qué ministerio a quien pescaron con dinero en un aeropuerto y con joyas en otro. Pues bueno, la prostituta, que es santa de altar, me dijo que los sociatas tienen millones colocados en Mongolia Exterior, y yo eché mis cuentas y me salió que por lo menos tienen un cortijo mío, dos visones y las fincas de Gerona; y si a mí, que soy humilde, se me llevan esto, no quiero saber lo que se deben llevar a mis ochenta mejores amigas, que las pobres son millonadas pero no multimillonarias, ¿comprendes? Tú eres la primera que deberías hacerte solidaria con ellas, porque sé de buena tinta (tinta indeleble, vamos) que te llevas cinco o seis millones por programa, porque al producirlo tú y no pagar un duro a los invitados pues son cuentas limpias. Claro que no seré yo quien te lo reproche, porque a las que vais de cara a la vejez os conviene guardar para ese mañana de la senilidad, que ya es hoy mismo.

Rosa Marconi hizo gala de educación al resistirse a recordar a Miranda que era ella quien le llevaba unos diez años por delante. Pensó que no valía la pena, ni los años, ni Miranda, ni todo el discurso que seguía soltando sobre la corrupción política mezclada con el último sombrerito de Pirula Pi. Ante aquel aluvión de palabras sin sentido, Rosa Marconi ya no tenía siquiera fuerzas para maldecir a la cotilla. Se limitaba a sonreír sin ganas, mientras dirigía la mirada a la Acrópolis, que seguía despidiendo su luz tenue y mortecina.

Miranda seguía hablando sin parar. En el constante aleteo que daba a sus manos, se encontró con la esfera del reloj a la altura de la nariz. Interrumpió de golpe su disertación sobre los derechos del contribuyente en Sicilia y, dando un salto, se puso a gritar:

—¡Dios mío! ¡Son las diez! Tengo que volver al barco antes de que cierren la escotilla y bajen el periscopio. No te importará quedarte sola, ¿verdad? Quiero decir si sabrás perdonarme. Vamos, si no me tratarás de borde.

Rosa Marconi emitió un bufido de alivio que la otra no supo notar.

—Te perdono de todo corazón —dijo, con fingida suavidad—. Mira si te perdono que yo misma te depositaré en un taxi para asegurarme de que vas a llegar al Pireo sana y salva.

—¿El «Pirao» no es el aeropuerto?

—No, hija, es el puerto. Pero si quieres te dejo en un avión para que regreses a Madrid tan feliz y contenta.

La natural discreción de Rosa Marconi le impidió desahogarse con un aullido cuando hubo depositado a Miranda en el interior de un taxi cargado, por cierto, de exvotos e iconos. Mientras se alejaba, vio que el taxista y Miranda hablaban sin cesar, pero como lo hacían en idiomas distintos cabía suponer que se estaban dedicando al soliloquio.

Algo a lo que Miranda Boronat estaba perfectamente acostumbrada.

El taxista, tan poco informado como su clienta, la dejó en dieciséis barcos antes de localizar el King Poseidón. Bajó ella corriendo antes de que el hombre descubriese que le había dado la propina en calderilla española y vio en cubierta a las de la jet barcelonesa, que ya estaban ensayando sevillanas como locas. Por lo demás, reinaba en el barco un gran silencio.

Se acercó a Chupi Montseny, que dirigía los pasos ataviada con unas mallas negras y un pañuelo en la cintura.

—Usted es la presidenta de la jet barcelonesa castellanizada, ¿verdad? —preguntó Miranda, sin que la otra dejase de evolucionar.

—Sí, mona. Soy la esposa del fabricante Montseny, jabones reunidos y medias de punto… —Y, volviéndose a las demás, canturreó—: ¡Uno, dos, tres, vamos a la primera vuelta!

—¡La primera por Triana! —corearon todas, con inconfundible acento de Sabadell—. ¡Uno, dos, tres, Torre del Oro!

—Perdone que interrumpa su meneo —insistió Miranda—, pero ¿podría decirme dónde están todas las demás señoras?

—Ha habido un lío con los camarotes, así que se han reunido todas para discernir que si patatín, que si patatán… ¡Niñas! ¡Uno, dos, tres! ¡Vamos a la segunda!

—¡Arenal de Sevilla! —gritaron todas de nuevo.

Estaba Miranda a punto de enseñarles unos pasos muy originales que había aprendido en un Rocío, pero pensó que la raza humana nunca agradece ni una ayuda ni una mano ni un favor y, ante la eventualidad de un chasco, prefirió abstenerse y componer su aspecto para la cena.

Cuál no sería su estupor cuando, al entrar en su camarote, encontró a la marquesa del Pozo del tío Raimundo anegada en llanto.

Había en su rostro tanto dolor petrificado, tanta sorpresa congelada en un rictus de agonía que Miranda se asustó lo indecible. Mucho más cuando la vio caer al suelo, pidiendo a gritos su frasco de sales, como las antiguas.

Como sea que no encontraba sales ni nada parecido, Miranda optó por la solución más inmediata: sacó la petaca de viaje y, abriendo la boca de la marquesa, le echó unos tragos del mejor vodka. Creyéndolo una variante local del Agua del Carmen, la anciana acabó tragándose medio frasco.

Entre el líquido que acababa de ingerir y el disgusto que llevaba, tardó media hora en reaccionar. Fue el tiempo que Miranda aprovechó para husmear en su bolso, en busca de secretillos, pero sólo encontró una polvera y siete modelos distintos de rosarios y crucifijos. Por fin se decidió a zarandearla violentamente.

Cuando la marquesa pudo hablar, lo hizo abriendo un solo ojo.

—¡Ay, Mirandilla! No recomiendo a ninguna madre que sea puntual. Al contrario, que llegue siempre tarde, si no quiere recibir en su corazón las flechas que acaba de recibir el mío.

—Siempre se ha dicho que el corazón de una madre está hecho para sufrir. Por esto, cuando mi exmarido quiso hacerme probar los goces de la maternidad, le dije que si osaba quitarme el diafragma le castraba yo en un santiamén. O sea que yo podré sufrir de colitis, pero de hijo jamás de los jamases.

—No culpes a mi hijo; o, por lo menos, no completamente. La que me ha herido es Perla de Pougy.

—Mire que empiezo a perderme. ¿Es que Perla también es archimandrita y nos lo había ocultado hasta ahora?

Se produjo un denso silencio en cuyo curso la marquesa se vio obligada a reponer fuerzas. Así pues, se aferró a la petaca de Miranda y, tras bendecirse con su contenido, inició su narración:

—Estaba yo entretenida en el American Bar de ese maldito Hilton recordando, como suelo, las alegres chocolaterías del Madrid de mi juventud. Por si tan gratas imágenes no bastasen para aportar a mi espíritu la tranquilidad imprescindible en el momento que me disponía a vivir, un pianista iba tocando con extrema delicadeza algunos bailables, ni muy recientes ni muy lejanos, pero completamente faltos de las estrepitosas cadencias que tanto privan en el mundo de hoy…

—O sea que tocaban Beguin the Beguin.

—En efecto. Y Malagueña y La vie en rose y otras preciadas perlas de la memoria de una… —De pronto se detuvo con auténtico pavor—. ¿He dicho «perlas»? Lo he dicho, ¿verdad? Sin duda es el inconsciente. Es el otro yo, que me devuelve la imagen de esa mujer que aparecía de repente, con su vestido más escotado, el pelo suelto como una furcia y esa inconfundible expresión que tienen las cerdas cuando se han revolcado con su gorrino. No te horrorices. Ella misma confirmó esta impresión cuando, adoptando un aire de superioridad y sin la menor consideración para el arte del pianista, me soltó: «No se lo cuente a nadie, abuela, pero acabo de hacer el amor con un archimandrita auténtico».

—¡A su edad! —exclamó Miranda.

—Ya ves tú: con lo mayor que es Perla.

—Me refiero al archimandrita. Ese es más mayor que todas.

Abriendo el otro ojo, y acto seguido los dos de par en par, sollozó la marquesa:

—Era mi hijo, Miranda. ¡Mi propio hijo atrapado en las redes de esa indigna!

—Por fuerza tiene que estar equivocada. ¿De qué iba a conocer una atea como Perla a un santo varón de estas inaccesibles latitudes?

—Al parecer tenían contactos por un asuntos de adopciones. He sabido que mi hijo regenta un orfanato en las afueras de Atenas.

Como un relámpago se le aparecieron a Miranda los reputados negocios de Perla de Pougy.

—¡Ay, marquesa, que todo esto me huele a chamusquina!

—Haces mal, pues en esto del orfanato no mintieron. Mi hijo iba acompañado por tres niños que parecían tres querubines.

—¿Niños, dice usted?

—Niños en edad de BUP. Y en esto, ¿ves?, Perla demostró tener muy buen corazón, porque se despidió dándoles tres bolsitas de caramelos.

—Con razón me decía mamá que no aceptase caramelos de los desconocidos.

—Un desconocido ha sido para mí ese hijo.

—Mujer, no esperaría reconocerle si no le ha visto desde mil novecientos veintitrés. ¿Habla español por lo menos?

—Ladino.

—Sí, me lo está pareciendo el archimandrita.

—Me refiero al idioma. Es el que se llevaron los judíos cuando fueron expulsados de España por los Reyes Católicos.

—¡Qué diver! ¡Un hijo que habla como el Quijote!

—Más bien como Dulcinea. Tiene una voz muy aflautada, tipo soprano ligera y, a pesar de la barba típica de los religiosos de aquí, le da un meneo a las manos que me ha recordado a las cupletistas de mi tiempo. A su lado, la Bella Chelito y La Goya eran machos de ley. Por otra parte, cuando dejaba de abanicar el aire, acariciaba a los tres niños de una manera que me dio alipori.

—¿Qué está usted insinuando, marquesa?

—Nada malo, no te asustes. Sólo que no sé si es normal que un archimandrita acaricie el culín a los niños.

—Si tiene un orfanato, estará acostumbrado a cambiarles los dodotis desde muy pequeños.

—Pero es que el camarero tenía treinta y cinco años y también le hizo lo mismo. Yo es que no me aclaro. Primero Perla y, después, esto. Tú, que entiendes de las cosas del mundo, ¿crees que mi hijo será bi?

—Será tutifrutti. Ahora se lleva mucho.

—Ya ves tú que lo mío es desesperación sobre desesperación. Que mi hijo, un servidor de Dios, tenga ciertas deferencias con los niños, pase, porque también Jesús dijo aquello tan bonito de «Dejad que los niños se acerquen a mí»; ahora bien, que salga de una habitación con la ramera número uno de la alta sociedad madrileña, eso, eso… —De repente se detuvo. En su rostro torturado apareció una luz que sólo podía ser debida a una profunda inspiración religiosa—: ¡Espera! ¡También la Magdalena era pendón y, sin embargo, fue perdonada! ¿Y qué me dices de la adúltera? ¿No la perdonó Cristo?

—Porque no estaba en España. Hoy no daría abasto.

—No voy a atender tus sandeces. Escúchame bien: hace pocos días vimos a Perla en el convento de las Arremangadas. Te expresé mi sospecha de que se hallase en pleno proceso de arrepentimiento. ¡Aquella santa madre superiora puede hacer milagros! Quién sabe si Perla, sin saberlo, se ha convertido en instrumento de la Divina Gracia…

—Si ahora las llaman instrumentos…

—Sí, Miranda, sí. ¿Cómo puede escapársete la magnitud de estos sucesos? Todos mis deseos de ver a mi hijo regresando a la verdadera religión pueden verse cumplidos por un camino que no esperaba. ¡Tomando por esposa a esa Perla arrepentida! ¡Esta es la sabia maniobra de nuestra protectora, la madre reverenda del convento de las Arremangadas! ¡Dios mío! ¡Veré a ese hijo casado, ya que no podré verle diciendo misa en los Jerónimos!

—Sobre todo porque ya no le quedan años de vida. Pero su solución me parece arriesgada, porque si se casase con Perla, además de ser todo lo que usted dice, sería cornudo crónico.

—Es inútil hablar de asuntos morales contigo. Cuando llegue a Madrid, consultaré el caso con la madre superiora.

—Puede aprovechar para subirle la donación.

La cara de la marquesa cambió de color. Se le notó avinagrada.

—De eso ni hablar. Una cosa es la Gracia y otra el dinero. No olvidemos que Cristo era pobre. ¡Que le imiten sus servidoras! ¡Que se mueran de hambre!

—¿Sabe qué le digo? Que habiendo niños de por medio, yo que usted no hablaría con la superiora del convento de las Arremangadas.

—¿Por qué me hablas de esta manera tan misteriosa? ¿Qué tienen que ver los niños con todo esto?

—Yo me entiendo y bailo sola.

Y se puso a bailar unos pasos de charlestón para ver si conseguía entretener a la otra, que continuaba llorando, pero ahora de consuelo.

ACONTECÍA LO ANTERIOR MIENTRAS LAS OTRAS mujeres se repartían los camarotes. No hubo discusión sobre el de la princesa Von Petarden, porque más que un camarote era un apartamento, provisto de dormitorio, dos salitas de estar, una sala de juntas y un baño rosado. Quedaba claro, pues, que en ausencia de una testa coronada sólo ella podía aspirar a aquel privilegio.

Había otros cinco camarotes de lujo que habían quedado repartidos en el siguiente orden: el primero para María Asunción Solivianto, el segundo para la marquesa del Pozo del tío Raimundo y Miranda Boronat, el tercero para Pilar Prima de la Higuera y la marquesa de Vallecasburgo, el cuarto para la ministra y el quinto era el que Televisión había solicitado para las ganadoras del concurso «Hola, Raffaella». Todas las demás señoras estaban instaladas en camarotes que, siendo excelentes, no era considerados de tanta prosapia.

Este último detalle fue el que hizo exclamar a Mariona Finestrell i Palautordera:

—Volvemos a estar en lo mismo. Todo el boato para las madrileñas y la purria para las periféricas.

La princesa Von Petarden temió un nuevo altercado que no estaba dispuesta a tolerar:

—Señora, no busque usted pleitos como antes. Piense que el reparto ha sido sometido a sorteo. Ha sacado las papeletas una mano ingenua, pura y desinteresada.

—¿Y se puede saber de quién es esa mano?

—De una servidora —dijo Beverly con expresión de indómito orgullo.

Decidió intervenir Ruperta Porcina Boys con el carisma de sus reconocidos valores:

—Mire usted: yo soy premio de narrativa corta del certamen de Orihuela y no me quejo.

—Usted vale más que vaya en busca de la peluquería para que le arreglen el bisoñé o de lo contrario se lo llevará el viento…

Aparte de la edad, nada mortificaba tanto a Ruperta Porcina Boys como la cuestión de su incipiente calvicie; y cuando estaba a punto de hacérselo entender a la consejera con un empujón, se oyó la voz conciliadora de María Asunción Solivianto. Con los brazos en alto y, con su mejor expresión de iluminada, proclamó:

—No hay que pelearse por los camarotes. De hecho, no hay que pelearse por nada, pero por los camarotes menos. Mire usted, señora consejera: le cedo el mío voluntariamente. Es demasiado ostentoso y muy poco adecuado para el sublime evento que me dispongo a vivir en Patmos… —Y, volviéndose a sus feligresas, sin bajar los brazos un solo instante, añadió—: ¡Amigas! ¡Hermanas! Vamos con flores a María, sí, pero sólo en la ofrenda visible, porque en nuestro interior andamos cargadas de vanidad. Avanzamos con guirnaldas en la cabeza y, sin embargo, llevamos cardos en el alma. Si la Señora nos está esperando, si ha querido hacernos depositarías de su bendición, ¿no deberíamos presentarnos ante ella con el alma libre de ataduras materiales?

Estaba hablando a unas señoras cuyas posesiones en líquido, acciones y fincas rústicas figuraban entre las fortunas más altas de las Españas, pero este punto fue inmediatamente pasado por alto y todas se ciñeron a la cuestión principal, que no era la salud eterna del alma sino su pureza momentánea.

—¡María Asunción está en lo cierto! —exclamó Pilar Prima de la Higuera—. ¡Tanta meditación como deberíamos hacer y estamos perdiendo el tiempo por un camarote!

—¡No ha de ser! —exclamó la condesa de Vallecasburgo—. Que venga el capitán y haga al punto lo que aconseje María Asunción.

—Imposible —dijo la esposa del conseller—. Ninguna de nosotras sabe griego.

Beverly Gladys Gutiérrez acudió con su habitual eficacia de perra amaestrada:

—El capitán habla una especie de español. Estuvo trabajando en un barco argentino durante varios años.

—Sería un barco de vapor —comentó Perla de Pougy, todavía resentida por la edad de la tripulación.

Llegó por fin el capitán, cuyo parecido con el marinero Popeye ha sido ya resaltado, pero cuya paciencia nos corresponde verificar. Por fortuna, no dejará mal a su gremio. Acostumbrado a llevar en el barco a los ricos del mundo, había aprendido a soportar estoicamente las impertinencias de sus esposas, la grosería de sus cuñadas y la pésima educación de sus hijos. Con tal de que los lujosos perros no se orinasen en la moqueta de los salones, se conformaba.

Aquellas señoras no llevaban perros, y no parecían de esas top-models que defecan en los divanes después de una borrachera en los bares de moda del puerto. Aquellas señoras eran de una jet más recatada, como de estar por casa. Se limitaban a pedir unos cambios que iban a mal en lugar de ir a mejor.

—¿Quieren los camarotes de tercera? Los hemos cerrado para no ofender.

—¿De tercera? Demasiado lujosos —dijo Pilar Prima de la Higuera. Meditó un poco. Después preguntó—: ¿No tendrá algo más vil?

—¿Qué tal la bodega? —insinuó el capitán.

—¿Es celda de mortificación?

—No se lo puede imaginar. Precisamente no tenemos ratas a bordo por lo incómodas que estaban en esa bodega.

—Será un buen lecho de espinas para alcanzar, un día, el mullido lecho de la gloria… —recitó María Asunción Solivianto.

—¡El mullido lecho de la gloria! —repitieron sus amigas al unísono.

Se fueron, cogidas de la mano, hacia aquellas profundidades donde sólo podían estar cómodas las latas de sardinas.

—Bien burras son —dijo Mariona Finestrell i Palautordera—. A nosotras, la Virgen de Montserrat no nos exige tantos sacrificios.

—Porque es más europea —dijo su amiga Núria.

Aquí aprovechó una andaluza para echar una pulla:

—Pues no será por lo blanca, guapas.

—¡Cállese, charnega, más que charnega!

Las tres se sacaron la lengua, como indoctas colegialas.

CUANDO EL KING POSEIDÓN se detuvo ante una costa desierta de la isla de Kea, las más madrugadoras exhalaron gritos de júbilo y aplausos de admiración. Frente a ellas se abría una cala desierta, presta para ser hollada por las plantas de bañistas exigentes y buceadoras sibaritas.

El capitán echó el ancla a unos quinientos metros de la playa. Dos marineros trasladaron a las bañistas en botes de caucho. No hubo una que no comentase las delicias de la vida salvaje y lo raro que resultaba, en este siglo, encontrar un edén de aquellas características.

Es regla esencial de cualquier viaje armonioso que todos los componentes obren como les dé la gana, de manera que la playa no constituyó para todas la misma tentación: las hubo que prefirieron bañarse cerca del barco, mientras las adeptas a la idea de que no conviene mojarse la barriga a partir de los cuarenta se contentaban tomando el sol en cubierta y mojándose de vez en cuando los pies, cómodamente sentadas en la escalerilla de estribor.

Las de Sevilla se bañaron a gusto mientras las de la jet barcelonesa se desplazaban al bar de popa con el propósito de continuar ensayando sevillanas. Otras aristócratas de renombre catalogaban los objetos recogidos para el Rastrillo y, al mismo tiempo, determinaban lo que cada una de ellas cocinaría en el certamen gastronómico Manjar de la Obrera Digna. Y en todos y cada uno de aquellos preparativos mostraban la excelente predisposición que las había hecho imprescindibles en las cachupinadas filantrópicas de Madrid, Barcelona y Sevilla.

Pero incluso esos menesteres de indiscutible mérito aparecían mancillados por una mácula de mundanidad a ojos de María Asunción Solivianto. Tanto ella como sus damas habían elegido un motivo de meditación tan alto que ni siquiera los contactos con la miseria humana podían vulnerarlo. Aunque los problemas de la mujer trabajadora les merecían todos los respetos, ¿cómo podían mezclarlos con la evidencia metafísica de una aparición celestial? O, en otras palabras: cuando la inmediata llegada de María Santísima exigía poner aseo en las cosas del espíritu, ¿cómo podían interesarse por una raza de mujeres a las que sólo preocupaba llegar a final de mes con el sueldo del marido?

Permanecieron, pues, aquellas damas meditando en la bodega durante toda la mañana y, cuando un grumete les anunció que había llegado la hora del almuerzo, subieron a cubierta, donde se encontraron con la tentación en su estado más puro. Las estaba esperando el demonio de la gula.

Para celebrar el primer día de navegación, el capitán y los tripulantes tenían por costumbre montar en cubierta un espléndido buffet preparado por los dos cocineros, que posaban a cada extremo de la mesa, con el gorro calado y dos enormes cucharas levantadas a guisa de «¡presenten armas!».

La tripulación tenía de qué enorgullecerse. Habían dispuesto dos enormes tableros, cubiertos a su vez por manteles que representaban al Egeo y todas sus islas. En el centro, un enorme pastel de gelatina en forma de delfín y, a cada lado, no las flores acostumbradas sino macetitas con albahaca, que en esos barcos suelen llevarse siempre para combatir a los mosquitos. Enormes bandejas de cerámica de Lesbos —con sus lindos dibujitos azules— presentaban una espectacular variedad de mariscos y pescado, para quien gustase de ellos, mientras otro servicio de la misma cerámica ofrecía muslos de conejo, alas y pechugas de pollo, así como costillitas de cordero para quien prefiriese la carne. No faltaban las dolmades, el satziki (esa especie de salsa de yogur y pepino), las berenjenas rellenas, distintas pastas —alguna bien indigesta— y otras peculiaridades de varios puertos. Y, por fin, en una punta de la mesa se ofrecían distintos tipos de frutas, exuberantes en sus formas y variopintas en sus colores.

María Asunción Solivianto señaló el buffet con un gesto de reprobación, al tiempo que dictaminaba:

—Este ágape es demasiado ostentoso, en absoluto adecuado para el sublime evento que nos disponemos a vivir en la isla del Evangelista. —Y volviéndose a sus feligresas—: Aceptemos ágape en el sentido cristiano, sí, porque es comunicación del alma con Dios, su esposo bienamado, pero nunca…

Prosiguió el sermón Pilar Prima de la Higuera:

—… pero nunca aceptemos un ágape en el sentido de banquete, porque es trampa que la carne emplea para alejarnos del verdadero festín celestial…

No todas las señoras compartían aquellas ideas, de manera que se oyeron voces discordantes y casi insultantes:

—Pero, bueno, ¿es que esas tías nos van a dar el viaje?

—Que les sirvan alfalfa, a ver si están contentas.

La llegada de la princesa Von Petarden fue muy aplaudida. Había dormido durante toda la mañana, de manera que los beneficios del reposo le permitían llevar únicamente tres dedos de maquillaje. Vestía sencilla: un playero en tricot de seda estampada, con escote redondo a ras del cuello y mangas japonesas hasta el codo. El conjunto se remataba con un cinturón bajo en forma de cadena dorada.

Como además se había peinado en simple cola de caballo, todas la encontraron tan entrañable como Shirley Temple cuando tuvo la primera regla y creyó que se había pinchado con el huso de la Bella Durmiente.

También agradecieron todas que hubiese optado por no destacar en exceso, lo cual les permitía a ellas afrontar el calor sin formalidades. Iban lujosas, pero honradas. Abundaban los conjuntos marineros de bermudas caqui y blusón fantasía. Unas los llevaban sin mangas, otras con mangas hasta el puño. Las más atrevidas, maillotpullover con mangas largas y escote redondo o en pico, dependía del gusto. A las que se habían pasado la mañana ensayando sevillanas, un foulard atado a la cintura les servía de falda. Las que no estaban para ofrecer su cuerpo a comentario y vilipendio ajeno, anchas túnicas con dibujos orientales. Fificucha Osváldez Barget, por ser tan jovencita, se permitía una falda pantalón de ante que, al abrirse ella de piernas, parecía unos bombachos de la época de la Sección Femenina. En cuanto a las tres catalanas emparentadas con la Generalitat, traje sastre de lino blanco, con broche de precio y bolso colgado del brazo, a imitación de la reina de Inglaterra.

Ellas y las feligresas de María Asunción Solivianto —de gris y medias negras— eran las únicas que parecían vestidas para una recepción de las ocho de la tarde presidida por su alteza doña Marta Ferrusola.

La Von Petarden tuvo halagos para todas, incluida su secretaria. Y en esto último manifestó la princesa un alto sentido de la caridad, pues Beverly Gladys Gutiérrez llevaba un modelo de bermudas y peto cuyos pernales y tirantes estaban ribeteados con puntas de realce. Sin estar completamente ridícula, parecía un recortable de la Betty Boop.

Entre tantos esplendores visuales, la princesa repartía dosis de vermut y complacencia. Había llegado a tiempo de escuchar la plática de María Asunción Solivianto, pero esto no parecía afectarle demasiado:

—Yo soy piadosa como la que más y devota como ninguna, pero que me sirvan de todo porque no está mi body para pasar hambre.

Fue la señal que esperaban todas para arrojarse sobre los manjares sin la menor contemplación. Primero desapareció el salami, después el jamón, acto seguido los cangrejos dé río, a toda prisa las langostas, y así sucesivamente. Sólo Beverly Gladys Gutiérrez parecía desganada y acaso ausente. Se limitaba a elegir para su jefa los mariscos y frutas que sabía de su agrado. Y cuando fue a llevarle el plato, la princesa la encontró tan compungida que se vio obligada a preguntar:

—¿Por qué pone usted esa cara, Beverly?

—Porque noto que he perdido su aprecio. Ayer no me dejó probar al piloto del avión.

—Es que estábamos llegando a Atenas.

—Pues haberse salido de la cabina en Nápoles y habría entrado yo.

—Hija, todo no puede ser. En las cabinas no aceptan al primer mindundi que va caliente las veinticuatro horas al día.

—¡No lo dirá por mí! Estoy fría como un témpano.

—Eso no tiene mérito. Está fría porque los miembros de la tripulación son feos y provectos.

—No todos. Hay unos grumetillos muy monos. Bien pudiéramos aprovecharlos, princesa.

—Eso es cosa suya. A mí me gustan los hombres hechos. A los niños, que los críe su madre.

Es lo que estaba haciendo en una zona de popa Perla de Pougy. Envuelta en una túnica malva con motivos florales, acariciaba con habitual complacencia a los tres grumetillos, cuyo encanto acababa de ponderar Beverly. Y, desde luego, no sería Perla quien le llevase la contraria, porque eran lindos como una mala cosa. Sólo presentaban un inconveniente: tendrían ya unos dieciséis años, edad que sus mejores clientes madrileños consideraban excesiva.

De todas maneras, también conocía señoras que necesitaban pimpollos que les recordasen a sus propios hijos. Así pues, decidió ir directa al grano:

—¿A ti no te gustaría trabajar en España? ¡Ay, qué sonrisa más linda tienes! ¡Y tú, qué pelo tan rizadito…! ¿Te gustaría que tía Perla te encontrase un empleo de monaguillo?

Se disponía a pedirles el carnet de identidad cuando percibió un perfume que le resultaba familiar. Era una bien fermentada mezcolanza de chinchón y vodka aderezada con unas gotas de Opium.

Al levantar los ojos, se encontró ante Miranda Boronat, cuyos ojos arrojaban llamaradas de furia por encima de unas gafas de sol que parecían de submarinista.

—No malgastes tus esfuerzos con esos púberes, que no te entienden. ¿No ves que son griegos de aquí?

—Pues no van a ser griegos de allá —repuso Perla, visiblemente incomodada por aquella interrupción.

—Allá tendrías que haberte quedado tú, desvergonzada. ¿Es que no puedes contenerte ni en este respetable viaje? Estás arriesgando el buen nombre de la mujer trabajadora para ganarte cuatro chavos.

—Mira, guapa: tú ocúpate de tus finanzas, que yo me ocupo de las mías.

—Si ya no se trata sólo de finanzas. Si se trata de la marquesa. Has pagado con dolor a una gran señora que siempre se portó bien contigo. ¿Es que no te acuerdas de aquel año en que estuvieron en un tris de morirse tus begonias?

—Me acuerdo perfectamente.

—¿No te prestó esa admirable marquesa su jardinero?

—Me lo prestó admirablemente.

—Entonces ¿por qué le pagas fornicando con su propio hijo?

—Toda mujer ha soñado alguna vez con acostarse con un archimandrita.

—Yo no conozco a ninguna que haya soñado nunca una cosa así. Y si alguna lo soñó era en tiempos de Teodora, emperatriz de Bizancio, cuando Madrid no existía. Ergo: lo has hecho por vicio.

—Muy bien: lo he hecho por vicio. ¿Y qué?

—Que lo reconozcas.

—Pues lo reconozco.

—Di: lo he hecho por vicio-vicio.

—Lo he hecho por vicio-vicio. ¿Qué pasa?

—Nada. Que a mí me gustan las cosas claras.

—Pues más claro el agua.

—Pues vamos a comer, que esas energúmenas se lo tragarán todo.

Se dirigieron a la mesa empujándose mutuamente y dedicándose ordinarieces que, por fortuna para su fama, no llegaron a oídos de una pasajera que las estaba admirando con toda su alma. Era, naturalmente, Emilia de Ruiz-Ruiz, que acababa de irrumpir en cubierta ataviada con su mejor vestido camisero, adornado, eso sí, con varios collares de bisutería fina. A su lado, Margot Sepúlveda intentaba hacer oídos sordos a sus reiteradas disertaciones sobre la buena sociedad. Vestía la pobre huérfana unos jeans y un jersey negro, comprado en el Plaka; la cabellera suelta, ondeando a la brisa, le prestaba un aspecto particularmente atractivo.

Era una madurez que se estaba encontrando a sí misma. Sólo que su amiga seguía sin darse cuenta.

—Esa que acabas de ver es Perla de Pougy, que siempre está metida en cosas de obispos. Las revistas aseguran que es muy buena con los huerfanitos. Y la otra es Miranda Boronat. Nadie sabe a qué se dedica, pero siempre sale en todas las fotos de bodas, bautizos, entierros y funerales. Es una gran señora.

—Bueno, vamos a comer de una vez. Con tus historias me tienes hambrienta.

—Es que lo elegante es llegar tarde. Además, ¿tú crees que vamos bien vestidas? No sé si volver al camarote y ponerme alguna alhajita.

—¿Otra? ¡Si pareces la Dama de Elche!

—Voy sencilla comparada con la escritora. ¡Fíjate cómo se ha vestido!

En efecto, Ruperta Porcina Boys acababa de hacer su irrupción en el comedor ataviada con unos shorts de exploradora que le llegaban hasta las rodillas y una amplia blusa ilustrada con latas de tomate de Andy Warhol. Para completar tan armoniosos cromatismos, se había colgado del cuello varios collares bereberes y cinco de ámbar.

—Es la escritora más moderna y bien vestida que he visto en mi vida —comentó, embelesada, Emilia de Ruiz-Ruiz.

Margot la miró con desdén.

—Yo le recomendaría que no enseñase esas piernas. Y sobre todo que no fuese tan recargada, porque si tú pareces la Dama de Elche, ella parece el buey Apis.

—¡Qué desdeñosa eres! No se te puede aguantar. ¡Fíjate! La escritora se dirige a la princesa. Eso es que se conocen. Será, pues, una escritora importante.

La princesa había buscado acomodo debajo del toldo que atravesaba la cubierta superior. Se hallaba ensimismada en la contemplación de la isla mientras masticaba su tercera langosta con una discreción que le permitía dirigir continuas sonrisas de un lado a otro, en un simpático intento de hacer que todas las pasajeras se sintiesen halagadas.

No había terminado de sonreír cuando vio aparecer ante sus ojos la mole de Ruperta Porcina Boys, con sus carnes blancuchas y un quilo de crema protectora en sus orondos mofletes.

Beverly se apresuró a acudir en ayuda de su jefa:

—Sin duda conoce usted de nombre a esta señora. Es una escritora no completamente desconocida.

—¿Ha ganado el Nobel? —preguntó la princesa.

—No, que yo sepa… —dijo Beverly.

—Entonces es lógico que no nos conozcamos. Mi marido, el príncipe, suele decirme a menudo que los escritores que no han ganado el Nobel suelen ser unos mangantes. Por tanto deduzco que usted desea pedirme algo.

Como todas las personas serviles, Ruperta Porcina Boys sabía sonreír mejor cuanto más la insultaban:

—Diga lo que diga ahora, en el pasado, usted conoció a muchos escritores que no tenían ni un duro. Me refiero a las noches de la bohemia madrileña, donde usted pescó más de una cogorza… ¿Le suena el nombre de Tom Renom?

La princesa fingió pensar cuando, en realidad, maldecía por dentro.

—Vagamente. Espere… Creo que era un fotógrafo, un paparazzo. Hacía las fotos que acompañaban las entrevistas de no sé qué revista, allá por los años setenta…

—Concretamente en mil novecientos setenta y seis, en plena transición. Por supuesto, recordará esa época que llamaron «del destape». Tom Renom fotografió a muchas chicas que iban para actriz. Ya sabe usted: las que decían que sólo se desnudaban si lo exigía el guión. En algunos casos, el desnudo fue mucho más lejos. Para ser exactos, algunas starlets de aquel cine español llegaron a hacer pornografía.

—Como podrá comprender, este es un tipo de material que no necesito. Recuerde que soy una mujer casada; así pues, estoy sexualmente satisfecha. En la cama, mi marido me tiene como una reina.

De haberla oído, su octogenario príncipe habría derramado lágrimas de agradecimiento. Que era por cierto lo que Ruperta esperaba sentir si su maniobra salía como había planeado.

—Sé perfectamente que ya no necesita usted ese material. ¿Quién lo ignora? Pero resulta que está relacionado con cierto apartamento de Costa Fleming… Tiene que acordarse, señora. Se habló mucho de él al descubrirse una red de prostitución formada por jóvenes figuras de nuestro cine…

—Lo recuerdo perfectamente. Y también recuerdo que se echó tierra sobre el asunto. Nunca se publicaron los nombres de las implicadas.

—Alguien podría recordarlo en un artículo de opinión en el primer periódico de Madrid. Sin ir más lejos, yo tengo muchos datos.

La princesa permitió un respiro a su interlocutora. Tenía el aspecto de una espía que se hubiera equivocado de lugar, aunque creyera haber acertado en la persona. Como chantajista las había conocido peores, pero desde luego no tan chapuceras. En cualquier caso, decidió darle caña:

—Después de cenar, saldré a cubierta para que el aire haga volar mi chai, como en las películas de amor y lujo. Pareceré pensativa, pero no le impediré hablar si usted me aborda.

—Estoy segura de que lo que tengo que decirle conseguirá interesarle.

—Lo dudo, pero traiga su propuesta a punto, por si acaso.

La despidió con una sonrisa tan de compromiso que no parecía sonrisa ni nada. Más bien sentía piedad por ella: cuando una mujer recurre a este tipo de operaciones es que tiene un problema muy gordo en su vida.

—¿Qué quería esa? —preguntó Beverly Gladys Gutiérrez al regresar a su lado con un dulce tan empalagoso que atraía a todas las moscas.

—Hacerme chantaje. Imagino el propósito. La ministra de las paellas me habló de los intereses de esa bruja.

—¿Quiere que la echemos del barco?

—De ningún modo. No olvide que hay prensa ahora, silencio: se acercan dos raras.

En efecto, Emilia de Ruiz-Ruiz no había podido resistir la tentación de cruzar unas palabras con su ídolo y se acercaba tímidamente, arrastrando consigo a su amiga Margot.

—¿Ustedes también son escritoras de medio pelo como esa gorda? —preguntó la princesa Von Petarden con cierta hostilidad.

—No, alteza. Servidora es empleada del hogar, aquí, mi amiga Margot (qué nombre tan televisivo, ¿verdad?), pues ella ha sido toda su vida algo así como asistenta social…

—Pero ¿qué estás diciendo? —interrumpió la otra, con visible desagrado—. No le haga caso, princesa, que está tarumba.

—¿Cómo que no? —protestó Emilia—. Se ha pasado veintidós años cuidando de su madre impedida.

—Eso la honra —dijo la princesa con sus acentos más dignos—. Si una madre impedida me hubiese exigido tanto sacrificio, la habría mandado directamente a doña Teresa de Calcuta.

Violenta a causa del papel que se veía obligada a representar, Margot decidió convertirse en el convidado de piedra. No había estado tanto tiempo encerrada para no saber que la estupidez, cuanto más se la obvia, menos dañina resulta.

—Bueno, una vez presentadas las credenciales, ¿en qué puedo servirlas, lindas? —preguntó la princesa, sin el menor interés.

—Pero ¿qué dice? —exclamó, ansiosa, Emilia—. Soy yo quien debe servirla a usted. Servirla, sí, aunque sólo sea para decir cuánto la admiro y la devoción que le tengo. Vamos, que es usted mi modelo y mi todo.

—Es natural, querida, es natural.

Mientras recibía los halagos de Emilia y el silencio malhumorado de Margot, la princesa miraba desesperadamente a su alrededor, en busca de Beverly Gladys Gutiérrez. Era extraño que, siendo tan perfecta secretaria, todavía no hubiese comprendido la necesidad de librarla cuanto antes de aquella admiradora tan pesada.

Sería oscurecer la notoria fama de Beverly Gladys Gutiérrez suponer siquiera que había descuidado por un segundo a su ama. No. Es que se hallaba poniendo orden en otra parcela del gran rebaño: la que formaban las enviadas de los medios de comunicación.

Por fin pudo regresar junto a la princesa para informarle de las últimas novedades.

—Princesa, le recuerdo que prometió a las chicas de la prensa permitirles hacer fotografías a la hora del café.

—Pues claro. También ellas son obreritas. También deben cumplir con su obligación… —Y poniéndose en la actitud de predicadora que solía adoptar María Asunción Solivianto, gritó—: ¿Estamos todas visibles? ¿Estamos todas maquilladas, maravillosas, radiantes, perfectamente okay?

—Estamos todas chulis —contestaron algunas damas. Y otras se limitaron a pensar que estaban como buenamente podían.

La eficiente Beverly dispuso en un pequeño grupo a las chicas de los medios. Faltaban los hombres, que también los hay en el menester de la comidilla, pero la princesa y María Asunción Solivianto se habían puesto de acuerdo para respetar la regla básica del crucero: que sólo hubiese mujeres, tanto entre las protagonistas como entre las que debían inmortalizar su protagonismo.

No es que la princesa Von Petarden estuviese completamente de acuerdo. Lo mejor de su imagen dependía del prestigio de extravagante que se había ganado entre la parte gay del cotilleo; así pues, quiso interceder por los miembros que le eran más adictos.

—¿Y algún maricuela no pasaría? Piense que son inofensivos para nosotras y, en cambio, nos hacen lucir mucho.

—También son hombres —contestó la Solivianto—. No como los demás, ni con los mismos derechos, pero hombres de alguna manera. Y vete tú a saber si, viendo tanto mujerío, no les da por convertirse a lo heterosexual y ya la tenemos armada.

Ante aquellas razones, la princesa Von Petarden no tuvo más remedio que admitir sólo a los periodistas hembras, acaso dañinas en sus escritos, pero poco proclives a armar algún escándalo erótico en un crucero de mujeres solas. Precisamente para evitar aquel peligro no había sido invitada Sergia Luzmel, autora del famoso libro de cocina Ramoncita o la buena tortillera. Y era mejor para todas, porque tenía rivalidad con Ruperta Porcina Boys desde que le arrebató un premio de novela feminista en el festival de Riberuela del Pisuerga.

Poco dispuesta a que continuasen quitándole cosas, Ruperta Porcina Boys había decidido que nadie le arrebataría el protagonismo que le correspondía por ser la única escritora experimental de aquel crucero. Así pues, se arregló la calva y ocupó su lugar entre las famosas de la prensa rosa. Lamentablemente, la apartó de un empujón la fotógrafa Bría Tupinamba:

—Usted no se ponga en la foto, que no es noticia.

—¿Cómo que no? —exclamó, airada, Ruperta—. Tengo el premio de poesía política del certamen de Torreblanca.

No hubo piedad para la escritora, que fue literalmente avasallada por los empujones de las damas auténticamente noticiables. Las que llevaban en su atuendo el número de marcas requerido para figurar en una crónica de sociedad.

Pero sobre todo había una que llamaba la atención aquel día.

—¡Que se ponga Fificucha, que es noticia! —exclamaron las cuatro reporteras a la vez.

La aludida iba de un lado para otro moviendo las manos en forma de molino y obsequiando con mimos y tonterías al propio cielo, tan alta llevaba la cabeza.

—¡Que os equivocáis, que os equivocáis! ¡Pobrecita de mí! ¿De qué voy a ser yo noticia? Son mis papás los que lo son. Yo, aparte de reina del bakalao y primera en la clase de karaoke, no tengo fama, no tengo nombre, no tengo ná de ná.

Más se resistía ella, más la empujaban las fotógrafas hacia un rincón de la cubierta. Y como sea que continuaba lanzando grititos histéricos y complacientes a la vez, propios de un puedo pero no quiero, Mauricia Resclós se apiadó de ella y comentó:

—Tiene razón esa niña. ¿Por qué va a ser noticia, la pobrecita?

—Porque su padre es Osváldez, el que está en la cárcel.

A Mauricia se le encendieron las luces de la oportunidad.

—Si es por eso, mi marido ingresó ayer —exclamó a voz en grito.

—Toma, y el mío —gritó Olivia Sotomayor. Y dirigiéndose a las fotógrafas—: Nosotras también somos noticia. Nuestros maridos también han cometido estafas de órdago. ¡Ya quisiera ese Osváldez haber falsificado tantos cheques como nuestros maridos!

Lucharon ambas para ponerse en primera fila. La princesa las acogió en su seno, aprovechando la oportunidad para mimar a la prensa.

—Pueden titular esta foto: «Las pobres víctimas de la cultura del pelotazo».

Y se puso más en el centro, con los brazos abiertos en actitud de supremo amparo.

—¡Qué simpática es la princesa! —comentó la reportera Milena Sánchez-Quirk.

—Es la más asequible —dijo la cronista Sara Tonel.

—Muy campechana, sí —remató la comentarista Mirta Limones.

Eblouisante Domínguez, que por ser medio francesa cubría Madrid y Barcelona, fue más lejos que sus colegas al descubrir lo noticiable de dos mujeres que habían quedado arrinconadas, ya por dignidad personal, ya porque, al ser catalanas, no interesaban a escala nacional, según el baremo de esta prensa. De ahí que manifestasen su sorpresa al verse abordadas por otro medio que no fuese la televisión autonómica, dominio del Presidentíssim y su corte de lameculos:

—¿Noticia yo? ¿Por qué? —preguntó Mariona Finestrell i Palautordera.

—¿Cómo? —preguntó Eblouisante, extrañada de veras—. ¿No ha leído la prensa de Barcelona? Vienen todas las estafas del día de ayer.

—En Iberia nos dieron la prensa de Madrid. También me quejaré, no crea.

—Señora Finestrell, ¿va a decirme que ignora que su marido, el conseller, ha pasado la noche en la comisaría, acusado de desfalco?

La reacción fue típica de una catalana perfectamente organizada:

—¿Lo ves, Nurieta? ¡Es irme yo de casa y que ocurra algo!

—Es bien verdad —dijo su amiga—. A los hombres no se les puede dejar solos. De todas maneras, yo no me preocuparía: ¿tu marido no tiene la protección del Presidentíssim?

—¡Es claro! Si el mismo Presidentíssim le dijo: «Tú compra, Pau, tú compra que luego apuntamos un precio mucho más alto y no se entera nadie».

—Es que el Presidentíssim es muy desprendido. A mi Narcís le dijo: «Mientras lo de la Banca funcione, no hay que preocuparse por nada. Tú esconde, noi, tú esconde, que luego los papeles se los lleva el viento…»

Pero Mariona Finestrell i Palautordera sabía que un Presidentíssim es, en el fondo, un ser humano y, por tanto, su palabra de honor tan volátil como el humor de cualquier prójimo.

—Tenemos que llamar a Barcelona ahora mismo. Necesitamos información de primera mano. —Y en voz baja y angustiada—: Este hombre mío es tan distraído que no sé si habrá puesto el dinero a buen recaudo.

—Mientras no lo haya puesto todo a nombre de su querida…

—¡Ah, entonces no habría problema, porque su querida es de toda confianza!

Acudieron con sus problemas a la princesa, que al instante dio pruebas de su reconocido desprendimiento:

—Les permito utilizar mi teléfono particular. Llévelas a mi camarote, Beverly. Ya sabe usted que es el blanco.

—Cierto —dijo una de las reporteras—. Es el blanco de todas las curiosidades. ¡No sabe usted lo que daríamos por hacerle una entrevista a su teléfono privado!

—¡Tontitas, más que tontitas! —exclamó la princesa, en tono jocoso y coqueto a la vez—. Anden, retraten ya y pregunten lo que quieran menos lo que no deben.

Naturalmente, todas preguntaron lo que no debían, pero como nadie contestaba inventaron lo que pudieron, que fue mucho y muy dispar. De todos modos ninguna se atrevió a negar que Fificucha Osváldez había declarado:

—De niña soñaba con ser Diana de Gales. Es por esto que ahora tengo más clase que Madame Curie y Juana de Arco, a la vez las dos y ambas.

Nadie pudo negarlo, en efecto. Y es que determinadas estupideces de las niñas bien no sabría inventarlas ni el periodista más desmadrado.

AL CAER LA NOCHE, las esposas de los consellers habían sabido algunas novedades: sus esposos eran estafadores de tomo y lomo, pero el Presidentíssim los protegería hasta el final, porque sus declaraciones podrían revelar que más estafador que el Presidentíssim no había nadie. Tenía el prohombre muchas cosas que ocultar en su propia familia —algún hijo le había salido aprovechado— y era preferible tapar las estafas ajenas que encontrarse, de repente, con la manta levantada en casa propia.

También es cierto que las estafas a la catalana nunca tendrán la vulgaridad de las madrileñas. Siempre irán revestidas con un toque de diseño que las hará más europeas. Sin contar que en Cataluña, por lo menos, los estafadores hablan un idioma distinto.

A este respecto dijo Núria Sant Celoni i Vertun:

—A mí me hace el efecto que, una vez conocido el estado de las cuestiones, deberíamos volver a Barcelona.

Mariona Finestrell i Palautordera se puso digna:

—¿Y dejar el crucero? ¡Ni hablar! Luego, esas madrileñas dirán que tenemos algo que esconder.

—Con franqueza: hay mucho que esconder. Sin ir más lejos, yo me escondería debajo de la tierra. Pero, en tu perseverancia, tal vez tengas razón, A lo mejor seremos más útiles aquí.

—Es claro, mujer. Así, cuando se aparezca la Virgen podremos pedirle su intercesión por vía directa. ¡Que no tengamos que jugarnos la masía del Ampurdán, los coches y el colegio suizo de los niños!

—Eso, eso. Que la Virgen ilumine al Presidentíssim en el idioma de Cataluña.

Prescindiendo de estafas, estafadores e idiomas varios, la princesa Von Petarden había salido a cubierta para afirmar, bajo los mantos de la noche, su imagen de vestal muy dada a la meditación. Culta no sería, pero meditabunda más que nadie. Sin estar triste como la princesa del poema, la Von Petarden decidió aparecer ligeramente melancólica para mejor representar su papel. Llegaban hasta ella las luces chisporreteantes de un puerto muy animado. De un yate vecino salía una melodía tenue de violines y piano. La noche era perfectamente negra y las estrellas abundantes. Ella misma sobresalía en encantos. Se había puesto coral en el pelo y, sobre el cuerpo, sin ropa interior, un liviano vestido blanco, de moda ibicenca. Se cubría los hombros con uno de sus deliciosos chales de cachemira; este con dibujos que semejaban nubes.

Desde aquel estado ideal vio llegar a Ruperta Porcina Boys envuelta en un chai barato, que más bien parecía una mortaja. Decidió que aquella mujer no le gustaba, pese a que su reverencia podía ser gentil y el tono de su voz pretendía parecerse a la simpatía.

—Princesa, quedamos en hablar…

La Von Petarden la distinguió con la cortesía de una sonrisa, pero tan glacial que más bien parecía un mareaje de distancias.

—No exactamente. Quise decir que usted hablaría y yo no la dejaría con la palabra en la boca; lo cual es mérito porque, permítame decírselo, la encuentro gorda, fea y calva.

Ruperta acusó el golpe sin inmutarse. O acaso lo fingió, porque era demasiado susceptible para sentirse entera. Prefirió recurrir a ese retintín que siempre funciona en las intrigas:

—Gordos, feos y calvos eran muchos de los señores a quienes usted frecuentó en tiempos menos boyantes, princesa.

—Tiempos de necesidad, para ser exactos. No quedaba un momento libre para soñar con Robert Redford. Lo que venía, bienvenido fuese. Por lo que veo usted insiste en hurgar en mi pasado. Queda muy novelesco, pero no sé en qué podría serle útil. Yo no pertenezco al mundo de la literatura.

—No se preocupe. Puede ayudarme, y mucho, en el mundo del teatro. Me ha contado la ministra que ahora tiene usted mucha mano en él.

—Usted cuando habla de teatro se refiere a su mina de oro particular. Vamos, lo que mis criadas dirían el chollo. Sé que le pica, pero tendrá que rascarse. No le oculto que conozco la historia. Yo misma pedí el dossier a la ministra por motivos que no vienen al caso. Una persona muy afecta a mis intereses me hizo reparar en algunos detalles: usted entró en el Teatro Experimental como simple asesora del entonces director, hizo todos los posibles para echarle a él e instalarse en su puesto. Una vez acomodada, empezó a amasar dinero.

—¡Alto! Yo no he robado ni un céntimo.

—No ha sido necesario, puesto que la amparaba la legalidad del cargo. Usted decidía estrenar tres obras propias y se traía a directores extranjeros que cobraban un sueldo millonario. Esto le permitía tener acceso a festivales internacionales a los que nunca habría podido acceder por sus propios méritos.

—¡Qué infamia! ¿Cómo puede pensar esto de mí, una intelectual honesta y coherente, con toda una trayectoria que arranca del mayo francés?

—Yo no pienso. Afirmo. He visto los resultados de su gestión durante los últimos años. De otras quince obras elegidas, hay diez traducciones suyas. La persona que me informa me ha contado algo que yo, pobrecita de mí, desconocía: usted siempre traduce a autores que fallecieron hace más de ochenta años y que, por tanto, son de derecho público. El feliz resultado es que usted se lleva el tanto por ciento íntegro. Así no me extraña que quiera permanecer en ese teatro a título vitalicio.

—La persona que le informa (por usar un eufemismo refiriéndose a un vulgar chulo) le ha dado una ciencia insospechada. Nunca la creí tan entendida.

—Es que el teatro me ha entrado por el coño. Y así me va de bien, preciosa.

—No lo dudo. Sus devaneos con los jóvenes creadores son de sobra conocidos.

—También podríamos hablar de los suyos. Vamos, vamos: todo el mundo la ha visto en los ensayos de cierta compañía de ballet, comiéndose con los ojos a los jóvenes bailarines desde el patio de butacas. Y hasta me han contado que no pierde ocasión de pasarse por los vestuarios con el pretexto de saludar al director o al coreógrafo. Como puede ver, todas tenemos algo que esconder, gordita.

—De acuerdo. Me gustan los jovencitos, tanto o más que a usted, pero hay una diferencia…

—Claro que la hay. Yo puedo tener todos los que quiero, porque soy divina, y usted tiene que contentarse mirándolos en los vestuarios, porque es horrenda.

—La diferencia a que me refiero es más importante que todo esto: yo no despierto el menor interés en la prensa. Mi nombre no vende en ese submundo de la noticia amarilla. En cambio, su historia puede llenar muchas portadas. O sea que el chollo que puede arruinarse es el suyo. Para decirlo de una vez: tengo a las chicas de los medios advertidas. Una negativa a mis reivindicaciones y las llamo.

—No se atreverá.

—¡No me tiente, que las llamo!

—Pues bien: llámelas de una vez.

Aquí Ruperta tuvo un instante de vacilación. Nunca esperó que la otra llegase tan lejos.

—¿Está segura de lo que va a hacer? —preguntó, tartamudeando.

—¡Llámelas de una vez, gorda sebosa!

No fue necesario. Atraídas por los gritos, acababan de aparecer las cuatro periodistas oficiales acompañadas por sus fotógrafas.

—¿Molestamos, princesa? —preguntó tímidamente Milena Sánchez-Quirk.

—De ningún modo, querida. Ustedes, las de los medios, no molestan nunca a quienes no tenemos nada que esconder.

En este punto, la princesa saltó sobre la mesa con una pirueta fenomenal, que todas aplaudieron. Aquella agilidad respondía a los reportajes que todas ellas le habían hecho para demostrar su perfecto estado de conservación: footing, jogging, bicicleta, natación… todo cuanto podía acreditar a la española de los años noventa como la quintaesencia de la modernidad.

Desde lo alto de la mesa, la Von Petarden señaló a Ruperta:

—Aquí, esta escritora de medio pelo (o, mejor aún, de ninguno), quiere informarles que yo, al comienzo de los años setenta, hice la carrera.

Se creó un silencio denso, violento, casi agobiante. Lo rompió Eblouisante Domínguez para decir, en tono perfectamente casual:

—¿Era eso? ¿Sólo eso?

—¡Si lo sabe todo el mundo! —exclamó, divertida, Choni Beltrán.

—Es verdad —aclaró Mirta Limones—. ¡Qué antigua es esa escritora anónima!

Sara Tonel, decana del cotilleo, sonrió con nostalgia por lo que ella consideraba tiempos mejores:

—Yo conocí a Fifí la Tomate en aquella época. Era la cali girl más simpática de Costa Fleming, del mismo modo que ahora es la princesa más simpática de la jet internacional.

Ruperta no podía dar crédito a sus oídos, y lo expresaba con todo tipo de aspavientos:

—Pero ¿estáis locas? ¡No sabéis lo que decís!

La princesa continuaba sonriendo, solemne y triunfal sobre la mesa:

—Espere y lo entenderá. Vamos a ver, chicas: ¿qué es más noticia para vosotras, publicar la historia de mi pasado o que la semana próxima os permita fotografiar mi nueva casa de Roma?

—¿Se dejará retratar también el príncipe? —preguntó con enorme ilusión Bría Tupinamba.

—Claro que sí. Pero tendréis que ayudarme a mantenerle en pie. Ya sabéis cómo le da al trago.

Todas rieron de buena gana y con mucha salud interior.

—Es usted divina, princesa.

—¡Siempre tan atenta con la prensa!

—¡Son ustedes unas inmorales! —gritaba Ruperta, fuera de sí—. ¡Están legalizando la ilegalidad!

Al verla tan desmoronada, Choni Beltrán la cogió aparte:

—Mire usted, gorda: nos va el pan a todas en que la princesa siga siendo digna y respetada. Parece mentira que escriba usted en los periódicos y no sepa de qué va el tinglado. Todos los archivos están llenos de fotos de Fifí la Tomate posando desnuda o en situaciones comprometidas, pero esto sólo interesa a las revistas de hombres, que, además, venden poco. A las lectoras de los ecos de sociedad, que cada vez abundan más, les gusta que la princesa sea tal como nosotros se la ofrecemos cada semana: el ejemplo de la española que, saliendo de la nada, ha llegado a los puestos más altos de la escala social. Como es lógico, no vamos a matar a la gallina de los huevos de oro.

—Pero ¿es que la verdad ya no tiene ningún valor?

—La verdad ya no interesa ni a los que la dicen. Así que otra vez, antes de hablar, cuélguese.

La dejaron sola, porque la princesa acababa de anunciar barra libre y esto es algo que un periodista sabe apreciar más que cualquier verdad potencial.

Convertida en una sombra de su propia agresividad, Ruperta Porcina Boys fue a encerrarse en su camarote para consultar la guía de Grecia. Quería averiguar urgentemente cuál de las próximas escalas tenía un aeropuerto que le permitiera llegar a Atenas cuanto antes para enlazar con un vuelo para Madrid y encontrar, en los bares de chicos teatreros, un consuelo en forma de ginn-fizz. Y es que era así de antigua, la moderna aquella.