Capítulo séptimo
SORPRESA OLÍMPICA

HABÍAMOS DEJADO A VICTORIA BARGET Y ELENA ARQUER en la decisión de volar a Atenas, perfectamente vestidas de verano, pero con la discreción de un entretiempo.

Stavros las llevó al aeropuerto, que así llamaban los isleños a dos miserables hangares donde esperaban los escasos viajeros para el único vuelo diario a la capital. El chófer tenía el mismo aspecto que a Elena tanto la impresionó el primer día, pero ahora acrecentado por un aura de violencia, fruto de la escena que había contemplado poco antes. Y es que cualquiera que fuese la opinión de Victoria Barget, una bofetada administrada por un hombre guapo no deja de tener su efecto, y confirma la teoría de que en cada mujer madura se esconde una Gilda en potencia.

Dos horas después, se hallaban tomando té con pastas en el corazón de Atenas. Victoria había elegido la encantadora pastelería art-déco de la céntrica calle Panepistimiou, que va de la plaza Sindagma a la Omonia, partiendo así el centro de la ciudad moderna.

Desde las mesas de la pastelería-cafetería Odiseo se divisa la mansión neoclásica del arqueólogo Schliemann, y Elena Arquer se entretuvo recordando una exposición sobre el oro de Troya que vio en aquel edificio, tantos años atrás.

Al terminar su disertación, comentó:

—Yo no tengo por qué compartir su desinterés por lo que está pasando en Madrid; así que me gustaría pasar por los quioscos de la plaza Sindagma. Recuerdo que, a partir de las siete, llegan los periódicos españoles.

—Cómprelos, si quiere, pero debe prometerme que se guardará las noticias para usted sola. A cambio, la llevaré a una taberna popular que nadie se habrá preocupado en descubrirle. Está en un patio muy pintoresco, con parra incluida. Un sueño colocado a los pies de la Acrópolis.

De pronto, Elena consultó el reloj. Tuvo la impresión de que estaba robándole tiempo a su amiga y apuró rápidamente su chocolate.

—No tenga prisa —recomendó Victoria—. Estamos en pleno shopping center, y esta tarde sólo quiero ver un par de tiendas. Las demás las dejamos para mañana.

—¿Qué quiere comprar?

—Nada excesivo. Teniendo a mi marido en la cárcel, no estaría bien que derrochase su dinero en una crátera de la época de Pericles… —Elena demostró su desagrado ante aquel comentario. Victoria cambió inmediatamente de tono—: De todos modos, no podría hacerlo: son caras, incluso para mí. Pero sí puedo permitirme alguna porcelana del período otomano, alguna lámpara art-nouveau… Mañana podemos ir al marché aux puces de Monastiraki. Todo el mundo dice que ya no es lo que era, pero todavía puede encontrarse alguna ganga. ¿Sabe? Me encantan esas opalinas de varios colores, ideales para el baño… —De repente, se interrumpió—. Sólo hemos tomado chocolate, ¿verdad?

—Seguro, ¿por qué?

—Porque si hubiésemos tomado ouzo[10] diría que estoy bebida. Esa mujer que está contemplando la casa de Schliemann es la de la televisión… ¿Cómo se llama?… ¡Rosa Marconi!

—¿La de «El pueblo quiere saber»? No lo creo. Sólo se le parece.

—Le aseguro que es ella. La tuve toda una tarde en casa, intentando convencerme de que participase en un programa que quería dedicar a las mujeres de los banqueros importantes. ¡También es desgracia encontrármela en Atenas!

Nunca se vio tan vigilada la mansión de Schliemann como ese día en que unos ojos españoles esperaban ávidamente que se volviese una mujer relativamente joven, de aspecto internacional. Y al volverse ella, con gesto torpe y despistado, para consultar una guía, reveló bien a las claras uno de los rostros más televisionados de las Españas. La dinámica Rosa Marconi, tranquilizada de repente porque ya era una chica Prozac desde hacía seis días.

—En efecto, es ella —afirmó Elena—. ¿Qué piensa usted hacer?

—Vamos a salir por la puerta de atrás. Tiene acceso a unas galerías comerciales que nos permitirán atravesar la manzana sin que esa mujer nos vea.

A Elena le admiró que su anfitriona hubiese aprendido a conocer Atenas en tan poco tiempo, pero no le costó mucho rectificar su asombro: este conocimiento sería el fruto de muchos paseos románticos de la mano de su jovencito… o acaso a solas, caminando a la deriva, consagrada a meditaciones poco gratas para curar heridas dolientes.

En cualquier caso, se cumplió la predicción. Las galerías comerciales, que se dan en Atenas como colmenas, salían a la calle Stadiou y, desde allí, era fácil rodear el hotel Grand Bretagne, cruzar hacia los jardines del Parlamento y perderse entre las calles que suben hacia el monte Licabetos, formando la parte sofisticada de la ciudad.

Siguiendo la calle Solonos, justo detrás de donde podía estar paseando Rosa Marconi, llegaron a un pequeño anticuario, más bien brocantero, cuyo escaparate rebosaba en objetos que Victoria calificó de deliciosos. Y, en efecto, lo eran, porque parecían sobre todo innecesarios. Lámparas Liberty que daban poca luz, biombos chinos que no tapaban, gramolas grande-guerre que no sonaban…

Victoria había reservado aquellos caprichos para llenar unas habitaciones de invitados a los que, en realidad, no deseaba recibir nunca. Pero es característico de la gente poderosa tener las mansiones a punto, aunque sea para mantenerlas siempre cerradas a cal y canto.

¿Y no era este, al fin y al cabo, el destino de aquellos objetos dispersos? En todo anticuario descansan, aglomerados, montones de fragmentos de la memoria que, por haber pertenecido a tanta gente, acaban por no pertenecer a nadie. Y a Victoria le apasionaba verlos en tan infame cafarnaum, porque equivalía a descubrir el pasado menos conocido de la ciudad: ese pasado reciente, de poco más de un siglo, que pasa inadvertido para aquellos que sólo ven en Grecia un recuerdo clásico, perdido en los siglos.

De pronto, el respetuoso silencio de Victoria fue interrumpido por un grito chirriante y absurdo:

—¡Victoria! ¡Victorita!

Se volvió horrorizada ante el sonido de aquella voz demasiado conocida. Una voz que tenía algo de timbre, cascabel y timbal a la vez.

Era Miranda Boronat, que la retenía por el brazo, mientras seguía aullando:

—¡Chicas! ¡Chicas! ¡Es nuestra Victorita!

Victoria no tuvo tiempo de reaccionar. Las vio aparecer una a una entre los trastos de la tienda. Allí estaban, como enviadas por el demonio, Perla de Pougy, la princesa Von Petarden, Zenaida del Pozo del tío Raimundo y alguna más.

—¡Es ella! ¡Es ella! —gritaron todas a la vez.

—Pero ¿no estaba en una isla? —preguntaba la marquesa.

—Ha venido a esperarnos —gritó Miranda—. ¡Menos mal que recibiste mi fax a tiempo!

—¡El fax de ocho páginas era tuyo! —exclamó Victoria, a punto de desmayarse.

—¡Claro! De tu amiguísima. Lo que te decía: estamos todas aquí… Queremos verte, mona, linda, corazón… ¿Y a que no sabes quién nos acompaña? ¡Tu hija amada! Sí, sí, Fificucha en persona viva.

Eran demasiados sustos a la vez, pero una mujer que ha vivido sabe reponerse a tiempo. Así pues, sin dar la menor tregua, Victoria empujó a Miranda contra un montón de chales, cogió a Elena del brazo y la arrastró al exterior de la tienda.

—¿Qué tal se le dan las carreras? —preguntó con la respiración entrecortada.

—¡Fatal! —exclamó Elena—. Pero puedo probar en caso de guerra.

Curiosa imagen para diversión del pueblo griego. Dos españolas elegantísimas que corrían como locas cogidas de la mano mientras otras diez, cargadas de paquetes, las perseguían gritando: «¡Victoria, Victoria!».

Más de un transeúnte pensaría que, en España, había ganado el Real Madrid.

Victoria no podía pensar en ironizar ni en nada; Elena sólo en su resuello. Estaban a punto de cruzar el semáforo, sin tiempo a mirar siquiera los colores, cuando un taxi frenó bruscamente a su lado. Podrá parecer un milagro, estando en Atenas, pero iba libre y el conductor no era grosero.

—¡To aerodromo! —exclamó Victoria, sin aliento. Y lo repitió por tres veces, ante la mirada de su compañera.

—Pero si no hay vuelo hasta mañana… —protestó Elena.

—No se apure. En el aeropuerto de vuelos domésticos alquilan helicópteros para desplazarse a cualquier isla. Por cierto, ¿le dan miedo los helicópteros?

—No he montado nunca. De todos modos, no me gustaría morir sin haber cumplido mi misión: hacerla regresar a España.

—Querida, si las ochenta mejores amigas de Miranda Boronat están en Grecia, le aseguro que vuelvo a España con usted y me encierro en el monasterio más apartado de Soria. ¡Como mínimo!

Sólo una cosa era evidente: el grupo había llegado a Atenas para iniciar su crucero en el Pireo, y los dioses olímpicos no habían hecho nada para impedirlo.

DURANTE EL VUELO de regreso a Leikós, Victoria se limitó a comentar que el alquiler de un helicóptero era más barato de lo que ella creía. No es que trescientas mil pesetas mejor o peor cambiadas fuese una cantidad capaz de asustar a Elena Arquer, pero la idea de considerarlas es lo que más le extrañó en la reacción de su anfitriona, de manera que se dijo: «Seguro que antes no se preocupaba por lo que valen las cosas. Ahora empieza a pensarlo. Ya es plenamente consciente de que el dinero es suyo. Y en ese caso, ¿quién podrá convencerla de que no debería serlo?».

Pero Victoria Barget estaba muy lejos de pensar en el dinero (privilegio, por otro lado, de quienes lo tienen). Toda su atención estaba concentrada en Miranda Boronat y su rápido encuentro en el anticuario de Atenas. Un encuentro tan rápido como la negativa a leer su fax por la mañana. Todo demasiado veloz para que ahora no lo considerase una falta de prudencia. Después de todo, una no debe fiarse de amigas que son capaces de tomar un avión para ir a comprar unos guantes en Londres o Milán. ¿Quién les impide acercarse a Grecia para merendar?

Llegaron a la villa tan nerviosas que Elena ni siquiera se molestó en apreciar la belleza del chófer, apreciación que se había convertido en su pasatiempo preferido en los últimos días. Tuvo que contentarse con entregarle los paquetes sin apenas mirarle y echar a correr tras de Victoria, que ya estaba subiendo las escalinatas del porche como una exhalación.

Una vez en el salón, Victoria empezó a registrar por todos los rincones, mientras pronunciaba como una letanía los nombres de algunas amigas.

—¿Se puede saber qué busca con tanto desespero? —preguntó Elena Arquer, con más ironía que curiosidad.

—Tengo que encontrar el fax de Miranda como sea… ¿Oyó usted si dijo que pensaba presentarse en esta isla?

—Me lo ha preguntado usted veinte veces durante el vuelo. No dijo absolutamente nada de venir.

—Pero sería lógico que lo hiciera. Conozco a las que iban con ella y son cotillas por naturaleza… ¿Dónde dejaría yo ese fax?

Elena le encendió un cigarrillo y, después de dárselo, sacó unos periódicos del bolso:

—Mientras esperábamos en el aeropuerto me he entretenido hojeando la prensa española.

—Si dice algo de mi marido, guárdeselo para otro momento.

—Dice de otros. Han sido llamados a declarar sus consejeros. También algunos miembros de la administración pública. Y se sospecha de altos cargos del Ministerio de Economía.

—¿Y qué esperaba usted? ¿Qué les hicieran un monumento?

Elena Arquer se quedó pensativa, si bien la respuesta no admitía muchos razonamientos.

—Francamente, salí de un país y voy a volver a otro. Me gustaría que por lo menos los árboles del Retiro no estén cubiertos de mierda.

—Ayúdeme a buscar ese fax y no sea pesada…

Elena se acercó a la mesita de la ventana y cogió unos papeles.

—Está aquí.

—¡Dios mío! ¿Dónde?

—Donde lo dejó usted.

—Parece lo más lógico; al fin y al cabo siempre fui una mujer ordenada. Pero si Miranda me anuncia lo que temo, será difícil mantener la cabeza y la tranquilidad… Vamos a ver: me cuenta el divorcio de Petrita, las rebajas de verano de Helenia Benarroghini, tres fiestas seguidas… Nada de esto interesa… ¡Por fin habla de Grecia!… —A medida que leía se iba alarmando—. ¡Horror! ¡Vienen todas! ¡No falta ni una!

—¿Vienen a esta isla?

—De paso. Primero van a Patmos. Se les ha de aparecer la Virgen en la cueva del Evangelista.

—No me haga reír.

—María Asunción Solivianto es capaz de mezclar el Apocalipsis con las profecías de Fátirna y quedarse tan ancha. Pero no es esto lo que me preocupa. Es que están a un día de navegación y nadie las va a detener. Las conozco. Escuche esto: «Todas, pero todas, tenemos muchas cosas que preguntarte, así que no adquieras ningún compromiso y dedícanos un día entero para diversiones varias y coloquios de negocios exactos…» ¡Esto significa que necesito encontrar cualquier compromiso a muchos kilómetros de aquí!

Se puso a dar vueltas por la habitación, agitando los papeles a guisa de bandera. Parecía a punto para hacer un discurso que no acababa de salir. La otra seguía sus pasos con mirada divertida.

—Yo no veo el problema. Deje dicho al servicio que no abran la puerta.

—Es que entonces dirán que soy una grosera.

—¡Acabásemos! Quiere comportarse mal sin dejar de quedar bien. Es típico de las señoronas.

—Prescinda de las frases brillantes, ¿quiere? No se trata de analizar mi comportamiento, sino de mantenerlo. Exijo mi tranquilidad a toda costa. ¿No tengo un yate? Pues que sirva para algo.

—Si su marido estuviese en la cárcel de Barcelona y no en la de Madrid, le sugeriría que surcase el Mediterráneo y corriese a liberarlo. Esto le daría un aureola de heroína que sería muy apreciada.

—Hágalo usted. ¿No hizo el amor con él cinco veces? Pues es más de lo que yo conseguí en diez años.

De pronto se detuvo y miró a Elena, alarmada. Era una confesión que no debiera haberse permitido. Improvisó una excusa rápida:

—Por supuesto, no va a interrogarme sobre este asunto… ¡No ahora!

Por suerte para ambas no hubo tiempo. Acababa de entrar Lía con el teléfono portátil en la mano. Elena observó que, además, llevaba un ojo morado. Pero en aquel momento importaba más el contenido de la llamada que la predisposición de víctima oficial a que tendía la fámula.

Llamaba el niño del master en línea directa desde la isla de los tritones.

—Menos mal que se te ha ocurrido llamar —exclamó Victoria, sin disimular su inquietud—. Tienes que regresar ahora mismo. No puedo contártelo, pero es urgente que salgamos de viaje. ¿Que no podemos? ¿Por qué? —Permaneció unos segundos callada. Pero lo que iba escuchando aumentaba en su rostro la expresión de alarma. Al cabo, añadió con la voz más alterada—: ¡Esa mujer! Olvídate de ella y ponte en camino ahora mismo. Puedes estar aquí a la hora de cenar. No importa que sea tarde. En Vassili’s no cierran la cocina hasta la madrugada.

—¿Malas noticias? —preguntó Elena Arquer, cuando la otra hubo colgado.

—Alarmantes. Ese ingenuo dice que Rosa Marconi ha conseguido localizarle a través de unos amigos del consulado. Está dispuesta a acercarse a Leikós para hablar conmigo. ¿Se da usted cuenta de lo que eso significa? ¡La televisión en mi casa!

—Son los inconvenientes de la fama. Esto le ocurre por ser una figura pública.

—Cuidado con lo que dice. He pasado todos estos años a la sombra de mi marido, de una manera completamente voluntaria. Jamás he tenido el menor interés por ver mi rostro en un periódico y, desde luego, no voy a empezar ahora. Lo que he hecho es para mí misma, en mi provecho, no para entretener la curiosidad de señoras que no saben en qué ocuparse.

—Está bien. Tiene todo el derecho a seguir huyendo. ¿Cómo piensa hacerlo?

—Puedo aceptar una invitación que me hizo hace unas semanas Minifac Steiman.

—¿La novelista de los orgasmos fallidos? Perdone la risa. Creo que así la llaman en Inglaterra.

—Llámela como quiera, pero en este caso nos va a ser útil.

—Yo no pienso regresar a España con las manos vacías. No se irá sin que antes hayamos solucionado lo nuestro.

—¿Ahora lo pone en plural? Hace bien, puesto que le interesa a usted más que a mí. Pero no tenemos por qué discutirlo en esta isla. Tengo el yate a punto para cualquier emergencia. Podemos embarcarnos por la mañana, rumbo a Creta. Definitivamente, la casa de Minifac será un buen escondite. Voy a llamarla ahora mismo.

Elena apartó violentamente los periódicos y propinó a la mesa un puñetazo inesperado. Nada más justo, ya que acababa de recibir un golpe bajo.

—¡Creta! ¡Entre todos los lugares del mundo me propone usted volver a Creta!

—¿No quería recuperar su juventud?

—No diga tonterías. La juventud es irrecuperable. Me contento con rememorarla.

—Embustera. Lo que ocurre es que tiene miedo.

—Sí lo tuviese estaría en mi derecho.

—De acuerdo, pero ¿tiene miedo?

Elena tardó unos segundos en responder. Cuando lo hizo, ofreció la respuesta lógica:

—Mucho.

—Razón de más para acompañarme. Cuando vea que en Creta ya no quedan hippies, dejará de mortificarse con los recuerdos.

—No es la ausencia de hippies lo que me duele.

—¿Qué es entonces?

—La sensación de que todos éramos mejores. ¿O no se acuerda ya?

—Claro que me acuerdo. Por eso no leo los periódicos españoles.

—No haga usted demagogia. No éramos mejores por no ser unos chorizos, pues tolerábamos que otros lo fuesen por nosotros. Pero acuérdese de que teníamos fe y mucho corazón. Tanto como para indignarnos continuamente. Tanto como para no aceptar que la mediocridad alcanzase algún día a nuestros maridos y a nuestros hijos.

—Por lo que veo, su marido y sus hijos también caben en el caos.

—Cabe todo, sí. Todo empezó a caber desde que dejamos de mejorar.

Hizo una salida digna de una reina dispuesta a abdicar, y Victoria Barget se preguntó si no habrían ido demasiado lejos. Su intuición le dijo que, por el contrario, no se aproximaban lo suficiente. O no conocía a las mujeres o Elena Arquer tenía tanta necesidad como ella de vomitar un alud de confidencias. Había algo que no acababa de funcionar en los mecanismos de defensa de aquella mujer aparentemente firme y segura. ¿El marido? ¿Los hijos? ¿O acaso algo lamentablemente llamado España?

Eran demasiadas preguntas para alguien que, como Victoria Barget, tenía miedo a tantas respuestas. Así pues, aprovechó para evitarlas una vez más con el pretexto de una llamada de emergencia a la formidable Minifac Steiman, residente en la isla de Creta.

EL SEÑORITO BORJA LUIS hizo su aparición con la luna más deslumbrante que la isla había visto en mucho tiempo. Era tan redonda, su tamaño tan inmenso, que los más viejos del lugar salieron a la azotea para contemplarla. Pero la maravilla no acababa en sí misma. La luz de la luna se desparramaba sobre el mundo, creando la impresión de un baño espectral. ¿O era acaso un barniz de nieve que hubiese quedado impregnado sobre todas las cosas? Eran, quizá, purísimos velos colocados a guisa de telón sobre el firmamento y el mar.

Y cuando unas nubes se colocaron sobre la luna, Elena pensó que la gran reinona se había vuelto recatada para permitir que reinase un poquito el niño Borja Luis.

Así compareció ante ellas: con el esperado aspecto de un pequeño rey. Desde luego, era el cargo que ocupaba en aquella casa, pero tal vez igualmente en el orden de las cosas. Nada en su aspecto desentonaba del tono sobrenatural que la noche había adoptado sobre sus cabezas. Si acaso sólo el vestuario, típico de un niño bien en horas punta. Cierto que de día se arriesgaba a las extravagancias de los jóvenes de su generación: camisetas tres medidas más anchas, pantalones hasta más abajo de las rodillas, con las ancas descosidas y algún remiendo en la pelvis, la gorra de béisbol colocada al revés… Sin embargo, todas esas concesiones al desarreglo no impedirían que cada noche, para cenar con su amante, Borja Luis apareciese con el polo azul Ralph Lauren, los pantalones blancos tipo marinero y un blazer con el áncora de Paul and Shark. Si llevaba foulard era invariablemente elección de Victoria Barget, cuyo buen gusto siempre fue proverbial en las mejores tiendas.

Elena lamentó que el niño hubiese tenido tiempo de pasar a arreglarse; le había gustado más por la mañana, con su ajustado uniforme de surfista. Decidió, pues, que ni siquiera los tritones son ya lo que eran. Hoy pueden parecerse a los modelos de Versace, con el pene al aire para justificar, no se sabe cómo, la exhibición de una simple corbata.

Fueron a cenar a uno de los restaurantes del puerto. El ambiente no ofrecía ninguna novedad desde la noche anterior y las que la habían precedido. Los mismos locales animados por el vocerío de los camareros, los mismos crustáceos y pulpos colgando en el escaparate, las ristras de fanales de colores atravesando la rada. Y por doquier las guitarras típicas mezclándose con la música más vulgar.

La única novedad eran los espectrales velos de la luna y la belleza de Borja y, sobre todo, su actitud silente. Más que un monarca parecía ahora la estatua de un aspirante a serlo. No era conversador, pero tampoco se sabía si le gustaba escuchar. Se limitaba a mirar a su amante con ojos de cordero. En realidad, era un devoto que traducía su voluntad de servicio en una mirada fija, obsesionada, que Victoria Barget correspondía con ligeras muecas de agradecimiento. Y Elena Arquer pensó que pocas veces había visto tanta fidelidad en los ojos de un muchacho.

Tuvo entonces un pensamiento loco: ¡si alguna vez, en algún momento, la hubiesen mirado así sus hijos!… Miradas de devoción, sí, en los ojos de dos jovencitos tan hermosos como Borja, pero no tan callados. O en absoluto. Bueno, en realidad los gemelos le habían salido charlatanes. Demasiado tal vez. Porque las suyas eran charlas cargadas de acusaciones, de reproches velados e imposiciones que ella no se sentía capaz de comprender.

No tuvo valor de preguntarse por qué no había deseado que aquella mirada de devoción estuviese también presente en los ojos de su marido, tan guapo él. Prefirió dedicarse a la contemplación del niño Borja, cuyo silencio empezaba a convertirse en un engorro, pues Elena había esperado conocerle un poco a través de su conversación. Y no por él, precisamente (¿quién era, al fin y al cabo?), sino por lo que pudiera saber de Victoria a través de él.

Pero continuaba callado. En cambio, Victoria no paraba de hablar.

—Borja es un gran amante de la pintura. Yo creo que es un gran entendido. No un experto, si usted quiere, pero con una extraordinaria sensibilidad. No se lo creerá, pero le encantan los impresionistas.

—Como a todo el mundo a esa edad… —comentó Elena, con su tercer vaso de retzina.

—Borja siempre combinó los impresionistas con los últimos istmos. Yo creo que si se decidiese a pintar obtendría excelentes resultados, pero prefiere este master donde, además, es tan brillante. Claro que no es su única afición. Me enseñó el otro día sus poesías. La verdad es que tiene una sensibilidad extraordinaria. Claro que está en esa edad en que las decisiones no importan demasiado. Quiero decir que no son absolutas. Borja puede ser un excelente financiero, si se empeña, pero esto no quiere decir que no pudiese cultivar alguna experiencia artística si se empeñase…

Se detuvo un instante para probar el queso de la ensalada. Elena volvió a albergar la esperanza de que Borja intentaría hablar. Fue en vano. Y Victoria aprovechó el silencio para seguir hablando ella:

—Creo que este viaje a Creta va a sernos muy provechoso. Sí, ya sé que estuvimos hace pocas semanas, pero sólo visitamos un par de lugares. Quedan muchas cosas por ver. Desde luego, no vamos a repetir las ruinas minoicas, ni tampoco las del periodo clásico (tampoco hay tantas, en realidad), pero piensa que son muy interesantes los restos de la dominación veneciana…

Borja parecía fascinado por aquella conversación, pero sin el menor interés por aportar nada. Se limitaba a sonreír con expresión angelical, y así continuó hasta que tuvo que ausentarse unos instantes por motivos fisiológicos. Elena Arquer aprovechó su ausencia para aconsejar:

—Yo que usted le dejaría hablar de vez en cuando.

—Es que es reservado por naturaleza. No le negaré que me gusta. El silencio es la característica de los genios y de los sabios.

Elena estuvo a punto de preguntar si el jovencito tenía algo que decir, pero prefirió no tocar aquel tema. En cualquier caso, no pudo comprobarlo en toda la noche porque Borja continuó guardando silencio. Ella decidió aplazar su decisión, máxime cuando, al llegar a casa, vio cómo abrazaba cariñosamente a Victoria y la empujaba hacia la alcoba.

—Una cosa no se le puede negar. Está enamoradísimo de usted.

—Claro —contestó Victoria—. No se puede negar que está enamoradísimo.

Los vio alejarse, tiernamente abrazados. Por un instante sintió envidia. Muchas mujeres han vivido momentos como el que estaba viviendo Victoria, pero no son demasiadas las que han conseguido preservarlos. No Elena Arquer, en cualquier caso. Ninguno de sus momentos felices. Ni siquiera las ínfimas, delicadas tonterías que la felicidad inspira al recuerdo. Como mucho, el eco de una ternura continuamente perseguida.

Aunque la noche ya no era tan clara como horas atrás, la luz de la luna todavía penetraba por rincones que a menudo eran invisibles, revelando así intimidades y escondites inesperados. Así ocurría con el patio interior, normalmente sumido en la oscuridad y hoy bañado por un halo de luz blanquecina, más propio del amanecer.

En aquella luminosidad espectral brillaban dos diminutos destellos que Elena Arquer identificó con lejanas imágenes de su infancia. Algo parecido a los ojos que solían invocar las reinas de la copla cada vez que se quejaban de los serranos de piel oscura que les habían clavado saetas en el corazón. Así de cursi y así de preciso también: un impacto erótico que no había sido superado ni por el tiempo ni por la modernidad.

Elena Arquer celebró que los ojos del chófer Stavros fuesen tan irreales como los de las coplas y tan increíbles como aquella noche dominada por la luna. Celebró también que el macho se hubiese decidido a mostrar de una vez su disponibilidad, desafiando la suya propia.

Porque la actitud y la postura de Stavros representaban un desafío que no excluía la pericia de un buen profesional. ¿No había dicho Victoria que estaba a disposición de las visitas? Sin duda sería complaciente con ellas porque provocarlas sabía, y mucho. Había salido a esperar a Elena vestido con un escueto eslip negro y una camisa blanca anudada a la cintura. Se apoyaba contra una columna, con las piernas cruzadas y un grueso cigarro en los labios. Por lo demás, se mantenía completamente inmóvil, como si lo suyo fuese únicamente ofrecerse a la admiración general.

Ya había sido admirado de sobra. Y algunos espectadores, para sentirse realizados, necesitan pasar a la acción.

Elena Arquer sacó un cigarrillo, se apoyó en la barandilla y supo esperar. Al cabo de un instante, Stavros subía por la escalera de madera y avanzaba hacia ella con un mechero en la mano. Pero no hubo necesidad de contaminar la atmósfera. Elena desestimó él cigarrillo y se arrojó al cuello del macho sin pronunciar palabra. Sólo después de varios besos, murmuró en tono decidido:

—Tú no me entiendes. Así es mejor. No tienes por qué saber.

Le fue desabrochando la camisa hasta que sus manos dieron con un pecho velludo y tan fuerte que el más salvaje arañazo no le habría hecho la menor impresión.

—Quiero la belleza, así, de esta manera, sin que la belleza sepa nada de mí. Estoy demasiado bien acostumbrada, hombretón. Mi marido es hermoso, mis hijos son hermosos, yo misma lo seré todavía durante algún tiempo. No puedo conformarme con menos. Nada que no sea una estatua perfecta, fuerte, que no sepa hablar. Sobre todo que sea muda…

Stavros sólo reaccionaba con una sonrisa de hombre superior, que se fue desintegrando a medida que las manos de Elena descendían por su cuerpo. Entonces apareció bajo el bigote la mueca de ferocidad que la otra estaba esperando: el guerrero cretense que se le había aparecido tantas veces, saltando por las montañas, enarbolando un machete ideal para rasgar violentamente las entrañas de una virgen cristiana.

Los gemidos se los llevó la brisa hacia la terraza, pero sin que llegasen a la alcoba principal, donde otros gemidos parecían acompasarse al ritmo exacto de unas lágrimas. Y era el joven tritón quien gemía enloquecido y su amante, la diosa del mar, quien tenía la ocurrencia de llorar en un momento en que se sentía poseída por el furioso machetazo del amor.

Victoria se durmió con la plena convicción de que estaba viviendo el momento más feliz de su vida; pero al despertar por la mañana adoptó una decisión completamente inesperada para los seres felices.

—Borja, querido. Lo he pensado mejor: es preferible que te quedes con tus amigos haciendo esquí acuático. En casa de Minifac te aburrirías. Ya sabes cómo es ella: sólo habla de lo suyo.

El tritoncete protestó varias veces, amenazó seriamente con un pataleo, dijo y redijo que la amaba con todas sus fuerzas, pero la voluntad de Victoria no cedió. Al cabo de un rato, y tras reiteradas promesas de amor, Borja comprendió que los motivos de la amada podían ser más importantes que sus deseos y que una de las grandes virtudes de los amantes es dejar hacer.

Firmemente convencida de que el amor guiaba sus pasos hacia la razón pura, Victoria bajó a la terraza, donde la estaba esperando Elena. Esta no le miró a los ojos, cuando dijo:

—Ha venido Stavros a comunicarme que el yate está a punto.

—Estupendo —contestó Victoria—. Tomamos algo y nos vamos las dos.

—¿Las dos?

—Borja se queda. No se sorprenda tanto. El chico tiene que estudiar. Además, los americanos están en lo cierto cuando dicen: «Vista una isla, vistas todas». Que él disfrute con lo suyo y nosotras con lo nuestro.

Elena Arquer decidió no seguir sorprendiéndose. Está contraindicado para los nervios. Especialmente cuando las sorpresas revelan tantas cosas sobre los insólitos vericuetos de la madurez.