EL VUELO QUE TRANSPORTÓ A LAS AMIGAS de la princesa Von Petarden, a las feligresas de María Asunción Solivianto y a ocho invitadas de la prensa rosa bastaría para confirmar que el personal de Iberia es el más complaciente del mundo, opinión que ha de contrastar con los detractores habituales, pendientes sólo de los retrasos sin reparar en las puntualidades. Son ese tipo de usuarios que, utilizando el avión para negocios domésticos, ignoran lo que significa desplazarse por el mundo en las garras del personal de otras compañías. Ahí querríamos verlos, lidiando con la proverbial insolencia de las azafatas francesas, la estupidez cerril de las alemanas, la mala educación de las italianas y la sangre de sidral de las británicas.
Comparadas con esas y otras pesadas, las azafatas de Iberia llevan el cielo, si no a la tierra, sí al interior del avión, como si hubiesen abierto la ventana para que entrase el aire fresco… en vuelos que no siempre van llenos de gente agradable. Se nota en algunos caballeros de la clase preferente —que ellos llaman «del bisnis»—, pasajeros cuya especialidad consiste en encontrarlo todo mal y en apurar whisky tras whisky, no por sed, sino para aprovechar al máximo el precio del billete y exhibir así su categoría social. Las groserías que las probas azafatas deben tolerar a esos piojos resucitados llenaría todo un vademécum de la humana resistencia y el humano pundonor. En cuanto a los azafatos son lo bastante gallardos para sonreír a señoronas de medio pelo cuya pesadez y pedantería merecería un escupitajo.
No lo hacen en público, porque un honesto trabajador no ha de jugarse el puesto por una cretina, ya sea de la buena sociedad, ya del gobierno, pero, en cuanto cierran la cortinilla que los separa del pasaje, a esos ícaros modernos se les borra instantáneamente la sonrisa y, con todo derecho, despotrican con sus compañeras de las impertinencias, faltas de educación y colmos de exigencia de un pasaje que en principio se suponía civilizado.
A veces, estas evidencias se producen aun antes del despegue. La idiosincrasia de los pasajeros ha sido comprobada con creces durante ese largo, exhaustivo preámbulo en que cada uno ocupa su lugar en completo desorden, porque en España subirse a un avión todavía equivale a una merienda de negros.
En el caso de la excursión de la princesa Von Petarden el desorden fue en aumento no bien las pasajeras comprobaron que no había sitios reservados y que todo el avión había sido convertido en clase preferente. Aun así, se manifestaron las preferencias de cada una de ellas. Lógicamente, todas pretendían reunirse en grupos afines, sin renunciar a su derecho a ventanilla. Porque la que más la que menos quería llegar a Atenas contemplando el Partenón desde el aire para darlo por visto y dedicarse a compras.
Por este y otros muchos motivos, el sonriente azafato Jerónimo cerró la cortina tras de sí y, cambiando su sonrisa por una mueca de brutalidad, preguntó a la azafata Miriam:
—¿Tú a cuántas estrangularías?
—Depende. ¿Qué condena te sale por una?
—Cadena perpetua.
—Pues, perdido por perdido, las estrangularía a todas.
Pero la azafata Miriam recuperó la sonrisa para explicar a las viajeras las normas de seguridad.
Pese a la violencia que debe de suponer someterse a este ritual de aspavientos a la vista de todos, ninguna pasajera tuvo el detalle de dedicarle una mirada de atención. Y era lógico, pues estaban demasiado imbuidas en la propia seguridad. Las feligresas de María Asunción Solivianto porque se sabían protegidas por su devoción mariana; las invitadas de la princesa Von Petarden porque habían aprendido desde niñas que las ricas mueren en la cama.
En cuanto a la marquesa del Pozo del tío Raimundo pensaba que, a su edad, cuanto más cerca del cielo la atrapase la muerte, mejor. Y Fificucha Osváldez Barget se limitaba a interesarse por la alta cultura:
—A mí, antes de embarcarme en el crucero, me gustaría ver la capital.
—Hija, para eso vamos a Atenas —dijo Perla de Pougy, sentada a su lado.
—Pues desde Atenas me gustaría ir a la capital. Un ir y venir, y ya está.
Y nadie la sacaba de esta voluntad, que demostraba lo mucho que había aprovechado sus estudios en uno de los mejores colegios del Madrid esnob.
Continuaba la azafata dando instrucciones de salvamento y las otras ignorándola sin la menor contemplación. Sólo Emilia de Ruiz-Ruiz iba diciendo a su amiga Margot Sepúlveda:
—Apuntemos todo lo que dice porque puede servirnos si la cascamos.
—Déjalo. En ese caso no tendríamos tiempo de rezar ni un triste padrenuestro.
—Pues finjamos escuchar, para no hacerle un desaire a esa miss.
Pero no era esta la principal preocupación de Emilia de Ruiz-Ruiz, sino la particular disposición de su amiga en aquel viaje de ensueño. La encontraba desdeñosa, arisca, como mirando por encima del hombro a un acompañamiento que ella consideraba el no va más de la finura. Podría atribuirlo al golpe que había sufrido con la muerte de su madre, pero temía algo peor, y así lo expresó:
—Creo que estás cohibida porque te sientes inferior a todas esas señoras. Claro, te has pasado tantos años encerrada que no sabes ir por el mundo. Temo que metas la pata a cada momento y que nos llame la atención la princesa y su muy distinguida corte.
—No seas cursi. Esas sólo nos llamarán para que les freguemos la cubierta del barco.
—Hija, te estás convirtiendo en una pesimista nata. Los del concurso me dijeron que éramos huéspedes distinguidas.
—Pues insisto: nadie nos ha dedicado un «ahí te pudras».
—¿Cómo quieres que esas señoronas sugieran que nos pudramos? Ciertas palabras no están en el vocabulario de la gente de abolengo. Además, que la culpa es de los del concurso. Tendrían que habernos presentado. En la jet no es costumbre que la gente se hable sin que antes medie una introducción de, qué sé yo, la princesa Soraya (viuda que es del sha de Persia) o la vizcondesa Pernila, reina de las noches marbellíes, como no ignoras.
—¿Sabes lo único que te salva? Que por tonterías que llegues a decir, nunca igualarás a las de la gente que tanto admiras.
—Por admirarlas deseo quedar ante ellas como lo que soy: una señora.
Pero Emilia no pudo disimular sus celos al ver que la azafata Miriam se inclinaba sobre la princesa Von Petarden para hablarle en tono absolutamente confidencial. ¡Lo que hubiera dado ella por oír lo que decían! O simplemente, por ocupar el asiento de la secretaria Beverly Gladys Gutiérrez, que estaba al lado de la dama, repasando su agenda de prioridades.
—¿Está cómoda, princesa? —preguntaba Miriam—. ¿No encuentra a faltar su avión privado?
—Sólo en los retretes. En los de mi jet el papel higiénico es reciclado. ¿Ustedes no reciclan, querida?
—Francamente, no sabemos qué hace el personal de tierra con los detritus del aire.
—Pues debería usted informarse, niña, porque la salvación del planeta depende del reciclaje. Es posible que yo pueda ayudarla. No me molesta en absoluto. Para eso está una: para salvar el planeta azul. Vamos a ver: ¿dónde tienen ustedes los cubos de la basura?…
Sin dar tiempo a que la otra le contestara tiró sobre el asiento su costoso chai de cachemira y, con paso raudo, se dirigió hacia la pequeña cocina situada en la primera parte del avión. Antes de desaparecer tras la cortinilla, se volvió hacia el resto del pasaje y, con voz cantarína, gritó:
—Niñas, guarden los papeles de los caramelos, que no se puede tirar nada.
Invadió la cocina cual furia determinada a ejercer su imperio. Como sabía que la guiaba una noble causa, no tuvo reparos en que, por culpa de su vaivén, quedasen arrinconados las azafatas, el azafato y el sobrecargo.
—Vamos a ver, ¿cuántos cubos tienen? Con tres servirá… Uno para los papeles y el cartón, otro para el plástico y un tercero para el cristal. Voilá, voilá, voilá! Pero tenemos que escribirlo por fuera para que así el personal de otras tripulaciones, menos concienciados que ustedes, no se olviden de utilizar el cubo apropiado… Les dejaremos instrucciones… ¿Quién tiene un bolígrafo y un papelito?
Le dieron lo que pedía, no sin maldecirla en voz baja, pues estaba retrasando el servicio de bebidas y algunas pasajeras habían empezado a quejarse.
Un gracioso azafato rubio que sostenía el papel a la princesa se permitió decirle:
—Usted perdone, pero reciclaje se escribe con jota.
Ella lanzó unas risas tipo champán rosado.
—Eso se lo dirá usted a todas.
—No, señora: sólo a las que reciclan.
La carcajada de la princesa fue ahora un trueno:
—¡Ay, qué gracioso es usted! Apuesto a que se llama Jerónimo.
—¿Cómo lo sabe?
—Por el cartelito que le cuelga de la solapa, monada. ¡Ay, Jerónimo! No sé qué tiene este nombre que me recuerda a un indio salvaje y avasallador…
Estaba toda la tripulación en paro, escuchando aquella sarta de sandeces cuando, de pronto, la azafata Miriam tuvo una idea salvadora. Recordó haber leído en algún lugar que a la princesa Von Petarden le gustaban morenos y de mediana edad, cualidades ambas que coincidían en los dos pilotos.
Sin que nadie lo notase, la azafata Miriam abrió de par en par la puerta de la cabina e indicó a uno de los pilotos que se volviese ligeramente. Lo hizo él con una sonrisa tan amplia que la princesa no pudo dejar de percibirla. Como además de moreno, era ancho de espaldas y con rasgos espléndidos, la princesa dejó el reciclaje de lado para comentar a la azafata:
—¡Qué guapo es ese jinete del cielo! ¡Por Dios, qué galanura! —Se detuvo y, con excelsa coquetería, añadió—: Pero a lo mejor son imaginaciones mías. Desde niña me hacen tilín los uniformes. Claro que muchos hombres, cuando se lo quitas, se quedan en nada.
—No es el uniforme. Es que, en efecto, Sotillos es muy guapo. Entre nosotras: es el más codiciado de toda la flota.
El azafato Jerónimo no había tardado en comprender el juego de su compañera, así que se agarró a él como a un clavo ardiendo:
—¿Le gustaría ver Zaragoza desde la cabina, princesa?
—Encantada. A mí, desde la cabina, me encanta verlo todo. Y si me enseñan la caja negra, pues ganga.
Mientras las azafatas celebraban esa decisión como un maná caído del cielo, otras pasajeras la lamentaban. Entre ellas, Miranda Boronat, quien dijo a la marquesa del Pozo del tío Raimundo:
—No debían haberla invitado a entrar en la cabina. Igual se pone a fornicar con el que conduce y este pierde el control del vuelo y nos estrellamos contra los Monegros.
—No te preocupes, mujer. Para casos así tienen el piloto automático.
—No importa. Ella también se lo fornicará.
No contaba con que unos oídos ávidos de chismorreos la escuchaban desde el asiento de atrás. Eran, por supuesto, los de Emilia de Ruiz-Ruiz.
—¿Qué dicen? —preguntó a su amiga.
—Hablan de la princesa.
—Es divina. ¿Reparaste en sus manos? ¡Qué bien cuidadas las lleva! ¿Y has visto la sortija? Es de un gusto exquisito.
—Yo la encuentro hortera. Parece una naranja.
A medida que el vuelo avanzaba, las características y diferencias de cada una de las pasajeras se iban delimitando con mayor precisión. Las más serias leían atentamente unos folletos de introducción a la cultura y el arte griegos facilitados por la agencia que había tramitado el viaje. Se veían muchas playas, muchos yates y muchas bañistas tudescas en top-less.
—Hija, diríase que vamos a Benidorm —comentó Pilar Prima de la Higuera.
—Cierto —contestó Olvido Velázquez—. Además, en ningún folleto se anuncia la aparición de Nuestra Señora.
—Será un error de programación.
Los oídos de Emilia de Ruiz-Ruiz se abrieron ahora a los comentarios de aquellas señoras que tenía en el asiento de atrás:
—Por lo que entiendo, tiene que aparecerse una Virgen. ¡Cuánta emoción contenida! Esto lo habrá arreglado María Asunción Solivianto. He leído que ella y las vírgenes se tratan de tú.
De repente, una dama que estaba observando por la ventanilla se levantó, gritando a otra que se hallaba tres filas más adelante:
—¡Asómate al espacio, Almudena, que ahí abajo está Zaragoza!
—¿Se ve el Ebro? ¿Se ve el Pilar?
—No, pero se intuye. Cantemos, cantemos a la patria chica.
Las más simpáticas rompieron a cantar:
Aragón, la más hermosa
es de España y sus regiones…
—¡Qué animadas están! —comentó Fificucha Osváldez Barget.
—¿Animadas? —contestó Perla de Pougy—. ¡Si eso es una borrachera de agua bendita! Hablando de borrachera: ¿no tardan mucho en darnos los drinkitos?
—Me han dicho esas obreras del aire que, antes de la escala en Barcelona, ya correrá el morapio. Además, la princesa Von Petarden ha prometido barra libre.
—Qué generosa es. Para hacerse perdonar su pasado es capaz de dilapidar la fortuna del príncipe invitando a la gente importante. Se muere por ser aceptada.
Emilia de Ruiz-Ruiz, que se sentaba en la misma fila, al otro lado del pasillo, preguntó a Margot:
—¿De qué hablan tus vecinas?
—Del pasado de la princesa.
—Es un pasado conmovedor. ¿Sabes que cuando el príncipe la conoció ella estaba estudiando en un internado?
—Te equivocas. Sería un bar de alterne.
—Te digo que era un internado y, además, de monjas. Ella misma lo contó en «La radio de Julia», y menuda es Julia para no sacarle la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad… Por cierto, ¿te has fijado en la que está en la segunda fila, junto a esa gorda medio calva que dicen que es escritora? Pues se trata de la ministra de cultura. ¡Me cae de bien!… Siempre la veo en las revistas inaugurando cosas.
Pero aquel no era precisamente el tema que más podía preocupar a Amparo Risotto. Seguía obsesionada por los chantajes de Ruperta Porcina Boys, que no había parado de hablar de su teatro desde que se encontraron en el aeropuerto de Madrid.
Por cierto que, al coincidir en la sala VIPS, la ministra pensó: «¿Cómo puede ponerse pantalones de cuero teniendo ese pompis que parece una plaza de toros?». Mientras, Ruperta se decía para sus adentros: «Con esa minifalda, cuando se siente se le verá el parrús. Si esto es una ministra, que baje Dios y lo vea».
Pero al instante se dieron besos en las mejillas, mientras decían al unísono:
—Estás divina, cuchilinda.
Y se felicitaron por haber elegido ambas como lectura de viaje las obras completas de Juan Benet.
Sin embargo, este prodigioso entretenimiento les serviría de poco, pues Ruperta empezó a soltar sus acostumbradas diatribas contra todo el mundillo cultural, para acabar regresando implacablemente a sus propias intrigas. Fue entonces cuando la ministra decidió defenderse:
—Con los asuntos que tengo que resolver en Atenas me quedará poco tiempo para cruceros. Lo más que puedo es alcanzaros en la tercera isla. Así que, si quieres un consejo, trabájate a la princesa Von Petarden.
—Me parece que no nos entendemos. Yo no quiero un cargo de conservadora en un museo de botijos. Con que no me quiten mi teatro me conformo.
—Precisamente. ¿No sabes que la fundación Von Petarden se ha hecho cargo del proyecto?
—¡Por Dios! Esos están metidos en todo.
—Como tú, guapa. ¿Crees que no me he fijado que hace un momento estabas intrigando con la Solivianto? ¿Qué piensas sacarle? ¿Tu próximo ingreso en las derechas?
—Eso vendrá si tú no me ayudas. Así que cuéntame de una vez qué interés puede tener la princesa en echarme de mi teatro.
—Quiere poner a Pepín Morrón.
—¡Cómo! ¿Ese chulo de putas?
—De putas no sé. De ella sí.
—¡Qué falta de decórum! ¿Es posible que el porvenir del Teatro Experimental tenga que decidirse en la cama?
—Mira, yo ya no tengo ánimos para hablar de esas cosas. Bastante harta me tenéis entre todos los protegidos oficiales. El otro día me llegaron anónimos contra el director del Teatro Filo-Nacional: se quejan de que lo ha convertido en un feudo de la mafia rosa, en el sentido de que sólo acepta maricones. Otros anónimos me cuentan que en el Teatro Filo-Nacional Dos sólo entran jovencitas porque el director es menorero. Y de ti me ha llegado que has colocado a tus efebos hasta en la taquilla…
—¡Ministra!
—Ni ministra ni puñetas. Todo el mundo metéis a vuestros ligues de cama en las compañías que paga el Estado, ¿y ahora vas a montarme un cirio porque la princesa, que paga ella, pone a su chulo? ¡Amos anda, reina! Trabájatela bien, y te ayudaré en la sombra, pero no me vengas con reproches que yo soy una mandada y todos los enchufes que tenéis los he heredado de los ministros anteriores. Y ahora cállate, que quiero ver la cartelera de Atenas para saber cómo está la cultura de ellos en relación a la nuestra.
—No te servirá de nada. Viene en griego.
—¡Insolente! Nunca recuerdas que estás hablando con la ministra de cultura. ¿Lo ves? Aquí pone «Silvester Stallone».
—¡Ah, bueno!
Como estaba anunciado, el avión aterrizó en el aeropuerto de Barcelona, momento que aprovecharon algunas para exclamar con desdén:
—Fíjate cómo se gastan esos catalanes los dineros de todos los españoles.
En Barcelona subieron las invitadas catalanas. Llegaban presumiendo de aeropuerto, para oprobio de las de Madrid.
—Hija, este aeropuerto nuestro de BAR-CE-LO-NA es que es comodísimo. La sala VIPS de este aeropuerto de BAR-CE-LO-NA sólo se ve en los países superdesarrollados del primerísimo mundo.
—Y tanto —decía la otra, abriéndose paso detrás de la azafata—. Yo siempre digo que ahora que se nos ha quemado el Liceo, bien podrían representar Aída aquí, en el aeropuerto. Porque lo que es columnas no faltan.
Las que así hablaban eran la señora Mariona Finestrell i Palautordera, esposa de un conseller de la Generalitat y su íntima amiga Nuri Sant Celoni i Vertun, esposa de otro conseller del mismo centro.
Detrás de ellas aparecían distintas señoras, miembros de una jet barcelonesa completamente alejada de los intereses de la Generalitat y por tanto del catalanismo. Eran las típicas señoras finas del «Up and Down», discoteca de moda para personas que son importantes allí y en ninguna otra parte. Así aquellas pijas se expresaban en un castellano de boca desmesuradamente abierta, usaban diminutivos espantosos —Chichi, Cuca, Lichi—, iban todas teñidas de rubio panocha y ya llevaban colgando del brazo el traje de faralaes para el concurso de sevillanas.
Como sea que estaban muy bien relacionadas en Madrid, empezaron a saludar a las marquesonas mientras las esposas de los consellers arrojaban a la azafata la primera de sus quejas:
—Oiga, preciosa, ¿cómo es que nos ponen en turista?
—Todas van en primera, señora.
—No nos enrede. Las que van en primera son las de delante. ¿O que se piensa que nunca hemos viajado por aire, guapita de cara?
—Señora, no hay tantas plazas de primera en ningún avión del mundo. Por eso hemos descorrido las cortinas, para que se vea que no hay diferencias.
Miriam y una de sus compañeras se fueron a ayudar a las otras recién llegadas a colocar sus vestidos de faralaes de la mejor manera posible. Las esposas de los consellers seguían con sus quejas en perfecto catalán:
—Esta niña tiene piquito de oro, pero a mí no me levanta la camisa. Las enchufadas de Madrid van delante, y las demás a mortificarse.
—Yo ya me bajaría. Porque esto no es trato. Además, me escuece mucho que no se haya dignado venir la mujer del Presidentíssim.
—A lo mejor no la invitaron.
—¡Y ahora! Le mandamos la invitación con un tortel de nata y todo. Lo que pasa es que a esas mujeres, a la que llegan a primera dama, se les suben los humos a la cabeza.
Intervino otra amiga, Laieta Siurell i Rocmajó, esposa de un tercer conseller.
—No seáis mal pensadas. La mujer del Presidentíssim está siempre muy atareada. Tendría alguna inauguración por comarcas. Algún hogar de la sardana, la feria de espárragos de Gavá, un concurso de barretinas…
—Si fuésemos época de elecciones vendrían ella y toda la parentela.
—Yo no le deseo ningún mal, pero ya se lo encontrará. Cuando se muera su marido pedirá que todas las mujeres de Catalunya vayamos al velatorio vestidas de pubilla, pero yo me largaré a Salzburgo vestida de tirolesa. ¡Apa, apa y apa!
Pero estos pleitos de familia no han de importar en el contexto internacional en que esta novela se desarrolla. Es más poético rememorar el momento en que María Asunción Solivianto, incorporándose con suma delicadeza, elevó su voz por primera vez desde el inicio del viaje:
—Amigas y hermanas. Con este despegue hemos iniciado una nueva y ya definitiva etapa de nuestra romería hacia las fuentes de la vida. Propongo que, para mayor complacencia de Nuestra Señora, entonemos un himno de los que solían solazar nuestro espíritu en los benditos días escolares. ¿Os acordáis de alguna canción de las que nos enseñaron las madres?
—¡Con flores a María! —gritaron todas al unísono.
Pero aquí se produjo una nueva intervención de las esposas de los prohombres de la Generalitat:
—¡Ah, no! ¡De ninguna de las maneras! Nosotras cantaremos el Virolai.
Y se pusieron a cantar, como quien responde a un desafío:
Rosa d’abril, morena de la serra,
de Montserrat es tel…
—¿Qué cantan esas? —preguntó Fificucha Osváldez Barget.
Perla de Pougy se encogió de hombros.
—Debe de ser un bolero griego, porque no se entiende nada.
—Qué cultas son las catalanas. Van a Grecia con el idioma aprendido.
Apartadas, en una actitud digna y concentrada, dos señoras vascas acababan de interrumpir la lectura de unas revistas, acosada su sensibilidad por los cantos de unas y otras.
—Nos hacen tragar mucho, Begoña. ¡Nos hacen tragar demasiado!
—Cálmate, Estíbaliz, que si te exaltas dirán que somos terroristas.
Si no lo eran ellas, pareció que hubiera uno a bordo porque, de repente, el avión empezó a dar brincos y, por un momento, pareció caerse en picado. Las beatas de María Asunción Solivianto estrenaron una salve para invocar a las fuerzas sobrenaturales. Miranda Boronat, perezosa para las oraciones, encontró una explicación más práctica:
—¡No falla! ¡La princesa ya está empezando a fornicar con el piloto!
—Me temo que con toda la tripulación… —comentó la marquesa del Pozo del tío Raimundo.
—No tengo ganas de vomitar, pero vomitaría para demostrarle lo mal que me lo estoy pasando.
—Y yo también, hija mía, pero no por ese vaivén que no puede acarrearnos otro percance que el de la muerte física.
—¡Mujer, si le parece poco percance!…
—La muerte ha de llegar un día u otro. Debemos mirarle siempre a la cara, con una sonrisa de resignación. No me da miedo, no. Temo mucho más a ese picor que no me abandona desde que dejamos la villa y corte.
—¿Y pues qué le pica?
—El alma.
—Ustedes, las personas elevadas, tienen sitios rarísimos para poner picores.
—El alma puede tener picores y hasta furúnculos. Máxime cuando le asalta la permanente sombra de un recuerdo que, a su vez, no se priva de provocar remordimientos.
—No la entiendo de nada, pero sí veo que está usted muy pachucha y como ausente y chupada.
La marquesa quiso ahogar un sollozo, pero no pudo. Sollozó, pues, aunque lo justo.
—Ese hijo a quien me dispongo a ver por primera vez desde mil novecientos veintitrés, es la causa y origen de todos mis quebrantos. ¿Cómo me recibirá? ¿Cuántas cosas me echará en cara? ¿Debo dirigirme a él como madre que sufre o como pecadora que gozó? ¿Debe arrojarse él a mis brazos o yo a sus pies, implorando el perdón del cielo?
—Lo tiene usted muy fácil. Véale cuanto antes y sabrá.
—Todo está previsto. Hemos quedado citados en el American Bar del hotel Hilton.
—Francamente, no me parece el sitio más apropiado para entrevistarse con un archimandrita.
—Él dice que es donde preparan los mejores dry-martinis de Atenas. Y ahora déjame proseguir la lectura de este libro sobre la religión ortodoxa. Quiero informarme sobre sus diversas y variopintas manías. Quiero ver si los cojo en un renuncio para demostrar a mi hijo que está viviendo en las tinieblas, mientras en una parroquia madrileña podría vivir bañado de luz solar.
Viéndose condenada al silencio, Miranda se concentró en una película sobre un policía blanco y otro negro que luchaban contra unos delincuentes negros y blancos en una comisaría de Los Ángeles que le parecía haber visto ya en otras películas que transcurrían en una comisaria de Nueva York, Chicago o Miami, donde también aparecían dos policías blancos y uno negro que luchaban contra delincuentes de los mismos colores.
Fatigada por el esfuerzo mental a que la obligaban tantos dilemas de ubicación, Miranda se dedicó a meditar sobre las evoluciones y aun mareíllos de sus compañeras de vuelo. Transcurría este entre rezos, cantos regionales, bebida a discreción para las más lanzadas y mucho tomar notas para las chicas de los medios, allí reunidas por gentileza de la princesa Von Petarden, que había vendido la exclusiva del evento a cuatro publicaciones y una hoja parroquial de la provincia de Albacete.
Por un lado estaban las cuatro reporteras básicas del fenomenal negocio rosa: Mirta Limones, Eblouisante Domínguez, Sara Tonel y Milena Sánchez-Quirk. Junto a ellas, la fotógrafa particular de cada una: Bría Tupinamba, Choni Beltrán, Severia Luces y Mariluz Petrillo.
Estas eran algunas de las principales hazañas de tan intrépidas informadoras:
Bría Tupinamba consiguió fotografiar a la baronesa Pernila von Putten cuando estaba haciendo de vientre debajo de un olivo en el curso de una señorial capea en el cortijo de la millonaria sevillana Picha Lío.
Severia Luces retrató al príncipe Pantaleón Sapristi vestido de Teresa de Jesús en el curso de una fiesta de travestidos en la capilla de San Roque de los Cuernos.
Choni Beltrán obtuvo las famosas fotos del ministro y el futbolista paseando cogidos de la mano por el coto de Doñana.
Mariluz Petrillo, tras una ardua persecución que duró veinte días con sus veinte noches, atrapó a la esposa del banquero Melquíadez dándose el morro con el banquero Perdiélez en una pensión de El Escorial.
Estos eran, además, los más laureados artículos de las reporteras:
«La condesa Potota Lentilla atrapada con un gitano debajo de un puente» (Mirta Limones), «La princesa de Lochinstorti muestra su palacio incluido el niño mongólico» (Eblouisante Domínguez), «La espléndida menopausia de la reina de Inglaterra» (Sara Tonel), «¿Era lesbiana la perra Lassie?» (Milena Sánchez-Quirk).
Como puede verse, eran mujeres que gozaban de imperio y gobierno sobre el gusto colectivo, aunque no todas las señoras del vuelo les concedían igual importancia. Sin ir más lejos, las catalanas de la Generalitat las esquivaban como al diablo, tan convencidas estaban de que una aparición en cualquiera de sus artículos podía arruinar su buen crédito, basado en la discreción y el buen tono. Pero en realidad eran las chicas de los medios quienes les daban de lado, en la idea de que a las importantes catalanas, más allá del Ebro, no las conocía ni su madre.
En aquel momento se oyeron unas frases destempladas, dirigidas contra la azafata Miriam y el azafato Jerónimo, que avanzaban por el pasillo con el carrito de artículos libres de impuestos.
Era Mariona Finestrell i Palautordera transmitiendo una de sus habituales quejas:
—Oiga, señorita, ¿cómo es que no tienen artículos catalanes?
—¡Eso mismo! —dijo Nuri Sant Celoni i Vertun—. ¿Dónde están los ricos carquinyolis, las sabrosas butifarras, el incomparable fuet de Vic…?
Esta es una de las preguntas a que ninguna azafata del mundo les apetece responder, de mañera que la llamada Miriam se limitó a encogerse de hombros mientras Jerónimo ofrecía a las señoras al catálogo de ventas.
—Si ya lo hemos mirado —exclamó Mariona Finestrell i Palautordera, rechazando el catálogo con un gesto brusco—. ¿O que se piensa que hablamos por hablar? Tramitaré mi queja a Iberia. Sepa que habla usted con la esposa de un conseller de la Generalitat, que es mucho decir.
—Eso mismo —dijo Nuri Sant Celoni i Vertun—. Es decir más de lo que decimos.
Continuaron poniendo de vuelta y media a la azafata Miriam, mientras esta se apresuraba a retirar su carrito ante el anuncio de que el avión estaba iniciando el descenso en el aeropuerto de Atenas.
Todas se abrocharon el cinturón de seguridad, menos una marquesa que dijo que ella no se abrochaba un cinturón si no era de Loewe. Todas le dieron la razón menos el azafato Jerónimo, que estuvo a punto de darle un sopapo. Y en este trance se hallaban cuando las ruedas del avión se posaron en la pista como un beso de ángel en el cuello de una blanca paloma.
—Qué aterrizaje más fino —exclamó con su habitual dulzura María Asunción Solivianto—. ¡Es la Señora quien lo ha dirigido!
Todas aplaudieron, y algunas entonaron De rodillas, Señor, ante el sagrario, con tanto acierto que el himno coincidió con el regreso de la princesa Von Petarden. A Miranda no se le escaparon las arrugas de su vestido ni el desorden del cabello ni un rastro de concupiscencia en su sonrisa.
—Mire en qué estado llega esa Petarden. Señal que ha habido tomate.
—Para mí que hemos aterrizado con el piloto automático —dijo la marquesa.
La recién llegada sacó la polvera y se dio unos toques. Al percibir que su secretaria le dirigía una mirada de inteligencia, comentó por lo bajo:
—¡Ay, Beverly! ¡Qué bien se ve el Peloponeso desde la cabina!
—¿Pues no se fue para ver Zaragoza?
—¡Lo que cambian los paisajes en tres horas! La verdad es que me han pasado en un suspiro… Por cierto: ¿se acuerda de las islas donde haremos escala?
—Por supuesto. Las tengo todas anotadas. Una a una. Día, hora y minuto.
—Pues hágame un favor: apúntelas en un papel reciclado y déselo a la azafata para que lo entregue al piloto. Él comprenderá.
PASADOS YA TODOS LOS trámites de pasaporte y aduanas, dos autocares con aire acondicionado las llevaron a uno de los muelles privados del Píreo, donde estaba anclado su barco. Por el camino, una guía les iba explicando los pormenores de la ruta, pero nadie le prestaba atención. Sólo cuando, al llegar a la puerta de Adriano, vislumbraron la Acrópolis comentó alguna que, de lejos, las ruinas parecían nuevas, como de ayer mismo.
—Yo no soy muy de ruinas —comentó Pilar Prima de la Higuera—. Siempre acabas con los pies hinchados.
—A mí me encantan, pero a condición de verlas rápido. Me acuerdo que hace unos años fuimos con Pilarcita Sotorreyes y otras amigas a Venecia. Lo vimos todo en una tarde. Al día siguiente, como no nos quedaba nada por ver, nos metimos en un cine donde daban Emmanuelle, que estaba prohibida en España.
—Ya tienen ustedes razón, ya —comentó Mariona Finestrell i Palautordera, en un intento de hacer amistad—. Sin ir más lejos, cuando nos desplazamos a Egipto acompañadas de nuestros esposos los consellers, nos hicimos pasar un vídeo de las ruinas en el hotel para no cansarnos. Y el resultado fue el mismo que si nos hubiésemos cansado. ¿Es verdad o no es verdad, Nuri?
—Y tanto —concedió la otra—. Vimos las ruinas con un colorido, un vistosidad que no tienen cuando las ves de cerca.
Con esta moral, compartida por casi todas las señoras, fueron dejando atrás el centro de Atenas para buscar la carretera del Pireo. Y aunque la guía les contó que en la época clásica existían unas murallas que iban desde aquel puerto a Atenas, todas siguieron en sus cosas, que eran variopintas y en modo alguno interesantes. Pura charla ideada para no callarse.
Beverly Gladys Gutiérrez seguía aferrada a sus papeles. Se adivinaba en ella a una de esas mujeres que no soportan dejar nada al azar, y mucho menos cuando se había tomado la organización del viaje como cosa propia de cuya perfecta resolución dependían los planes de la princesa. Y como sólo vivía para merecer sus elogios de la manera más repetida posible, no había detalle en su comportamiento que no estuviese encaminado en tal dirección. Beverly era como Mary Poppins: prácticamente perfecta en todo.
Pero como toda belleza suele tener algún lunar, no toda su perfección era tan fácil de soportar como pudiera parecer a los extraños. Al contrario: había momentos en que se excedía. Demasiados momentos, en realidad.
—Si quiere que le diga la verdad, estoy inquieta por las que se han apartado del grupo. Esto puede complicar las cosas. ¿Quién nos dice que Rosa Marconi sabrá encontrar el puerto? En cuanto a la ministra, vaya a saber si llegará a tiempo de alcanzarnos…
La princesa suspiró, con plácida indiferencia:
—Cuando una mujer tiene que conseguir el Partenón para ponerlo en la isla de la Cartuja, está excusada de antemano. Por cierto, he notado que desde que aterrizamos no para usted de dirigirme miradas hostiles. ¿He hecho algo para incurrir en su desagrado?
Beverly Gladys Gutiérrez guardó un segundo de silencio. Era cierto que por sus ojos asomaba el rencor, pero optó por reprimirlo un rato.
—Se lo comentaré luego. Ahora debo ocuparme en la distribución de los camarotes. Esas fieras son capaces de armar la marimorena.
—Nadie puede tener el menor motivo. Usted organiza las cosas de maravilla —la otra le dirigió una sonrisa servil. A su lado, la de una esclava sería altiva—. Claro que de la misma manera que la halago, puedo permitirme criticarla ligeramente…
—No me asuste —exclamó Beverly con el espanto reflejado en su rostro—. ¿He hecho algo malo? ¿He cometido algún error?
—Niguno, querida, ninguno: no se me vaya a suicidar. Mi reproche se refiere únicamente a una cuestión de estilo.
—¿Cómo? ¿No voy arreglada? ¿No se me ve compuesta?
—Demasiado, querida, demasiado. Ese cabello tan teñido, ese rubio que no se sabe si es de oro o de flan, toda esa laca… Me temo que en su empeño por parecer norteamericana se está pareciendo cada día más a la muñeca Barbie.
—Eso no es verdad —gimió Beverly—. Voy estilo «Hollywood Glamour» de los noventa.
—¡Que se cree usted eso! —dijo la princesa y, volviéndose hacia las demás, preguntó a voz en grito—: Vamos a ver, chicas: ¿a quién se parece nuestra querida Beverly?
—¡A la muñeca Barbie! —gritaron todas.
Emilita Redes de Ruiz-Ruiz comentó a su amiga Margot Sepúlveda:
—Ya quisiera yo ser como ella. Es una secretaria monísima. ¿Qué marca de laca crees tú que usa?
—Todas —contestó Margot.
Ajena a aquellos elogios, Beverly Gladys Gutiérrez dirigía a la princesa una de esas miradas suplicantes que dedicamos a los árbitros de nuestros destinos. Y, con voz trémula, tartamudeó:
—Es que soy venezolana. Si no me pareciese a Barbie se vería mucho mi parte de india putumaya. (Sniff!).
Tejiendo y destejiendo conversaciones llegaron a uno de los puertos de la zona más elegante del Pireo. Estaba destinado a las embarcaciones de recreo, y contenía los más deslumbrantes ejemplos de lo que el lujo es capaz de aportar a la navegación. Ninguno de aquellos yates bajaba de los cien millones; y algunos, para no avergonzarse ante los demás, sobrepasaban esa cifra.
Comprendieron todas que, dentro de la selectividad que privaba en aquella zona del gran puerto de Atenas, habían ido a parar al escondite de la verdadera créme.
Por encima de las banderas de varios países destacaban algunas naves de gran tonelaje: auténticos hoteles flotantes destinados a más de veinte personas. Entre todos ellos sobresalía un bajel verde, que estaba ya preparado para partir, con la bandera española pregonando el origen de sus provisionales dueñas.
La guía informó sobre la existencia de un pequeño centro comercial en cuyas tiendas y supermercados los propietarios de los yates solían hacer sus últimas compras antes de echarse a la mar. Todas aplaudieron con agrado la posibilidad de adquirir esas menudencias que una siempre olvida al hacer el equipaje: ese cepillo de dientes, esa pasta dentífrica, ese depilatorio, ese urgente qué-sé-yo…
Fue entonces cuando Perla de Pougy puso el grito en el cielo:
—¿Y hombres? ¿En qué tienda venderán hombres?
Y es que acababa de descubrir a la tripulación del King Poseidón, que así se llamaba la nave, en dudoso homenaje al rey de los mares.
Eran quince hombres, debidamente uniformados de blanco. Presentaban todos un aspecto limpio, disciplinado y, si se quiere, afectuoso y acogedor, de manera que no podía hallarse aquí el motivo de la repentina queja de Perla de Pougy. Tampoco en sus capacidades de marinero, pues se sabía que estaban entre los mejores. El verdadero problema radicaba en la desagradable disposición de sus rostros, que en nada tenían que envidiar a los del mítico Picio. Tampoco complacía a la mirada ciertas anomalías de los cuerpos: alguna espalda demasiado cargada —en realidad, casi una joroba—, algún pecho excesivamente abultado en forma de pirámide, más de un reuma y muchos lumbagos… En cuanto a la edad, entre los quince deberían sumar unos novecientos años.
—¡Qué feos son! —exclamó Perla de Pougy—. Y, sobre todo, ¡qué mayores!
La princesa, que como sabemos tenía su plato asegurado, no se inmutó siquiera.
—La verdad es que se parecen todos a Popeye; pero, en fin, ha sido una exigencia de María Asunción Solivianto. Dice que con tantas mujeres solas no quiere arriesgarse a un escándalo. Y a mí, si quieres que te diga la verdad, no me parece mal. Tampoco estaría bien venir a celebrar el Día de la Mujer Trabajadora y acabar conmemorando la fundación de Sodoma y Gomorra.
—Pero ¿qué dices? ¿Es que las mujeres trabajadoras no hacen el amor?
—No creo que tengan tiempo. Y las beatas no quieren hacerlo. La misma María Asunción sólo ha sido besada una vez por los labios de san Luis Gonzaga, y fue en sueños. Me lo contó ella misma.
Los orgasmos metafísicos de una reprimida sólo podían interesar a los redactores de alguna hoja parroquial. Otro problema empezaba a latir con verdadera fuerza, y Mariona Finestrell i Palautordera lo puso en evidencia sin la menor contemplación:
—Escolti, princesa. Aquí hay algo que no funciona. Nosotras, las catalanas de toda la vida, no podemos viajar en un barco que lleva esa cosa en el mástil.
—¿Dónde ve usted un mástil, guapa? Y, sobre todo, ¿qué es un mástil?
—Es aquel palo donde ondea esa bandera.
—Hija, es la española.
—Exactamente. La rojigualda.
—Dos colores bien bonitos. Visten mucho para cualquier bandera.
Y acto seguido se puso a cantar, ante el aplauso general:
Como el vino de Jerez
y el vinillo de Rioja
son los colores que tiene
la banderita española…
Lejos de impresionarse, Mariona Finestrell i Palautordera obsequió a la princesa con una disertación sobre el nacionalismo que le cogió por sorpresa. No había la menor picardía en su ignorancia. Habituada a dejar los periódicos una vez leído el suplemento financiero y hojeada la sección de espectáculos, acogía las cuestiones autonómicas, así como las distintas lenguas de las Españas, como una encantadora vertiente del alma popular incontaminada, igual que los botijos y trajes típicos de su colección.
Mientras ella se informaba sobre las pluralidades del país en cuyas revistas reinaba, Beverly Gladys Gutiérrez, agenda en mano, agrupaba al resto de invitadas de Barcelona. Con ellas no había peligro de polémica. Estaban tan castellanizadas que ya habían empezado a ensayar pasos de sevillanas en la cubierta del barco. Así pues, cuando Beverly consultó a Fanny Riurell i Rebull sobre la cuestión de las banderas, esta se encogió de hombros y dijo, con su notorio acento de ricachona viajada:
—A nosotras esta cuestión nos da igual, porque somos catalanas, pero no nos pasamos.
Mariona Finestrell i Palautordera no perdió un segundo para imponer sus ideas:
—En cambio nosotras tenemos a gloria serlo y, por tanto, exigimos que en lugar de la bandera rojigualda pongan la senyera.
—¿Qué es eso de la senyera? —preguntó la princesa.
—Será aquella película titulada La senyera Miniver —dijo la marquesa del Pozo del tío Raimundo.
Como sea que la cuestión se estaba prolongando más de la cuenta, intervinieron las dos vascas:
—¿Quién está hablando de banderas? Porque si nos ponemos en ese plan, nosotras exigimos que se ponga la ikurriña.
—Ni más ni menos. Y la imagen de Nuestra Señora del Coro en la proa, para asegurar una buena navegación.
—De eso ni hablar —dijeron las catalanas—. La de Montserrat. O todo lo más la de Nuria.
En este punto, las señoras pertenecientes a otras autonomías decidieron que también debían tener voz en una cuestión que exigía tanto voto. Unas sevillanas propusieron a la Macarena, tres de Jerez a la Rociera, las mañas a la Pilarica, y ante tantas divisiones optó por intervenir María Asunción Solivianto, cuyas opiniones eran siempre escuchadas.
—Yo, en lo de las banderas no puedo entrar, porque huele a política, pero sugeriría que en la cuestión de las vírgenes no montemos litigio, porque podrían enfadarse las que no salgan elegidas y, haciéndonos a la mar, no nos conviene. Para tenerlas a todas aplacadas, propongo una Virgen cosmopolita: la de Lourdes, sin ir más lejos.
—¡Esa, esa, que no compromete!
—Pero, María Asunción, cielo, ¿dónde vamos a encontrar a estas horas una Virgen de Lourdes?
—Siempre llevo una en el bolso porque a veces, por las calles de Madrid, te encuentras algún mendigo tullido y se la refriego a ver si hace el milagro.
La princesa acogió con alborozo la bondad y el acierto de aquella elección.
—Como siempre, María Asunción Solivianto, ¡ese ángel!, ha dado con el camino menos curvo entre dos puntos. Y si, a veces, la sabiduría se contagia, espero haber dado yo con una solución, si no tan acertada, sí, cuando menos, aproximada. Ya que cada autonomía…
—Autonomía no —interrumpió una vasca—. ¡Nacionalidad!
—Eso mismo —dijo Mariona Finestrell i Palautordera—. Nacionalité, señora princesa, nacionalité.
—Pues eso —dijo la princesa, a punto de perder el tino—. Como ni las de una nacionalité ni las de otra nacionalité se ponen de acuerdo, propongo que elijamos un punto medio.
—¡El oso y el madroño! —gritó Emilia de Ruiz-Ruiz.
—Nada de osos, que todavía tendríamos más problemas. Miren ustedes, bonitas, yo me siento tan española como la que más, pero también es cierto que, por parte de matrimonio, soy italianísima y, no nos engañemos, la cantidad más importante de esta celebración que nos disponemos a emprender se debe a un donativo de mi marido, el príncipe…
Aquí se exaltó Mariona Finestrell i Palautordera:
—¿Cómo? ¿La Generalitat no ha dado nada?
—Ni las gracias, guapa. O sea que, si encima nos vienen con exigencias de banderas, las mando a la mierda y punto. —Hizo una pausa que le permitió recuperar la finura—: Hélasl Volviendo al tono que más nos acredita: ¿qué les parece si solucionamos este desagradable conflicto optando por un término medio, que no es otro que la adopción de la bandera italiana? Piensen que no nos desacredita en absoluto.
—Todo lo contrario —dijo María Asunción Solivianto—. En Italia nació el latín, que es el idioma ideal para decir la santa misa.
—Eso era antes —dijo Pilar Prima de la Higuera. Y, mirando de reojo a las catalanas, añadió—: Ahora la celebran incluso en dialectos incomprensibles.
Mariona Finestrell i Palautordera acusó el golpe y supo responderlo:
—Para incomprensible lo que le dio a usted su padre.
—¿Pues qué me dio?
—Su apellido.
A partir de aquel momento comprendieron que serían enemigas.
Por una vez, Nuri Sant Celoni i Vertun tomó la iniciativa:
—Yo, mientras no me vea regresando a Cataluña con la cabeza baja por haber viajado con bandera española, voto por la italiana.
—Tampoco crea usted que nosotras volveríamos muy tranquilas a Bilbao —dijo Estíbaliz Zumalacárregui Chorillo.
—Exactamente —asintió Begoña Arrieta Noriega—. Hoy en día no se sabe por dónde pueden ir los tiros.
Es signo de los tiempos que catalanas y vascas prefieran viajar con bandera italiana, pero todo está bien si bien termina y sobre todo si asegura la buena marcha de un crucero consagrado al triunfo de la mujer trabajadora.
Así se fueron a pasar su tarde en Atenas y, a la mañana siguiente, se hacían a la mar. Y cuando al cabo de una hora pasaban por el cabo Sunion, dominado por las columnas del templo de Poseidón, exclamó la esposa del conseller de la Generalitat, con lágrimas en los ojos:
—Mira, Nurieta, mira: ¡parecen las ruinas de Ampurias!