VISNÚ DE MELLER NO ERA TAN FELIZ como aparentaba ante las chicas de la editorial. Por el contrarío, cuando la jornada llegaba a su término se enfrentaba a un ámbito común a tantas solteronas: un apartamento lleno de cosas lindas, pero que sólo le deparaba la posibilidad de consumir películas de amor en un vídeo que se hallaba ya en el lamentable estado de sobreúso que caracteriza a las almas solitarias.
Mademoiselle sólo tenía un consuelo: dos veces por semana se dirigía al Ambigú del Palace para tomar té con masitas mientras sonaban los poéticos acordes de un arpa, una guitarra o un piano, según los días. En cualquier caso, nunca eran acordes más altos que los permitidos en un ambiente consagrado a evocar los románticos fastos de un lejano anteayer.
Aquellas inefables tardes del Palace, con sabor a romanza de opereta y a cuplé sofisticado, tenían una compañera única e irremplazable. Se trataba de Silvina Manrique, la argentina que se había convertido en consejera profesional de Visnú y, al mismo tiempo, en su modelo de mundanidad. No era mala elección lo primero, pues Silvina dominaba las relaciones del mundo editorial desde épocas inmemoriales; en cuanto a los aspectos mundanos de su personalidad, nadie podía precisar si era cierto lo del flirt con un descendiente de los zares o su cena en La Tour d’Argent con cierto millonario griego, pero lo cierto es que Silvina Manrique había vivido lo suficiente para demostrar que en ella cualquier romance, si no era vero, era bien hallado.
Sentada en un rincón discreto del Ambigú, desde donde era posible mirar y ser vista, admirar y ser aplaudida, Visnú De Meller meditaba sobre lo que parecía ser una cadena perpetua: su soledad de solterona tan sofisticada que nunca encontró a un hombre digno de sostenerle la toalla al salir del baño de espumas coloreadas. Claro que esta resistencia quedaba ya obsoleta; en las circunstancias actuales, Visnú De Meller se hubiera contentado con que le sostuviese la toalla el último de los camareros que la rodeaban. Sólo que ya era demasiado tarde, porque si bien es cierto que la gallina vieja siempre hizo buen caldo, no es menos cierto que pocos la prefieren a las de la última hornada. ¿Dice esto poco en favor de los hombres? Ellos sabrán, en cualquier caso.
De momento, el camarero particular de Visnú De Meller se limitaba a ordenar el té y las masitas del ritual. Después de tantas temporadas no hacía falta preguntar siquiera.
No tardó en aparecer Silvina haciendo sonar al unísono todos sus collares, pulseras y demás abalorios, con un estrépito tal que acalló por unos instantes las notas de un Danubio Azul que arrancaba a las cuerdas doradas una arpista vestida de azul celeste.
Silvina Manrique iba sobrecargada, como siempre: los guantes, el bolso, los collares, el libro de Umbral, la agenda y los periódicos y revistas del día. Llegaba de su acostumbrada comida semanal de «muchachas solas», cita de profesionales que solía ponerla de muy buen humor porque se enteraba de muchas cosas y ampliaba sus nociones del Quién es quién, el Quién será dentro de cuatro días y el Quién deja de ser ya mismo. Además, sus encuentros con mujeres dinámicas y poderosas la reafirmaban en su idea de que la fuerza, ejercida en común, dobla sus efectos.
Sin embargo, aquella tarde no se la veía tan satisfecha como de costumbre:
—Esas chicas se han vuelto muy pesadas. Vengo podrida de oírlas hablar. ¡Qué ganas tenía de un poco de té y otro de simpatía! Tú y yo, las dos juntas, solas, confidentes, con ánimos de largar…
Llegó el té con la celeridad habitual. La que da el chic de los siglos, casi.
—¿Pues no dices siempre que son amiguísimas y amorosas…? —dijo Visnú mientras servía a su amiga.
—Sí, mujer, amorosas sí son; santas de altar, también; pibas regias, todo lo que quieras, pero… ¡cómo se han vuelto con eso de la política! Es que no hablan de otra cosa, viste. ¡Menudo almuerzo me dieron! Con decirte que al segundo plato tuve que llamarlas al orden. Les dije: «Si siguen ustedes hablando del Congreso, el Senado, los socialistas, y que si caen, que si los derriban y todas esas cosas, yo desentierro la momia de Evita Perón y se la sirvo en forma de albóndigas». ¡Dios mío! Nunca debí decirlo, pobre Evita, porque ella quedó monísima con esa disecación que le hicieron; pero es que mis muchachas me tenían harta a base de potins de actuatíté. ¡Qué racha fulera, mi amor!
—Es que ellas se ganan la vida con estos chismorreos de la alta política… —comentó Visnú en tono conciliador.
—Claro. Ellas no son zonzas: sólo plastas. ¡Cómo cambian los tiempos y los moeurs! Antes, todas éramos muchachas sofisticadas, siempre con un filme que comentar, una piéce de teatro, un chisme editorial, una tenue de Manuel Piña, qué sé yo, cosas mundanas, como siempre nos gustaron. Pero eso terminó, viste. Ya no embocamos una. Recién entraron todas en la radio, la teúve o la prensa se volvieron como voceras de los partidos. La Pilar Uno defendiendo a las derechas en una emisora, la Pilar Dos defendiendo a las izquierdas en uno de esos incontables coloquios televisivos… ¡Qué mujeres tan empecinadas! Pensá que incluso cuando cotillean se refieren a políticos. «Qué mal gusto el peinado del presidente, qué linda corbata la del jefe de la oposición…». ¡Por Dios! ¿Cuándo una mujer sofisticada se fijó en la corbata de un político?
—Ninguna mujer sofisticada se fijó nunca en un político. ¿Para qué sirven ellos, a fin de cuentas?
—Será para arreglar el país. Una cosa no quita la otra.
—Una mujer sofisticada nunca quiso arreglar un país.
—Es cierto, linda: bastante tenemos con arreglarnos nosotras… —Emitió otra de sus risas acompañada con el tintineo de las pulseras—. Recuerdo que, en Buenos Aires, las chicas sofisticadas platicábamos de otras cosas. Había la que recomendaba lo último en cremas Zulema, como la que era a base de pepino. Y el agua oxigenada De Santo, que dejaba aquel teñido tan perfecto y duradero. ¿Que llegaba el verano? Se hablaba de las mallas Zaza, de los nuevos pantalones en brin[9] sanforizado. ¿Que llegaba el invierno? Las creaciones de la peletería Rose Marie, de la calle Esmeralda 245. ¡Había unos tapados de zorro de la Patagonia y unos sacos de nutria que eran divinidades…!
Hizo una pausa sólo para agradecer al camarero que hubiese pedido a la arpista melodías francesas de los años cincuenta. Se supo entonces que Silvina Manrique nunca había sido indiferente a la voz de Gilbert Bécaud.
—A las porteñas sofisticadas todo nos llegaba de París. Esos envíos mentales nos arreglaban la vida por medio del ensueño. Y bueno, ya que hablamos de arreglos, ¿qué me dices del tuyo? ¡Qué buena jugada! ¡Grecia y sus islas! Recuerdo que hace algunos años (aunque no demasiados: para una mujer sofisticada nunca hace demasiados años de nada)… pues hace esos pocos años estuve en alguna isla del Egeo. Me llevó cierto conde italiano a quien quise pero no amé.
—¿Cómo se hace para querer sin amar?
—Muy simple: queriendo y no amando. El amor es como el jamón: querés un pedacito pero no te enamoras del cerdo.
—Tú siempre tan original. En cambio yo nunca he amado ni he querido, ni he sido querida ni amada. Por no tener, ni cerdo tengo.
—Tenés a tu loro, ese divino Valmont. ¿Le diste mis recuerdos? Al fin y al cabo es mi ahijado. De todos los que tengo, es mi preferido. Claro que también quiero mucho a la Zahíra de Gala, al canario de Titina y a la tortuga de Milton López. ¡Es tan lenta la pobrecita!
—Por lo menos el loro me hace compañía. Y a fe que la necesito. No te negaré que estoy atravesando un mal momento. En confianza: finjo en la oficina, finjo con todas mis amigas, pero estoy hundida en la duda y en el pavor.
—Te daré magias diversas. Un yerbero del Amazonas acaba de enviarme unas raíces de mandragora que combaten todas las depresiones, Y, además, siempre está ese Prozac regio. ¿No habrás dejado de tomarlo? ¿Lo acompañás con la oración de San Cayetano?
—Sí, mujer. Y mojo la pastilla con agua del Ganges, de la que me trajo Eli Leris. Y toco la piedra de jade que me trajiste de Tegucigalpa. Y entono nuestra canción…
—Es fundamental. Cantémosla.
Se incorporaron y, haciendo el molinillo con las manos, se pusieron a cantar en medio del Ambigú:
Chica Prozac
siempre adelante
¡Ra, ra, ra!
Recibido que hubieron el aplauso de camareros y turistas tártaros, volvieron a su té con masitas. Pero Visnú De Meller no conseguía disimular su profunda tristeza.
—Me voy a Grecia a vivir mis sueños, pero esto no soluciona mi vida en Madrid. ¡Cuando pienso que debo encerrarme en mi apartamento durante todo el fin de semana!
—Ese apartamento tan coquetón, con tu cuartito azul, como en el tango. ¿Querés un consejo?
Compráte un disco de milongas para alegrarte todo el weekend.
—Para tango el mío. Y para milongas la que me espera cada lunes, al regresar a la editorial. Tengo miedo de que llegue de pronto el jefe para presentarme a mi sustituía: una joven tetuda y de culín prometedor.
Silvina Manrique tosió con disimulo. Era evidente que no le gustaba la conversación.
—Y bueno, ¿es que vos sos loca? ¿Cómo se te ocurre imaginar siquiera una cosa así?
—No se te ocultará que ya no somos unas niñas.
—Por supuesto que no. Somos mujercísimas. Claro que con ventaja. Al fin y al cabo, ¿quién nos echaría los años que tenemos?
—Nosotras mismas.
—Nosotras no contamos, mi amor. Nosotras no somos imparciales.
—Es cierto: una mujer, cuando piensa mal de sí misma, siempre se equivoca.
—Y claro. Hacé como yo. El día que no me veo divina sé que es un error de cálculo. Nada puede salir bien cuando una empieza el día luciendo mal. De modo que voy hasta el espejo y le digo con insolencia: «Qué suerte tenés de reflejarme tan bella, amoroso. Comme ga!».
—No sé qué haría sin tus consejos. ¡Eres tan optimista! Eres capaz de hacerme creer que María Antonieta perdió la cabeza por pura distracción. Pero hay días en que todo este voluntarismo no sirve para nada. La amenaza de las chicas que empujan y quieren subir a toda costa sigue estando ahí. Y si yo me empeño en decir que sólo tengo treinta años, imagínate los que tendrán ellas, que nacieron treinta años después. Acabarán retirándome. ¡Lo sé, lo sé! ¿Y que haré yo encerrada todo el día en casa? ¿Cómo podré vivir sin mangonear en la prensa, en las presentaciones…?
—Estás obnubilada pensando que en la vida sólo existe el camino que has emprendido.
—Sé que hay otros muchos, pero ya los he dejado atrás.
—¡Boluda! La carrera de una relaciones públicas no termina nunca. ¿Te acordás de Mónica Riquet, la que llevaba las publics de la editorial Pizza y Janvier? Estaba harta, harta, como nosotras lo estamos; hartísima de que un autor viniera a abroncarla porque le habían hecho poca publicidad, de que otro encontrase poco frecuentada su presentación, de que un peruano cualquiera se le quejase porque la prensa española no le hacía caso… Bueno, pues ella se jubile antes de tiempo y se fue a trabajar para una orquesta de música clásica y ahora es felicísima promocionando a Beethoven, Liszt y Chopin, que, no nos engañemos, siempre venderán. Y ahí tenés a Anita Graven: siempre dice que cuando se le acabe lo de la editorial se pone a promocionar modistos y se harta de ganar plata.
—El ejemplo no sirve. Ana Graven es más joven que nosotras.
—Querida, ninguna mujer es más joven que las otras… si estas se empeñan en que no lo sea. ¿De acuerdo? Pues dejá de preocuparte por esa jubilación y vete a Grecia y sé feliz. Aunque dudo que puedas serlo yendo con esa bruja…
—No sé por qué tratas de bruja a la pobre Tina Vélez. Con llamarla cerda serviría.
—Es cierto. Todas mis amigas brujitas son beneficiosas; en cambio ella es taimada. ¡No sabés lo que les hizo a mis señoritos! Para cederles los derechos de la última novela de Willy Nelson Sánchez los obligó a quedarse con cinco autores uruguayos que en su vida han vendido un cacahuete y, encima, son del año del jopo. Yo eso lo encuentro propio de lagartona.
—Ten un poco de piedad. A saber si su mal carácter le vendrá de la viudez. Fue perder a su marido y encerrarse en la agencia a trabajar y trabajar sin detenerse un sólo día.
—Ella no perdió a su marido, querida. En realidad, nunca lo tuvo. Acuérdate de lo de él con cierta reportera de la revista Literatura y vinagre.
—Más motivo para compadecer a Tina. Ni tuvo marido ni tuvo hijo, que es lo que siempre deseó. Me lo contó en una cena del premio Banal, Se puso a llorar como una loca y yo le cogí cariño. ¡Ay, si los críticos supieran que las letras hispanas dependen de una mujer insatisfecha!
Acertó a pasar otra relaciones públicas, Priscilla Ortiz, que había venido a contratar un salón del Palace para la presentación del libro del filósofo Rupérez titulado Claudia, Noemi y otras top models o una actitud neogerativista del arte del cuerpo y otras meditaciones sobre el poder de los media. Pero más que el libro que debía promocionar, Priscilla estaba interesada en mortificar a Visnú De Meller, a quien sabía amiga de una enemiga. Y esta era Ruperta Porcina Boys, la infame que le robó a un actorcillo pagándole un viaje a Marruecos.
Así que Priscilla atacó de frente:
—Tú es que eres demasiado buena, Visnú, hija, mi vida. Tú es que has llegado a defender a la mismísima Porcina.
—Yo me limité a decir que sus obras de teatro no son tan aburridas. Y nadie puede contradecirme.
—Nadie, en efecto, porque nadie ha visto una entera. Pero tú fuiste más lejos: dijiste que ella es físicamente aceptable, cuando todo el mundo sabe que es igual que una morsa.
—Yo me limité a parafrasear el principio de Lo que el viento se llevó. Yo dije: «Ruperta Porcina Boys no era completamente horrenda, pero los hombres no se daban cuenta hasta que se le levantaba el peluquín y aparecía su repugnante calva…». Hice una cita literaria y nada más.
—No te salió muy brillante porque los hombres nunca esperan a verle la calva. Huyen antes.
—¿Cómo puedes ser tan maligna? Ella siempre va a los estrenos rodeada de chicos guapísimos. Los llaman «los efebos de la fallera». O sea, que es mujer de éxito.
—Esos efebos le cuestan un dineral al gobierno. Por si no lo sabías, se pagan con el presupuesto de su teatro.
Silvina Manrique cogió los guantes, el bolso, los collares, el libro de Umbral, la agenda y los periódicos y revistas del día y, con todo este cargamento, consiguió levantarse para asombro del mundo.
—Niñas, debo dejarlas. Tengo una cita de caridad.
—¿Con quién? —preguntó Priscilla Ortiz—. ¿Alguien de prensa? Me consta que puedes colocar a un académico en el suplemento Coppelia. Si está babeando y en silla de ruedas le dan portada.
—Hoy no tengo a ninguno de esos adorables académicos. Estoy citada con Ruperta Porcina Boys, precisamente. ¡Pobre ángel mío! Ha tenido un percance con uno de esos chulitos que se lleva a casa. Le ha arrojado un cenicero a la cabeza.
—¡Dios mío! ¿No le habrá empeorado la cara? Porque eso sería llover sobre mojado.
—Peor todavía: se ha dejado los eslips, la camiseta y algún objeto comprometedor tipo preservativo, viste. Voy a echarle unos polvillos mágicos para ahuyentar los malos espíritus.
—¡Qué buena eres con las amigas! Dale mi amor a la Porcina. Yo me voy a la tienda de Helenia Benarroghini a comprarme cuatro complementos para lucir en las suntuosas fiestas que, sin duda, organizará en mi honor Tina Vélez.
—Cuando regreses de tu crucero por las islas tomaremos otro poco de té y simpatía —dijo Silvina.
Hubo intercambio de besos, choque de collares, deseos de prosperidad y búsqueda de taxis. Pero antes de que el portero los encontrase, coincidió Visnú en el vestíbulo con una de las cronistas políticas más famosas, que llegaba para la presentación del septuagésimo libro sobre la transición publicado aquel mes. No era, naturalmente, un tema que pudiese interesar a nuestra Visnú ya que, según el cómputo oficial, veinte años atrás estaba todavía en el internado. Ella quería ir al tema que más podía mortificarla, de manera que abordó abiertamente a la cronista con una pregunta definitiva:
—Pilar Uno, amor, tú que estás siempre en el Senado: ¿se sabe algo del nuevo plan de jubilaciones…?
Como de costumbre, Visnú no entendió absolutamente nada de lo que quiso contar la otra, de manera que optó por meterse en un taxi y repasar mentalmente su cuenta bancada para saber si podía comprarse un cinturón y unas zapatillas de baño. No era un cálculo aventurado. A fin de cuentas se disponía a meterse en el templo del mejor gusto.
En Chez Benarroghini andaba toda la parroquia revuelta. Iban de un lado para otro la mitad de las señoras del crucero (la otra mitad, perteneciente a la grey de María Asunción Solivianto y Pilar Prima de la Higuera habían decidido ir con uniforme de penitente, cuanto más moradas mejor, las tías).
Mientras Olivia Sotomayor se peleaba con la condesa de Saguntillo por un conjuntito de pantalón y tween set, otras se arrancaban de las manos unas gasas floreadas que estuvieron a punto de romper del tute que les daban. Tirando unas de un lado y otras de otro, también estuvieron a punto de dejar inservibles varios chales de cachemir y otras valiosas piezas de una colección recién llegada. Las dependientas no vieron con buenos ojos que aquellas señoronas dejasen casi imposible un precioso chai de shatush que valía un potosí, pero como sea que este material procede de las barbas de las cabras tibetanas, la elección se prestaba al chiste. Elegido por las señoronas, el shatush volvía a su procedencia.
Casi todas buscaban prendas que hubiese lucido Isabel Preysler en alguna revista reciente. ¡Empresa vana! La imitación, por imposible, sólo conseguía acentuar la perfección del modelo.
Siendo las pieles la gran especialidad de Helenia Benarroghini, no es de extrañar que algunas damas perdiesen el aliento ante los nuevos modelos. La princesa Von Petarden, cuya coquetería no sabía de estaciones, se probaba un abrigo tras otro, preguntándose si lo que servía para Navidad podía servir también para la canícula de agosto. Duda aciaga, dilema cruel, porque la dama estaba acariciando nada menos que un maravilloso despinsado bicolor, con el ante en tono camel y el pelo en gris grafito.
—Ese visón nos sienta divinamente a las mujeres que hemos nacido para llevarlo —exclamó embelesada de su propio empaque—. Claro que no sé yo si para un crucero de verano…
La dependienta sabía cómo tratar a esas damas con mucho dinero y pocas horas en la escuela del buen gusto.
—Princesa, todo el mundo sabe que las noches de Grecia son muy fresquitas.
—Si es así me llevo tres, porque habrá más de una noche… —Y dirigiéndose a las demás—: ¡Niñas, llévense visones, que el verano griego es glacial…!
—Yo me llevaré una estola de armiño —dijo Nenita Lafuente—. Encuentro que hace más para la canícula canicular.
—¡Los zapatos! —gritó Miranda Boronat—. ¡Mirad qué divinidades! ¡Quiero ser un ciempiés para ponérmelos todos!
—Yo sólo me quedaré ocho pares. En tiempos de crisis no conviene abusar.
—Es cierto. Llevarse diez pares sería un insulto a los parados.
—¿Los quiere a juego con el visón o con el bikini? —preguntó la dependienta.
—Unos de Walter Staiger para el visón, esta mulé de Bottega Veneta para el bikini floreado y los Louboutain para el traje sastre, porque si bajamos a cenar a algún puerto no quiero parecer una marujona desprevenida.
Esas últimas palabras no sentaron bien a dos señoras que rebuscaban entre los sofisticados artículos haciendo los mismos cálculos que, en su taxi, hiciera Visnú De Meller. Y es que Emilia de Ruiz-Ruiz había decidido irrumpir en el bien ganado crucero equipada con el mismo arsenal que las importantes. Y sólo Margot Sepúlveda, que deambulada a su lado con mirada de aburrimiento, se atrevía a disuadirla de vez en cuando, recordándole el pan de sus tres hijos.
Lo cual no evitó que Emilia de Ruiz-Ruiz cargase con todas las marcas que irían a añadirse a las que ya había atesorado en otras tiendas de élite.
—¿Tú crees que sirve la tarjeta de El Corte Inglés?
—Aquí lo dudo. Aquí necesitas las tres que lleva tu marido en la cartera. Pero ¿de verdad crees que tendrás tiempo de lucir todas esas compras?
—Es que todo no es para mí. He decidido vestirte.
—No hablarás en serio. Yo no pienso aceptar regalos tan costosos.
—Es que no te regalo nada. He calculado la herencia de tu madre y te da para llevar encima una cosa de Armani, otra de Versace y otra de Hermés. Así, bien recargada, para que esas vean que no venimos del fango.
Aquel despliegue de ostentación contrastaba con el porte de Visnú De Meller, que dirigía a la dependienta una mirada demasiado altiva para lo que había venido a comprar.
—Yo quiero un foularcito nada más. Eso sí: el mejor de los best.
—¿A juego con qué? —preguntó la dependienta.
—Mientras sea verde loro, me conformo.
—¡Qué triste está esa señora! —comentó Emilia de Ruiz-Ruiz a Margot.
—Como que no parece marquesa ni nada —contestó la otra.
—Será una sofisticada sin nombre.
Visnú, que las oía, suspiró para sus adentros:
—¡Ay de mí! ¡Lo más triste que puede ser una sofisticada auténtica! ¡Sin nombre! Y si siguen subiendo las jovencitas me veré, además, sin oficio ni beneficio ni perrito que me ladre. Pero lorito que me hable, sí tengo. Eso, por lo menos, no puede quitármelo nadie. Mientras exista Valmont, tendré un interlocutor válido.