EN LEIKÓS, ELENA ARQUER ESTABA ASUSTADA. Todo cuanto había recordado sobre su juventud en Creta regresaba sobre su presente, como caballos a un galope feroz. Todas las definiciones, medio perdidas tras la niebla del tiempo, se imponían con una precisión que devolvía a cada cosa una existencia autónoma y una independencia que acababa por aplastar.
Veintidós años atrás. Todo un cálculo revelador. Un prodigio de crueldad.
En todo el tiempo que la separaba de su primer viaje consideraba el Egeo un mar de su propiedad: una inmensa finca donde fue posible ser joven. En los años sesenta, la Acrópolis todavía no olía a japonés indiscriminado, todavía era posible entrar en sus templos, sentarse en ellos, lanzándose a la ensoñación. Mikonos era el residuo exclusivista de las mariquitas selectas del gran mundo, las maniquíes que se parecían a Veruska y las demi-mondaines que imitaban a Marisa Berenson. También recordaba los atardeceres incandescentes de Rodas, los aprendices de pintor que vegetaban en el pueblecito de Lindos, a los pies de su fortaleza, y los innumerables escritores que preparaban una nunca conseguida obra maestra en las terrazas inclinadas de Patmos.
Pero sobre todas las islas aparecía siempre Creta, reina de la memoria, emperatriz de la nostalgia. Soñaba con regresar algún día, en la vana ilusión de parecerse a sí misma, después de tantos años de irse dejando atrás.
Caía en la cuenta de que estaba haciendo esfuerzos para recordar el verano de 1973, en la playa de Matala, el único de sus primeros viajes que no había querido repetir. ¡Pobre, escuálido paisaje de su memoria! No habría muchos viajeros que lo recordasen si no era por una excursión rápida, una visión al vuelo. Era incluso posible que estuviese invadida como tantos otros lugares del Egeo. Si alguien le dedicaba una cita piadosa, como había hecho Victoria Barget el día anterior, era porque, en efecto, tiene unas tumbas romanas en forma de cavernas, o unas cavernas naturales que sirvieron de tumbas a los invasores romanos. Los libros detallan estos hechos, de los que la memoria prefiere prescindir. Además, Elena Arquer no se recordaba como aprendiz de arqueóloga en aquellos días sino como aprendiz de mujer, que bastante es.
Victoria Barget se lo había recordado, aunque en passant: Matala era uno de los reductos favoritos de los hippies; era, de hecho, un pequeño paraíso, sin igual en todo el Mediterráneo. Lo cuentan ahora los guías con cierto resquemor. El mismo que sentían los lugareños en aquellos venturosos días. Detestaban a los jovenzuelos piojosos que llegaban cargados de música y drogas y, encima, no gastaban ni un duro. La vida en comuna fomentaba una impresión de inmoralidad.
Las hogueras que cada noche relucían en la playa debían de parecer el reclamo fluorescente de una nueva Sodoma. Tomó cartas en el asunto el obispo de Mesara, la llanura que se adentra en el mar, al otro lado de la isla.
¿Qué podía molestar a su eminencia y a los pacatos lugareños en las costumbres que se practicaban en las cuevas-tumba de Matala? ¿Qué, sino el incómodo espectro de la libertad?
Elenita Arquer llegó a Creta aquel verano de 1973, acaso uno antes, tal vez uno después, porque no importaban los años en este pedazo de tiempo donde todos los veranos se parecían, donde todos se condensaban en un nombre mágico: la década de los sesenta. Sus hijos no eran conscientes de que iba a terminar algún día, pero hoy sabemos que sus consecuencias colearon durante algunos años más. Y así, del mismo modo que la amada privacidad de Grecia era ya un sueño imposible en la madurez de Elena Arquer, así los sueños de la década fabulosa se han convertido en material para coleccionistas y recurso de suplemento dominical o reportaje televisivo. Una efemérides que gusta recordar sin pensar que arrastra despiadadamente a cuantos la vivieron.
Acataba Elena Arquer la mística de su generación, mezclando la revuelta con el esnobismo, combinando las ganas de romperlo todo con el miedo de ir demasiado lejos. Aunque la parte más importante de su vida se asociaba con un rincón del mundo llamado Madrid, las escapadas al Mediterráneo jugaron un papel determinante en su formación sentimental. En las cuatro estaciones del Mediterráneo —pero más en sus veranos— aprendió a reconocer el valor del instante, se dejó llevar por un fluido mágico donde todas las sensaciones estaban puestas al servicio de los sentidos. Esta dinámica era posible en el mundo de los hippies, entonces en su apogeo. No cabe hablar de España, donde el movimiento siempre fue mirado como algo pintoresco y, todo lo más, decorativo. Tuvo que conocer a un grupo de esos jóvenes en Roma, y también de la manera más tópica, en la plaza de Santa María in Trastevere, donde se tomaba la última copa con los amigos ocasionales que se encontraban acampados ante las oficinas de American Express.
También de aquella hermosa plaza solía echar la policía a los capelloni y tampoco allí hacían otra cosa que entonar sus melancólicas canciones folk y fumar su yerba. Y gandulear, plácidamente al sol o bajo la luna, que era sin duda lo que más molestaba al pensamiento burgués, siempre dispuesto a anatematizar a los que no han demostrado servir para algo. Huelga decir que este es el pensamiento que prevalecería hasta nuestros aciagos días.
Elenita Arquer llegó a Creta con uno de esos grupos, tan ligeros de equipaje que este apenas consistía en las mochilas, las guitarras y cuatro autores fundamentales que todos leían sentados en el suelo, en las paradas de autobús de los pueblos de la montaña. Estos autores eran Anais Nin —sus diarios—, Durrell, Miller y Kerouac. No se le ocurría entonces a Elena que el pensamiento humano hubiese alcanzado mayor amplitud ni que esta fuese necesaria. El pensamiento se perdía en meditaciones celestes, se balanceaba al vaivén de la yerba, se diluía con los quejidos de las guitarras (creía recordar que se cantaban, sobre todo, cosas de Joan Baez y Bob Dylan).
Nunca consiguió entender qué buscaba en aquella comuna tan distinta a sus aspiraciones, pero sí recordaba lo que encontró. Pocas veces —si acaso alguna— sintióse más cerca de las fuentes primigenias de la vida, ni de aquel retorno al paganismo al que siempre había aspirado para huir de las lacras que dejó en su vida una nefasta educación cristiana. Si Creta estuvo alguna vez cerca de sus orígenes, fue en esos años en que los jóvenes fugitivos de medio mundo le restituyeron el sentido del ritual. Y así, al cerrar los ojos, todavía se le aparecían las hogueras en la playa, los cuerpos desnudos, la melancólica paz de las canciones y, sobre todo, una infinita sensación de libertad…
Era una imagen excitante que podía verse borrada con lo que Victoria le dijo días atrás:
—Ya no queda nada salvaje en las costas de Creta.
Y ahora, Victoria, junto a ella en cubierta, añadía nuevas explicaciones a aquellas palabras apocalípticas.
Decidió no seguir escuchando las advertencias de Victoria y cerró los ojos para sentirse en otro tiempo. Para sentir las alegres hogueras de aquel verano de 1973, cuando parecía que en las costas indómitas de Creta el siglo podía regresar a los orígenes del mundo.
ELENA ARQUER llevaba una semana en la isla de la Gorgona y no había conseguido abordar el asunto que justificaba su viaje. Victoria Barget lo evitaba constantemente, y esta evasión llegó a convertirse en un pretexto para la pereza. Desde su llegada, Elena se limitaba a ser una turista consentida, la viajera privilegiada que reside en una mansión de ensueño, cerrada al resto del mundo, y es conducida en volandas por los rincones desconocidos de un territorio explotado hasta la saciedad.
Victoria Barget procuraba convertir su estancia en una réplica de las películas en cinemascope de los años cincuenta. Había color, lujo y sofisticadas músicas de fondo (Rachmaninoff, seguramente). Lo único que faltaba era el galán.
Faltaba por partida doble, más grave en el caso de Victoria, que lo tenía asegurado pero siempre ausente. En realidad, Elena no había conocido todavía al jovencito que, en opinión de muchos, provocó el escandaloso adulterio de su anfitriona. Ese Borja Luis, niño de no se sabía qué master, continuaba practicando deportes acuáticos en alguna isla menos frecuentada que Leikós. Le conocía por algunas fotografías repartidas por la casa, y lo cierto es que no le defraudó. Un veinteañero morenito, de cabello muy rizado, sonrisa permanente y ojos oscuros escondidos tras unas gafas de concha, elegantes e intelectuales a la vez. A juzgar por las fotos parecía capaz de dulzura, cosa que, en el caso de Victoria, podía tener una importancia vital. Y en otras imágenes, que le mostraban en traje de baño o con uno de esos ajustados trajes de goma que usan los surfistas, mostraba un cuerpo que se hacía respetar. Nada espectacular, nada macizo, sino armonioso y equilibrado; mono de caerse, pero tranquilizador.
Estos pensamientos ocupaban a Elena Arquer sin distraerla. En realidad, nada la distraía. Como todas las mañanas, acababa de despertarse con la sensación de que estaba perdiendo el tiempo; no porque no pudiese llenarlo de cosas agradables —el jardín, el baño, una buena novela policiaca—, sino porque no podía abordar de una vez lo único que daba justificación al tiempo. Su trabajo.
Caminaba de un lado para otro, nerviosa, esperando la hora para desayunar con Victoria. Esta empezaba muy temprano sus clases de griego, lo cual exasperaba más a Elena por dos razones: la primera era la demostración de que alguien estaba trabajando en algo mientras ella no podía ocuparse en lo suyo. La segunda era que Victoria Barget se estaba planteando muy seriamente su residencia en la isla.
Recordó que le había preguntado:
—¿Por qué desperdiciar sus esfuerzos en un idioma que nunca rentabilizará fuera de este país? Y aun aquí, todo el mundo habla francés o inglés y hasta italiano…
—Si lo limita a la gente que se ocupa del turismo tal vez; fuera de ellos, nadie habla más que un griego oscuro y dialectal. Por otra parte, si decide hablar inglés con los taxistas y camareros, acabará diciendo: «Me Tarzan», «You Jane». Tendrá que reciclarse en Oxford.
Ante aquel comentario, Elena Arquer pensó con sarcasmo que estaban hablando de los griegos en los mismos términos de superioridad con que las grandes potencias colonizadoras solían referirse a los indígenas de los pueblos que dominaban. Algo había cambiado en la mentalidad española: algo que permitía despreciar a pueblos más débiles después de muchos años de ser despreciados por pueblos más fuertes. Era como si todas las jovencitas que habían trabajado de criadas en París, todos los jóvenes que habían construido las autopistas de Alemania se hubiesen convertido de repente en nuevos ricos y, además, cobardes. Porque aquella actitud no se atrevían a adoptarla ante los franceses o los alemanes. Tenían que sentirse superiores en Grecia, Marruecos o el Zaire.
Elena Arquer observó que su tendencia al análisis anulaba sus posibilidades de felicidad. Después de todo, le hubiera resultado más sencillo suponer que la afición de Victoria Barget al griego era una opción como cualquier otra. Algo que hacer cuando no se tiene nada en qué pensar.
Como a Elena la horrorizaba que esto último fuese su caso, se dedicó a observar la belleza del paisaje. Este no tenía por qué ser uniforme; todo lo contrario: la alcoba era lo bastante amplia para disponer de dos vistas completamente distintas. Por un lado disponía de un balcón abierto sobre el mar, que tenía ya muy visto porque desde el primer día decidió saciar su sed de Egeo a cada atardecer y con cada despertar. Recordó con ironía lo que ella llamaba «el síndrome Guernica». Cuando vio el cuadro en Nueva York quedó extasiada. Después, a lo largo de los años setenta, encontró su reproducción colgada en el comedor de todos sus amigos progresistas. En consecuencia, los años ochenta la pescaron detestando a Picasso. (También a García Lorca, Bertold Brecht, el Che Guevara y todos los fetiches progresistas convertidos en equivalente de las sopas Campbell por toda una generación de beatos de la revolución).
Como no quería que el mar Egeo —o cualquier mar— acabase convirtiéndose en un equivalente de sus perdidas pasiones de ayer, optó por el balcón que daba a la montaña. Era una parte del paisaje poco explotada, y con razón. Un amasijo de piedra volcánica cuya rudeza sólo se veía suavizada por algunos destellos de flora humilde y poco espectacular: plantas grasas y alguna pitia que dejaba brotar, enhiesto, un vástago prematuro.
Pero el paisaje olía a mil perfumes que forzosamente debían salir de algún lugar, por lo cual pensó Elena que habría tapices de una flora para ella desconocida, incensarios que sólo se esparcían en aquellas latitudes. Recordó que la noche anterior había rechazado un libro sobre la flora griega titulado La bouquet d’Athéna. Convendría echarle un vistazo si, como temía, su estancia en aquella isla empezaba a prolongarse. Por lo menos tendría alguna afición que cultivar mientras esperaba las confesiones de Victoria Barget.
No reparó en que estaba desnuda, y, si se dio cuenta, le importó poco. Tenía derecho a que la tierra comunicase a su cuerpo una plétora de mensajes olvidados. Un tenue masaje de la brisa, tal vez. Un violento latigazo del sol. Sin embargo, algún residuo de su espíritu urbano se reveló de pronto, al descubrir en el patio la presencia de una pareja que podía verla.
No eran de compromiso, pero estaban en una situación ideal para convertirse en mirones comprometedores. Se trataba de la criadita Lía y su marido, el fornido chófer del mostacho turcoide. Pareja de lo más disonante, como ella misma notó el primer día; pero, además, con problemas. Lo percibió sin dificultad al verlos gesticular de una manera exagerada y, poco a poco, violenta. Lía, tan insípida, tan poquita cosa, parecía tener ahora las cartas de un triunfo inesperado: se estaba revelando respondona y se daba aires de bravía. Por momentos se iba convirtiendo en una furia histérica que se erguía sobre sus puntillas para llegar al rostro de su esposo y arrojarle sus gritos sin la menor contemplación.
«La posición más adecuada para escupirle a un hombre en pleno rostro», pensó Elena, con una sonrisa de complicidad.
Aunque Lía, la pequeñaja, tuviese planeado un buen salivazo, no tuvo tiempo siquiera de prepararlo, porque Stavros le descargó un soberbio puñetazo en la nariz que la hizo tambalearse hasta dar de espaldas contra una higuera. Y como sea que continuaba escandalizando —ahora con gritos y llantos—, el gigantón se sacó la correa y empezó a azotarla brutalmente, mientras ella se protegía el rostro con las manos.
Por alguna razón inexplicable, Elena Arquer sintió vergüenza de su desnudez y se cubrió rápidamente con un abrazo frenético, al tiempo que se apartaba del balcón, con la respiración jadeante. Era como si el golpe lo hubiese recibido ella, pero su reacción no era la de una maltratada, antes bien fue un escalofrío que tenía algo que ver con un fuego pasional bruscamente resucitado.
Seguía sintiendo vergüenza por algo que no conseguía entender. Podía ser debido a la humillación de un ser humano —una mujer indefensa, además—, pero también a una violencia que se infligía a sí misma con el propósito de saborearla. Vergüenza sobre vergüenza, en cualquier caso.
Se cubrió con un camisón prestado —un prodigio de lencería— y corrió hacia el balcón que daba al mar. Los aspectos más duros del paisaje habían quedado al otro lado. Aquí, el mar recuperaba el aspecto que había aprendido a reverenciar: una superficie aletargada a la que el sol privaba de sus tonos azules para convertirla en un gran manto de lamé dorado.
No cabía la menor duda: aquella isla era la hermana de Alejandro y la amante del sol.
Contemplaba distraídamente el pequeño embarcadero, donde estaba anclado el famoso yate de los Osváldez y, a su lado, una canoa más pequeña, pero lo bastante poderosa para desplazarse a las islas cercanas. El mar, aunque calmo, sacudía ligeramente ambas embarcaciones con un bamboleo que, a fuerza de mirarlo fijamente, acababa por producir somnolencia.
Pero Elena Arquer abrió los ojos de par en par cuando descubrió dos figuras que avanzaban abrazadas hacia la canoa. Se trataba de Victoria Barget y el joven gafudo que aparecía retratado por varios rincones de la casa. Ella todavía iba en negligée —por cierto, muy liviana y más azul que el mar a aquellas horas—; él vestía el ajustado traje de goma que había merecido el beneplácito de Elena en las fotografías. Cualquier mente romántica hubiera visto en la pareja a una Venus marina que despedía a un gallardo tritón, pero la mente de Elena Arquer, poco dada a la poesía, pensó simplemente que acababan de pasar una noche muy satisfactoria. Y aun antepuso un pensamiento más racional: «Así que no estaba en otra isla. ¿O va y viene como el cartero? Qué mala educación, de todos modos. Ni una presentación, ni un pláceme… ¡Tan claras como parecemos, y ahora resulta que tenemos misterios rondando alrededor!».
Disponíase a sacar una conclusión poco piadosa cuando percibió un detalle que cualquier romántico habría recibido con desagrado: mientras el joven tritón abrazaba a Victoria con una pasión difícilmente controlable, ella se quedaba con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo, recibiendo el amor, más que dispensándolo.
Saltó por fin el efebo a la canoa y al cabo de unos minutos ya se estaba perdiendo mar adentro, hasta que la poderosa luz de Helios la confundió con el cielo ígneo.
Lo que la luz no consiguió disimular fue un ataque de llanto de Victoria. Tan fuerte era que acabó escondiendo el rostro entre las manos. Y Elena Arquer dedujo que en sus opiniones sobre el caso debería introducir la noción de absurdo.
—Él es ferviente, qué duda cabe. Y ella, en cambio, se pone a llorar. Espero que no tendrán el mal gusto de obsequiarme con un melodrama. En fin, sea lo que sea, una cosa está clara: me han dado la habitación de las indiscreciones.
Volvió a examinar todos los rincones de la estancia. No sólo era indiscreta. Además, no había nada en el mobiliario que no sugiriese la perfección.
«¿Está planeado para hacerme conocer las ventajas del lujo? ¿Será una especie de trágala? ¿Equivale a decir: “fíjate lo que me perdería si hiciese caso a tus consejos, desgraciada”? No es posible. No parece propio de Victoria Barget. Más bien se tratará de una concesión al hedonismo. Esa mujer lo está necesitando. Por más que se pregone enemiga del pastiche popular se abrazaría a una tinaja de los montes para sentir que está dejando atrás todo lo anterior; lo sabido, lo obvio, lo ya detestado. Sólo queda saber dónde encaja ese joven con su master, sus gafitas y su cuerpecito bombón».
Una de las criadas le indicó que Victoria la estaba esperando para el desayuno. En efecto, la encontró en la veranda, debidamente protegida por la sombra de unos cortinajes de lino, graciosamente colocados a guisa de toldo. En una mesa aparecía una increíble variedad de frutas locales, además de embutidos y quesos. A Elena aquel despliegue le recordó los buffets tropicales que suelen amenizar ciertas convenciones de ejecutivos; pero en aquella ocasión no quiso preguntarse si Victoria intentaba deslumbrarla. Optó por servirse los manjares más refrescantes y darse por entero al hedonismo.
Era obvio que aquella mañana las clases de griego habían sido suspendidas. Nada que oponer. La presencia de un amante que va y viene justifica cualquier aplazamiento. Sobre todo el de la gramática.
Victoria estaba de muy buen humor y quiso hacérselo notar. En agradecimiento, Elena se abstuvo de hacer preguntas sobre el tritón errante.
—Tengo que desplazarme a Atenas para unas compras… —comentó Victoria—. ¿Le apetece acompañarme?
—De acuerdo. Será una forma de asegurarme de que no se me escape.
Entró otra criada a quien Elena no conocía —una tal Irina— con un fax que, al parecer, había recogido el chófer Stavros la noche anterior. Podía ser urgente, pero era, sobre todo, voluminoso. Tanto que Victoria le dirigió una mirada de horror:
—¡Un fax de ocho páginas! —Y lo apartó rápidamente sin mirar siquiera su procedencia—. Creo que podrá esperar por lo menos un mes.
—Fastidiará a quien lo envía.
—El que envía un fax de ocho páginas a este paraíso está reclamando a gritos ser fastidiado.
—Y hablando de gente fastidiada: ¿su chófer tiene por costumbre pegarle a su mujer?
—No me extrañaría. Es un tipo muy peleón. Me ha contado el servicio que cada noche se emborracha en la taberna del pueblo. Alguien tiene que pagar su agresividad, supongo. La pobre Lía, tan poquita cosa, es el blanco perfecto.
—No crea que es tan indefensa como parece. Es sólo que él es más fuerte.
—No lo encuentro tan extraño: precisamente es el caso de las víctimas y los verdugos. Si todos fuésemos iguales en fuerza, no existirían ni las unas ni los otros.
—Es algo que jamás podría tolerarle a un hombre.
—Incluso a las que no lo toleramos, nos han pegado de otra manera. No se necesita llegar a los puños para herir. Y usted lo sabrá, sin duda.
—Si se refiere a heridas espirituales, es cierto que he recibido algunas. Para ser exactos… muchas.
—¿Y no se ha sentido tan humillada como si fuese un bofetón? ¡Vamos, vamos! Las mujeres modernas, por decirlo de algún modo, tenemos otros recursos, pero siempre es la ley de la selva la que acaba imperando. Aquí todo es más directo: a Lía le dieron ese hombre sin que lo desease. Podría haber sido cualquier otro. Más guapo, más feo, más joven o más viejo. También él estará en el mismo caso: tomó la mujer que le daban. Es una especie de semental que sólo ha entrado en el siglo veinte porque tiene carné de conducir. Tipos así no se molestan siquiera en elegir: esto ya implicaría pensar un poco. Les basta con tener una bestia a su lado. Podría haber sido usted… ¿O lo ha sido ya?
Se produjo un silencio, y Victoria notó que era muy tenso. La otra lo rompió para preguntar con voz tenue:
—Si he sido ¿qué?
—Bestia herida al lado de otra bestia más fuerte.
Elena reaccionó con una brusquedad nueva en ella. Hundiendo el tenedor en el pomelo, exclamó:
—Lamento haber tocado este tema. Dejémoslo.
—Adivino que entra dentro de su capítulo privado… —Elena asintió con la cabeza—. Si es así, no hablemos más de ello. —Y, en tono más distendido, añadió—: Ya que acepta acompañarme en mis compras, quiero darle una sorpresa. Esta mañana estoy dispuesta a trabajar en lo suyo.
—¿Lo mío? Creo que está usted invirtiendo los términos.
—Lo que la trae aquí.
—Lo de usted, entonces. Tengo mis papeles en la habitación, pero creo que no serán necesarios. Todo se resume en una cuestión: su marido quiere creer que usted volverá.
—Hace mal en creerlo.
—Dejemos aparte la cuestión sentimental.
—Ahora hace mal usted en dejarla aparte. Una mujer no da un paso así si no hay mucho sentimiento de por medio. En esta ocasión es negativo, pero sentimiento al fin. Y, puesta a dar el paso, tampoco lo da si no tiene ciertas garantías legales. Ya le dije que yo las tengo todas.
—Desde un punto legal es algo que puede llevarse a pleito. Desde un punto de vista ético es donde todas sus razones fallan.
—En cuestiones matrimoniales la ética pierde todo sentido. Digamos que me cobro lo que podríamos llamar «servicios prestados».
—Por muchos servicios que prestase en el pasado, el que rinde ahora a su marido es bien flaco. Le deja sin blanca. En el caso de que le permitiesen salir bajo fianza no podría pagarla.
—¿Quiere hacerme reír? No creo que pueda ser tan inocente como para pensar que Melchor queda desprotegido. Sabe demasiadas cosas como para que este gobierno o cualquier otro se permitan tenerle en la cárcel durante mucho tiempo. Alguien pagará porque conviene tenerlo fuera. Aun sin dinero, él puede hundir un gobierno. Y le diré que, después de lo que llevo visto y oído, sería un hundimiento justificado.
—No debe hablar así. Ese gobierno forma parte de mis creencias.
—¿No diría mejor «formaba»? Mucha gente empieza a decirlo. Y más lo dirá cuando salga a la luz pública todo lo que esconde mi marido.
Otro silencio, no menos violento que los anteriores. Victoria lo aprovechó sin demasiadas contemplaciones.
—Querida, no acabo de comprenderla. Me está usted hablando de ética, pero no ignora que mi marido hizo su fortuna con una serie de personajes que decidieron prescindir de toda ética hace ya muchos años. ¿No ha oído hablar de la gente que se enriqueció en Sevilla cuando aquella famosa Exposición Universal? ¿Le han contado cuántos bolsillos catalanes engordaron con los reputados Juegos Olímpicos? Esto para citar los casos más clamorosos. Son personas que ocupan cargos muy importantes, y se lo montan con gente más importante todavía. Esto para empezar. Puedo hacerle un rapport muy completo de los asombrosos viajes que ha efectuado el dinero español en los últimos años. Pero, descuide, no lo haré porque equivaldría a suponer que usted no lee los periódicos.
—Usted, sin embargo, está más enterada de lo que aparenta.
—En todo caso, ha sido sin querer. Verá usted: haciendo de reina consorte una escucha todas las conversaciones, aun cuando no se le permite tener parte en ellas. A los hombres importantes les va muy bien una mujer que acepta estar en la sombra. Lucir, sí. Deslumhrar, siempre. Pero en la sombra. Ahora bien, lo que no pueden pretender es que, encima, seamos sordas. Son demasiadas horas aguantando la candela del gran señor.
—¿A eso se refería cuando habló de servicios prestados?
—A eso y más. La entrega absoluta de unos años que nunca volveré a tener. ¿No cree que valen más que la fortuna de mi marido y la de todos los maridos del mundo?
—Es usted terrible. ¡Terrible!
—Se equivoca. Es terrible lo que tengo a mi alrededor. Eso apesta. He vivido el relumbrón dentro de la basura. Lo que he oído al lado de mi marido bastaría para estremecer al más pintado. Las luchas sucias, las cabezas caídas, los personajes sobornados, las ideas utilizadas… Y aún podría tocar su fibra más sensible habiéndole de los pequeños accionistas arruinados por la gestión de mi marido. Puedo enseñarle algunas cartas de esa pobre gente. Después de trabajar toda la vida, reunieron un dinero para comprar un puñado de acciones que les asegurase la vejez. Muchos han quedado completamente arruinados. Pero, descuide, no pienso gastarme sus míseros ahorros en antigüedades. He dispuesto que este dinero sea devuelto en su integridad. Espero que esto le ablande el corazón.
—Las profesionales no tenemos corazón. Sé que suena a tópico, pero es así. No nos lo podemos permitir.
—Entonces la terrible es usted, porque sabiendo toda la porquería que hay detrás de la detención de mi marido y de todo lo que es capaz de hacer si le dejan, continúa defendiendo sus intereses. ¿Tan lejos llegan sus simpatías políticas… o lo que sea?
—Por lo visto, hoy sí tiene usted muchas ganas de hablar del asunto. Y a mí me apetece dejar en claro algo tan importante como es mi independencia de criterio. Del mismo modo que mis simpatías hacia usted no quitan que actúe con todo el peso de la ley, ciertos aspectos de mi relación con su marido no quitarían que lo mandase a la guillotina, si lo mereciera.
—En otras palabras: ¿qué quiere decirme?
—Yo me he acostado con su marido en cinco ocasiones.
Victoria no pareció inmutarse.
—No es usted la única. Otras han llegado a diez.
—Mejor para ellas. Su marido, usted lo sabe bien, es un mirlo blanco. Cuando quiere, es el ser más afectuoso del mundo. Es capaz de llenarte de todas las atenciones.
—La llevaría a Viena, supongo.
—Esa es la fulana de otro banquero. Yo no crucé la frontera. Me bastó con lo que tenía: una aventura con un hombre de peso en la suite presidencial de un hotel de cinco estrellas. Como podrá comprender, no me deslumbró la categoría: estoy acostumbrada. Sin embargo quedé satisfecha con las atenciones que me prodigaba su marido. Me divertía mucho.
—Sigo sin entender por qué me cuenta todo esto.
—Para que sepa que no hago un doble juego. Así de sencillo.
—Se lo agradezco. Lo digo de corazón. Confío plenamente en su independencia de criterio. Y ahora que lo sabe vaya a arreglar sus cosas para el viaje. Sólo hay un avión diario y el aeropuerto queda lejos.
Descargaron la tensión con unas risas que no pudieron ser más oportunas. Cuando se disponían a salir, Elena dirigió una mirada a la mesa de la ventana:
—¿Sigue sin querer leer el fax?
—De ninguna manera. No quiero que las noticias de España me estropeen el viaje.
—Yo que usted lo leería —aconsejó Elena. Y, midiendo cada una de sus palabras, añadió—: Pudiera ser de «su» Borja.
La miró con ironía, que Victoria tomó por traviesa revancha, pero ella no iba a quedarse a la zaga:
—¿Cómo podría serlo? Usted misma vio cómo le despedía hace menos de una hora.
—Es usted un lince.
—En absoluto. Es que su balcón es perfectamente visible desde el embarcadero.
—Me dijo usted que él estaba ausente para diez días.
—Decidió regresar anoche, con el propósito de sorprenderme. La ternura de esos jóvenes puede ser infinita. Son como los gatos que, de repente, echan de menos a la madre. Borja es un niño muy curioso. Desahoga su ternura y todo lo que hay detrás y, después, se larga a hacer esquí acuático. En cierto modo es reconfortante. Cuando una se va de compras, nada hay más odioso que un caballero que manifiesta su aburrimiento mirando continuamente el reloj.
Elena empezaba a asombrarse de las cosas que aquella mujer era capaz de evitar para que sus días no fuesen estropeados. Y aunque no sabía si creerla, prefirió pensar que lo hacía.