EN MADRID, Miranda Boronat se estaba vistiendo para asistir al velatorio de Menene Montebarrillo, aquella niña que por un quítame allá esas pajas ya nunca sería baronesa. Entonaba Miranda unos compases del Dies Irae convertido en rumba mientras Ymelda First e Ymelda Second buscaban y rebuscaban en el inmenso armario de las prendas de luto. Y es que ella seguía practicando el esport de las honras fúnebres como el máximo entretenimiento que podía depararle la vida, además del cotilleo. Guiada por aquella especial predisposición, llamaba party a los velatorios, y a los entierros kermeses.
Mientras se vestía, nuestra Miranda no podía dejar de pensar en Victoria Barget. Tanto le intrigaba su situación que, antes de salir, llamó a una de sus pitonisas con carácter de urgencia. Se trataba de Satanasa Berzal, una última adquisición de Miranda y sus ochenta mejores amigas, y tenía mucho éxito porque además de pitonisa era cotilla y nadie salía de su consulta sin saber los infortunios que esperaban a todos los miembros de la mejor sociedad.
Colgó en el preciso instante en que Ymelda Twentyfifth le anunciaba que le estaba esperando en la puerta el Cadillac de la marquesa del Pozo del tío Raimundo.
Era Zenaida una dama de notoria dignidad y aplaudida distinción. Todas veían en ella a la última representante de una casta que se iba perdiendo, hasta el punto de que a ninguno de sus dos hijos le había interesado recuperarla. Del uno se afirmaba que era adicto al alcohol y del otro se juraba que era fan de la droga —una forma muy fina de decirlo—, pero como el uno se llamaba don Roderico y el otro don Diego, ambos defectos quedaban más compensados que si se hubiesen llamado Braulio y Juan y en lugar de blasones tuviesen deudas. Por lo que a la marquesa se refiere, acababa de sufrir un rudo golpe cuando un viejales de su familia había ingresado en la cárcel por sus relaciones con niñitas de cinco años; por tanto, la dama consideraba un mal menor que don Roderico nadase en alcohol y don Diego se tragase la cocaína como quien esnifa eucaliptos. «Al fin y al cabo —decía en su descargo la marquesa—, sólo se dañan a sí mismos. No llenan de oprobio la virginidad ajena. Me consta que ni a don Roderico ni a don Diego les gustan las chicas que no hayan cumplido los catorce».
Pese a los devaneos de sus díscolos vástagos y al recuerdo lejano de un marido que se fugó con una domadora de focas, la vida de la marquesa había sido un remanso de paz, donde aprendió las leyes de la serenidad para llegar a la vejez con el alma tranquila y ese físico perfecto que se consigue durmiendo dieciséis horas al día desde 1939 a esta parte. A esta receta, que le dio Dolores del Río durante una fiesta en Cuernavaca, unía Zenaida un sinfín de cuidados que le prodigaba un ejército de esteticistas, peluqueros y modistas. Había alcanzado aquella elegancia suprema que el dinero no puede dar, como demuestran numerosas damas de la sociedad actual en sus múltiples e inoportunas apariciones. Nada más lejos del porte de la marquesa. Su pelo, blanco como la nieve con algún toque de gris visón, las ganaba a todas en prosapia y demostraba por sí solo que en el imperio del dinero todavía hay clases.
Para el velatorio de la desdichada Menene Montebarrillo había elegido un traje negro, de raso, sin el menor adorno. Se tocaba con un lindo sombrerito del cual colgaba un velo ni ligero ni espeso, sino simplemente velo.
Llevada por su natural modestia, quiso elogiar a Miranda para evitar así los elogios que ella le haría al subir al coche.
—Siempre eres la dama mejor enlutada de Madrid —dijo, en tono que sonaba sincero—. ¡Qué propia estás! Por cierto, que tu atuendo nos va de perlas, porque antes del velatorio me gustaría pasar por el convento de las Arremangadas. ¿O has olvidado que hoy es el día en que vamos a entregarles el óbolo que mi familia les tiene destinado desde tiempo inmemorial?
—¡Qué contrariedad! Yo quería pedirle que pasásemos por la consulta de Satanasa Berzal.
—Hoy no se te ocurra. Estarán todas nuestras amigas. Con ese hombre en la cárcel no hay una que no esté temiendo por su dinero.
—Tiene usted razón. Pediré hora para ir sola. Así me enteraré de todo lo de las demás sin que nadie se entere de lo mío.
—¡Ay, niña, todas sabemos lo tuyo porque todas estamos en lo mismo! ¡Si yo te contara!…
—¿Usted también puso dinero en manos de Melchor?
La marquesa enarcó las cejas exageradamente, indicándole así que guardase silencio. Cerró con un golpe seco la ventanilla que las separaba del chófer, y acto seguido se arrojó sobre ella, hablándole casi al oído.
—Yo no le he dado ni una peseta, porque conozco sitios más seguros; vamos, gente que lleva blanqueando desde que vivía Franco. Con lo bien que se hacían esas cosas en aquella época dorada cualquiera va y se fía de los neófitos. Lo que me preocupa es lo de mi hermana Jimena. En absoluta confianza: se halla en el mismo caso que Victoria. Su marido está implicado en el caso Hidrotecnia y ha puesto todo a nombre de ella.
—¡Qué ocasión para plantar a ese pesado!
—¿Qué dices? Mi hermana nunca haría esto. Es santa.
—Más santa era Victorita y ya ve usted: gastándose los millones de Osváldez con un pollo pera, Partenón arriba y Partenón abajo.
—Son los peligros de la carne, que a todas os acechan. Feliz yo, que ya no soy proclive.
—Pero ¿qué dice usted? Si está de muy buen ver. Todavía podría hacer feliz a un buen mozo.
—¡Ay, hija! ¡A mis noventa y dos!
—Quise decir pagando a toca teja.
—¡Ah, no! Nunca caería yo en las redes del amor mercenario. Yo, si no soy amada por mi cuerpo serrano, prefiero no ser amada de ninguna manera. El fuego interior de una mujer no es carbón de orujo. El fuego interior de una mujer ni se compra ni se vende.
«¡Caray con la abuela! —pensó Miranda—. A dos pasos de la tumba y aún nos va a dar lecciones a todas».
Acaso adivinándola, la marquesa del Pozo del tío Raimundo se apresuró a añadir:
—Pero hablo por hablar, pues hace tiempo que se me apagaron los braseros, los hornillos y hasta el encendedor. Lejos de mí el cáliz de la carne, porque cáliz es. Una vez lo probé y nunca he dejado de lamentarlo… Y es que, aunque a estas alturas no lo parezca, en mi juventud fui frivolona.
—¿Usted? Si siempre se la tuvo por espejo de virtudes.
—Con virtud y todo, tuve un hijo.
—Ya. Con su marido.
—Con mi marido tuve dos. Sin mi marido, tuve uno.
—¿Usted sola?
—Hija, pareces tonta. Lo tuve sin mi marido pero con un griego.
—¡No puede ser! —exclamó Miranda—. En los últimos días siempre salen griegos en las conversaciones.
—Sí, hija. Tengo un hijo en Grecia. Se lo llevó su padre a poco de nacer y lo ha educado según los usos y costumbres de aquellas tierras. ¿Y sabes qué es en la actualidad? No puedes imaginarlo siquiera porque es… ¡archimandrita!
—¡Archimandrita! ¡Haga el favor de no decir palabrotas!
—¡Cuidado! Archimandrita es un cargo clerical de cierta enjundia. Este es mi segundo oprobio: ¡un hijo mío sirviendo a la religión ortodoxa; esa religión que, como tú no ignorarás, fue causa de tantos cismas!
—No tenía la menor idea.
—La tira de cismas, hija, la tira. En realidad, creen en Dios, pero no como nosotros. Es decir, no como manda Dios. ¿Tú has visto algún ortodoxo orando ante el Cristo de Medinaceli? Nunca en la vida. Ellos tienen sus propios cultos: los que profesa ese niño a quien di el ser. Es como si el señor hubiese querido castigarme por aquel desliz. Tengo mi excusa en el gancho sexual del griego. Se parecía mucho a Jordi Pujol.
—No sabe cómo la comprendo. Yo tampoco habría sabido resistir tanto sexy homologado.
—De nuestro viaje a Grecia lo que más me ilusiona es conocer a ese hijo que Yannos tuvo el mal gusto de entregar a esa religión que no es la nuestra. Mi viaje puede ser mucho más útil de lo que tú piensas. Es necesario que devuelva mi hijo al recto camino. Quiero verle diciendo misa católica en los Jerónimos.
—¿Qué edad tiene el archimandrita?
—Lo tuve a los veinte, luego tendrá setenta y dos.
—Pues yo, a esa edad, lo dejaría en la religión que tiene ahora, porque con el cambio le puede dar un patatús. Igual se le muere antes de hacer la primera comunión.
—Hablas así porque no crees en Dios como debieras. Y en esto tengo yo que reprenderte una vez más.
—¿A mí? ¡Si soy una malva!
—Pero no observas los mandamientos.
—Perdone, los observo todos menos nueve.
—Eso está mejor. Me gusta que las jovencitas os regeneréis a tiempo.
Cuando a una mujer de cuarenta y cinco años la tratan de jovencita se le abre el cielo en la tierra; pero a Miranda volvió a cerrársele cuando recordó que, comparada con la marquesa, ella podía ser Pipi Calzaslargas, pero si se comparaba con esa niña, ella podía ser la marquesa.
Mérito es de Miranda que pueda llegar a tales razonamientos sin hacerse un lío mental.
Cuando llegaron al convento de las Arremangadas sintióse levemente decepcionada. Teniendo en cuenta los donativos de la marquesa imaginó un coro de monjitas esperándolas a la puerta, un palio para que no las mojase la lluvia, un órgano sonando a todo meter y ese tipo de cosas que antes formaban la flor y nata de la liturgia.
Privadas de pompa, tuvieron que subir las escaleras del convento custodiadas por el chófer, que sostenía el paraguas con mano temblorosa y tosía de manera desproporcionada para un octogenario sano. Por lo cual dedujo Miranda que estaba tuberculoso, de modo que quiso evitarle el soponcio llevando ella misma el paraguas. Como sea que este era más pequeño que su pamela, cubrió cariñosamente a la marquesa, con peligro de arrancarle el velo con las varillas.
Entraron por fin en un pequeño vestíbulo presidido por una monjita que trabajaba con gran diligencia ante un ordenador, donde ella misma había instalado el nuevo programa Windows 95, mientras de un fax último modelo brotaba una larga tira de papel.
Se entretuvieron curioseando en un pequeño quiosco, de aspecto coquetón, donde se ofrecía una piadosa variedad de artículos: yemas de las habilidosas hermanitas de la orden, las obras completas de la madre Ráfols, diapositivas de la gruta de Lourdes en horas punta y un vídeo con todos los detalles sobre la violación de María Goretti.
Al cabo de unos minutos salió a recibirlas la hermana tornera, una viejecita corva y arrugada que obedecía al nombre de sor Reverenciada del Urgente Auxilio.
Sabiendo que le fallaba la memoria, la marquesa preguntó con extrema dulzura:
—¿Se acuerda usted de nosotras, hermana «tronera»?
—Tornera, hija, tornera. Claro que me acuerdo. —Y, dirigiéndose a Miranda, añadió—: Sobre todo de usted, señorita. Todas las hermanas la aplaudimos cada tarde en la preciosa telenovela Florecilla del barranco.
A Miranda no le gustó que la confundieran con un personaje de los culebrones sudamericanos que enardecían a sus tres filipinas.
—Me toma usted por alguna de esas indias putumayas… —dijo, en tono cortante—. Sin duda le fallará el coco a causa de la edad…
La religiosa acusó el golpe:
—No hable usted de edad, comadre, que la veo muy granadita para presumir tanto.
Miranda estuvo a punto de saltarse a la torera el respeto a las togas.
—Francamente, todavía no tengo en la cara ese acordeón que su reverencia lleva en la suya.
—Sí, rica, pero yo no me pongo los potingues que debe ponerse usted y total para tener el cutis hecho una porquería… —Y, volviéndose a la marquesa, añadió con retintín—: Francamente, a esa tía la encuentro un poco trasto.
—Y yo a usted demasiado mundana… —reprendió con dulzura la marquesa—. Ande, ande, vaya a buscar a la madre superiora, que tenemos prisa.
—Siempre queda un resto de mundanidad —refunfuñó la tornera—. Yo, de joven, fui muy coqueta. Recuerdo que, después de la guerra, las mozas bien solíamos usar Cutifina y fajas Sabelín. ¿Se acuerda usted, señorita?
Miranda volvió a recibir el impacto.
—¿Se acuerda usted de la coronación de Eugenia de Montijo, guapa?
Afortunadamente, la hermana tornera ya estaba demasiado lejos para oír aquel comentario. Una vez hubo salido de la habitación, Miranda dijo a la marquesa:
—A mí esa sor me cae fatal. La encuentro retorcida en el decir y suspicaz en el mirar.
No había acabado de pronunciar esas palabras cuando sus ojos se fijaron en una ventana que daba a un claustro de aspecto pacífico, bañado de luz y sombras beatonas, como los glorificados en la película Sonrisas y lágrimas. Sólo que en aquella ocasión lo atravesaba una de esas damas cuya presencia suele ser una declaración de guerra. Caminaba con andares provocativos, arrastrando un renard que la hacía distinguida, al tiempo que insólita por estar tan cerca el verano.
—¡Arrea! —exclamó Miranda—. Fíjese en esa mujer que pasa por el claustro…
—¿Esa con aspecto de pendón de lujo?
—Es que se trata de un pendón. ¡Es Perla de Pougy!
—¿Perla en un convento? ¡Qué cosa tan rara!
—Ahora que caigo: vino a verme esta mañana para abusar de mi teléfono, como suele. Para colmo, me dijo que quería hablar en privado, pero tuve tiempo de oír que pedía por una madre superiora. ¿No será la de este convento?
—Tu amiga querrá arrepentirse. Dios es misericordioso en todas sus cosas y en sus muy variados intentos. Del mismo modo que a cada puerco le llega su San Martín, a cada pecadora le llega su Miércoles de Ceniza.
—Usted, marquesa, siempre dice cosas tan bonitas que, al escucharla, se me cae el tampax.
—No es este el lugar, Mirandilla. No es este el suelo.
—No, que es sacro. Veo que corresponde guardar piedad. Pero esto no quita que me intrigue qué estará haciendo aquí Perla de Pougy.
—Más que intrigarme esa liviana, me incomoda la tardanza de la madre superiora.
—Estará cantando en el coro. Y ya se sabe: del coro al caño…
—¿Al qué?
—Al caño.
—Ah, bueno.
Guardaron silencio. El tiempo iba transcurriendo y la impaciencia de Miranda empezaba a incordiar. Estaba mareante. Se levantaba, daba un corto paseo, echaba una mirada al claustro, abría una puerta, entraba en una habitación vacía y regresaba con la misma actitud de impaciencia.
Pero una de las habitaciones no estaba vacía. Por el contrario: estaba abarrotada de cajas de transporte que habían sido abiertas y vueltas a cerrar con cierto descuido.
En voz queda, casi en un susurro, Miranda llamó a la marquesa a su lado. Mantuvo el tono de secretez al preguntar:
—Fíjese: ¿de qué serán esas cajas?
—Vendrán cargadas de cilicios para las penitencias de esas santas mujeres. En todo caso, no nos incumbe.
—Cuando una cosa no me incumbe, me interesa mucho más. Fíjese: aquí dice que vienen de Colombia… de un sitio que se llama Medellín.
—Me suena a un pueblo que sale en la televisión cada vez que se habla de drogas…
—¡Yo no resisto, no resisto y no resisto! —iba diciendo Miranda mientras buscaba en su bolso un cortapapeles que siempre llevaba cuando iba de visita—. Es por si tengo que forzar la cerradura del escritorio de alguna amiga. Las muy pérfidas suelen cerrarlo con llave.
—Eso que estás haciendo no me gusta nada, Miranda. Recuerda que el undécimo es no fisgar.
Pero Miranda había conseguido levantar la tapa de una de las cajas. Hundió la mano en ella y, al sacarla, mostró unas diminutas piezas redondas y blancas como la nieve.
—¡Son hostias de las de comulgar! —exclamó asombrada—. Cientos, acaso miles de hostias.
Se apresuró la marquesa a confirmar aquella evidencia. Mientras lo estaba haciendo, entró la hermana tornera, con el mismo paso cansino y una idéntica mirada de antipatía hacia las dos visitantes. Actitud que aumentó de tono cuando las descubrió rebuscando en las cajas.
—¿Qué hacen ustedes, sacrílegas? —exclamó, a gritos—. ¿Cómo se atreven a tocar esa sacra mercancía?
Su acartonado cuerpo adquirió de pronto una agilidad sorprendente. Saltando sobre Miranda, le retorció el brazo con una maniobra que se parecía sospechosamente a una llave de judo, mientras gritaba:
—¡No las toquen! No pueden llegar manoseadas a Galicia.
—¿De Colombia las mandan a Galicia vía Madrid? —preguntó Miranda, acariciándose el brazo dolorido.
—Es que en Galicia hay mucha piedad —dijo la hermana tornera—. Sólo en Santiago se comen la cuarta parte.
—¿Puedo probar alguna? —preguntó Miranda.
—¡De eso ni hablar! No tenemos vino consagrado para acompañarlas.
—No se preocupe. Con un whisky me conformo. Traigo mi petaquita. Y no ponga usted esa cara, sor. Mi amiga Torrebruna O’Hara me dijo que, en Escocia, en lugar de consagrar con vino lo hacen con Johnny Walker.
Imposible describir la furia de la hermana tornera ante aquellas palabras. Y ya no estaba ella para más ejercicios, a juzgar por sus jadeos y cierto temblor en las venerables piernas.
Fue entonces cuando llegó la madre superiora, imponiendo un respeto que el lector encontrará natural si sabe que era una mujer alta, esbelta, de porte augusto y enérgicas maneras. Todo en ella destilaba un aura de majestad sólo traicionada por unas horribles cicatrices que le llenaban el rostro, por otro lado bello.
La marquesa no pudo esconder un grito de horror.
—¡Cómo tiene usted la cara, reverenda!
—Son los estigmas, hija mía. Me los manda el Señor por primavera.
—Miente —dijo Miranda, por lo bajo—. Se ha hecho un lifting y todavía le está reposando.
—¿Estás segura? ¡Mira que tú eres muy aventurada!
—Que sí, mujer, que sí. Que esto es un lifting como una catedral.
—Pues no me gusta nada que la superiora de las Arremangadas lleve operaciones propias de casquivana. De todos modos, a lo que hemos venido. —Y, volviéndose a la reverenda, dijo en tono más dulce—: Una vez más, le entrego el óbolo con el que mi familia mantiene a esta orden desde los tiempos de Viriato, pastor lusitano.
—Y una vez más, gracias por su donativo, señora marquesa. Nosotras somos muy pobres, usted lo sabe. Lejos de nuestra orden esa abundancia en que otras nadan e incluso bucean. Somos pobrecitas y, por serlo, agradecemos ese dinero mínimo por cuyo desembolso las almas piadosas como usted se dignan creer que nos mantienen.
La marquesa se puso inmediatamente en guardia, como siempre que le hablaban de dinero.
—¿Qué quiere decir su reverenda?
—Quiero decir que debiera usted poner al día sus limosnas. A poco que se descuide nos pagará en reales de vellón.
—Una bondad no se discute.
—Pero se aumenta, hija mía, se aumenta.
—No es de bien nacidos morder la mano de quien nos da de comer.
—Es que los aristócratas nos dan más bien para ayunar.
Se entabló una pelea cuya exposición podría herir a las almas sensibles, tanto a las que creen en los valores permanentes de la aristocracia como a las que comulgan con los valores perennes de la religión. Y como sea que las palabras que se cruzaron la marquesa y la reverenda fueron poco aristocráticas y mucho menos religiosas, será preferible quedarnos en la conclusión: la reverenda tenía algunas bulas a buen precio y la marquesa necesitaba varias para un buen morir.
Además del aumento de óbolo se incluyó en el trato una lavadora nueva, una antena parabólica y la colección completa de las novelas de Rosa Montero para deleite de las novicias progresistas.
Ya puestas de acuerdo, se abrazaron con fervor y la reverenda se dirigió a su despacho. Era como el de un notario, pero impregnado de pías intuiciones.
La estaba esperando Perla de Pougy, una pierna sobre la otra, el renard sobre los hombros y un cigarrillo humeando en su boquilla de plata. No es que intentase parecer provocativa. Es que era pendón, como ya se ha dicho.
—No debe usted fumar en este convento —dijo la reverenda. Y en tono secreto, añadió—: Pero si me da un pitillo la disculpo… —Tomó un rubio de la pitillera de oro de Perla de Pougy. Se excusó ante sus probables reproches, diciendo—: Hija mía, de vez en cuando el alma tiene que dar una tregua al cuerpo…
—La que quiera, reverenda —contestó Perla, con su sans fagon habitual—. Lo que me interesa es ir al grano de una vez. Debe saber que en los últimos tiempos se está haciendo muy difícil encontrar una mercancía adecuada…
La reverenda adoptó una actitud de grave circunspección:
—El obispo se ha quejado. El tal Ramoncito le ha salido rana. Tenía más años de los que aparentaba.
—Su madre me dijo que tenía trece.
—Eran dieciséis.
—Su eminencia se anda con demasiadas contemplaciones. A ese Ramoncito lo podía haber colocado a tres ministros, que siempre pagan mejor.
—Pero no tendría usted la bendición episcopal.
—Eso sí. Para una buena cristiana es lo más importante.
—¡Santa mujer! Vamos a ver que nos trae.
Perla de Pougy sacó un álbum donde aparecían las fotografías de algunos varoncitos en la primavera de la vida.
—Aquí hay varios que son de primero de BUP.
—A su eminencia le gustan con acné.
—Para acné este. ¡Fíjese qué primor de criatura!
—Eso más que acné es la viruela. Resulta un poco asquerosillo, con tanto pus. ¿No tiene usted algo más presentable?
—Ya le he dicho que las cosas se están poniendo difíciles. Este país ha prosperado mucho, y los padres no alquilan a sus hijos así como así. Tiene que ser algún parado, alguna madre que esté en la cárcel; en fin, ya sabe usted… De todos modos, he decidido ampliar el negocio. Es necesario buscar en países más necesitados. Entre nosotras: dentro de pocos días puedo tener nuevos contactos.
—¿Y pues?
—Sabrá usted que viajo a Grecia con la expedición de la princesa Von Petarden, pero yo voy a mi negocio, que es el siguiente: hay en determinada isla un determinado hospicio, cuyo nombre me cuidaré de revelar, donde abundan los adolescentes morenitos que no tienen ni padre ni madre y que, por acumulación a lo largo de los años, amenazan con reventar aquellos píos muros…
—¿Adolescentes en edad de BUP, querida?
—Y de primera comunión, reverenda.
—Dios los bendiga, porque gracias a ellos se llenarán los pucheros de esta santa casa.
—Y mi vestuario, madre. No voy a negarle que en los últimos tiempos la economía anda muy apurada. Sobre todo desde que han metido en la cárcel a ese imbécil de Melchor Osváldez…
—¿A usted también le afecta?
—Como a tantos. Y ustedes no serán menos, supongo. En confianza: ¿lo de los niños y el obispo pasaba también por Osváldez?
—Lo de los niños y lo de la sagrada forma. Yo no estoy muy enterada, porque lo mío es rezar, pero nuestro intermediario nos ha contado que entre Colombia, Galicia y el banco que regentaba Osváldez existen conexiones muy poderosas y seguras. No puedo creer que este encarcelamiento consiga romperlas. Si así ocurriese, nuestro convento tendría que mantenerse con la venta de la biografía de santa Genoveva de Brabante, que en los tiempos que corren tampoco es un best-seller.
—A todos nos conviene que la piedad de sus reverendas se dirija ahora en beneficio de Osváldez.
—En efecto. Recomendaré a todas mis monjitas que, a partir de hoy, recen continuamente para un pronto arreglo de esta enojosa situación, que perjudica el bolsillo de tantos cristianos.
Y para sus adentros se dijo: «Y no nos olvidemos de Colombia, señor. No nos olvidemos de la pobrecita Colombia».
AJENAS A LOS NEGOCIOS DE PERLA DE POUGY, la marquesa y Miranda se hallaban de nuevo en el coche, en actitud meditabunda. Miranda sacó del bolso un pañuelito de encaje que abrió a su vez cuidadosamente. Lo que allí salía bastó para alejar a la marquesa de su ensimismamiento.
—¿Qué es eso, Miranda? —exclamó con los ojos abiertos de par en par—: ¿Qué has hecho?
—Mientras ustedes hablaban de óbolos, yo he arramblado con un cuarto de quilo de hostias como recuerdo. Voy a probar una. ¡Hace tanto tiempo que no comulgo!
—¡Te guardarás de hacerlo! —exclamó la marquesa—. Me dice el corazón que puede caer sobre ti la ira del Señor.
—No tema: la ira del Señor está cayendo ahora mismo sobre Sarajevo y otros sitios, de manera que no tendrá tiempo de venir a castigarme a mí por una tontería como esta.
Se llevó la hostia a la lengua y, sin la menor dificultad, la saboreó a placer.
—Nunca había hecho una cosa así fuera de misa —comentó la marquesa, intrigada—. ¿Qué se siente, hija mía?
—Un gusto muy raro. No me recuerda para nada a las que tomaba de niña en la capilla del colegio.
—Es que también la Iglesia ha cambiado en los últimos años.
—Esta sabe a coco.
—Claro, viniendo del trópico… También allí tienen usos distintos y acaso pintorescos. Lo que no sé es si sabrán apreciarlo en Galicia… —Y al ver que Miranda continuaba con su particular merienda, la reprendió cariñosamente con un golpecito en la mano—. Basta ya. No conviene abusar de los dones del Señor, que lo mismo que te los da te los quita.
Miranda envolvió la mercancía con su pañuelito, mientras decía:
—Las guardaré para enseñárselas a mis amigas. Dejando aparte a Miriña, que le pega su marido, las demás no han visto una hostia desde hace siglos… —Y con actitud desenvuelta añadió—: Por cierto, marquesa: los griegos esos del culto de su hijo, ¿con qué comulgan?
—¡No lo quiero saber! —exclamó la marquesa, llevándose las manos a la frente—. ¡No lo quiero saber!
—¿Se comen a los católicos?
—Mujer, tanto no.
—¡Ah, entonces, podemos ir a Grecia tranquilas! Es que al decirme usted lo de la otra religión me veía yo como a santa Ágata, que le cortaron los pechos por lo sano. Y lo peor es que le dejaron uno más largo que otro, igual que a Lidia Ejarque, que se los operaron fatal… ¿No me escucha, marquesa?
En efecto, la marquesa volvía a estar ensimismada. No tardó un segundo en sacar un pañuelito centenario para secarse unas lágrimas que casi lo eran también.
—A medida que nos acercamos al domicilio funerario siento una pena inmensa por mi amiga la baronesa. ¡Pobre Macarena! Perder a una hija siempre es una desgracia; perderla en una sex-shop es, además, un cachondeo. ¿Tú crees que esa desgraciada habrá ido al cielo?
—No lo sé, pero esto es lo menos importante, porque con el tute que se daba ya conoció el cielo en la tierra. De todos modos, tiene usted razón en una cosa: hay que llorar un poco. Si nos presentamos con los ojos secos seremos muy criticadas.
—Sobre todo por María Asunción Solivianto. No sabes cómo está de beatuca desde que tiene comercio con la Virgen.
—Lo que no sé es si es santa o celosilla y acuciosa. Igual le ha dado por imitar a Pitita Ridruejo para adquirir notoriedad.
—Distingo, y mucho. Pitita es más seria. Sabe de lo que habla y lo demuestra. En cambio, la Solivianto habla tanto por boca del cielo que ya no tiene voz propia.
Así llegaron a la mansión de la baronesa. Era uno de los pocos palacetes que quedaban en pie en el barrio de Salamanca, y si bien esta característica lo convertía en una curiosidad, el interior hacía de él un museo. Durante cinco generaciones se habían ido almacenando reliquias de todo tipo, que contrastaban en estilo, época y dignidad, yendo de lo mejor del periodo napoleónico a lo más kitsch del primer franquismo, con todos los estilos imaginables de épocas intermedias. En realidad, la baronesa de Montebarrillo se preciaba de pertenecer a una de las pocas familias de Madrid que no se habían visto obligadas a vender nada, pero cualquier decorador de gusto le hubiera indicado que debía vender bastante.
Era el lugar ideal para que una folklórica exclamase: «¡Qué lujo, qué prosapia, qué empaque!». Y ni siquiera las telarañas que colgaban de algunas armaduras les hubiera parecido otra cosa que un adorno pinturero.
Impresionada por lo que también ella consideraba una calidad de raza, Miranda Boronat se encogió bajo su luto y siguió a la marquesa del Pozo del tío Raimundo, que continuaba llorando a mares.
Salió a recibirlas la condesa de Vallecasburgo —título reciente—, seguida por las hijas de la baronesa, Lolón y Sisín. Iban todas enlutadas, con velos que les cubrían completamente la cara. Por todo ello, Miranda las encontró muy favorecidas.
La del Pozo del tío Raimundo y la de Vallecasburgo se abrazaron, sin dejar de llorar un solo instante.
—¿Quiere usted ver a la difuntita? —terció la hermana mayor, que llevaba un lindo luto de Versace.
—Francamente no —dijo la marquesa—. Prefiero recordar a Menene como era. En toda su belleza juvenil. En toda su lozanía.
—Se estará refiriendo a otra —comentó Miranda por lo bajo—. O será el Alzheimer.
—En cambio, quiero abrazar a mi pobre Macarena. Me extraña que, con lo cumplida que llega a ser, no haya salido a recibirnos.
—Está abatida; no sé yo si de dolor, si de vergüenza. Porque, anda que esas niñas de hoy van a morir en unos antros…
Lolón y Sisín se llevaron a Miranda aparte mientras la del Pozo del tío Raimundo se iba con la de Vallecasburgo a las habitaciones de la dolorida madre.
El velatorio estaba en su punto culminante. Doce señoronas divinamente enlutadas se repartían por los distintos rincones de un saloncito de paredes tapizadas de rojo y sillería isabelina. Las damas que las ocupaban representaban todos los estamentos del dolor coincidentes en una misma máxima que acreditaba su profunda religiosidad y su extrema distinción. Esta máxima rezaba: conformidad y resignación con los designios del Señor. Y en el fondo no dejaba de ser tranquilizadora.
Ninguna de las reunidas tenía mucho interés por la difunta. En realidad eran amigas de la madre. Compañeras de bridge, de merienda en Embassy, de teatro con comedia fina y compras en Serrano. La que más la que menos era viuda de algún alto cargo del franquismo o solterona con antiguo novio que hizo las milicias universitarias. Sólo había cuatro amigas de Miranda, y se les notaba, ya por la cara de aburrimiento, ya por la sonrisa de complicidad cuando alguna de las otras invocaba algún concepto pasado de moda (que eran casi todos).
En cualquier caso, la mezcla no desentonaba porque todas aquellas damas, las carcas y las modernas, coincidían en el mínimo de elegancia exigido para hacer compañía a una difuntita de pro. Por todo ello, Miranda lo encontró uno de los velatorios mejor montados de aquella temporada y aun de varias.
Lolón, la del luto Versace, le aclaró por lo bajo:
—La verdad es que está animadísimo. Ustedes se conocen todas, ¿verdad?
Las señoras más serias dirigieron a Miranda un vistazo de animadversión. En cambio, las modernas se hubieran limitado a arañarla de no ser por las buenas formas. Sin embargo, una de ellas se las saltó, gritando como una euménide[7]:
—¿Que si nos conocemos? ¡Como que a esta bruja voy a aprovechar yo para arrancarle los ojos! ¿Quién te mandó decirle a mi marido que tengo citas secretas con Pepón Cisternas? ¡Cotilla, más que cotilla!
Acostumbrada a aquel tipo de reproches por parte de sus doscientas peores enemigas, Miranda se encogió de hombros y, en tono ligero, contestó:
—Servidora ni quita ni pone rey. A quien le pique, que se rasque. Además, un velatorio no es sitio para hablar del puterío.
—Estoy con usted, querida —concedió Almudena del Pedral—. Estábamos hablando de Grecia y, por extensión, de la Virgen.
—Entonces no es ninguna que conozcamos… —comentó Miranda, jocosilla.
Pero su broma no fue aplaudida como esperaba. Del mismo modo que la mayoría de las allí presentes no pertenecían a su círculo, ninguna de ellas podía entender su lenguaje. Decidió guardar sus bromas para mejor ocasión; una en que no hubiese difuntitas de por medio ni religiosidad planeando.
Puso orden la benemérita dama Pilar Prima de la Higuera, que en los gloriosos tiempos de la Falange había sido palanganera mayor de doña Carmen:
—Volviendo a la Virgen, debo decir que la única autorizada para hablar de ella es María Asunción, que es quien de verdad la ha visto.
Todos los ojos se volvieron hacia una distinguida dama, que acababa de entrar, con las manos unidas sobre el pecho, quedo el paso, pregonando en su mirada una infinita paz interior. Su diminuta estatura, su aspecto ínfimo, como de dulce madrecita de los gnomos, contribuía a crear a su alrededor una atmósfera tranquilizadora. Era María Asunción Solivianto.
—Yo no he llegado a ver a la Señora —dijo con dulces acentos—. Ella me concede el regalo de la fe, pero no me ha considerado digna de ser su portavoz. Quien de veras la ha visto es Edipa, esa admirable rústica de las helenas montañas.
La muy distinguida marquesa de Las Tablillas tenía algo que decir al respecto, y lo dijo:
—A mí no me parece de recibo que, habiendo tanta gente de abolengo, vaya la Virgen a aparecerse a una plebeya.
—La Señora siempre encontró predilección en los rústicos —dijo María Asunción Solivianto—. De ella he aprendido yo, en mi modestia, a tratarlos como si fuesen personas.
—Es cierto —apostilló Eugenia de Bombón Palmas—. En nuestra finca extremeña tenemos un matrimonio de campesinos que incluso hablan. Pero cuente, María Asunción, cuente lo de la Virgen.
—Estaba Edipa macerando melocotones griegos cuando oyó unas voces que llegaban de lo alto. En un principio, la santita optó por callarse, para que en el pueblo no la tratasen de neurasténica, pero a la que las voces se repitieron se lo contó a su vecina Electrilla y esta le recomendó que se tomase un valium, y aunque así lo hizo, volvieron las voces y entonces se lo dijo a su cuñada Calpurnia, y esta fue y le dio la dirección de un doctor de los nervios, y a la cuarta sonaron las mismas voces y esta vez eran muy claras, muy claras…
—¿Qué decían?
—«Edipaaa, Edipaaa», decían las voces. Y no paraban de decir «Edipaa, Edipaa…».
—Está claro que era la Virgen… —dijo la Prima de la Higuera, con autoridad—. Es su forma de expresarse.
—Hete aquí que la rústica, animada por tanta benevolencia, puso los brazos en alto, en señal de infinita adoración, y preguntó: «¿A qué venís, señora? ¿A qué venís?». Y en estas la Virgen, siempre condescendiente con la humana especie, declaró: «Vengo a aparecerme ante el mundo en la tierra de mi predilección».
—Será España, sin duda —dijo Sonsoles del Parral.
—«Quiero comparecer ante los humanos para anunciarles la voluntad de Dios. Y ha de ser en la tierra donde al evangelista le fue revelado el fin de los tiempos. En la isla del Apocalipsis». —De pronto, María Asunción abandonó su tono evangelizador y dijo, en un tono de ligera suficiencia—: La Señora se refiere a Patmos, naturalmente.
—¿Patmos no es el nombre de una cafetería? —preguntaron algunas al unísono.
De pronto se oyó en la puerta una enérgica voz que gritaba:
—¡Cállense las acémilas!
Todas se giraron para contemplar, con el correspondiente desagrado, la oronda mole de Ruperta Porcina Boys.
Si hubiese vestido de luto, como las demás, sus adiposidades se habrían visto disimuladas por el favor del negro, pero se empeñaba en realzar su conocida modernez a base de cuero barato y unos tejanos que querían parecer elegantes y, como mucho, contribuían a dar a sus piernazas la apariencia de dos butifarras.
Dispuesta a ganarse la voluntad de las reunidas, les espetó una larga disertación sobre la isla de Patmos, sus relaciones con Juan Evangelista y su importancia en la tradición cristiana. Tan erudito discurso tuvo el poder de levantar el entusiasmo de María Asunción Solivianto, quien aprovechó para congratularse de que la escritora experimental viajase con ellas a Grecia.
No contaba con la reacción de algunas de sus compañeras, cuyos principios estaban edificados en la firme convicción de que Franco salía cada mañana por Oriente y se ponía por las noches por Occidente, para volver al alba, igual que el dios Ra de los egipcios.
La reacción fue típica y, seguramente, práctica:
—Nosotras no viajamos con una roja.
—¡Rojos de ninguna manera! —exclamó la condesa de Saguntillo—. Si fuese hace tres años, todavía, porque estaban medio de moda, pero ahora que están de capa caída no voy a transigir.
Ruperta Porcina Boys se amparó en las dulces manos de la Solivianto, mientras decía con un hilillo de voz destinado a demostrar su profunda ingenuidad:
—Pero ¿qué dicen? ¿Roja, yo? Si mi padre era íntimo de un teniente coronel. Y mamá sacaba a pasear por la Albufera a nuestra tía la monja.
La condesa de Saguntillo no se daba por vencida:
—Sí, pero tan dignos antecedentes no evitaron que estuviese usted en el mayo francés. Lo leí en la peluquería hace pocas semanas.
—Claro que estuve en el mayo francés, pero ¿acaso no estuvieron también muchos sacerdotes?
—No serán de los que a mí me confiesan… —dijo, altiva, Olivia Sotomayor.
—Ni los que den la extremaunción a mi marido cuando tenga la excelente idea de morirse —exclamó otra.
Sabiendo que se estaba jugando la confianza de la ideología que estaba a punto de irrumpir con fuerza en la vida nacional, Ruperta Porcina Boys decidió jugar sus cartas con un arrojo casi desesperado:
—Pues yo aceptaría que me diesen los sacramentos no sólo esos sacerdotes, sino todos los del mundo. ¿Quiénes somos nosotras para juzgarlos? ¿No fueron ellos investidos con unos poderes que nos sobrepasan?
María Asunción Solivianto estaba a punto de aplaudir, cuando se oyó un gemido y, al poco, un ataque de hipo. Todas las miradas se volvieron hacia Miranda Boronat, que aparecía pálida de muerte y con el rostro empapado en sudor.
—No sé qué tengo —susurraba—. No sé qué me pasa. ¡Ay, que me voy!
—Tiene escalofríos —comentó Olivia Sotomayor.
—Estará destemplada.
—El mundo me da vueltas —gemía Miranda—. Estoy en un tiovivo. Estoy en el vientre del diablo.
Todas coincidieron en que debía pasar a una habitación más amplia y ventilada. Se ofreció a acompañarla Mauricia Resclós, que pertenecía a su clan y por tanto sabía cómo tratar sus excesos.
Mientras todas las miradas seguían la espectacular salida de Miranda, María Asunción Solivianto cogió aparte a Ruperta Porcina Boys y, con su habitual tono de dulzura, comentó:
—Usted siempre me desconcierta. ¿Es roja o no es roja?
—Soy rosada, mi amor. Mis ideas van con mi afecto. Un poquito para quien me quiere, otro para quien me respeta, otro para quien se porta bien conmigo.
—¿Me cuento yo entre estos últimos?
—Siempre estuvo. Y a fe que sé demostrarlo. ¿No leyó mi crítica sobre su libro de poesía mariana?
—La tengo enmarcada junto a una dedicatoria de don José María Pemán. Nunca podré agradecérselo bastante.
—Ahora puede.
—¿Cree usted? Me encantaría.
—Podrá, querida, podrá. Tengo una amiga, que goza de crédito excepcional en el mundo de la literatura, y cuyo máximo interés está en localizar a esa Edipa antes que nadie…
Mientras Ruperta Porcina Boys informaba a la Solivianto sobre su conversación con Tina Vélez, otro complot se tejía en la salita adyacente, a donde Miranda se había desplazado para tomar un casto ponche en compañía de Mauricia Resclós. Pero esta, que se distinguía por su extraordinaria afabilidad, no estaba aquella tarde de muy buen humor.
—Menudo peñazo será encontrarnos a todas esas beatas en el mismo barco. En lugar de bailar sevillanas acabaremos rezando el rosario durante todo el crucero.
—No me habías dicho que tú también te apuntabas… —comentó Miranda, con voz entrecortada.
—Será un pretexto para ir a Grecia sin levantar sospechas. Es necesario que me entreviste urgentemente con Victoria. Estoy en su mismo caso. Quiero que me cuente cómo se las ha arreglado para irse con los bolsillos llenos dejando al cretino de su marido en la cárcel.
Hubo un silencio. Miranda, tan rápida en sus reflejos, no acababa de entender lo que Mauricia intentaba decirle sin necesidad de mayores explicaciones. Al final, no hubo más remedio que dárselas.
—Es mejor que te lo diga de una vez. A mi marido lo han llamado a declarar esta tarde. Y también está implicado el de Sonsoles y el novio de María del Coro y el pagano de Lupita.
Desde su profundo mareo, Miranda Boronat se iba enterando de que los juzgados madrileños se estaban llenando de prestigiosos financieros. En un momento de lucidez se preguntó si era una coincidencia que todas sus esposas decidiesen apuntarse a la romería griega de María Asunción Solivianto.
No tuvo tiempo de formular la pregunta en voz alta. De pronto, se llevó las manos a la cabeza y exhaló un grito, no se sabía si de horror o de batalla. Cayó al suelo, presa de horribles convulsiones.
Mauricia se abalanzó sobre ella y le tomó el pulso. Parecía detenido, pero no podía estar muerta porque continuaba aullando como una posesa.
Los gritos atrajeron la atención de las damas que se habían quedado en la estancia vecina. Corrieron todas en ayuda de la agonizante, que se debatía entre sus tules negros y desgarraba la pamela, rompiendo de súbito en risotadas tanto más desconcertantes que sus lágrimas anteriores.
Si las damas no salían de su asombro, la marquesa del Pozo del tío Raimundo no salía de su horror. Imposible creer que aquel estropajo humano fuese la dulce Miranda de otras horas. Y cuando alguien se refirió al alcohol, la marquesa adujo con certeza que en toda la tarde la pobrecita no había dado ni un trago.
Fue Ruperta Porcina Boys quien sentenció:
—Esto es un ácido que le ha sentado mal.
—¿Un ácido? —exclamó Mauricia—. Pero si Miranda no se ha drogado nunca.
—Pues tiene todos los síntomas de un colocón. ¿Alguien la ha visto tomar algo? El ácido se puede tomar con un pastelito, una galletita empapada, un poquito de pan…
Fue entonces cuando a la marquesa del Pozo del tío Raimundo se le iluminó el cielo, tanto o más que a la propia Miranda.
—¡Es la hostia! —exclamó la dama.
—¡Marquesa! —exclamaron todas, escandalizadas.
—No se asombren ustedes de los designios del cielo. Yo he visto a esta insensata tomar su propio castigo. Esto le ocurre por comulgar cuando no debía y donde no debía. Porque sólo el Señor sabe lo que hay dentro de la sagrada forma, cuando Él no está en ella.
Y toda la congregación dijo «Amén».
LEJOS DE ESE AMBIENTE SEÑORIAL, otra muerte convocaba a las vecinas de Margot Sepúlveda, señorita de cuarenta y dos años y residente en una de esas urbanizaciones de chaletitos adosados que acordonan Madrid, ridiculizándose a sí mismas por su exceso de pretensiones incumplidas.
Las doce mejores vecinas de Margot regresaban del entierro de la madre de esta. Se habían empeñado en entrar a ofrecer compañía porque es uno de los tópicos preferidos del alma popular que el dolor se lleva mejor con un poco de charleta. Era como no conocer a Margot, pero en esto estaban ellas y nadie se lo quitaría de la cabeza.
¿Quién era, qué había sido la difunta? En realidad, muy poca cosa. Igual que la urbanización y sus vecindonas, fue una mujer anónima y anodina. Aparte de casarse, parir y enviudar, jamás había hecho nada destacado. Si acaso vivió una guerra civil, pero muy mezclada con el resto de su generación. Igual que casi todos sus componentes, nunca habló por la radio. Nunca salió en ninguna revista. Su única oportunidad de aparecer en televisión sería asistir como espectadora a uno de esos programas que permite al público ponerse de veintiún botones por si los pesca la cámara. Sólo que a doña Obdulia no le quedaba siquiera esta posibilidad porque llevaba veintidós años postrada en cama.
Se acostó en 1973 con un calambre y no volvió a levantarse, porque el calambre se convirtió en una parálisis total. Era el momento justo para morirse, pero Dios, que a veces manda la vida cuando nadie se lo pide, decidió concederle veintidós años más.
—¡Gracias, Dios mío! —exclamó la enferma—. Pero podrías ahorrártelos.
Esto mismo comentaban las vecindonas después de cantar todas sus virtudes; tarea que, por cierto, apenas les ocupó tres minutos. Parecía apasionarlas más el de la única superviviente de una saga familiar basada en la mediocridad.
—Pobre Margot —gimió una—. Se ha dejado la juventud al lado de esa madre consumida.
—Es cierto que no puede pedirse mayor abnegación —salmodió otra—. ¿Cuántos años tendría Margot cuando la mártir se quedó crucificadita en este lecho de espinas?
—Veinte serían. La flor de la juventud.
—¡Los verdes años! ¡Y cómo se le han ido marchitando entre estas cuatro paredes, haciendo de enfermera perpetua!
—Ella lo llevaba con resignación. Y ya es mucho, porque, sin querer criticar, Obdulita era una santa, pero de trato difícil.
—Era todo un carácter, sí.
—Vamos, un poquitín borde.
—Borde total. Diría que una cabrona. Creo que, una tarde de mil novecientos setenta y ocho, le tiró un orinal a la asistenta y le dio en la cabeza.
—En fin, ya está enterrada y bien enterrada. La pobre niña Margot podrá rehacer su vida.
Ya lo estaba intentando la superviviente en otro lugar de la casa. Había dejado a las plañideras para encerrarse en el baño con el pretexto de un llanto que, en realidad, no existía. Por el contrario: sus acciones hubieran sorprendido a las que la imaginaban blanca como la cera y con carita de Dolorosa.
Margot se contemplaba en el espejo, calibrando si le quedaba algo de juventud en los ojos y un poco de fuego en los labios. Los fruncía provocativamente, como recordaba en las actrices de su adolescencia, sobre todo Brigitte Bardot, que era la que mejor sabía hacer morritos. Sintióse vampiresa de la pantalla y respiró con alivio. Todavía no era un zombie. Para asegurarse se deshizo el moño que había llevado durante los últimos años y dejó que la caballera cayese libre y ondulada sobre los hombros. Ahora se sintió tentadora. Ajada, sí, pero tentadora al fin.
Al verla regresar, las vecindonas se apresuraron a consolarla. No reparaban en que el pelo suelto ya implicaba algún consuelo.
—No te desesperes, hija, que tu madre ya descansa.
—Piensa que cada alma tiene su momento para volar hacia esas alturas donde todo se perdona…
—Consuélate pensando que, cuando cerraron el ataúd, estaba igualita que en vida. Diríase que respiraba.
—Podrás recordarla como era, porque la hemos filmado en vídeo doméstico.
Margot les regaló un mirada incomprensible. No era de dolor ni de rabia. Contenía si acaso un poco de burla.
—Menos mal que la he afeitado —comentó, entre dientes—. Después le he puesto un buen after shave, para que no le pique en la otra vida…
—Pero ¿qué dices, Margot? ¿Estás delirando?
—Para mí que se ha trastocado.
—Son cosas mías. No me hagan caso. Amor de hija, que en casos dramáticos suele irse por los cerros de Úbeda.
—Pues nosotras nos vamos a los cerros de casa de cada una. Que hoy es viernes y dan premio especial en el cuponcito de la tele.
—Igual nos toca a una de nosotras y no nos enteramos hasta mañana y es una alegría que se aplaza.
—Eso. Y en los tiempos que corremos, no conviene aplazar las alegrías ni un minuto.
Margot las acompañó hasta la puerta, con una sensación de alivio que equivalía a repique de castañuelas. Si mucho la incordiaban esas profesionales del dolor que suelen frecuentar entierros y funerales, más la incomodaban las que, además, no lo sentían. ¿A qué ignorar que se limitaban a seguir la política de la buena vecindad, esa según la cual la amiga que nos ayuda a amortajar a la madre tiene derecho a pedirnos azúcar, leche o vídeos cada vez que se le antoje?
Pero una mujer desconcertada como Margot no necesita de estos subterfugios: su desorientación sólo precisa una confidente de veras: la mejor amiga, la vecina por antonomasia, la de paredes colindantes y jardincillo casi unido. Y esta amiguita era Emilia Redes de Ruiz-Ruiz y ninguna otra.
Era una mujer de la misma edad que Margot —dos años más a lo sumo— que presentaba la configuración típica de las amas de casa que no son ni guapas ni feas, ni bajitas ni altas, ni rubias ni morenas, ni elegantes ni desastrosas. Obedecía a ese término medio que hemos aprendido a apreciar en el común de los mortales sin que por ello despierten ni nuestra aprobación ni nuestro rechazo, ni nuestra admiración ni nuestra crítica, ni nuestra simpatía ni nuestra animadversión. Es el término medio, que ha dado a las masas del siglo XX su fisonomía más característica.
En este orden de cosas, Emilia Redes de Ruiz-Ruiz pertenecía al tipo de mujer que se manifiesta plenamente dichosa todos los días de la semana, menos el viernes, el sábado y la mañana del domingo. Entre otras razones, que el lector conocerá por boca de la propia Emilia, el viernes era un día fatídico por una razón fundamental: hacía veinticuatro horas que habían salido las cuatro revistas del corazón, las había devorado ávidamente y ya no tenía lectura hasta el jueves de la semana siguiente. Tanto era así que ahora tenía que contentarse hojeando un ejemplar atrasado de Alma de Fémina. Y aunque en sus páginas aparecía la mansión de su personaje preferido, la princesa Celeste Angélica von Petarden, no era lo mismo verla por enésima vez que descubrir su ponderado piso parisino, que la revista había prometido enseñarle hacía ya demasiadas semanas.
Emilia Redes de Ruiz-Ruiz había permanecido sentada en un rincón, sin intervenir en los ditirambos de las vecindonas. Más aún: conseguía no oírlas siquiera, tan concentrada estaba en los dorados, bermellones y pirámides de metacrilato que decoraban la mansión de su ídolo. Sólo cuando las visitas se hubieron ido aceptó salir del ensueño para observar los inquietos paseos de su amiga. No quería hacer el menor comentario. Era preferible esperar a que estallase la furia. Lo cual no tardaría en suceder.
Y es que cuando una cuarentona decide que la comedia ha terminado, su contacto con la realidad puede ser más cruento que la realidad misma.
—¡Veintidós años para morirse! —estalló por fin Margot—. Veintidós años en esta cama, y yo consumiéndome a su lado. ¡Ni un solo momento me dejaba libre! Ahora el desayuno, ahora una tisana, ahora el pipí, limpiarle las caquitas; después, lavarla con colonia, ponerle la televisión, apagársela. Y hasta cambiándole el canal, Emilia, porque era tan agarrada que no quiso gastarse un duro en un asqueroso mando a distancia. ¡Claro! ¡Si me tenía a mí, que era un mando para todo! ¡Veintidós años muriéndose! ¡Veintidós! Tenía yo veinte cuando dijo: «Me voy, hija, me voy». Y yo no tuve valor para ayudarla a irse de una vez. Y tú ¿qué miras? ¿Qué pasa? ¿Piensas que soy mala? ¿O es que vas a hablarme de la resurrección de la carne? ¡Que no se te ocurra, Emilia, que no se te ocurra! Si me dicen que ha de resucitar, pido un bidón de gasolina y una cerilla y quemo el nicho.
Emilia Redes de Ruiz-Ruiz dejó de lado la sonriente expresión de la princesa Von Petarden en su piscina de mármol rosa.
—¿Qué quieres que te diga? —murmuró—. Hemos hablado de esto cientos de veces en los últimos años.
—Es cierto que me has hecho de paño de lágrimas. Y es injusto que ahora te exija que sigas haciéndolo. Te noto cansada. Casi más que yo. Es mejor que te vayas.
Emilia se encogió de hombros. Dejó la revista sobre una mesita y se levantó cansinamente.
—Total, para lo que me espera en casa…
—¿Hoy también estás sola?
—También. Hoy es viernes. A los niños no los veré hasta el domingo al mediodía. Y mi marido ha perdido el puente aéreo. O ha querido perderlo, que para el caso es lo mismo.
—¿Sigues empeñada en creer que no tiene ningún lío sentimental en Barcelona?
—Mujer, me consta. No porque le crea más honrado que los demás, sino simplemente porque no dispone de tiempo. Está todo el día metido en este asunto de los parques de atracciones. Mejor dicho: está como colgado de su jefe. Desde que se ha convertido en su hombre de confianza no para en casa.
—Si me permites ser sincera, a veces pienso que tu marido es un calzonazos.
—Es posible, pero le tengo voluntad. Es mi marido y el padre de mis hijos. Le elegí para toda la vida y así lo juré ante el altar. Es un calzonazos, es idiota, le apesta el aliento, ha echado barriga, tiene un carácter insoportable, es desconsiderado, y aun así es el hombre que ha de morir a mi lado.
—Oyéndote, empiezo a pensar que ha sido una suerte para mí el quedarme soltera.
—Si lo dices por lo de estar sola también da igual. Tú has dedicado veintidós años a cuidar de tu madre; yo los mismos a criar a mis hijos y a hacer feliz a mi Ignacio. Y, al final, ya ves para qué. Si no nos hacemos compañía nos espera una noche en absoluta soledad. Anda, vente a casa y nos preparamos una cena rica y vemos una película.
—Que no sea de amor. ¡Me producen una envidia!…
Salieron por la puerta del jardincito presidido por un prunus[8] convencional y entraron a otro jardincito exactamente igual y presidido por otro prunus tan raquítico como el anterior.
La casa de Emilia Redes de Ruiz-Ruiz era exactamente igual que la de su amiga. El mismo tresillo de piel. Las mismas mesitas camilla con las mismas lamparitas con pantallas de patchwork. Idénticas estanterías con enciclopedias compradas a plazos, volúmenes formados con fascículos adquiridos semana tras semana en un mismo y eterno quiosco. La misma edición de los premios Planeta y las Obras Eternas de la Humanidad. Y, en casa de Emilita, retratos de los niños en las estanterías, tres porcelanas Lladró que representaban unos cisnes y recuerdos de sus viajes matrimoniales: una torre Eiffel, un Big-Ben y una pagoda.
Las fotos de los niños conmovieron profundamente a Margot Sepúlveda. Hacían hogar. Algo que ella nunca tuvo; algo cuya necesidad ni siquiera sintió porque la única fotografía de que disponía era la de una madre a la que estaba harta de ver a todas horas, año tras año.
—No quiero que te canses —dijo Emilia, en tono perfectamente eufórico—. Hoy cocinaré para ti y pondré tanto esmero en servirte como si fueses la mismísima Diana de Gales, a quien respeto más que a ninguna otra princesa mundial (las nuestras aparte, por descontado). Quédate aquí, leyendo plácidamente, mientras yo trabajo.
—Cocina, pues, si tanto te apetece —dijo Margot, completamente derrotada—. De todos modos, necesito un calmante.
—Tengo unos ansiolíticos divinos —dijo Emilia, animada por la posibilidad de ejercer de anfitriona.
—Mujer, con una aspirina efervescente me sobra y me basta.
La otra salió de la cocina cargada con una enorme caja, que apenas podía sostener. La depositó en el suelo con gran esfuerzo y, al abrirla, apareció un arsenal de medicamentos como Margot nunca había visto, pese a haber pasado veintidós años con una enferma en casa.
—Son cuerdas de salvación —aclaró Emilia—. M-uletas, por así decirlo. Todas, todas son para mi salud espiritual. Para los nervios, la ansiedad, el estrés, las convulsiones, el decaimiento, el mal humor, las obsesiones, las fobias…
—Y la depresión, supongo.
—¡Ah, no! Depresiones nunca he tenido. Ya sabes que soy una mujer feliz.
Margot siempre lamentaría haber pedido algo tan simple como una aspirina efervescente. Porque la otra se puso a leerle en voz alta prospectos de anafrenil, lexatín, soñodor, aneurol, bromazepam y, naturalmente, el ya inevitable Prozac. Afortunadamente, empezó a hervir algo en la cocina y Emilia la dejó sola, no sin antes aconsejarle que se entretuviese con las revistas de la semana.
La paz no duró mucho. Al cabo de tres minutos, Emilia sacaba la cabeza por la puerta de la cocina. Continuó hablando sin cesar durante el rato que pasó abriendo latas. De repente, tuvo el acierto de callar durante unos minutos, pero esto no consoló a Margot, que la conocía lo suficiente para temer que estuviese meditando una nueva retahíla de insensateces. Pero cuando salió, con la sartén en una mano y una cebolla en la otra, parecía inspirada por un filósofo de la nueva ola:
—¿Sabes una cosa? —preguntó, en tono elevado—. Cada vez que hojeo esas revistas pienso que las mujeres que salen en ellas tienen una suerte descomunal.
—Por algunas no me cambiaría yo —dijo Margot escuetamente.
—Embustera. ¡Con lo que tú serías capaz de hacer para cambiar tu situación!
—No sería exactamente así. Sería otra cosa. Habría viajado mucho. Conocido mundo. Habría acumulado experiencia, pero no relumbrón.
—Pues yo sí. Lo pienso a menudo. ¿Sabes? Cierro los ojos y me veo en la Gala de la Cruz Roja de Montecarlo. Carolina y Estefanía me tratan de tú. Rainiero me saca a bailar. Alberto me invita a su yate. Y en lugar de todo esto, ¿qué tengo?
—Una familia. Lo que querías al casarte, supongo.
—Será eso. Sí, lo es. Lo que tengo es exactamente lo que quería. Pero esto no quita que al ver la mansión de la princesa Von Petarden, piense que en esa piscina de un rosa divino debía estar yo.
—Yo sólo lamento no haber tenido más estudios y ocuparme en algo provechoso. Con otra madre y otra época, a lo mejor…
—La princesa Von Petarden seduce sin necesidad de estudios. Creo que su vida es una lección para todas nosotras. Demuestra que una mujer, para colocarse a la altura del hombre, puede hacerlo con su femineidad. Que puede triunfar con las armas que le dio la naturaleza. Desgraciadamente nunca tendremos la inmensa suerte de conocerla. Además, no estamos a su altura. Consolémonos viendo esa película que grabé el otro día. Mari Loles me dijo que es muy aleccionadora. Es sobre una mujer que mata a sus siete maridos y queda impune.
—No estoy para películas. Bastante tengo con la mía. Quiero dormir muchas horas y levantarme serena para pensar en el futuro.
Emilia le dirigió una mirada de súplica:
—No te vayas tan pronto, por favor. Ni siquiera hemos cenado.
Margot se sintió incómoda al percibir cómo había cambiado la situación.
—¡Me apetecía tanto sentirme útil! —insistió Emilia.
—Procura serlo para ti misma. Yo debo aprenderlo, también, esta misma noche. Piensa que ahora no tengo nada. Ya que hace un momento hablabas de consuelo, tú, por lo menos, has tenido días felices.
—Eso sí. Nadie podrá quitármelos.
Cuando la otra se hubo ido, Emilia hizo un recuento de sus días. Formaban la feliz cabalgata de la perfecta ama de casa. Ninguna situación que no se pareciese a la anterior. Ningún acto que destacase de los demás. Felicidades repetidas día tras día. Alegrías que rechazaban cualquier imprevisto. Por un lado, la seguridad de saber que nunca se asustaría. Por el otro, la negación al inconmensurable placer del susto y de la sorpresa.
Escondía cualquier reproche a lo repetido de la vida porque lo hubiera considerado un insulto a los pobres de la sociedad. Su estado social era privilegiado en relación al de otras mujeres. Su marido le garantizaba una buena situación económica, sus vecinas le daban trato de señora, en verano podía salir de Madrid y solazarse en un precioso apartamento del piso vigésimo quinto de una playa de la Manga del Mar Menor donde podía intimar con señoras tan felices como ella. Además, su marido la había llevado dos veces a París, una a Londres y hasta a la mismísima Thailandia. Por otra parte estaba a buenas con su suegra y sus cuñadas, cosa que no pueden asegurar muchas mujeres. Y, por último, tenía a sus hijos. ¡Esas tres joyitas, sí!
La mayor se llamaba Vanessa, como mandaron los cánones de hace dos décadas. El niño, Juan Carlos, por la moda del rey. En cuanto a la pequeña, llevaba un nombre de ópera que cualquier entendido encontrará singular.
Al matrimonio Ruiz-Ruiz lo invitó una noche a la ópera un amigo que trabajaba en algún ministerio. Era aquella gloriosa época de la lírica en que las butacas del teatro solían estar acaparadas por cargos del gobierno, con relevancia o sin ella. El socialismo había descubierto la música como forma de relumbrón social, y era impensable que un cargo destacado no deleitase a sus amistades con una disertación sobre las excelencias de Plácido y Kraus o lo bien que sonaba el compact de Von Karajan que regalaba la revista Tiempo (no conocían, por supuesto, ningún nombre más). Podía ocurrir, y ocurría, que las entradas del alto cargo fuesen a parar a uno cualquiera de sus subalternos, porque una cosa es hablar de ópera y otra escucharla entera. El agraciado con la localidad se ponía su mejor chaqueta, con selectas arrugas de Adolfo Domínguez y ascendía por unas horas en su propia apreciación pensando que estaba ocupando el lugar de su jefe y, al mismo tiempo, el de las mentes preclaras que habían ideado aquel espectáculo antaño reservado a las clases superiores y hoy al alcance de todos los funcionarios.
El amigo del matrimonio Ruiz-Ruiz tenía sus propios derechos, porque sin ser un alto cargo era un carguillo, y esos son los que más a menudo se arrogan privilegios y derrochan presunción. Nada mejor para deslumbrar a sus amigos de chalet adosado que llevarlos a ver La Traviata, y nada más lógico para un alma sensible como la Ruiz-Ruiz que emocionarse con el drama de Violeta Valéry, la pecadora tísica. Su historia le recordaba un poco una obra que, de niña, había oído por el radioteatro, La dama de las camelias, pero no quiso comentarlo para no meter la pata. Además, la emoción la estaba iluminando por dentro por partida doble, pues esperaba a su tercer hijo. No se limitó a llorar con fines artísticos: decidió que si era niña le pondría el nombre de la protagonista de la ópera. Y como estaba claro que toda ópera lleva en su título el nombre de la protagonista, ella no tuvo vacilación y la niña resultante se llamó Traviata. Para ser más exactos: Traviata Ruiz-Ruiz Redes.
De manera que con Vanessa, Juan Carlos y Traviatilla andaba la noble Emilia puesta como nadie en el aire de los tiempos.
«¿De qué puede quejarse una mujer como yo? ¿De qué, si tengo de todo? ¡Cuántas quisieran!… Esos hijos que son tres soles. Ese sol de marido que les dio el ser. Esa casa que brilla como otro sol. ¿De qué puede quejarse una mujer con la vida tan soleada?».
Acarició la fotografía de la niña Vanessa. Cada día estaba más rubita: señal que la camomila funcionaba. El pelo del niño Juan Carlos también iba a dorado y, además, presentaba ya algún ricito: indudablemente, lavarlo con cerveza hacía su efecto. En cuanto a Traviatilla, el agua oxigenada acabaría por dejarle las trencitas más blondas que el pubis de una sueca.
Tanta blondez debía llenar de orgullo a una madre más morena que la reina de los gitanos, casada con un hombre que, de pura morenez, se daba a lo moruno.
La felicidad de esas razas dispuestas a renegar de sí mismas es a veces resultado de un decolorante, diría cualquier antropólogo observador. Y a fe que Emilita se acercaba a la felicidad porque a fuerza de potingues había conseguido tener una prole anglosajona y un hogar de las mismas características. O mejor dicho, esas características que nos han enseñado a apreciar las series televisivas yanquis, donde cada saloncito es el mismo saloncito, del mismo modo que cada vida es la misma vida consagrada a la estupidez.
Cierto: Emilia Ruiz-Ruiz tenía lo que había soñado tener allá por los primeros años sesenta, cuando era una chica cancán y su marido un estudiante con seiscientos. Y puestos a hurgar en el baúl de los recuerdos, se veía a sí misma bailando el twist en los guateques y tomando un cuba libre con Ignacio en una terraza de Argüelles. Y recordaba cuán vanidosilla se sentía cada vez que el joven afirmaba, con rigurosa contundencia:
—Yo no quiero que mi mujer trabaje. Quiero encontrármela en casa, cuando llegue de la oficina. La quiero con la cena preparada y a punto para sentarse conmigo delante del televisor, tiernamente abrazados. Y así noche tras noche, toda la vida.
En aquella época la televisión era en blanco y negro. Ahora en rutilantes colores plastificados. Algo habían ganado.
Pero esta ganancia no acababa de compensar a Emilia, porque últimamente veía la televisión a solas. Su marido perdía demasiados puentes aéreos, queriendo o sin querer. En realidad, tomaba demasiados puentes aéreos. ¿No sería él mismo un puente aéreo en estado de permanente gravitación?
Si Emilia cerraba los ojos ya no veía imágenes idílicas: sólo un avión que se eternizaba en los cielos, como si el puente aéreo llegase hasta Pekín. Algún día aterrizaba en Madrid, pero con el tiempo justo para repostar. Volvía a partir para un viaje igualmente eterno, que sólo aseguraba retornos parciales.
Gracias a Dios se había inventado el teléfono móvil, de manera que su Ignacio podía llamarla desde cualquier lugar. Esta cortesía nadie podía negársela. Antes de entrar en una reunión de negocios, desde el coche de la empresa, desde un restaurante, Ignacio encontraba tiempo para llamarla y decirle, llanamente, que todo iba bien. Y este todo incluía una serie de cosas que la excluían a ella por completo, mientras él ignoraba las suyas propias.
—Estoy tranquilo porque sé que los chicos están contigo…
Era un forma como cualquier otra de decir que los niños estaban encerrados en su propio mundo; un mundo que, inevitablemente, la excluía también.
Los niños que le habían alegrado la vida con sus gracias y monerías —y, ¿a qué negarlo?, también con sus perrerías— se habían convertido en tres desconocidos que, si aceptaban parar una hora en casa, la pasaban haciendo zapping delante del televisor, y el más pequeño jugando a las batallas interplanetarias en su ordenador último modelo. Cierto que quedaba la maravillosa comunicación de las comidas, donde la familia demuestra que lo es, pero en aquellos casos los niños se ponían a hablar en una jerga que le parecía ininteligible; eso cuando hablaban, porque a menudo comían con unos auriculares que les permitían escuchar las rarísimas trapisondeces de aquel negrito que quiso volverse blanco y a fuerza de cirugía quedó más feo que antes.
Por otra parte, eran niños perfectos, ideales para hacer feliz a una madre; no leían un solo libro, pero a cambio no fumaban, ni bebían ni se drogaban. Y si es cierto que nunca fueron los primeros de la clase también lo es que, afortunadamente, sólo suspendían ocho asignaturas por curso.
Extraños son los designios de la felicidad, que nunca accede a ser completa.
Esa felicidad de Emilia Redes de Ruiz-Ruiz tenía, pues, su lado incomprensible. De tan feliz, sentíase angustiada. No conseguía explicárselo.
La invadía de pronto una modorra pesada y lenta. El tiempo parecía no transcurrir. Se limitaba a aplastar. Una opresión en el pecho. Cerrar los ojos y apretarlos con fuerza no solucionaba nada. No aparecía un espacio negro, sino una superficie enteramente gris. Por fortuna empezaban a dibujarse algunas líneas, aptas para distraer. Sólo que no distraían. Trazaban espacios idénticos, uniformes, calcados unos de otros. A medida que se iban precisando los distinguía con temor: eran diez chaletitos adosados con un diminuto jardín y un prunus en el centro. Todos tenían un mismo tono coquetón y repetido. Tanto lo eran que empezaron a generar múltiplos y múltiplos hasta que la superficie gris se vio abarrotada de chaletitos adosados. Cientos de ellos. Miles, después. Una invasión de chaletitos adosados. Y a la puerta de cada uno de ellos, un automóvil.
Agobiada por tanta belleza, abría los ojos a fin de saborear la realidad. Empezaba a revisar los muebles, los objetos, las cortinas, pero el mundo objetal escapaba de su alcance. Sólo la modorra. Sólo el sopor. Sólo aquella misteriosa opresión en el pecho.
Hallábase sumida en aquel estado cuando sonó el teléfono. No percibió la primera llamada. Tuvieron que pasar tres. No tenía ánimos para alargar el brazo. Sentíase inmovilizada, y el teléfono seguía sonando. Cada llamada se prolongaba como a lo largo o al revés de un sueño. Modorra, sólo modorra y sobre modorra una.
Levantó por fin el auricular; sin ganas, apática, sonámbula. Desde lo más profundo de la memoria, desde algo que habría oído en alguna ocasión, salió de sus labios un extraño saludo:
—Hola, Raffaella…
Al otro lado del hilo sonó una voz exuberante, pletórica de alegría; una voz pregonera del bienestar:
—Sí, soy yo. ¡Soy Raffaella…!, y usted es la vincitrice, la ganadora… ¡Usted dijo «Hola, Raffaella!». ¡Lo ha detto! Lo ha detto!
Se escuchó una salva atronadora de aplausos mientras aquella voz exuberante, mezcla de italiano y castellano asesinándose mutuamente, proclamaba la indiscutible victoria de Emilita sobre todos los españoles que, al coger el teléfono, no se les había ocurrido pronunciar las dos palabras mágicas: «Hola, Raffaella».
—¿Qué está usted diciendo, señora?
—Usted se lleva a la casa sua tutto el dinero acumulado en questo programa y, además, un viaggio a la Grecia…
—¡No me diga usted esas cosas, que me puede dar algo! ¡Que soy taquicárdica, señora!
—Cara amiga: usted y otra persona del suo agrado están invitados al crucero de la principesa Von Petarden… ¿Está usted casada?
—Por decirlo de algún modo…
—¿Casada o no casada, querida?
—Que sí, mujer, que sí.
—¡Pues qué oportunidad para vivir con su marido una segunda luna de miel mientras celebran el día de la mujer trabajadora con las damas de nuestra mejor sociedad!
—¿Con mi marido? ¡Usted está borracha, señora!
Ni siquiera se molestó en colgar. Recuperando de repente todos los colores del arco iris corrió al chalet vecino y entró por la puerta del jardín, exclamando a voz en grito:
—¡Margot! ¡Margot! ¡Nos vamos a Grecia! ¡Nos vamos a Grecia con la princesa Von Petarden!
La huérfana se hallaba junto a la chimenea quemando con exquisito cuidado los arcaicos ropajes de su difunta madre. Cuando vio entrar a su amiga, tan en tropel, creyó que la soledad se le había subido a la cabeza.
Era imposible creer sus palabras.
¡Incrédula enemiga de los sueños de plástico! ¿Por qué ha de ser locura la mediocridad? Al fin y al cabo, se han visto en las televisiones de las Españas cosas muy pintorescas. Folklóricas entrevistando a filósofos. Rumberas departiendo en coloquios de política. Políticos opinando sobre arte. Cronistas deportivos meditando sobre leyes jurídicas. Catedráticos hablando de rock. Trovadores impresentables ofrecidos como grandes artistas. Y en este orden de cosas nada tiene de extraño que una honesta señora de chalet adosado comparta las dulces horas de la mejor sociedad gracias a una italiana a quien sólo se le ocurre pedirle al pueblo español que conteste con un poco de garbo: «¡Hola, Raffaella!».
Majaderías de este estilo forjan la historia de las naciones.