MIENTRAS EN MADRID SE ORGANIZABA EL AQUELARRE, Victoria Barget componía su aspecto en el tocador de su alcoba abierta al mar. Le habían anunciado una visita a la que no pudo negarse por un elemental sentido de la prudencia. Por más a rajatabla que cumpliese su empeño de alejarse del mundo, no podía dar completamente la espalda a lo que dejaba atrás. Al fin y al cabo, un marido en la cárcel impone alguna obligación. Cuando menos la de dignarse recibir a sus enviados.
La isla estaba radiante a aquellas horas de la tarde. La villa, rodeada de jardines, aparecía espectacular. La alcoba, cuyas cortinas de encaje cimbreaba la ligera brisa marina, dormía plácidamente bajo la penumbra creada por las persianas, bamboleantes también. Era una estancia amplía, de techo muy alto, que recordaba épocas de gran pomposidad, no desentonando en esto del resto de la mansión. A primera vista esta parecía un viejo palacio, que generaciones posteriores se hubieran encargado de modernizar respetando su estilo inicial. Por doquier había muestras del estilo neoclásico que Grecia adoptó al liberarse del yugo turco, en un intento de afirmar su personalidad nacional. No sólo la fachada era una imitación más o menos acertada de un templo dórico, también en el interior aparecía algún friso coronando la puerta de los salones principales o columnas acanaladas sosteniendo las repisas de las chimeneas. Los anteriores propietarios habían respetado estos detalles, que deslumbraron a Victoria cuando visitó la villa por primera vez.
Así era también su alcoba: una vasta sala donde dominaba el blanco, ya en los muros y el suelo, ya en la gigantesca mosquitera que se desplomaba sobre el lecho, con caracteres de cortinaje real. Apenas había otros objetos. Dos bustos romanos sobre sendos pedestales y una mesa de caoba inglesa con algunos libros y los mapas que Borja utilizaba para desplazarse por la isla.
Si puede llamársele objeto, la foto del joven presidía una de las mesitas de noche, la del lado donde dormía Victoria. Diríase, por su sonrisa, la foto de un amante plácido, de los que están destinados a aportar serenidad, aunque a juzgar por la conmoción que había dejado en las sábanas era particularmente diestro en batallas. Alguna muy poderosa se habría librado pocas horas antes porque Victoria todavía se sentía fatigada (eso sí, divinamente fatigada). Recordaba ahora que él se embarcó con unos amigos para visitar un islote vecino, y que ella no pudo acompañarle a causa de la visita que estaba esperando. No podía decirse que lo lamentara. A fin de cuentas llevaban dos meses juntos, día y noche, pegados literalmente, y la batalla del amanecer había resultado lo bastante satisfactoria como para permitir que el joven se tomase unos días de asueto.
De este estado de ánimo no estaba excluido un poco de cálculo. Incluso la pasión más encendida necesita graduar su temperatura de vez en cuando. Es ese punto en que los amantes deben mostrarse indulgentes consigo mismos y colocar su vehemencia en plazos prudenciales. En este aspecto, una corta visita a cualquier islote provisto de excelentes instalaciones deportivas puede ser, más que una excusa forzada, una medicina eficaz.
Cuando se hubo recogido la rubia cabellera en un moño de inconfundibles reminiscencias Grace Kelly, Victoria acarició la foto de su niño tostado y se dirigió al salón de la planta baja, donde la esperaba la visita anunciada.
Una tal Elena Arquer, de Madrid.
Antes de hacer evidente su presencia, Victoria la observó desde el pie de la escalera. Se hallaba ensimismada observando algunos detalles de la estancia. A Victoria le gustó aquella curiosidad, pues el salón era la primera pieza de cuya decoración sentíase completamente responsable. La única que había tenido tiempo de amueblar personalmente.
Elena Arquer había comprendido a primera vista el exquisito gusto que reinaba en la casa. Respondía a lo esencial y al mismo tiempo a lo refinado, es decir, lo contrario de las mansiones de nuevos ricos de Madrid. En cuanto a Victoria, reconoció que su visitante iba muy bien vestida —traje de chaqueta beige con foulard arena— y, sobre todo, muy en su punto después de un viaje tan largo. Pensó, con ironía: «Será de esa clase de mujeres que son capaces de ponerse presentables en el excusado del avión, cinco minutos antes de aterrizar».
Decidió abordarla cuando estaba a punto de coger unas estatuillas de mayólica que reproducían a los primeros reyes de Grecia ataviados con vestimentas populares.
—¿Lo aprueba usted?
Elena Arquer se volvió rápidamente, como sintiéndose sorprendida en pecado de indiscreción. Victoria pudo observar su rostro: en principio, la impresión era satisfactoria. Elena tenía esa buena entrada que hoy se exige a las profesionales con porvenir. Bella, pero no tanto que llegase a molestar. Joven todavía, pero no para herir. Unos cuarenta y varios años bien llevados. Pelo negro, que caía en ligeras ondas sobre los hombros, sin atreverse a seguir más abajo. Sólo dos joyas —un broche y el reloj— que denotaban el signo de la justeza.
Todo en Elena Arquer parecía programado en el término medio que siempre resulta ideal para caer bien.
—Es una casa maravillosa —comentó, en respuesta a la pregunta de Victoria. Y abarcó la estancia con un amplio ademán.
—Todavía no tiene tiempo para ser medianamente maravillosa. Tuve que desplazarme unos días a Atenas para elegir muebles y antigüedades. Por esto no he podido recibirla antes. Tendrá usted que disculparme.
—También usted tendrá que disculpar mi insistencia. Como podrá comprender, no depende de mí.
—No he leído los periódicos españoles en los últimos días, luego no sé si su insistencia es justificada, pero imagino que sí.
—Mucho. Es más: creí que era obvio.
Elena observó que la otra no recibía con agrado una observación tan directa. No lo demostró acusando el golpe, sino simplemente apartándose del tema con un ademán destinado a enseñar algunos elementos de la estancia. Pura estrategia.
—He querido conservar el carácter de la villa sin caer en el falso tipismo.
—Lo cierto es que se diría más bien una villa italiana. Sólo los colores son griegos.
—Y aun así he querido atenuarlos. He ido conociendo a algunos extranjeros que residen en estos pueblos. Sus casas obedecen a una idea de tipismo preconcebida, como si todo Grecia tuviese que ser igual que las Cicladas. Ya sabe usted: formas geométricas, muros y techos encalados de blanco, puertas de rojo y azul, con esmaltes muy llamativos. Resulta espectacular, de acuerdo, pero yo prefiero una Grecia múltiple, que no se ofrece como presa de calendario. ¡Hay tanto para descubrir en ella! Lo italiano mezclado con lo turco, lo franco combinado con lo bizantino… ¿Por qué me mira así?
—Porque en esta casa no hay nada precipitado. Francamente me cuesta creer que sólo lleve un mes en ella. Está demasiado vivida.
A la otra le pareció percibir una sutil celada verbal.
—No la compré antes del escándalo, si es esto lo que insinúa. No está todo calculado desde hace tiempo. Pero existía en mi imaginación.
—Esto son todas las casas a fin de cuentas. Siempre existen en la imaginación de una hasta que se hacen realidad.
—Y, en última instancia, no quería que fuese representativa del poder de un marido. Porque así han sido todas las cosas que he tenido desde que me casé.
—¿Las cosas o las casas?
—Todo. Mi propia vida era una representación del poder de Melchor. Y me disgustaría mucho que ahora representase su fracaso. Ya sabe usted: mi partida puede dar a entender que está acabado. No quisiera que fuese así.
Pasaron a una amplia terraza que servía de patio común a tres habitaciones. Al pasar delante de una de ellas, Elena atisbo algunos artículos de submarinismo, así como un montón de jerseys y bañadores tirados por el suelo. Todo ello formaba parte de una artillería inconfundiblemente juvenil y decididamente masculina.
Elena no pudo evitar un pensamiento irónico: «No quiere nada que represente el poder de su marido, pero no rechaza todo cuanto representa el poder de un amante joven».
Como si le hubiera adivinado, Victoria se apresuró a dirigirla hacia otra terraza, más amplia que las anteriores y abierta sobre una pequeña cala de aguas transparentes. Descendieron por un sendero empedrado que serpenteaba entre pinos y cipreses agrupados al gusto de la naturaleza convertida en jardinero titulado.
Sobre las rocas que se introducían en el mar se levantaba una plataforma donde cabían dos mesas de hierro, un parasol y varios sillones de teca. En una de las mesas había unas gafas oscuras y una novela de Kazantzakis. Señal de que se hallaban en un rincón predilecto para la lectura en intimidad absoluta.
Tornaron asiento mientras Victoria daba órdenes a una doncella. Ella hablaba en italiano; la otra parecía entenderla, sin contestar. Era muy joven, apenas salida de la adolescencia, y carecía del menor atractivo. El grosor de las cejas, la ausencia absoluta de maquillaje y el óvalo irregular que el cabello recogido formaba sobre su frente le prestaba un aspecto monjil, acentuado por la abundante pelusilla que le cubría piernas y brazos.
Cuando la criadita se hubo retirado, Elena percibió que Victoria la estaba mirando fijamente.
—Ahora parece como si tuviese que aprobarme usted a mí.
—Lleva un vestido precioso —comentó Victoria, poniéndose las gafas de sol. Y, en tono jovial, añadió—: Le seré sincera: no esperaba que la ley tuviese enviadas tan elegantes.
—En realidad no represento a la ley. Por lo menos no en un sentido estricto.
—Entiendo. Trabaja usted en la empresa de mi esposo.
—Tampoco. Es en el gabinete jurídico que le presta sus servicios.
Victoria se encogió de hombros. Su desinterés no era en absoluto ficticio.
—Ya ve usted que estoy poco enterada. Ni siquiera sé quién trabaja para Melchor. Francamente: dudo que pueda servirle de algo, como no sea para enseñarle las bellezas de mi isla.
—Perdone, señora, pero creo que esa salida está fuera de lugar, cuando hay un hombre en la cárcel.
—Sé perfectamente que hay un hombre en la cárcel. Pero yo no puedo hacer nada por él. He tomado una decisión y pienso mantenerla.
—Ese hombre es su marido…
—Precisamente.
—Perdone, puede parecer que me entremeto en su vida privada. Como podrá comprender, no es esta mi intención ni, desde luego, mi estilo. Hablo siempre desde evidencias legales.
—Lo sé. Pero le advierto que mis abogados están a punto para cualquier emergencia… —Comprendiendo que había adoptado un tono demasiado duro, se interrumpió de golpe—. Creo que hemos empezado a discutir antes de tiempo. La tarde invita a cosas mucho más placenteras.
—Perdone que se lo diga, pero usted parece empeñada en evadir la realidad…
—Me empeño rotundamente. Por lo menos ahora. Prefiero que vea su habitación. Le gustará. Después quiero llevarla a cenar a uno de mis rincones favoritos, en un pueblo de la montaña. Tiempo habrá de discutir todo lo demás.
—¡Dice usted «lo demás», como si tal cosa!
—En efecto. Lo que tiene mucha menos importancia que esta isla ideal. En confianza, me alegra que esté usted aquí. Empezaba a necesitar alguien con quien hablar.
—¿No tiene usted amigas?
—Tengo algunas muy discretas, pero demasiado sabidas. Y creo tener las ochenta mejores amigas de Miranda Boronat. Un exceso para ser auténticas. Por esto no me sirven.
Victoria dio por terminado un té que la otra consideró demasiado corto. ¿Para tan poco tiempo habían bajado hasta aquel rincón paradisiaco? ¿O acaso la anfitriona era una de esas neuróticas negadas para agotar los lugares? Suelen deambular de un lado a otro de las casas, sentándose un instante en un rincón para levantarse al instante, dar un pequeño paseo —generalmente con los brazos cruzados— y probar otro asiento que no tardarán en abandonar. Personas de abrir un libro que no acaban de leer, de buscar otro con los mismos resultados, de poner un disco tras otro, sin escucharlo siquiera.
¿Sería Victoria Barget una de esas personas? En este caso estaría muy lejos de sentir la tranquilidad que aparentaba.
Se concedieron el tiempo justo para cambiarse. Victoria quería llegar a determinado paraje antes de la puesta de sol, y aunque Elena sentíase fatigada después del trayecto Madrid-Leikós, con escala en el espantoso aeropuerto de vuelos domésticos de Atenas, comprendió que debía sentirse halagada por el interés de su anfitriona y corresponderle con unas inyecciones de vitalidad.
No tardaron en reunirse en el vestíbulo, donde las esperaba un hombre vestido de chófer, aunque Elena consideró que más bien parecía disfrazado, de tal modo contrastaba la solemnidad del uniforme con la rudeza de sus rasgos, inequívocamente campesinos. Habría entrado en la madurez precipitadamente, como suele suceder con los isleños, y todos sus gestos delataban una autoridad que le envejecía más. Tenía el aspecto de jefe de clan, favorecido por una estatura gigantesca y en absoluto desequilibrada. Por el contrario, la armoniosa delgadez se adivinaba musculosa y nervuda. En cuanto al rostro, nadie lo hubiera encontrado en un museo de la Grecia clásica, pues reunía todas las mezclas que habían asolado aquellas tierras en el curso de los siglos. Tanto era así que su mandíbula prominente, sus labios carnosos bajo un mostacho rotundo, sus ojos negros como el cabello que le caía en encrespadas guedejas sobre la frente, todo recordaba a uno de aquellos jeques árabes que hacían soñar a nuestras abuelas, cuando el cinematógrafo era mudo.
Mientras Victoria le daba instrucciones, pronunciando de vez en cuando el nombre de Stavros, Elena le encontró demasiado guapo para ser verdad.
—Le aplaudo el chófer —comentó en voz baja.
—Es el marido de Lía, la doncella que nos ha servido hace un rato.
Elena no podía apartar la mirada de la poderosa mandíbula del hombre.
—Diría que le dobla la edad.
—Se la dobla, en efecto. Ella tiene diecinueve. Él tendrá… la nuestra. —Se sonrieron, con cierta dificultad—. Algún día le contaré su historia, pero no espere gran cosa: es muy vulgar, muy típica de estas tierras. De momento, conténtese con saber que Stavros está disponible.
—¿Disponible para qué?
—Para las visitas de cualquier sexo y condición. Se incluye en el hospedaje. Necesidades extremas.
—No es mi caso. Y tampoco el suyo, imagino.
—Desde luego. No puede usted imaginar lo celosos que llegan a ser los jovencitos. Me refiero a Borja. Es una pena que no nos acompañe. Se ha ido con unos amigos a otra isla. Esquí acuático, surfing y esas cosas. ¿Por qué se ríe?
—¿Puedo ser sincera?
—Siempre hace usted esa pregunta. ¿Por qué?
—Bueno, he aprendido que la sinceridad no siempre es bienvenida.
—Debe de serlo si le invitan a ella.
—Ni siquiera en estos casos. Desconfío siempre de los que me piden sinceridad; porque acto seguido se enfadan. Pero seré sincera: cuando ha citado usted al joven Borja me ha sorprendido su naturalidad.
—¡Por favor! A estas horas, todo Madrid sabe que es mi amante.
—Y el novio de su hija.
—Algo parecido. Salían, se besaban y esas cosas.
Antes de proseguir, Victoria le indicó gentilmente que contemplase el paisaje. Equivalía a decir: «Tiene más interés que mi hija». Y, sin duda, tenía razón porque el paisaje empezaba a ser admirable. Habían dejado atrás la costa y ascendían por una tortuosa carretera que rodeaba la montaña más alta. A medida que la ascensión progresaba, el interior de la isla iba revelando aspectos que resultaban insospechados en el litoral. El mar desaparecía tras la cordillera y, en su lugar, veíanse pequeños valles, dotados de frondosa vegetación. Cuando esta terminaba, como un tapiz bruscamente interrumpido, aparecía el terruño agreste, surcado por vastas plantaciones de olivos, a los que el sol, ya mortecino, arrancaba fulgurantes destellos plateados. Después, volvían las frondosas huertas, signo inequívoco de la proximidad de un pueblo o una aldea que parecían balancearse en lo alto de las peñas, como nidos de águila alegrados por un colorido sacado de las fuentes mismas de la primavera. Por contra, otros pueblos ofrecían un color adusto, dotándolos de una severidad que los hacía impenetrables a todo el que no comulgase con su esencia, salvaje y viril.
Pero tanta belleza no entraba en los planes de trabajo de Elena Arquer, de manera que optó por insistir:
—Hablé con su hija antes de salir de Madrid…
—Lo suponía —contestó Victoria, sin alteraciones visibles—. ¿Ha conseguido sacarle algo más que los cuatro sonidos guturales que emite entre piezas de rock? No ponga esa cara de sorpresa. No me diga que no ha notado que María José no se distingue precisamente por su clarividencia.
—La verdad, me extraña que lo diga usted.
—Yo la puse en este mundo, ¿quién podría opinar mejor? Veinte años son suficientes para conocer a una cabeza de chorlito y decidir si es cosa de la edad o una mala jugada de la naturaleza. En este caso concreto puedo asegurar que la naturaleza fue perversa conmigo. Mi hija es un desastre.
Elena la miró de hito en hito. Sus confesiones constituían un acto de confianza difícil de justificar dado el poco tiempo que se conocían.
—Cuando María José trajo a este joven a casa me chocó su elección. Hasta ese momento, todos sus amigos eran el típico espécimen que una encuentra en los centros más exclusivos de la Costa del Sol: pijos insoportables, sin otro mérito que el dinero de sus papás (que, por cierto, nunca es tanto como parece). Por no sé qué extraño milagro, Borja era un ser pensante. Por serlo, me deslumbró.
—Su hija piensa venir a verla.
—Esto demuestra que, además de carecer de inteligencia, no tiene dignidad. Pero no quiero seguir hablando de esas cosas. No hoy. Si huyo de Madrid es porque no tengo el menor deseo de verme convertida en espectáculo…, entre otras razones.
—¿Sabe que me está poniendo las cosas muy difíciles?
—La culpa es suya. No debía haber elegido una jornada tan agradable para venir a mi isla.
—¿No dice la leyenda que es la isla de la hermana de Alejandro el Magno?
—Ahora es la mía. No toda, naturalmente. Sólo algunos rincones privilegiados, a los que no ha conseguido llegar la avalancha turística. Sabrá que es la gran plaga de los pueblos costeros.
—Lo sé. Recuerdo cómo eran antes estas islas.
—¿Las conocía?
—No las de esta zona. Y desde luego nunca las más tópicas. Recuerdo ciertos archipiélagos perdidos, casi innominados. Y sobre todo recuerdo Creta. Conocí allí una vida libre y salvaje. Me gustaría volver para recobrarla…
—¿De cuándo está usted hablando?
—Del verano de mil novecientos setenta y tres, en la playa de Matala. ¿La ha visitado usted?
—Hace un mes, Borja y yo estuvimos pasando unos días en una playa privada de Elounda, pero hicimos excursiones al otro lado de la isla. Si recuerdo Matala es porque tiene unas tumbas romanas en forma de cavernas. En la época a que usted se refiere solían habitarla los hippies. Por lo menos así me lo contó nuestro guía con cierto horror.
—El mismo que sentían los lugareños por aquel entonces. Detestaban a aquellos muchachos libres y salvajes. Acabaron por echarlos.
—No queda nada salvaje en las costas de Creta. Todo lo más alguna ola, si pesca una tempestad divertida… Bien, hemos llegado.
Dejando atrás un dédalo[6] de estrechas callejas que ascendían por la montaña, habían ido a parar a una plazoleta de exiguas dimensiones y que a primera vista no ofrecía el menor interés, ni siquiera turístico. Casas modernas —medio siglo a lo máximo— y, en el centro de la plaza, una pequeña rotonda de no más edad. Tampoco parecía ofrecer placeres mayores una diminuta iglesia exactamente igual que todas las pequeñas iglesias, antiguas o recientes, que crecen como hongos en el territorio griego.
Victoria había dicho que no quedaba nada salvaje en las costas de Creta, y era dudoso que existiese en aquel pueblo. Pero ella no parecía desanimarse ante la expresión decepcionada de su huésped. Se encaminaba decididamente hacia un callejón que se abría entre la iglesia y un solemne edificio que correspondería a la telefónica, el ayuntamiento o la escuela pública. Era el tipo de edificios a los que el estilo neoclásico dotaba de la prestancia y el empaque necesarios para recordar el imperio de la autoridad o los derechos de la administración.
Elena se percató de que en aquella plaza mediocre la luz acababa de dar un giro vertiginoso. Piedras en absoluto nobles adquirían de pronto un tono aterciopelado, semejante al lujo. Las hojas vertebradas de las acacias pasaban del verde intenso al cobrizo oscuro por el rápido desliz de una sombra que empezaba a desplomarse mientras la luz quedaba detrás de la iglesia. Pero allí se convertía en una hoguera que incendiaba el cielo.
En el interior de la iglesia se celebraba misa vespertina. El choque entre la hecatombe solar y las avanzadillas de las sombras veíase presidido por una insistente salmodia que salía por la puerta del callejón. Al pasar ante ella, Elena recibió una nube de incienso, al tiempo que las notas cada vez más precisas de la liturgia bizantina. Al fondo se veía el mar como una enorme plancha ígnea, a la que el sol, ya furtivo, arrancaba multitud de iridiscencias. Y era tal la variedad de las olas que cada una parecía un pedazo de oro navegando a la deriva.
El atardecer se había convertido en la encarnación de un prodigio.
Acababan de llegar a un mirador que se abría detrás de la iglesia. A un lado quedaba el ábside; ante ellas, la inmensa superficie de aquel mar, herido y acariciado a la vez por la huida del sol. Y quien dijera que este era un joven llamado Helios que avanzaba con su carro por los cielos tendría que haber rectificado para adjudicarle el aspecto de un experto submarinista. Porque el sol, establecido ya sobre un punto fijo del horizonte, se iba hundiendo paulatinamente aprovechando para encenderse todavía más. Al otro lado de la iglesia aparecía el difuso espectro de una media luna. Y el mirador seguía invadido por las salmodias de una misa interminable.
Escenas de este tipo son las que predisponen a los lectores a dudar de la objetividad del autor. Sólo quienes desconocen las infinitas variaciones del cielo griego caen en el atrevimiento de desconfiar de este modo.
—Parece como si hubiese preparado esta escenografía para impresionarme —dijo Elena, apoyándose en la baranda que separaba al mirador del abismo.
—Le aseguro que no —dijo Victoria—. Siempre es así. Me extraña que usted, conociendo Grecia, no lo sepa.
—Si lo supe lo habré olvidado. Han pasado muchos años y demasiadas cosas.
—¿Malas?
—Normales. Por lo menos en la vida de una mujer. El matrimonio, los hijos y la lucha por abrirse camino en el campo profesional. Insisto: nada que no sepan muchas otras mujeres.
—La verdad, no la hacía con hijos. No es usted el tipo… Acabo de decir una tontería, ¿verdad?
—Una frivolidad. Tendría usted que decirme todos los tipos de madre que conoce y seguro que encajaría en alguno. ¿Qué le parece la madre liberada y con dos hijos educados por un padre sin prejuicios?
—Me parece muy moderno. ¿Lo será usted tanto como para no llevar encima las fotos de los niños, igual que todas las madres del mundo?
—No son niños. Tienen ya veintidós años. Y aunque en efecto somos más que modernos, llevo conmigo sus fotos en divino kodakcolor.
Permanecieron en silencio, observando los últimos movimientos del astro solar. Ya era apenas una coronilla roja que acababa de hundirse en el horizonte. Y al fin, el cielo quedó gris ante sus ojos mientras la música bizantina seguía sonando a sus espaldas.
Con el mismo silencio respetuoso con que habían asistido al holocausto del día, regresaron al coche para comunicar a Stavros que irían paseando hasta el restaurante elegido por Victoria.
Por fortuna, dejaron atrás la mediocre placita de las acacias y se hallaron en un barrio de aspecto más popular, cuyas últimas casas se abrían sobre un acantilado. Seguía omnipresente el mar, ahora incoloro, en la patética indecisión entre el día muerto y la noche apenas apuntada.
Entre las casas y el abismo se abría un paseo que, aun siendo estrecho, permitía cobijar las mesas de algunos restaurantes de aspecto típico, desmentido por llamativas fotografías de platos combinados. Victoria eligió un local que todavía no se había acogido a tan repugnante especialidad. Por el contrario, pregonaba con orgullo que era el único que recurría a la comida griega… sin combinar con nada.
Dentro de lo privilegiado, la mesa elegida se hallaba en un rincón dotado de mayores privilegios. Por las escarpadas rocas subían varios pinos cuyas copas servían de parasol a los clientes. El genio popular había colgado de las ramas lucecitas de todos los colores, que se correspondían con las ristras del mismo estilo que colgaban por las fachadas de los restaurantes. Y aunque en cualquier otra ocasión Elena lo habría asociado con una verbena de mal gusto, decidió que allí era encantadoramente natural. Algo parecido a un sueño no necesariamente turístico.
Se les acercó un camarero con la avidez propia de los cazadores de clientes. Es el tipo que no se presta a contemplaciones: la carta al momento, la insistencia, el pedido a punto para evitar que su oportunidad se escape.
En realidad, no había mucho donde elegir. Ambas habían optado de antemano por la comida típica de la islas en sus aspectos menos sofisticados. Aun así, algunas cosas eran obligadas: queso de cabra en la ensalada, un poco de pulpo —«para probarlo, no para adoptarlo», comentó Victoria—, aceitunas negras y el clásico popurrí de pescaditos fritos. Después Elena insistió en una delicia que probó en otro lugar y cuyo nombre no podía recordar. Carne picada envuelta en hojas de parra o algo por el estilo. Y por no apartarse de aquella estricta geografía de la comida, pidieron Retzina para desilusión del camarero, que esperaba venderles un vino de importación a precio de oro.
Victoria insistió en conocer a los niños del kodakcolor y, aunque Elena entendía que podía ser un truco para apartarse una vez más del tema principal, no supo resistirse.
Sacó del bolso de mimbre un billetero de marca. Victoria la reconoció al instante y volvió a considerarla elegante. También una mujer poderosa en su profesión. Ignoraba por qué asociaba ambas cosas, pero así vino la idea y así la acogió.
—No me había dicho que eran gemelos —comentó, con grato asombro—. ¡Y qué iguales! Diríase una ilusión óptica.
—Más que gemelos, siameses. En veintidós años no he aprendido a distinguirlos. Para colmo, visten igual, hablan igual y comen lo mismo. Ya ve usted: un calco.
Pero olvidaba añadir algo que el más banal orgullo de madre habría disculpado. Los dos gemelos —Lucio y Javier— eran de una belleza espectacular. Con la estatura que bendice a las nuevas generaciones, el pelo rubio discretamente rizado y unos ojos a los que el kodakcolor arrancaba el verde de las esmeraldas, parecían a punto para posar en un concurso de potros de raza.
Tales atributos no parecían colmar las aspiraciones de la madre.
—Los tengo estudiando en París, en la escuela del Louvre. Son un caso —dijo, con expresión hastiada—. De momento quieren ser restauradores, pero eso no quiere decir nada. Hace dos años querían estudiar cine. A saber qué querrán ser los dos el año próximo.
—¿Los dos?
—Los dos. Todo lo hacen juntos.
—Guapos chicos. Más que esto: guapísimos. —Y, devolviendo las fotos, añadió—: Puede creerme. Ya sabe que soy experta en jovencitos.
Elena se sintió violenta ante aquel amago de confesión.
—Si usted lo dice…
—No hace falta. Lo dirán en Madrid. Puedo oír el chismorreo de todas mis amigas…, esas de las que acabo de hablarle. Y si cierro los ojos puedo leer lo que dicen las revistas.
—No debe preocuparse tanto. Todas las portadas las ocupa su marido y las graves consecuencias que sus operaciones comerciales pueden aportar a la economía del país. En casos así, la reputación de una esposa queda en un lugar secundario.
—El suficiente para que resulte una pésima reputación. Si no ridícula.
—¿Por qué?
—Sencillamente porque le llevo bastantes años a Borja. ¿O le parecen pocos?
—Ni pocos ni muchos. Simplemente pienso que esas cosas ya no escandalizan a nadie. No hace tanto que falta usted de España para no conocer la larga lista de ligues entre caballeros de mediana edad y señoritas que podrían ser sus hijas.
—Cierto. Los conozco a todos. Ninguno de ellos se ha escondido a la opinión pública. Pero también conozco el caso inverso: señoras con ligues que podrían ser sus hijos. Y esas se esconden como ratas.
—Usted no se ha escondido. En mi opinión ha obrado santamente. Luego no debería zaherirse de este modo.
—A veces es inevitable. Usted misma acaba de hacerlo.
—Yo no tengo nada de qué zaherirme. Soy una mujer feliz.
—No lo diga dos veces. Y, si lo dice, toque madera. Además, cuando habló de su anterior viaje a Grecia tenía un tono triste.
—Es que no es un viaje anterior: es un viaje remoto. Han pasado veintidós años. Ninguna mujer contempla esas distancias sin sentir un estremecimiento.
—¿Ni siquiera cuando una mujer es tan feliz como usted?
—Ni aun así. En el recuerdo siempre hay algún momento que fue más feliz…
Llegaron dos camareros cargados de platos susceptibles de ser mezclados. No había ortodoxia alguna en aquella cena, luego ellas no la siguieron. Se dedicaron a intercambiar manjares y a dar libre curso al fluir de las confidencias.
Fue Victoria quien rompió el fuego:
—Es curioso, pero todos mis momentos de felicidad los he vivido con mi marido y, ahora, él está en la cárcel y yo estoy aquí, tan feliz. —Hizo una pausa—. Debe de creerme usted una mujer sin entrañas, un monstruo de egoísmo… y, para colmo, una mala madre.
—No deberíamos hablar de esto. Le recuerdo que es una ley impuesta por usted misma.
—Yo misma puedo romperla. ¿Qué pasa si ahora me apetece abordar el tema directamente?
—Que estamos fuera de mi horario laboral. Hasta mañana a las nueve no debo acordarme de otra cosa que no sea mi reencuentro con Grecia.
Era importante complacerla, y Victoria lo hizo. Cenaron tranquilamente sin tolerar que los asuntos serios —laborales o no— se interpusieran en su placidez. Ya era noche cerrada cuando bajaron a uno de los pueblos de la playa, concretamente a Alexandrópolis, así bautizada en honor del heroico hermano de la Gorgona de la isla.
Aunque todavía no estaba contaminada por las masas, la capital no había podido rehuir completamente su destino turístico. Como tantas localidades costeras, era uno de los lugares preferidos por los ricos de Atenas, que en los últimos años habían multiplicado sus villas de recreo. El pueblo delataba todavía sus orígenes de pueblo pesquero, pero en el paseo de la playa habían empezado a surgir bares de moda y hasta varias discotecas, de manera que podía distinguirse claramente entre lo que fue la zona popular —el puerto y sus alrededores— y una especie de ensanche con pretensiones de sofisticación.
Después de mostrar a Elena la parte más típica, con sus casitas de pescadores construidas literalmente sobre las olas, Victoria sugirió un bareto frecuentado por ingleses. A aquellas horas de la noche, el local estaría vacío, con lo cual podrían gozar de la brisa marina sin verse obligadas a soportar el asalto de algún conocido.
Así supo Elena que su anfitriona no había perdido el tiempo en la isla: ¡tenía, pues, amistades! Señal de que su estancia no sería tan corta como ella pensaba proponerle.
Pero en estos lugares la paz no es un regalo eterno. Siempre hay un pinchadiscos que se cree en la necesidad de obsequiar a los clientes con alguna pieza estentórea, puesta al límite del volumen. En ese punto, los pinchadiscos de las terrazas vecinas se sienten desafiados y efectúan la misma maniobra, sólo que intentando derrotar a los otros con unos decibelios de más. Empieza así la atroz barahúnda que caracteriza las noches del verano y todavía consigue sorprender a los viejos del lugar.
Iba ya Elena por su segundo whisky cuando Victoria se llevó las manos a la cabeza, manifestando cierta ansiedad.
—Estos ruidos me aturden. Creí que no tendría que soportarlos cuando Borja está ausente, pero veo que no es así. Basta con acercarse a la civilización para que te asedien.
—¿Y con Borja tiene que soportarlos?
—A la fuerza. Un joven de su edad necesita divertirse. Y nada sería peor para nuestra vida en común que darle la sensación de que tiene a una anciana a su lado.
—Usted no deja de sorprenderme. Hace un rato me presentaba a ese Borja como el primero de la clase y ahora me sale con que es un discotequero como esos amigos de su hija a los que repudia…
—El primero de una clase no tiene por qué dejar de ser un chico de su edad.
—Tengo la impresión de que usted está deseando abordar ese tema. Por lo que sea, no le apetece o no se atreve a hablarlo con sus amigas. Seguramente las conoce demasiado. Necesita savia nueva.
—¿Usted se daría en confesión a alguien que no estuviera en su intimidad?
—¿Y por qué no? A menudo he confesado a compañeros de profesión cosas que no me apetecía comentar con mi marido.
Victoria notó cierta amargura en aquella declaración. Elena se apresuró a atajarla:
—En mi mundo, este tipo de relaciones son más que naturales. Se establece una mayor comunicación entre los hombres que te rodean a diario. En el trabajo se comparten demasiadas cosas para que no sea así. Incluso las comidas las hacemos juntos, entre dos pleitos. Es inevitable que surjan las confidencias y que una acabe buscando sus mejores confidentes. En cambio, a mi marido sólo le veo por las noches. Y no siempre estamos del mejor humor para disfrutar el uno del otro.
—Su marido ¿qué es?
—Guapo. Mis hijos han salido a él. ¿Quiere verlo en kodakcolor?
—Me refiero al trabajo.
—Arquitecto, como es natural. Verá: cuando le conocí, todos los buenos partidos iban para arquitecto. Unos triunfaron y otros se quedaron en la cuneta. Mi marido pertenece a este último grupo.
—¿Y usted?
—Yo en mi profesión soy una mujer de éxito. No me importa decirlo, aunque sea una falta de modestia. Y, además, me gusta. Sé que en las revistas han aparecido artículos referidos a la soledad de los triunfadores. No creo que esto sea válido para una mujer. Para nosotras, lo que no es triunfo es el fracaso; así, sin término medio. Como usted comprenderá, prefiero cederle el papel a mi marido.
—Pero usted, siendo tan feliz, le querrá…
—Esta cuestión dejó de plantearse hace veinticinco años. Guillermo ocupa un lugar en mi vida y es bueno que sea así. Es guapo y tierno. Sirve para poco, pero hace compañía en las frías noches de invierno. Otras mujeres tienen cosas peores a su lado.
Mientras regresaban a la villa, Victoria contó a su huésped algunas peculiaridades de la habitación que le había destinado. Era el último residuo de un primitivo palacete turco, y todos sus elementos —celosías, alfombras, braseros— pertenecían a la decoración inicial.
—Lo he notado perfectamente —comentó Elena—. Y, la verdad, no me he sentido cómoda. Me ha recordado a un serrallo, y no me gusta. Por suntuosos que sean no dejan de ser una cárcel.
—Le recordaré esas palabras cuando hablemos de mi situación.
Cuando llegaron a la villa, Elena tendió la mano a su anfitriona y esta se acordó que ella no había hecho lo propio al recibirla por la mañana.
—Gracias por este día tan lleno de sorpresas.
Victoria creyó percibir un poco de sarcasmo, de manera que quiso estar a la altura:
—Quiero sorprenderla todavía más. Borja no es sólo un amante. Cuando le conocí era el hijo que me hubiese gustado tener en lugar de María José.
—No me sorprende en absoluto. Mejor dicho: lo suponía. Pero ahora me toca a mí sorprenderla: desde hace veinticinco años vengo haciendo de madre de mi fracasado esposo. Empiezo a creer que mis verdaderos maridos son los dos gemelos, con todas las tensiones que esto conlleva. Porque los niños son de alivio. Vamos, que si no los hubiera parido yo, maldeciría a su mamaíta.
Y cerró la puerta sin dar siquiera las buenas noches. Bastó con una sonrisa de pretendida complicidad.